El sábado por la mañana Dennis se levantó a las siete y media. Se puso el uniforme de cabo —Vernice le había cosido los galones y la insignia—, se encasquetó el quepis hasta los ojos y se miró por delante y detrás en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario.
Entonces se preguntó: ¿Eres tú? ¿En qué coño te estás metiendo? Y se respondió: En nada, no me estoy metiendo en nada. Sin embargo se dijo: Pero podría salir bien, ¿no?
Mientras cavilaba la propuesta de Robert, vio en el espejo la imagen de un soldado unionista de hace ciento cuarenta años. Tenía que quitarse aquel asunto de la cabeza. Se acabó, no voy a hacerlo, se dijo. Pero se veía incapaz de rechazarlo. El asunto podía funcionar: se trataba de un espectáculo internacional de saltos que, en lo que a él se refería, no tenía nada que ver con el narcotráfico. Y si estaba relacionado con él, era de una manera muy tangencial. Robert le había preguntado qué problema había.
—¿Puedes fumarlo pero no venderlo?
—Yo no me meto cocaína ni nada que se le parezca.
Robert dijo que él tampoco y añadió:
—No obligamos a nadie a meterse nada.
—Hacéis que se queden colgados.
—Se quedan colgados ellos solos. Igual que los alcohólicos que son incapaces de beber sin cagarla.
—Vamos, hombre. Es ilegal.
—También era ilegal el alcohol antes. Y nadie dejó de beber por ese motivo.
—Uno puede acabar en la cárcel.
—También puedes bajar mal por la escalera y romperte el cuello.
Según se planteara el asunto, no estaba nada mal. Encauzaría su vida, ofrecería trabajo fijo a saltadores de palanca en busca de oportunidades y ayudaría a su madre, que tenía setenta y dos años y vivía en una casa de mala muerte de Magazine Street con su hermana la alcohólica, mal heredado de su padre, quien había bebido hasta reventar. Podría comprarle a mamá una casa en Garden District. Cuánto bien podría hacer. Podría derrochar a manos llenas. Ayudaría al necesitado.
Y acallaría la voz de su conciencia.
Mierda…
Se dijo que la decisión ya estaba tomada, que tenía que olvidarse del asunto, que no debía volver a pensar en ello. Y se fue a la cocina.
Charlie, vestido con una de sus camisetas ¡PONGA A PRUEBA SU BRAZO!, estaba tomándose una taza de café con una tostada.
—Pensaba que íbamos a ir temprano —dijo Dennis.
—Teniendo en cuenta que es la primera vez que se organiza esta recreación y que el lugar donde se celebra nunca ha sido utilizado para este fin —respondió Charlie—, si vamos antes de mediodía e incluso algo más tarde, llegaremos temprano. ¿O es que quieres que te manden clavar estacas para las tiendas de campaña? A mí lo de los anuncios me toca hacerlo por la tarde. Mañana tengo que comentar la batalla.
—¿Quién te ha pedido que lo hagas?
—El comité. ¿Quién si no?
—¿Quieren oír tus historias de béisbol?
—Llevo nueve años participando en recreaciones, Dennis. Sé de qué va el asunto. Comentar una batalla jugada a jugada no es lo mismo que anunciar saltos —le aseguró—. Aléjate un poco, que te eche un vistazo. —Asintió con la cabeza y dijo—: Te queda bien: pasarás la revista sin ningún problema. ¿Qué tal las botas?
—Están duras, pero bien.
—La otra noche decías que te apretaban.
—Me he puesto unos calcetines más finos.
—Puedes remeterte los bajos del pantalón en los calcetines. Hay quien se pelea sobre si es auténtico o no llevar la ropa floja. Vas a oír discusiones muy serias sobre esta clase de cosas. Por ejemplo: ¿llevas ojales cosidos a mano? Uno te dirá que si eres confederado, no tienes por qué ser tan jodidamente fanático; otro, que iban tan bien vestidos como las tropas federales. Pero ¿sabes qué? Dicen que la mayoría de las chicas van por los aficionados, por los tíos a los que todo esto les importa una mierda.
