La mujer de la tarta estaba fumando un cigarrillo, sentada en una silla de lona baja, casi fuera del toldo de la tienda, de la que colgaba un farol. Lo vio acercarse, sin sonreír ni decir una palabra.
Tenía los labios pintados. Y también los ojos. Al menos así se lo pareció a Dennis. Se había peinado con raya, y la melena le caía sobre los hombros. Llevaba una camisa blanca con varios botones desabrochados y una falda larga. Pero no parecía ir vestida de época.
Le ofreció el medio porro que quedaba. Ella lo miró y luego levantó la vista hacia sus ojos. Entonces lo cogió, lo apretó con la yema de los dedos y se inclinó sobre la hundida silla de lona para aproximarse a la llama del encendedor de Dennis. Se tragó el humo y lo retuvo en los pulmones mientras permanecía con el cuerpo erguido. Luego exhaló una bocanada, se dejó caer en la silla y sonrió.
—Has venido.
—Tengo guardia.
—¿Ahora mismo?
—En este preciso momento, entre los matorrales.
Sentada al fondo de la silla, le preguntó:
—¿Has dejado tu puesto para probar un poco de Niña Traviesa?
Esa pregunta tenía respuesta. Dennis hizo un esfuerzo por encontrarla mientras ella aguardaba. Al final lo único que hizo fue sonreír.
Ella no, ella seguía mirándole fijamente a los ojos.
—¿Cómo ha salido?
—El jefe ha venido del campamento para llevársela. Le he dicho que se me había quemado y que la había tirado. Quería que le dijera dónde, porque no se fía y ni siquiera se cree que la haya preparado. Le he dicho que mirase en los servicios portátiles, que está en el segundo a la izquierda.
—¿Lo ha hecho?
—Se lo ha estado pensado.
—¿La has preparado?
—He extendido la masa y luego lo he dejado.
Dennis apoyó el fusil contra la mesa. Arrimó una pequeña silla de campamento a la suya, se sentó y se quitó el quepis. Quería ponerse cómodo para hablar con ella.
—¿No querías que comiera Niña Traviesa?
—Supongo que no.
—Siempre me encuentro con chicas que se sienten atrapadas en una situación de la que no saben cómo salir —dijo Dennis—. Son jóvenes, están divorciadas, tienen hijos, y sus ex maridos siempre les deben parte de la pensión de manutención. Algunas me miran y yo me doy cuenta de que están preguntándose si podría funcionar.
—¿Y tú qué te preguntas? —dijo ella—. ¿Cómo salir de allí?
—No siempre. —Dennis notaba el efecto de la hierba. Se sentía a gusto y tenía ganas de charlar—. He conocido chicas… Las llamo chicas en vez de mujeres porque «chica» es mi palabra favorita. —Sonrió.
—¿Cuál es la que menos te gusta?
—Moco. ¿Y la que menos te gusta a ti?
—Zorra. Me llaman así a menudo.
Hubieran podido seguir así, pero él quería decirle lo que estaba pensando antes de que se le olvidara.
—Como te decía, he conocido chicas con las que he tenido la sensación de que podía casarme, ser feliz y llevarme bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Hablamos y nos gustan las mismas cosas. Es importante poder hablar.
—A ver, cuéntame —dijo ella. Y añadió—: ¿A qué te dedicas, que conoces a tantas chicas?
—¿Que cómo me gano la vida? A ver si lo adivinas.
—Vendedor no eres —dijo ella, mirándolo fijamente—: No eres de por aquí, ni de los alrededores. Tampoco eres policía.
—¿Por qué dices eso?
—Me refiero a que no eres ayudante del sheriff. Pareces inteligente.
—Por lo que veo no tienes muy buena opinión de la policía.
—He conocido a más de uno.
—¿Por qué te casaste con un confederado fanático?
—Estaba pasando por una de mis etapas estúpidas —explicó ella—. Empecé a escribirle a un preso. Era familiar de una amiga mía y ella me convenció. Mira que escribirle a un preso… En fin, cosas de chicas. Acabamos pensando que el nuestro es, en el fondo, un buen tío. Que basta ver las cartas que escribe. De lo que se trata es de hacerle ver su lado bueno y de que se sienta cómodo con él. —Levantó el porro para darle una calada, pero prosiguió—: Bueno, el mío no tiene un lado bueno, y para cuando quise darme cuenta era demasiado tarde. Ya estábamos casados.
—Márchate —dijo Dennis—. Vete de casa.
