20

—Jerry no quería comer fuera y Anne decía que hace demasiado calor incluso dentro de la tienda de campaña —explicó Robert—, así que Toro y Héctor se los han llevado al hotel.

—Hacen lo que les da la gana —dijo Dennis.

—Como dijo Mel Brooks, «da gusto ser rey».

—Seguro que nunca hacen cola —comentó Dennis.

—¿Para qué?

—Para lo que sea.

—Eso mismo es lo que te estoy proponiendo, colega: no tener que hacer cola nunca más.

—¿Van a volver?

—Le he recordado a Jerry que tiene que pasar la noche aquí, en el puesto de mando. Quiero ver si Arlen tiene el valor de dejarse caer por aquí a tocarle los cojones.

—¿Y qué te ha respondido?

—Sólo le he dicho que tiene que dormir aquí, no que es el cebo. A Anne le he dicho que se quede en el hotel.

—Entonces tú vas a volver allí esta noche.

Robert no respondió ni sí ni no. Le dijo que comiera algo y le hizo sentarse bajo el toldo de la tienda de campaña con un plato de cangrejo estofado y una cerveza fría. Él también se abrió una. Con la camisa a rayas desabrochada, preguntó a Dennis cómo estaba el cangrejo. Éste respondió que le recordaba a su casa y su familia y luego le dijo:

—Según Charlie, Arlen y su gente se emborrachan en todas las recreaciones en las que participan. Probablemente estén bebiendo en este preciso momento.

—Una de dos: o se animan y no paran quietos —comentó Robert—, o pillan una buena cogorza y se olvidan de todo el asunto.

—Al día siguiente tendrán resaca. Según Charlie, hacen como que les pegan un tiro al principio y luego se quedan dormidos hasta que termina la batalla. Por lo que me ha dicho, se les da muy bien morir.

Robert esbozó una sonrisa.

—A ver, ¿de qué me estás hablando?

—Te estoy hablando de cómo mueren. Practican para simular que les pegan un tiro.

—No te creo —dijo Robert con una media sonrisa—. ¿Cómo que practican? ¿Salen al patio y se tiran al suelo? Parece Monty Python, pero en versión paleto. La verdad es que esta gente resulta divertida cuando se junta. En cualquier caso, todos no pueden ser tan estúpidos. Te olvidas de que los de la mafia del Dixie son unos hijos de puta de cuidado. ¿Sabes qué pensé después de enseñarle a Arlen la foto del linchamiento? Joder, pues que igual estaba dándole ideas y de pronto se le ocurría colgarme de un puto árbol.

—Dime la verdad —exigió Dennis—. ¿De dónde sacaste esa foto?

—Ya te lo expliqué. Es una postal que me dio el viejo Broom Taylor.

—Pero el hombre que cuelga del puente no es tu bisabuelo.

—Es el de alguien.

—¿Cuántas veces la has usado?

—Únicamente aquí. Oye, si te digo la verdad es porque quiero que te fíes de mí cuando tomes una decisión.

—Aún no he tomado ninguna.

—Pues entonces no me digas nada todavía.

—A lo que he venido es a coger un fusil.

Robert volvió a sonreír.

—No quieres perderte lo de mañana, ¿eh? Vas a estar en el bosque.

En lugar de responder a la pregunta, Dennis dijo:

—El coronel John Rau no quiere volver a verme sin fusil.

Robert se volvió hacia la tienda de campaña de al lado.

—¿Groove? Tráele a nuestro colega un Enfield. Y también la cartuchera, la bolsa de cápsulas y todos los putos complementos. —Después se dirigió a Dennis—. Si no, ¿qué te puede pasar? ¿Va a mandarte a la cocina a pelar patatas?

—Cada uno tiene que prepararse su comida. No tenemos que curar el cerdo, pero nos dijo cómo hacerlo, por si nos apetecía prepararlo en casa.

—Se seca bien con sal abundante, melaza y una salsa fuerte y picante.

—Al coronel Rau le gusta el azúcar moreno.

—Tengo que pensar en qué hago con él —comentó Robert. Alzó la mirada y se levantó de la silla—: Aquí tienes el arma. ¿Sabes cómo disparar?