Vernice entró en la cocina, lista para irse a trabajar. Llevaba el uniforme de camarera, con flecos y una pluma recta detrás de la cabeza.
—Vaya con el soldadito… —exclamó—. Que no te hagan daño, ¿vale, encanto?
Charlie preguntó:
—¿Sabéis cuántos muertos hubo en esa guerra entre ambos bandos? Seiscientos veinte mil.
—Iré en cuanto salga de trabajar —dijo Vernice—. Tengo que servir bloody-marys a los clientes tempraneros. ¿Luego qué hay? ¿La batalla?
—Esta tarde puedes ir a ver la instrucción —respondió Charlie—. Si han organizado alguna escaramuza, no me lo han dicho. También puedes asistir al té de las damas si vas correctamente vestida, a las clases de baile de época y, esta noche, al baile militar.
—¿Hablas en serio? —exclamó Vernice.
—Tengo que comunicar a los jinetes que han de quitarse las espuelas.
—¿Para mañana qué hay previsto?
—Oficios religiosos de época, algunas marchas más, un concurso de tartas y la batalla del cruce de Brice.
—Igual me espero hasta mañana —dijo ella—. Va a hacer calor. —Luego se dirigió otra vez a Dennis—: Qué mono estás con tu uniforme. ¿Vas a quedarte en el campamento o volverás a casa esta noche?
Dennis respondió que aún no lo había decidido.
—Antes quiero ver cómo es.
—Yo no voy a dormir en el campamento —anunció Charlie—. Y tampoco voy a comer cerdo curado. Le he preguntado a Vernice cómo leches se hace el pan sin sal. Y me ha dicho que basta con comprar unos panecillos y dejarlos unos días en la encimera.
—Me marcho —anunció Vernice, y cogió de la encimera el último número del Enquirer—. ¿Otro motivo para que Tom haya dejado a Nicole? Qué creído se lo tiene esta mujer. Pone que entraba en Ben and Jerry’s, la heladería, a comprar un cucurucho y se adelantaba a todo el mundo sin hacer cola.
—Y seguro que nadie protestaba —añadió Charlie—. Si uno es una estrella de cine, no tiene por qué hacer cola. —Se volvió hacia Dennis y le preguntó—: ¿Tú haces cola?
—Yo, cuando veo una cola, no me detengo.
—Yo ni me acuerdo de la última vez que hice cola —comentó Charlie.
Vernice dejó el Enquirer sobre la mesa del desayuno y dijo:
—Hasta luego, estrellas de cine. —Y se marchó.
Dennis tomó un sándwich de huevo y cebolla mientras Charlie se vestía. Cuando volvió a la cocina, llevaba un sombrero flexible negro y un uniforme que John Rau le había dado y Vernice le había ensanchado. Y seguía hablando.
—¿Sabes qué va a hacer la gente de Arlen durante la recreación? Beber. Nunca he visto una en la que no se hayan emborrachado. Luego se hacen los muertos al principio de la batalla, a ser posible a la sombra. Si no, se arrastran hasta un árbol y se echan una siesta hasta que termina el combate. Tú fíjate en ellos. Se lo toman muy en serio: parece que mueren de verdad. ¿Quieres desayunar antes de ir?
—Acabo de comer un sándwich.
—Me refiero a un desayuno como Dios manda.
—Pues sí que ha venido gente —comentó Charlie.
Avanzaron con el Cadillac a lo largo de medio kilómetro de la carretera comarcal ocupado a ambos lados por coches y camionetas. El campo reservado para la recreación de la batalla, que se extendía al otro lado de la granja, estaba lleno de coches, camionetas y caravanas. Había incluso algún remolque para caballos. Entraron en la explanada del establo, reservada para el aparcamiento de los vips, y Charlie se detuvo para enseñar el pase a los de seguridad. Dennis vio el Jaguar de Robert en una fila de coches que había pegada al establo y le dijo a Charlie:
—Fíjate quién es un vip también.