—Estoy armándome de valor para presentar una petición de divorcio. Lo que me encantaría es irme a vivir a Florida, a Orlando. Según me han dicho, es el lugar perfecto. Hay mucho movimiento.
Loretta era la típica chica de pueblo que se esforzaba por no serlo pero no podía remediarlo. Su meta era vivir en un lugar donde hubiera parques temáticos.
—Bueno, ahora tengo que adivinar a qué te dedicas para conocer a tantas chicas que se enamoran de ti —dijo mirándole otra vez fijamente y volviendo a adoptar una actitud relajada. Sin embargo, cuando habló, pareció que se erguía en la silla de lona—: Trabajas de crupier en uno de los casinos. No, eres un jugador profesional, un jugador de cartas.
Dennis negó con la cabeza; pero no estaba nada mal. Se imaginó por un instante sentado a una mesa de póquer, muy seguro de sí.
—Un ejecutivo no eres.
—¿Por qué no?
—Por el pelo.
—Igual estoy metido en el negocio de la música.
—Igual. ¿Lo estás?
—No.
—Entonces, ¿por qué has dicho eso?
—Trato de ayudarte. ¿Te gusta el blues?
—Sí, supongo que sí… ¿Eres músico o algo así?
Dennis volvió a negar con la cabeza.
—¿Y si estuviera en la brigada de estupefacientes o algo por el estilo? ¿Si fuera un agente federal?
—Sí, podrías ser un secreta. Pero entonces no me darías un porro, ¿no te parece?
—¿Y si fuera camello?
Volvió a observarlo. Tenían las caras a sólo treinta centímetros de distancia.
—Sí, podrías ser camello. Pero pareces demasiado, no sé… limpio y sano. —Entonces entornó los ojos, suspicaz—. ¿Has estado alguna vez en Parchman?
Dennis sacudió la cabeza.
—¿Es allí donde estuvo tu marido?
—Durante dos años.
Dennis lo adivinó al instante.
—Tu marido era antes ayudante del sheriff y ahora trabaja para el señor Kirkbride…
—Dios mío… —exclamó ella.
—Y lleva el negocio de la droga.
—Y tú eres el saltador —dijo ella.
Dennis aguardó.
—¿Por qué no se lo cuentas a la policía y que encierren al muy hijoputa?
Todo el mundo sabía que estaba en la palanca cuando habían matado a Floyd. Ella misma se lo dijo. Dennis le preguntó si se lo había contado Arlen, y Loretta respondió que se había enterado en el casino y que, cuando le había preguntado a su marido, se lo había dicho. Por lo visto, se emborrachaba y luego le contaba todas las estupideces que hacía.
Dennis se encontraba ahora en el campo con el fusil, camino de su puesto.
De vez en cuando se tropezaba con un surco o un terrón en medio de la oscuridad.
Loretta quería saber por qué no se lo contaba a la policía.
—Voy a ir la semana que viene —le había respondido—, a menos que ocurra algo y no sea necesario que lo haga.
Ella no supo a qué se refería.
—¿Por ejemplo?
Ahora estaba hablando igual que Robert, sin querer entrar en detalles. E igual que hacía él para tener a la gente en vilo, había dicho:
—No pidas el divorcio todavía. Igual no te hace falta.
Luego había cogido el fusil y se había marchado.
Avanzó a trancas y barrancas hasta la oscura masa de matorrales. Cuando ya le faltaba poco para llegar, vio una silueta en el campo.
Dennis pensó que sería otro centinela y que se habría equivocado de dirección. Cuando había dejado el puesto, había dado media vuelta y usado como referencia la copa redondeada de un roble entre los matorrales. Allí estaba ahora: caminaba en la dirección correcta. Pero también se dirigía hacia el centinela, quien además no parecía llevar fusil.
No lo llevaba porque era el coronel John Rau. Mierda, se dijo Dennis. El coronel tenía una mano apoyada en la empuñadura de la espada.
—Cabo, ha abandonado su puesto —dijo.
—Sí, señor —respondió Dennis tras un momento de indecisión.
—¿Sabe que se le puede formar consejo de guerra y condenar a muerte?
—Señor —dijo Dennis para seguirle la corriente. Se volvió un poco para señalar el pasto a oscuras y explicó—: Me ha parecido ver a alguien allí.
John Rau se quedó desconcertado: no tenía ninguna respuesta preparada para esto.
—He pensado que podía ser una incursión confederada para hacer prisioneros —continuó Dennis.
