A las seis y pico de la mañana del domingo, el gran día, Anne salió de la suite de Robert y avanzó adormilada por el pasillo con intención de meterse en su cama.
La misma —¡mierda!— en que estaba acostado Jerry.
Jerry roncaba sin parar: el ruido, el bramido ese, procedía del dormitorio. Cuando Anne entró en la habitación, se detuvo en seco y se dijo: Rápido, ¿dónde he estado?
Pero antes tenía que averiguar a qué hora había vuelto él. Anne pensó: Pero ¿estás loca? ¿Cómo has podido creerte que Jerry iba a dormir en una jodida tienda de campaña? No debería haberle hecho caso a Robert con eso de que no pasaba nada, de que no había por qué preocuparse y de que, si iba a estar más tranquila, podía dormir en su cama. Ella le había preguntado qué ocurriría si Jerry volvía y no la encontraba en la cama, y Robert le había respondido: «Vamos, encanto, un polvo rápido y a dormir.» El problema era que Robert era una tortuga haciendo el amor, y esta vez no había sido una excepción. Al final se habían quedado dormidos y sólo habían descansado seis horas escasas.
Aunque de vez en cuando tontear podía resultar emocionante —sobre todo si el engañado era un mafioso—, Anne se decía que no merecía la pena. Pero entonces Robert le lanzaba una mirada de las suyas, ella hacía lo mismo, y volvían a las andadas. Se metió disimuladamente en la cama de matrimonio extra grande, junto a Jerry, y se quedó tumbada esperando a que se despertase.
El teléfono que se encontraba en el lado de Jerry sonó a las ocho.
Anne extendió el brazo por encima de él, se estiró y por un momento tuvo su cara junto a la de él. Cogió el auricular antes de que el teléfono sonara otra vez y volvió a colgar. Cuando pasó de nuevo junto a la cara de Jerry, vio que tenía los ojos abiertos, a unos centímetros de los suyos, y que estaba mirándola. Le besó rápidamente en la boca, dio media vuelta y se dejó caer sobre su almohada.
—¿Quién era?
—No tengo ni idea.
—¿Por qué has colgado?
—Porque es demasiado temprano para hablar con nadie.
Anne aguardó, esperando que no volviera a sonar el jodido teléfono.
—¿Dónde has estado?
—¿Cuándo?
—Toda la puta noche.
—No sé de qué me hablas.
—Cuando he vuelto, no estabas.
—¿Qué hora era?
—¿Y eso qué importa? No estabas, joder.
—Jerry, ¿qué hora era? —insistió Anne.
—Las doce o las doce y media.
—¿A esa hora…? —Trató de mantener la calma—. Me encontraba en el balcón —dijo al final no sin cierta sorpresa—. ¿No me has visto? Me he quedado dormida en el sofá. Cuando entré y miré el reloj era la una y media y estabas dormido. —Y añadió—: Ya decía yo que no ibas a pasar la noche en una tienda de campaña.
—Así que estabas en el balcón…
—Sí, me extraña que no me hayas visto.
Se produjo un silencio. Jerry siguió tumbado, sin nada más que decir. Pero ahora ella tenía la sartén por el mango y no debía soltarla.
—¿Dónde te pensabas que estaba?
Walter Kirkbride había empezado a vestirse con toda la intención de marcharse de la tienda de campaña temprano, sin que nadie lo viera, antes de que las mujeres del campamento salieran a preparar el desayuno. Y lo habría conseguido si no hubiera echado una mirada a la pequeña Traci en el momento en que se daba media vuelta sobre el camastro: la chiquilla había tirado de la sábana y le había enseñado su culito blanco desnudo. Walter no había podido resistir la tentación y se había quitado los calzoncillos largos para darle prueba de su amor. Luego había tenido que descansar.
Mientras se vestía por segunda vez, la pequeña Traci lo atacó con un mohín y se lamentó de que fuera a pasarse sola prácticamente todo el día y de que tuviese que llevar una ridícula falda con aros.
—Cuando salgo, me mira todo el mundo.
—Claro, ¿qué van a hacer, si eres lo más bonito que hay? ¿O no es así, Barbie mía?