—Vaya… —exclamó Charlie, y le preguntó a Dennis si se había inscrito.
—No sabía que tenía que hacerlo.
—Ve a esa mesa que hay al entrar en el establo. Si le das a la chica diez dólares, podrás participar en la recreación y dormir esta noche en una tienda de campaña rodeado de bichos. —Charlie también le explicó que el campo de batalla se extendía al otro lado del establo; que los campamentos militares estaban enclavados a ambos lados del campo, hacia el norte; y que los campamentos y las tiendas de los civiles se hallaban al este. Añadió—: Si te pones a curiosear por ahí, te encontrarás en la época de la guerra de Secesión antes de que te des cuenta.
Charlie iba a reunirse con él más tarde; antes tenía que dar una vuelta y enterarse de cuándo debía hacer los anuncios. Dennis se mezcló con los espectadores y los participantes que estaban llegando. Un confederado con un mosquete al hombro le preguntó con quién estaba y le respondió que con el Segundo de la Infantería Montada de Nueva Jersey. Enseguida notó que se metía en el papel. Llegó a una fila de puestos de comida al final de la explanada del establo. Eran remolques con un ventanal abierto donde servían pollo frito, siluro, hot dogs y hamburguesas, diferentes tipos de salchichas, palomitas de maíz y refrescos. A continuación pasó por una hilera de servicios portátiles de color azul y se acercó a las tiendas y los campamentos de los civiles, que formaban calles a la sombra de unos viejos robles enmarañados. Empezó a ver más uniformes, confederados en su mayoría, y se cruzó con un grupo de aspecto mugriento, vestido de manera desigual, con uniformes de grises diversos. Aunque unos llevaban quepis, la mayoría iba con sombreros flexibles, algunos de ellos negros y de forma irregular. Estaban de pie, hablando, con los fusiles apoyados unos contra otros, en forma de tipi. Uno de ellos le dijo:
—Tú, yanqui, ¿con quién estás?
Dennis sintió una especie de estremecimiento. Eso era él: un yanqui. Respondió que estaba con el Segundo de Nueva Jersey y siguió andando.
Llegó a una tienda de provisiones. Era un almacén militar donde vendían uniformes, armas y todo tipo de complementos: insignias, cinturones, cartucheras, cantimploras, etcétera. También había un cartel que ponía SUMINISTROS DE PÓLVORA NEGRA PARA RECARGAR. Junto al almacén se alzaba una tienda donde vendían banderas de batalla confederadas, pegatinas, estatuillas de Jefferson Davis y los generales confederados más famosos, así como saleros y pimenteros de Robert E. Lee y Stonewall Jackson. A continuación vio a un fotógrafo rodeado de una selección de paisajes con banderas, cañones y palmeras, y una tienda de abrigo con un cartel que rezaba: ¡ALÍSTATE! QUINTO DE VOLUNTARIOS DE LA INFANTERÍA DE TEXAS, COMPAÑÍA E, DIXIE BLUES.
Entre los robles enmarañados vio unos soldados unionistas empujando un cañón.
Diane, la presentadora de televisión, y su equipo entrevistaban a una pareja ataviada como civiles de mediados del siglo XIX. La mujer llevaba una sombrilla a juego con un vestido azul claro con miriñaque, un sombrero puntiagudo con redecilla y gafas de sol. El hombre iba con bastón, guantes blancos y sombrero de copa de piel de castor. Interpretaban su papel dignamente: se paseaban por el recinto y de vez en cuando se detenían para que los fotografiaran o entrevistasen. Dennis se preguntó por qué se tomarían la molestia. Pensó en ir a escuchar la entrevista para enterarse y quedarse a hablar con Diane, pero al final decidió que ya hablaría con ella más tarde y siguió andando.