—Cabo… —dijo John Rau.
Pero Dennis siguió hablando:
—Y enviarlos a Andersonville a que mueran de disentería.
—¿Cabo?
—Sí, señor.
—Lleva más de una hora fuera de su puesto.
—Coronel, ¿quiere que le diga la verdad?
—Por favor.
—No puedo tomarme en serio la recreación. No significa nada para mí.
—¿Va a dejarlo?
—Cuando acabe. No creo que vuelva a participar en otra.
—Pero mañana estará aquí.
—Sí, señor, para la batalla.
—Y sabe que Arlen Novis saldrá del huerto con sus chicos. No voy a decir que pertenecen a la mafia del Dixie porque ese nombre no significa nada para mí. Sé que son unos matones, que son mala gente, y que en cuanto se despierten por la mañana se pondrán de nuevo a beber. Antes de cruzar este campo ya estarán pasados de rosca y saldrán dando el grito de los rebeldes, como si estuvieran dispuestos a matar a cualquiera. En las recreaciones de batallas siempre se lían a puñetazos con los soldados unionistas. Se les da un aviso antes de empezar, pero no hay manera: se descontrolan. Recuerdo que el año pasado, en Franklin y Corinth, se lanzaron contra nuestras líneas a culatazos. En esas recreaciones yo hice de capitán del 95.º de Ohio, de oficial de infantería. Lo hice por cambiar. Yo prefiero la caballería. Cuando hice de Stuart en Yellow Tavern, perdí el caballo, una yegua preciosa. —John Rau se interrumpió un momento para recordar lo que quería decir—. ¿Se hace usted cargo? Arlen y sus amigos saldrán mañana con toda la intención de borrarle del mapa de una vez para siempre.
Dennis estaba preparado, por lo que dijo:
—Si le contara ahora mismo que les vi asesinar a Floyd Showers, ¿iría y los detendría?
John Rau tardó unos segundos en contestar:
—El lunes todavía andará por aquí.
Ahora tenía la oportunidad de imitar a Robert y decirle a John Rau algo así como «¿No me diga? ¿Está usted seguro de eso?».
Pero Dennis sabía que a él no le salía como a Robert. Joder, ¿quién demonios era él para hacerse el listo? Al final lo que dijo fue:
—Entonces va a dar a Arlen la oportunidad de borrarme del mapa, como usted dice.
John hizo un gesto de negación.
—Mañana no se presente cuando se forme la tropa.
—Conozco a una persona —dijo Dennis— que dice que Arlen ha contado que fueron ellos quienes lo mataron, y que quiere que lo encierren.
John Rau respondió:
—Ya he hablado con Loretta Novis. Hablará si declara el testigo ocular. Pero si éste declara, entonces ya no la necesito, ¿no le parece?
—Hablaré con usted el lunes.
John Rau dijo:
—¿Sabe que puedo citarle como testigo y hacerle subir al estrado bajo juramento?
—Señor, tengo que volver a mi puesto —respondió Dennis.
Se creía muy listo. Pero fue John Rau quien dijo la última palabra.
—Si mañana participa en la batalla, no quiero verle con esos galones, soldado.
Habían acordado que Arlen iría por un lado de la calle que formaban las tiendas y que Pez y Newton se acercarían por el otro.
Había elegido a Newton porque era el que le había replicado al tal Robert cuando estaba con la chica que andaba enseñando las tetas y porque se le habría echado encima si no hubiera llevado una puta espada. Newton se había quedado moviendo la bola de tabaco en la boca, sucio a más no poder, con toda la barba pringada, y le había dicho que no se preocupara, que ya arreglaría las cuentas con el negrata más tarde.
Iban a reunirse en la tienda del general Grant, a ver cómo estaban las cosas y si podían meterle un arma en la boca a ese César Germano y decirle que se volviera a casa. Así Arlen podría pasar a ver a su mujer. Si veía algún tomate verde, significaría que no había preparado la puta tarta ni se le había quemado.
Lo primero que le dijo fue:
—Joder, ¿qué es eso que hay en la mesa? ¿Un porro?
Loretta lo miró sin levantarse de la silla.
—Yo diría que sí. ¿A ti no te lo parece?
—Sé perfectamente lo que es.
—Entonces ¿por qué me preguntas?
—¿A ti qué te pasa?
—Nada.
—Te dije que no trajeras nada de casa, que ibas a conseguir que estas mujeres lo olieran y hablaran de ti.
