19

Dennis cruzó la pendiente donde iban a sentarse los espectadores para ver la batalla. Todavía no había nadie. Llegó al pasto y, cuando se dirigió a los matorrales que se alzaban a la izquierda, se dio cuenta de que había que andar con cuidado entre los hierbajos, porque el suelo era irregular y estaba lleno de surcos. Las vacas que habían pastado allí a lo largo de los años habían dejado su huella. El sol estaba todavía alto, y el uniforme de lana le daba mucho calor. Entonces oyó un ruido y una voz por los altavoces.

«Hace ochenta y siete años… Un momento, me han dado el guión equivocado.»

No cabía duda: era Charlie Hoke. Dennis siguió andando en dirección a la linde del campo mientras Charlie hablaba:

«Vamos a ver… Hola, soy Charlie Hoke, el viejo zurdo, y estoy aquí para darles la bienvenida a la Primera Recreación Anual de la Guerra de Secesión de Tunica, Misisipí. Esto me recuerda, amigos, la inauguración de un viejo estadio de béisbol. No hay nada como la inauguración de un estadio… —De pronto exclamó—: ¿Cómo? —Su voz sonó más débil, como si se hubiera alejado del micrófono. Luego dijo—: Ahora voy… —Y continuó con el mismo volumen de antes—. Hoy están todos ustedes siendo protagonistas de la historia, están conmemorando un episodio de nuestro pasado que nos unió de una vez para siempre como americanos.»

Un soldado unionista apareció entre los matorrales delante mismo de Dennis. Era joven, no tendría más de dieciocho años, y sostenía el fusil cruzado sobre el pecho.

—Identifíquese: nombre y regimiento.

Dennis se lo dijo y el centinela le permitió pasar. El tío no se andaba con bromas. Dennis se adentró con él en los matorrales. El suelo era ahora arenoso. Mientras avanzaba por la maleza siguió oyendo la voz de Charlie. Cincuenta metros después llegó al campamento. Se encontraba en un claro: había tiendas para dos personas, fusiles apilados y soldados unionistas con o sin uniforme. Aunque la mayoría iba sin guerrera, todos tenían gorra y aspecto de militares veteranos. Vio a un par fumando en pipa. Dejó los matorrales a la espalda y se encontró con que había retrocedido ciento cuarenta años en el tiempo. Entonces oyó a Charlie decir que aquel día estaban reviviendo el pasado. Era eso lo que él sentía y lo que sabía que acabaría recordando.

La única nota discordante era un camión. Era antiguo, pero desde luego no lo suficiente.

Un grupo de unos veinte soldados, separado de los que había visto en primer lugar, estaba mirando a John Rau, que, vestido con el uniforme completo, se había subido a la trasera del camión, en cuya plataforma de carga había unas cajas de cartón, un barril de madera de doscientos litros, y algo que parecía un montón de ropa de cama enrollada y tiendas de abrigo.

—No voy a dar más importancia de la necesaria al asunto de la autenticidad —estaba diciendo John Rau—. No voy a criticar banalidades como el corte de un uniforme ni indicarle a alguien que lleva la costura de la bragueta demasiado ancha.

Parecía que se trataba de una alocución. Todos los soldados que se encontraban delante de él le prestaban atención.

—Si nos pasamos de la raya —prosiguió John Rau—, la próxima vez los ultrafanáticos insistirán en usar balas de verdad y tendrán la esperanza de pegarnos un tiro o de que enfermemos de disentería. Evidentemente, en una recreación nunca vamos a sentir el auténtico terror de un combate de verdad. No veremos cómo nuestros compañeros son acribillados con balas minié o saltan por los aires a causa de los botes de metralla. Así que no nos pasemos de auténticos. Ahora bien, no quiero ver envoltorios de caramelos ni latas de refresco vacías en este vivac. Es lo único que pido.