Vio a unos tamborileros con quepis grises y recordó que Robert le había contado que, durante el ataque a la batería Robinett, un tamborilero había matado de un pistoletazo a un oficial rebelde. No concebía que pudieran combatir niños de doce años. Pero así había sido. Vio una patrulla de soldados unionistas, todos con el mismo uniforme azul marino excepto tres que iban vestidos de zuavos, con el fez rojo y pantalones holgados del mismo color remetidos en polainas de un blanco inmaculado. Tenía que acordarse de preguntarle a John Rau por los zuavos. O a Robert, que lo sabía todo. A todo esto, ¿dónde se había metido?
Llegó a los campamentos de los civiles, que se extendían a ambos lados de una calle formada por tiendas perpendiculares con toldos, sillas de lona, parrillas con cafeteras y peroles colgados de barras sobre hogueras. Había mesas de campaña con cubiertos, platos de hojalata, faroles y cubos de madera. Las mujeres iban todas de falda larga y delantal, algunas con miriñaque debajo. Otras llevaban sombrero de ala ancha. Dennis volvió a preguntarse por qué se tomarían tantas molestias. Sacaban todo aquello, lo enseñaban durante dos días, lo recogían otra vez y volvían a casa.
Observó que las mujeres hacían las tareas típicas de las granjas y los pueblos, y que disfrutaban haciéndolas. Vio a una mujer de pelo castaño, ojerosa, sin maquillaje pero guapa, delgada comparada con la mayoría, que estaba extendiendo masa sobre una mesa de campaña.
—¿Qué estás haciendo?
La mujer lo miró.
—Una tarta Niña Traviesa.
—Ah. ¿Y con qué se hace?
—Con tomates verdes —respondió mientras cogía el delantal para limpiarse las manos.
—¿Y por qué se llama Niña Traviesa?
—Si te enteras, me lo dices. Es la primera vez que preparo una.
Dennis le preguntó que por qué, si nunca lo había intentado antes. Ella sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor del delantal y le contó que era la favorita de su marido.
—Su anterior mujer ganaba todos los concursos de tartas con la Niña Traviesa. Hasta que lo abandonó.
—Es un fanático, ¿verdad?
—A más no poder.
Encendió un cigarrillo, volvió a mirarlo y le dijo.
—Llevas un uniforme nuevo. Ha de ser tu primera recreación.
—La primera y la última.
—Para mí también —dijo ella—. Me llamo Loretta.
—Yo Dennis. ¿Con quién está tu marido?
—Con el Séptimo de Tennessee.
—¿Le gusta dormir a la intemperie?
—Le encanta. Ruega que llueva para tener la experiencia. ¿Tú duermes en el campamento?
—Aún no lo he hecho.
Entonces ella le dijo:
—Pásate esta noche. Igual tengo un poco de Niña Traviesa para ti.
Dennis encontró el cuartel del general Grant. Eran tres tiendas de campaña perpendiculares, con toldos a la sombra. Jerry se hallaba sentado en una tumbona de lona a rayas, fumando un puro. Estaba en mangas de camisa, pero llevaba el sombrero de general con el galón dorado. De pie a su lado se encontraba Toro con un individuo de aspecto latinoamericano —debía de ser Héctor Díaz— y dos negros a los que no conocía, todos con uniforme azul de los federales.
Dennis se acercó a Germano Malaroni y sintió por primera vez en la vida la necesidad de saludar militarmente. Así lo hizo.
—¿Tú también, cojones? —exclamó Jerry—. Tengo el brazo agotado de tanto saludar. Pasa gente a la que no he visto en mi puta vida y se ponen a saludarme militarmente. ¿Dónde se ha metido Robert?
—Acabo de llegar —respondió Dennis.
—Ahí está, con su mujer —dijo el que creía que era Héctor Díaz, mirando hacia otro lado—. Junto a esos tíos. Ya vienen.
Un grupo de confederados de aspecto desastrado, siete en total, se encontraban de pie a pleno sol con sus fusiles, algunos con el arma apoyada en el suelo y los brazos sobre el cañón. Pero todos estaban mirando a Robert y Anne, que en ese momento se alejaban de ellos.