—Te tienen tanto miedo que ni se me acercan. Ni siquiera me han invitado al té. No habría ido de todas formas, pero podían haberme preguntado.
—Me has desobedecido —dijo Arlen.
—Yo no he traído la maría, querido. Me la ha dado un soldadito yanqui que pasaba por aquí.
—¿Quién?
—No quiero darte un disgusto.
—Te he preguntado que quién.
—No pienso decírtelo, así que vete a la mierda.
Ésta no era la chica que le escribía cartas encantadoras cuando estaba en chirona. Las mujeres eran todas unas veletas. Uno les ponía una casa bonita y un coche y luego se volvían lagartas.
—Lo que quieres es que te zurre para que puedas gritar y la gente se asome a mirar —dijo Arlen—. Volveré a preguntártelo cuando regresemos a casa y allí podrás gritar todo lo que te dé la gana.
Ella lo miró con su sonrisa de porrera adormilada, como si supiera algo de él que él ignorase. Lo hacía constantemente y conseguía sacarle de quicio.
Arlen siempre le decía lo mismo con la esperanza de que le diera una respuesta, pero nunca obtenía ninguna.
—¿A ti qué te pasa?
Una hora antes aproximadamente, en el campamento del general Grant, Germano había salido de la tienda en ropa interior, sudando y rezongando, y les había dicho a Héctor y Toro:
—Se acabó, cojones. No puedo dormir aquí dentro. Me vuelvo al hotel.
Si eso era lo que quería, no habría forma de hacerle cambiar de opinión.
—Vale —respondió Héctor, y le dijo que iba a pedirles a Groove y Cedric que lo llevaran.
A Germano le daba igual quién lo llevara, pero a Héctor no. Quería estar presente cuando vinieran de visita los confederados.
Preguntó si Robert estaba dormido. Héctor le respondió que no, que andaba por ahí. Germano dijo:
—Dile que me he vuelto al hotel.
Una vez que se hubo marchado, Héctor le dijo a Toro:
—No ha habido forma de impedírselo. Me pregunto qué pasará si encuentra a Robert en la cama con su mujer.
Toro se pensó la respuesta, pero lo único que comentó fue:
—No lo sé. Tendremos que esperar para enterarnos.
Estaban sentados a la mesa, delante de la tienda de Germano, con el farol colgado del toldo sobre las cabezas. Tanto Héctor como Toro, cuando pensaban o mencionaban a Jerry, lo llamaban siempre Germano. No entendían por qué Robert le dejaba ser el jefe. Le protegían la vida, pero no porque le tuviesen mucho respeto, sino porque lo decía Robert. Lo hacéis y punto. ¿Pasa algo? No era así como mandaba hacer las cosas Germano. Él iba de duro. Robert, en cambio, le hacía a uno sentirse cómodo. «Trabajar para Robert es como ir a ver una puta película», decía Héctor. Él tenía imaginación. Resulta que iban a Misisipí a apoderarse del negocio de la mafia del Dixie y tenían que agenciarse unos uniformes de la guerra de Secesión y armas de la época. Y además iban a jugar a la guerra como cuando eran niños. La guinda era que no estaba tomándoles el pelo.
Sentado a la luz del farol, Héctor dijo:
—Habría sido un buen torero, con estilo propio. Aunque se habría buscado a otro para poner las banderillas. ¿Sabes por qué? Porque le gusta estar rodeado de gente que sabe lo que se hace. Poner banderillas parece difícil, pero exige mucho menos valor que lanzarte sobre los cuernos del toro con el estoque. Yo creo que podría ser cualquier cosa que le pareciera interesante.
—¿No sabes qué quiere hacer? —preguntó Toro—. Quiere saltar de la escalera esa.
—¿Eso te ha contado?
—No, pero sé que le gustaría.
—¿Cómo lo sabes?
—Le he visto fijarse en cómo salta de la escalera ese tío tan callado, Dennis. Fíjate en los ojos que se le ponen a Robert cuando dice «Joder» y mueve la cabeza. Daría cualquier cosa por saltar como él. Cuando está en el aire dando vueltas demuestra que tiene dominio de sí mismo, que es un tío alucinante. Y Robert también es un tío alucinante. No quiere perder a Dennis porque es un hombre al que respeta.
—Eso es lo que te crees —dijo Héctor—, pero no lo sabes seguro.
—No estoy tan seguro como lo estoy de que ese confederado que viene por la calle se dirige hacia aquí. Pero estoy seguro por la sensación que tengo cuando veo a Robert.