—Se aprieta el gatillo, ¿no? —repuso Dennis.

Groove apareció con el Enfield. Era de complexión delgada y no llevaba camisa, aunque iba con gafas de sol y los pantalones del uniforme.

—Hay que enseñarle a cargarlo —dijo Robert.

Groove sostuvo el rifle en posición vertical, con el cañón a la altura del pecho. Enseñó a Dennis un cartucho de papel blanco del tamaño de su pulgar, se lo llevó a la boca y lo rompió por un extremo.

—Si no tienes dientes —explicó Robert—, no puedes disparar. Ahora está echando pólvora negra Elephant por el cañón. Fíjate: la bala minié, el proyectil, también va dentro del cartucho. La metes por la boca del fusil y coges la baqueta (¿ves dónde va sujeta?). Groove está ahora introduciéndola en el cañón para meter bien la bala. Agarras el fusil, abres la recámara y coges una cápsula con fulminante, ¿me sigues? El fulminante es el explosivo que permite disparar la bala, y se pone en la chimenea de la recámara. Groove, dile lo recto que tira este fusil.

—Va bien hasta unos novecientos metros —le explicó Groove—. Basta con la explicación que te ha dado el colega para aprenderse toda esta mierda. ¿Qué ocurre si le das a alguien a esa distancia con una bala del cincuenta y ocho? Pues que el muy cabrón es hombre muerto.

—Vamos a quedarnos con este fusil y a ti vamos a darte otro para que lo cargues tal como Groove te ha enseñado —dijo Robert—, pero sin bala, a ver si todavía le pegas un tiro a alguien. Quédate aquí.

Entró en la tienda de campaña y salió con un porro y un mechero barato, que dejó junto al plato de Dennis.

—Esta noche tengo guardia.

—Entonces esto es lo que necesitas. Si quieres, te llevo luego una cerveza fría.

—No sé dónde estaré. Igual cuando termine duermo por ahí, en el campamento.

—Cuidado, no vaya a hacerte alguien la cuchara.

—Rau también ha hablado de lo de la cuchara. No sé a qué se refería.

—Significa exactamente eso. En la guerra, cuando hacía frío por la noche, dormían en grupo, de costado, pegados los unos a los otros. Se pasaban un mes entero sin lavarse ni cepillarse los dientes. Imagínate qué peste. E imagínate pasarte toda la noche con un colega empalmado pegado a tu espalda.

—Tú vas a volver al hotel, ¿verdad? —insistió Dennis.

—¿Por qué no? —respondió Robert—. No tengo pensado ir a ver al general Kirkbride… —Hizo una brusca pausa y añadió—: Joder, se me olvidaba decírtelo: hace un rato ha pasado por aquí montado en su caballo. Jerry ya se había marchado. Quería saber dónde me encontraba. Groove y Cedric le respondieron que no me habían visto, y entonces él les dijo: «En cuanto lo veáis, decidle que se pase por mi campamento. Cuando acabe el paseo, quiero que me almohace el caballo.»

—¿Y tú dónde te encontrabas?

—Dentro de la tienda, fumando. Pero luego he pensado que no había venido porque quería que le cepillase el caballo. Había sido una excusa para verme. El colega estaba nervioso porque le había metido el miedo en el cuerpo y quería hablar.

—¿Qué le dijiste?

—Vine aquí ayer, antes de que empezara todo esto. Le dije que sabía que estaba metido en el negocio de la droga. Le metí miedo en el cuerpo. Le pregunté dónde prefería estar cuando cayese Arlen. De los que conocemos él es el único que no es completamente estúpido.

—John Rau tampoco lo es —dijo Dennis—, y estará aquí cuando montes el numerito.

—A eso me refería antes: tengo que pensar en ello.

—¿Por qué no le haces prisionero?

Robert tardó unos segundos en sonreír. Cuando por fin lo hizo, se le notó lo justo para que Dennis se diera cuenta de que no descartaba la idea. Luego dijo:

—Delante de todo el mundo… —Y añadió—: Quizá sea posible y todo.