Cuando él la llamaba de esa manera en la caravana, ella lo llamaba Ken, aunque, debido al acento de campo que tenía, decía en realidad «Kin».
—Esas gordas me han preguntado con quién estoy y de dónde soy, y si quería ayudarles a preparar pastel de maíz. No sabía qué decirles, así que les he respondido que tenía que ir al cuarto de baño. Pero que me expliquen cómo se entra en uno de esos cagaderos con una falda de aros… Hay que levantarla por delante hasta arriba del todo y meterse de lado, pero luego dentro la falda lo ocupa todo. Al final me he subido al retrete y he hecho pis en cuclillas.
Walter estaba intentando ponerse las botas a toda prisa. Pero, entre el esfuerzo y la historia de Traci, le entraron ganas de mear.
—¿Sabes? He ido a esa tienda donde venden estatuillas de generales famosos y tal. Como tengo toda clase de ceniceros con banderas confederadas, he comprado un plato que podría hacer las veces de uno, con Robert E. Lee, Jefferson Davis y Stonewall Jackson, y la bandera también, por supuesto. Cuando trabajaba de gogó tenía un tanga con la bandera confederada que a los tíos les encantaba. Cuando me lo veían, saludaban militarmente. Sólo tenía catorce años, pero ya me habían salido las tetas.
Walter fue detrás de la tienda a mear. Cuando el chorro cayó silenciosamente en la arena, se sintió más tranquilo.
—Vístete, encanto. Ponte los vaqueros azules. Puede que tengamos que irnos de aquí a todo correr.
—¿Lo dices en serio?
—Creo que la recreación de hoy va a ser distinta a todas las anteriores.
Debía andarse con cuidado, prestar atención y tener presente en todo momento lo que le había dicho Robert, el chico de color: ¿Dónde quiere estar cuando caiga Arlen? Lo interpretaba como un aviso más que como una decisión que hubiese de tomar. Robert le había dicho que, mientras no interviniera, no resultaría perjudicado. Si se mantenía al margen, quizá Robert fuera a verle más tarde para hablar de negocios. Por lo visto, lo único que tenía que hacer era estar alerta y no acercarse demasiado a Arlen.
—¿Podremos ir a comer algo luego? —pregunto Traci.
—Lo que tú quieras.
—¿Sabes a quién me envió Arlen con la cena…? Con toda la grasa de cerdo que tenía, no me la habría comido de ninguna manera, incluso si no se me hubiera caído al suelo. Envió a Newton Hoon, el hombre más apestoso que he conocido en mi vida. ¿Sabes? Cuando intentó entrar en la caravana, le dije: Aunque llenaras una bañera de detergente y te pasaras todo el día metido en ella, no te dejaría entrar.
Walter estaba poniéndose la chaqueta de lana.
—Así se habla —dijo.
—No podía comprar nada para cenar, no llevaba dinero encima y tú no me habías dado nada. Menos mal que me paré a hablar con una señora que estaba fumando. Se había traído de casa disimuladamente comida preparada, aunque descongelada. Tenía un plato de pasta con pollo y verduras. Lo había echado todo en una olla y fingía estar cocinando. Pero estaba rico. Tenía una forma curiosa de hablar. Decía que le ha tocado vivir una vida difícil, pero cree que falta poco para la llegada del redentor.
—Una mujer religiosa —dijo Walter mientras se sujetaba el sable. Cuando cogió el sombrero, oyó una voz fuera de la tienda.
—Walter, ¿sales o qué, joder?
Abrió unos centímetros el cierre de la tienda y vio a Arlen con cara de pocos amigos. Parecía una expresión impresa en su rostro.
—¿Qué pasa?
—Creo que ya va siendo hora de que nos concentremos en lo que hemos venido a hacer —respondió Arlen—. Pero tú estás con tu puta, Eugene y Pez andan peleándose por una perra muerta, y Newton no piensa más que en linchar al negrata.
Walter pensó que quizás a partir del día siguiente no tuviera que oír a ese patán nunca más en la vida. Pero para que esto se hiciera realidad tenía que ayudar a Robert de todas las maneras posibles.