—Por el otro lado vienen dos más —dijo Héctor.
Jim Rein, el Pez, los vio sentados a la luz del farol. Detrás de la mesa estaba el de la coleta. El otro, el que llevaba un pañuelo atado al pelo, se encontraba a un lado y se había vuelto hacia él. Miró a Newton y le dijo:
—El de allí estaba en el Bichero con el general y el negrata.
Se refería a Robert, que era a quien Newton estaba buscando.
—¿Y ésos no son negratas? —preguntó.
—Creo que son mexicanos —dijo Jim Rein.
—¿Qué diferencia hay? —exclamó Newton—. A mí me parecen todos morenos.
Vieron a Arlen, que había venido por el otro lado de la calle que formaban las tiendas. Ahora estaba enfrente de ellos, con el Colt Navy remetido en el cinturón. Jim Rein y Newton llevaban los revólveres en unas pistoleras militares con la solapa cortada. Jim Rein vio que el del pañuelo lo miraba fijamente, igual que en el Bichero, sin decir palabra. Cuando se reunieron con Arlen, Jim Rein vio que los dos mexicanos o lo que fueran sacaban sus Colts de donde las tuviesen guardadas y las dejaban sobre la mesa a la vez, sin decirse nada ni hacerse una señal.
Héctor Díaz se fijó en los tres soldados confederados. Ahí estaban, con sus sombreros, sin estilo ni personalidad, tres tíos acostumbrados, pensó, a asustar a la gente con la mirada. En aquel momento el jefe cambió de expresión. Era el tal Arlen.
—¿Cómo va, chicos?
Héctor alzó la vista hacia él. Toro miró a los otros dos.
—¿Qué? ¿Tomando el aire?
Tampoco respondieron esta vez.
—Ya veo que no consigo haceros hablar —dijo Arlen—. ¿Cómo está vuestro general, Germano? ¿Cómo se encuentra?
Héctor esbozó una sonrisa. No pudo remediarlo. Entonces dijo:
—Nuestro general está durmiendo.
—Y vosotros sois sus perros guardianes.
—No, como decías, estamos tomando el aire.
—Decidle que salga —dijo Arlen—, que tengo que hablar con él. Aunque también puedo entrar.
—Ya te lo he dicho —respondió Héctor—. Está durmiendo.
Arlen señaló la mesa con la cabeza.
—¿Están cargadas esas pistolas?
—Sí, sí lo están —dijo Héctor.
—¿Sabéis que no está permitido llevar armas cargadas?
—Sí —respondió Héctor—, lo sabemos tan bien como tú.
Arlen dijo:
—No sé adónde queréis ir a parar.
Héctor se volvió hacia Toro.
—Joder, esto parece Solo ante el peligro, tío.
—No te he oído —dijo Arlen.
—Le he dicho —respondió Héctor— que queréis sacar las pistolas, pero no tenéis valor.
El de las manchas de tabaco en la barba dijo:
—¿Qué ha dicho?
Pero el jefe, Arlen, había subido la voz:
—¿Crees que hemos venido aquí a eso? ¿A pegaros un tiro? Jesús…
—Señor y Salvador nuestro —añadió Héctor—. No, a pegarnos un tiro creo que no, pero a asustarnos para que nos vayamos a casa sí.
—Ya veremos mañana —dijo Arlen—, cuando empiece Brice y salgáis corriendo cuando aparezcamos con las culatas y las bayonetas.
Héctor preguntó:
—¿Con las espadas no?
—¿Quieres que nos enfrentemos con espadas? Yo tengo una. Mierda, lo haremos como os dé la gana, Pancho —dijo Arlen.
Héctor se volvió otra vez hacia Toro.
—¿Has oído lo que ha dicho este tío?
Toro se limitó a encogerse de hombros. Pero entonces el de la barba manchada preguntó:
—¿Dónde está el negrata ese?
Toro lo miró y dijo:
—No está. Ha ido a follarse a tu mujer.
El tío de la barba casi perdió los estribos, pero Arlen lo contuvo, le agarró la mano con la que iba a sacar la pistola, se la retorció y se la sujetó a la espalda como hacen los policías. Así acabó la visita. Aunque el de la barba manchada seguía sin tranquilizarse, Arlen aún les dijo algo antes de marcharse:
—Hasta mañana.
Héctor miró a Toro:
—¿Mañana te viene bien a ti?