Cuando Dennis volvió con el fusil, la cartuchera, la bolsa de cápsulas, la bayoneta colgada del cinturón y el portafusil al hombro, la zona del vivac parecía más acogedora. Se veía el humo de las hogueras, más pertrechos en el suelo y ropa colgada de los fusiles apilados. También había civiles paseando por el campamento, gente en camiseta y pantalón corto entre los uniformes azules, aunque los visitantes no eran muy numerosos.

El sargento primero dio a Dennis un par de mantas y una bolsa de papel con las raciones. No le hacía gracia que hubiera espectadores rondando por un campamento militar.

—Dios Santo, es que hay gente paseándose con banderas confederadas en la camiseta. Eso no es bueno para el ambiente. Así resulta difícil mentalizarse para salir al campo de batalla.

Dennis dijo:

—El coronel Rau está allí explicándole a un grupo cómo curar la carne de cerdo.

—Es un hombre detallista —respondió el sargento primero—. Lo hace con la mejor intención y además en el campo de batalla es un magnífico jefe de batallón, aunque se pasa de amable. Un ejemplo son las tiendas. Si esto fuera una campaña de verdad, no se vería ni una sola. ¿Que quieres taparte con algo? Pues te haces un sombrajo. ¿No sabes lo que es? Es una especie de cobertizo: el lado expuesto a la intemperie se hace con matas. Yo he estado con veteranos y lo único que se veía en el campamento eran sombrajos: la mayoría de los chicos dormía al raso, que es como lo hacían en realidad. ¿Te crees que teníamos tiendas de campaña en el cruce de Brice? Joder, estábamos en el frente, y los carros con las provisiones se encontraban todavía a una jornada de camino, en la retaguardia. Había llovido durante toda la semana, costaba mucho avanzar por el barro, y los ingenieros estaban poniendo maderos por todo el camino. No, señor, durante la guerra viajaban con poco equipaje y se deshacían de todo excepto del mosquete y la manta.

—¿Tú harías la cuchara? —preguntó Dennis.

—¿Si nos ciñéramos a las reglas y nos dijeran que no aviváramos el fuego? Joder si lo haría… Una vez en Virginia, durante el mes de mayo, o hacías la cuchara o te congelabas. —Y añadió—: No necesitas una tienda. Si quieres guarecerte, habla con ese del Primero de Iowa. Está buscando compañero.

El del Primero de Iowa, vestido con unos calzoncillos largos flojos y de color grisáceo, le dijo que no había inconveniente, que podía dormir con él.

—No harás la cuchara, ¿verdad?

El del Primero de Iowa dijo:

—Con este tiempo no. —Y precisó—: Ni ronco ni me tiro pedos, si puedo evitarlo.

Dennis le dijo que iba a dejar sus bártulos ahí, pero que estaba pensando en dormir fuera.

Lo había hecho bastantes veces entre actuaciones. Siempre guardaba un saco de dormir en la camioneta. La última vez había sido cuando se dirigía de Panama City al parque de atracciones de Miracle Strip. Hacía calor durante todo el día y, aparte de ir al cine, no había mucho que hacer. Las noches no estaban mal. Terminaba el espectáculo y se iba con gente a la que le gustaba divertirse. Cuando empezaba a aburrirse, se ponía de nuevo en camino y en la siguiente parada buscaba al mismo tipo de gente. Conocía a chicas de vida alegre a las que les encantaban los tíos lanzados. Luego estaban las más serias, las divorciadas, las que trataban de salir adelante con un par de niños, chicas jóvenes, treintañeras a las que empezaba a notárseles la edad y que no tenían tiempo para mostrarse tal y como eran. Lo invitaban a cenar. Se maquillaban, ponían música y salían a la puerta con el conjunto más bonito que tenían. Luego se sentaban delante de él, a la luz de una vela, y surgía la posibilidad de enamorarse. De vez en cuando le tentaba la posibilidad. Pero entonces ¿qué sería del chico lanzado?