Dennis echó a andar hacia el grupo de soldados y John Rau lo vio. Estaba alucinante de coronel. Con el uniforme de oficial de caballería y el ala del sombrero sujeta a un lado, parecía auténtico. Cuando Dennis se disponía a saludarle con la cabeza y decir hola, John Rau le preguntó:

—Soldado, ¿dónde está su fusil?

Al parecer no lo había reconocido.

Las armas las tenía Robert. Dennis estuvo a punto de responder que se le había olvidado, pero cambiando rápidamente de idea, contestó.

—Todavía no he ido a recogerlo.

—Querrá decir: «Todavía no he ido a recogerlo, señor.» —lo reconvino el coronel John Rau.

—Sí, señor —respondió Dennis. Sí que se lo toma en serio, joder, pensó—. Tenía prisa por presentarme en el campamento, señor.

—Esto no es un campamento sino un vivac, soldado.

—Sí, señor.

—Que sea la última vez que le veo sin su fusil. A menos, naturalmente, que esté apilado con los demás, como corresponde.

—Sí, señor —volvió a responder Dennis con cierta emoción, como si estuviera viendo una película en la que saliera él.

John Rau se volvió hacia su público, echó un vistazo a sus soldados y dijo:

—Mi sargento primero se ocupará de las raciones para dos días, gentileza del hotel y casino Tishomingo. Estoy seguro de que esperan que vayamos a gastarnos el dinero en sus mesas de juego en cuanto nos retiremos. ¿Sabe alguien a cuánto ascendía la paga de un soldado raso del ejército de la Unión durante la guerra de Secesión?

Entonces se oyó una voz en medio de la tropa.

—Señor, trece dólares al mes, señor.

Dennis se preguntó si no estaría pasándose.

—Cierto —dijo John Rau—. Bien, quiero que descarguen este camión para que podamos sacarlo de aquí y organizar el vivac como es debido. Aquí tenemos más tiendas de abrigo, mantas de lana e impermeables, todo lo que necesita un soldado para una campaña de verano. No va a bajar tanto la temperatura como para hacer la cuchara, así que espero no ver nada que se le parezca. No quiero malentendidos.

John Rau sonrió y los soldados se echaron a reír, pero Dennis no supo por qué.

—Las raciones que contienen estas cajas son la comida auténtica de la época: pan sin sal, café y carne de caballo curada. También hay patatas, harina de maíz para quien quiera (mezclada con gachas y frita puede resultar muy rica), y fruta fresca. Cuando se habla de carne de caballo curada, la mayoría de las veces se trata en realidad de carne de cerdo. Aunque, durante la guerra, la carne de caballo fresca habría constituido un plato de alta cocina para un hombre en el campo. Tampoco se trata del cerdo curado que uno puede comprar en el mercado, es decir, del tocino. Eso no aguantaría ni el fin de semana de la recreación.

Dennis vio que algunos hombres empezaban a moverse y a mirarse unos a otros. John Rau, que apenas recordaba al agente de la AIC, siguió hablando:

—Sé que las personas para quienes ésta es la primera o segunda recreación están deseando saber cómo fue todo y grabárselo en la memoria. A menudo he dicho que, desde el punto de vista de la autenticidad, la actitud de uno es más importante que si el uniforme que lleva es reglamentario. En cuanto al tema del cerdo cabría añadir que, debido a los añadidos que lleva, nunca se usa sal de mesa para curarlo. Se usa sal buena como base y luego se mezcla con un edulcorante. Yo personalmente prefiero el azúcar moreno, aunque también se puede usar miel o melaza. Para condimentarlo se le echa cebolla, ajo y pimienta. Los ingredientes principales para, pongamos, cincuenta kilos de carne, son tres kilos de sal buena y un kilo de azúcar moreno. De esta manera lo que se consigue es, por supuesto, secar la carne por completo. Se deja en un lugar fresco (por eso los granjeros hacían siempre la matanza en invierno) durante seis semanas como máximo y la carne de caballo ya está curada. A cualquiera que quiera probar a hacerlo le aviso que sale tanta humedad que queda todo hecho un desastre.