En esto Arlen le preguntó:
—¿Qué cojones estás mirando?
Walter reaccionó. Se volvió hacia Traci, que estaba tumbada en el camastro.
—Hasta luego, Barbie.
Ella levantó la cabeza de la almohada.
—Hasta luego, Kin.
Walter salió de la tienda y Arlen le preguntó:
—¿Tienes a una nueva ahí dentro?
Anne se levantó de la mesa del servicio de habitaciones para abrir la puerta. Jerry no se movió. Estaba desayunando y echando una ojeada al dominical del Memphis Commercial Appeal.
Robert iba con el uniforme.
Cuando entró dijo:
—He sido yo quien ha llamado. —Anne abrió la puerta de par en par y Robert vio a Jerry sentado a la mesa—. Estabais los dos profundamente dormidos, ¿eh? Siento haberos despertado.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Jerry mientras metía la cuchara en un tazón de sopa con huevos pasados por agua.
Robert imaginó que en el tazón habría tres huevos poco hechos, aunque Jerry probablemente ya se habría comido uno. Dedicó a este cálculo una mínima parte del cerebro; el resto lo empleó para intentar comprender el significado de la pregunta. Evidentemente, Jerry se refería a la noche en la tienda.
—Te hemos echado de menos, Jer. Eso de acampar resulta divertido. Hicimos una hoguera, nos sentamos alrededor y contamos historias de fantasmas.
—¿Habéis cantado canciones de campamento? —preguntó Anne.
Ahora se encontraba junto a las puertas abiertas del balcón con un zumo de naranja.
—No sabíamos ninguna. Toro pasó dos meses en una de esas cárceles con tiendas que hay en Texas y parecen campamentos, pero dice que no cantaban canciones.
—¿A qué hora empieza lo de la batalla? —preguntó Jerry.
—A las dos. Hay que presentarse en el campamento unionista a la una y media como muy tarde.
—Si no ¿qué? —exclamó Jerry—. ¿No te dejan jugar? ¿Cómo vamos a hacerlo?
Como Héctor le había llamado esa misma mañana, Robert ya tenía una respuesta:
—Héctor habló ayer con Arlen. Dice que van a utilizar de todo: puños, cuchillos, lo que sea… Hasta piedras. Según Héctor, van a llevar espadas incluso. Ellos son cuatro, incluyendo a Arlen y sin contar al señor Kirkbride. Puede que Kirkbride nos haga falta. Luego está Bob Hoon, que es el encargado del laboratorio de metanfetaminas. Hace unos días fui a hablar con él, le planteé una serie de hipótesis y le dije que le convenía ir a su aire. En resumen, somos cuatro contra cuatro. Nosotros somos Héctor, Toro, tú y yo.
—Y los dos negratas —precisó Jerry.
—¿Te refieres a Groove y Cedric? —respondió Robert—. Ya te he dicho dónde van a estar.
—Ah, sí, se me olvidaba —dijo Jerry mientras se levantaba de la mesa con el periódico—. Para eso te tengo: para los detalles.
Robert lo vio entrar en el dormitorio y le oyó cerrar la puerta del cuarto de baño. Entonces Anne lo fulminó con la mirada y empezó a increparle sin levantar la voz.
—Mira que te dije que volvería. Cuando entré en el dormitorio me quedé de una pieza.
—Lo siento, encanto. ¿Estaba despierto?
—Dormido.
—Entonces habrás tenido tiempo de inventarte algo.
—Pero si no sabía cuándo había vuelto. Antes tenía que enterarme.
Robert se aproximó a ella y dijo:
—¿Y qué le has contado, encanto? Seguro que ha sido una buena excusa.
Ahora iba a tener que abrazarla y consolarla mientras su marido estaba en el retrete cagando. Pero, cuando se disponía a hacerlo, vio la escalera recortada contra el cielo y una silueta en la palanca de arriba.
Anne se volvió para mirar en la misma dirección que él y preguntó:
—¿Ése es Dennis?