El soldado del Primero de Iowa dijo:

—He traído alubias guisadas con cerdo curado y melaza, así que si gustas…

Dennis comió un plato, repitió de las alubias y tomó una taza de café, pero se sintió incapaz de comer el pan sin sal. No sabía a nada. Se tendió en el suelo para descansar, con la manta enrollada a modo de almohada. El chico lanzado estaba acampando con un grupo de tíos que jugaban a la guerra. Tíos que jugaban a las cartas, soltaban muchísimos tacos, contaban chistes, hablaban de armas, de caza mayor, de batallas, de las recreaciones de Franklin, Chickamauga y Cold Harbour, de los buenos generales y de los malos. Tíos que, acompañados por una armónica, cantaban que iban a formar alrededor de la bandera. Chicos, vamos a formar alrededor de la bandera…

Al final Dennis se quedó dormido.

Notó que le golpeaban con un botín en las costillas y, cuando abrió los ojos, vio al sargento primero de pie, delante de él. Se incorporó en el acto. Era de noche y no se oía ningún ruido en el campamento. Debían de ser más de las ocho.

—¿Qué hora es? —preguntó mientras se ponía en pie. El sargento le dijo que iban a dar las diez.

—Tenemos más gente que turnos, así que el general ha dividido las guardias a la mitad. A ti te toca en la periferia de diez a doce.

—¿Dónde está mi puesto?

—Ya te llevo. Coge el fusil.

Preguntó qué tenía que hacer. El sargento primero le dijo que vigilar por si los rebeldes se acercaban para atacar el campamento o hacer prisioneros. Añadió que les gustaba capturar a los soldados de guardia que estaban distraídos y enviarlos a Andersonville a morir de disentería.

Dennis se quedó de pie al final de los matorrales, mirando la oscura masa de árboles que había al otro lado del pasto, y vio unas lucecitas parpadeantes. Eran las hogueras del campamento de los confederados. La música que se oía en el establo, en lo alto de la pendiente, debía de ser la del baile militar, aunque las chirriantes notas de los violines sonaban más bien a bluegrass.

Al soldado del Primero de Iowa le había dicho que tenía turno de guardia y el hombre le había respondido: «Bien, imagínate que te encuentras en Brice y que notas que los rebeldes están cerca, que puedes olerlos. Ves que se mueve algo en el campo y apuntas con el fusil. Tienes que creerte lo que estás haciendo, porque si no, ¿a qué has venido?» Dennis no le había dicho que él hubiera preferido no encontrarse allí. El soldado le habría hecho preguntas, habría querido saber por qué.

Estaba de pie entre los matorrales, dando manotazos a los insectos que zumbaban a su alrededor. Sacó el porro del bolsillo y lo encendió, chupó con fuerza para darle una buena calada y lanzó el humo a los bichos con la esperanza de que se pusieran ciegos y se marchasen. Se preguntó si los soldados de la guerra de Secesión fumarían hierba, como en Vietnam. Se preguntó si dirían «puta guerra» como los soldados en las películas bélicas. Lo decían más en las de Vietnam que en las de la Segunda Guerra Mundial. Debía preguntárselo a Robert. Probablemente no lo sabría, pero seguro que tendría alguna respuesta. Robert era la persona con más dominio de sí mismo que había conocido nunca. Como cuando había tenido a Arlen delante, sin quitarle los ojos de encima, y había dejado la pistola sobre la mesa de la cocina sin mirarla siquiera. Sólo se trataba de un objeto que llevaba casualmente en el maletín. Gracias a la hierba, pasaron rápidamente por su cabeza todos los momentos memorables protagonizados por Robert. Cuando le había dicho a Walter Kirkbride que quería ser uno de los chicos de color de su escolta. Cuando lograba que, hiciera lo que hiciese, todo pareciera fácil. Cuando le había hecho la oferta tras conducirle poco a poco hasta el cruce, hasta la encrucijada, y explicarle lo que significaba. Cuando le había dicho: «Es imposible que te acusen de narcotráfico. Tú estás al margen de todo. ¿Que un día arrestan al contable del Gran Espectáculo de Saltos? Tú eres el primer sorprendido.» Y cuando había añadido: «Colega, si un chico lanzado como tú no es capaz de manejar una situación como ésa…»

El chico lanzado se encontraba ahora a oscuras, sosteniendo una réplica de un fusil de la guerra de Secesión que pesaba cuatro kilos y medio. Lejos de correr ningún riesgo.

Dennis echó a andar con el fusil en dirección a las tenues luces que se divisaban en el campamento de los civiles.