Mientras le escuchaba, Dennis pensó que era una suerte saber todo eso, no fuese a perder un día la puta cabeza y le diera por curar algo de carne.

Joder… Tendría que preguntarle a Vernice si podía usar su cocina.

Vio que algunos soldados de las últimas filas empezaban a alejarse y oyó a John Rau levantar la voz.

—Soldados, miren al frente. No he acabado todavía. Aquí tenemos un barril de agua para llenar las cantimploras. Les interesará saber además que he pedido seiscientas cincuenta raciones para alimentar a cien hombres, que es la cantidad que calculé al principio, y a los rezagados que puedan aparecer. Si esto durara tres o cuatro días, haríamos prisioneros y también tendríamos raciones para ellos. Ahora calculo que nuestras tropas sumarán como mucho setenta soldados. Esperaba que se nos unieran hasta cincuenta hombres del Primero de Iowa, pero parece que al final sólo vendrán diez o quince. Llegarán en cualquier momento. Esto significa que habrá al menos tres raciones y media más por hombre. —John Rau hizo una pausa—. Si les hubiera dicho esto en el cruce de Brice el 9 de junio, la víspera de la batalla, ¿saben lo que habrían hecho? Habrían dado un grito de alegría, habrían exclamado hurra con voz vibrante y habrían lanzado sus gorras al aire. Bueno, el caso es que van a poder ponerse las botas. Esto les permitirá usar la imaginación con las raciones. A mí siempre me ha gustado el caballo curado hervido en taquitos con una patata. He descubierto que la receta resulta mejor cuando uno tiene hambre.

Dennis se imaginó unos pedazos de grasa de cerdo en una olla y se acordó de que Robert le había invitado a la comida que iban a traer del hotel.

Vio que el sargento primero entregaba a John Rau una tablilla con una hoja de papel. El coronel Rau la miró y dijo:

—Aquí tengo la lista de guardias. Aquellos a los que no se les haya asignado ninguna que levanten la mano.

Dennis, que ignoraba por completo qué eran las guardias, la levantó. John Rau se fijó en él de inmediato, y Dennis comprendió entonces que nunca había que levantar la mano.

—Soldado Lenahan —dijo John Rau, con la vista clavada otra vez en la lista—, usted hará un turno de guardia.

Con la esperanza de librarse, Dennis contestó:

—Señor, yo soy cabo.

—¿Es eso cierto? —preguntó John Rau. Se quedó observándolo y luego añadió—: Dígame cómo obtuvo sus galones.

Dennis estuvo a punto de responder que igual que él, pero finalmente dijo:

—Señor, pensaba que podía elegir lo que quisiera.

—Soldado —replicó John Rau—, los ascensos hay que ganárselos.

Dennis se preguntó si para ganárselos había que aguantar aquella mierda, aunque no dijo nada. Entonces vio que John Rau esperaba una respuesta.

—Sí, señor.

—¿Cabo? —dijo John Rau.

Pero luego guardó silencio. Dennis se imaginó que querría que le dijera señor otra vez, para ver cuántas veces le hacía repetirlo.

—¿Sí, señor?

—Esta noche hará usted la guardia de la periferia de ocho a doce. Vea al sargento primero de aquí a una hora y él le indicará su puesto.

—Sí, señor —respondió Dennis una vez más.

John Rau paseó la mirada por la tropa y volvió a dirigirse a él.

—Pero antes de coger las raciones y preparar la comida, quiero que vaya a buscar su fusil.

Dennis tardó unos segundos en darse cuenta de que era libre de marcharse. Ahora podía ir a comer lo que Robert había encargado en el hotel. Dennis siguió absorto hasta que advirtió que John Rau lo miraba fijamente, esperando.

—Soldado, ¿ha oído lo que acabo de decir?

Dennis saludó militarmente y respondió:

—Alto y claro, señor.

Era la frase que le decía Red Buttons a John Wayne en El día más largo antes de saltar y de que su paracaídas quedara enganchado del campanario de una iglesia.