—No; es Billy Darwin. Es la segunda vez que sube. Pero la primera bajó por la escalera. —Robert bajó la voz, como si estuviera reflexionando—. El alucinante director de hotel va a averiguar si es el tío más alucinante habido y por haber. Fíjate: Carla está abajo, junto a la piscina. Y también Charlie Hoke, de uniforme. Pero no ha subido para que lo vean ellos o cualquier otra persona que esté mirando. Yo creo que Billy Darwin ha subido allí arriba para conocerse a sí mismo. Quiere saber si es capaz de saltar desde la cumbre de lo alucinante, situada a veinticinco metros de altura. Y es verdad: va a saltar. Fíjate, se ha acercado al borde. El colega va a saltar.
Robert observó cómo Billy Darwin levantaba los brazos, bajaba la vista al agua y luego miraba directamente al cielo. Entonces lo vio saltar, caer a noventa y cinco kilómetros por hora y, pasados dos segundos, estrellarse contra el agua haciendo un ruido que hasta él pudo oír.
—Ay, ay, ay… —dijo Robert.
Clavó la vista en la piscina, a la espera de que Billy Darwin saliera a la superficie, mientras Anne le decía que nunca, nunca más le permitiría que le metiera en una situación como aquélla. Estaban jugándose la vida. ¿Y total para qué, joder?
—Oye, que te estoy hablando —añadió. Y levantando la voz preguntó—: ¿Adónde vas?
Robert cruzó la sala y salió de la habitación.
En lo alto de la pendiente, no muy lejos del establo, había dos personas. Eran un yanqui y un confederado con una espada. Hasta que llegó a la mitad del campo Dennis no reconoció a Robert y Charlie. Entonces subió por la pendiente a trancas y barrancas cargando el rifle.
—Hemos visto que venías… —dijo Charlie.
Robert fue al grano:
—Billy se ha caído de la escalera. Y se ha hecho daño.
—¿Es grave?
—Se ha hecho algo en la espalda. Carla se metió en el agua y lo sacó.
—Sin quitarse la ropa —precisó Charlie—. Billy puede andar un poco, pero encorvado. Han venido los de urgencias, pero él no quería ir, así que tuvieron que sujetarlo con unas correas y llevárselo a la fuerza. Decían que había que pasarlo por los rayos X.
Dennis hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.
—Ya decía Carla que tenía ganas. ¿Ha saltado?
—Iba bien —explicó Robert—, pero cuando le faltaba poco para llegar al agua se le doblaron las piernas hacia delante, como cuando uno está sentado. Ha salpicado muchísimo más que tú en cualquiera de tus saltos. Creo que le falló un poco la sincronización, pero es alucinante que lo haya intentado. Eso no se puede negar.
—No irás a intentarlo tú también, ¿verdad? —repuso Dennis.
—¿A qué viene esa pregunta? —replicó Robert.
—Ni se te ocurra, ¿vale?
—Que no, colega. Puede parecerme algo admirable sin que me entren ganas de hacerlo. Oye, le he dicho a Jerry que estarás en el campamento de los federales. ¿Adónde vas?
—A que me quiten los galones de cabo —respondió Dennis—, de lo contrario el coronel Rau no me dejará jugar a la guerra.
—Si no quieres que te pase nada, lo que tienes que hacer es alejarte lo menos posible de Héctor y Toro. Les he dicho que se sitúen cerca del bosque, al norte, justo ahí delante, y que ya les haré una señal cuando tengan que meterse.
—No pienso participar en nada peligroso.
Charlie preguntó:
—¿De qué leches estáis hablando?
—Tengo que irme —dijo Robert, y fue a reunirse con los confederados.
Charlie lo miró mientras se alejaba y luego se volvió hacia Dennis.
—¿Qué pasa?
—Si lo supiera, te lo diría.
—Bueno, tengo que ir a estudiarme el guión —dijo Charlie, y se dirigió al establo.
Dennis fue a ver a la mujer de la Niña Traviesa, a preguntarle si tenía unas tijeras. Era raro: sabía que a Loretta le llevaba varios años y sin embargo no la veía como a una chica, sino como a una mujer. O como a la mujer de Arlen.