Robert iba de gris; Anne, de negro, con la pechera de la camisa desabrochada, un pañuelo rojo en la cabeza y la melena suelta. Tenía puestas unas gafas de sol. Dennis se fijó en que llevaba a la cintura una pistolera con un Colt. Cuando los tuvo más cerca, vio que Robert iba con una camisa a cuadros bajo la guerrera abierta. Empuñaba un sable de caballería y de vez en cuando daba golpes a los matojos con él. Cuando llegaron a su lado, dijo:
—¡Mi colega Dennis! Al final has venido. Empezaba a temer que hubieses desertado y tuviésemos que salir en tu busca para matarte.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Jerry.
—He visto pasar a esos tíos y quería saber si Arlen se encontraba con ellos. Él no estaba, pero sí Pez. Annabanana y yo estábamos dándoles conversación cuando va uno, el que tiene aspecto de primitivo y lleva la barba manchada de tabaco de mascar, y me suelta: «¿Quién es tu ídolo? ¿El negrata de Martin Luther?» Yo le respondo: «No, mi ídolo es Mohamed Alí, gilipollas», y el colega dice que no me ha entendido bien. Así que he tenido que repetírselo: «Mohamed Alí, gilipollas. ¿O es que estás mal del oído?» Y entonces me suelta que va a arrancarme la cabeza.
—Y a metértela por tu culo de negrata —añadió Anne.
—Es verdad, también dijo eso. Y yo le respondí que cómo se atrevía a hablarle así a un hombre que llevaba una espada en la mano y que, como me tocara los cojones, iba a tener que darle explicaciones a mi amigo, el general Kirkbride.
—Es cierto —dijo Anne—. Yo estuve todo el rato con la mano en la pistola.
—¿Para qué le has dado una pistola?
—Para que practique un poco y se entere de qué va el asunto.
Entonces Jerry dijo:
—Guarda eso, reina, que vas a herir a alguien.
—Forma parte de mi disfraz —explicó ella.
—Ahora me entero de que las putas llevaban armas —dijo Jerry. Y volviéndose hacia Robert preguntó—: ¿Sabías tú eso?
—Sí, sí lo sabía —respondió Robert—. Hace mucho tiempo. —Dirigió una sonrisa a Dennis—. Colega, te presento a Héctor Díaz, el hombre de la coleta. —Esta palabra la dijo en español—. A Toro Rey ya lo conoces. Éste es Cedric, que ha venido desde los campos de Virginia para estar con nosotros. Y éste, el impasible, es mi colega Groove, de Detroit.
Se saludaron todos con la cabeza. Dennis dijo que iba a seguir dando una vuelta y se despidió. Se metió entre los árboles, en dirección al campo de batalla, y Robert lo alcanzó.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Es como una feria de campo, pero sin atracciones.
—Tengo maría, si quieres animarte. Annabanana y yo nos hemos escapado del general para fumarnos un porro juntos. Aunque ella vuelva con los ojos enrojecidos, el tío es tan perezoso que ni se fija.
—Jerry no toma drogas.
—Para él sólo existe el vino tinto. Es que es siciliano.
—¿Cómo has conseguido aparcamiento en la zona vip?
—Por el Jaguar. Iba con el general Grant en el asiento delantero, llevaba una de esas banderitas estadounidenses en el guardabarros, y he aparcado como si fuera un coche oficial. Los de seguridad nos han saludado militarmente.
—Yo también lo he hecho.
—Todo el mundo le saluda. Jerry es un espectáculo y no lo sabe. —Le tocó el brazo y dijo—: Espera.
Se encontraban en lo alto de una pendiente que descendía suavemente hacia lo que iba a ser el campo de batalla.
—Dentro de poco van a traernos la comida del hotel. Mi colega Xavier va a sacarla camuflada en unas ollas de hojalata.
—Quiero encontrar mi campamento —respondió Dennis—. Presentarme ante John Rau y olvidarme de eso.
—Ya veo que te lo tomas en serio. Así que vas por ahí saludando como un militar… Me gustaría verte. Bueno, cuando tengas hambre acércate.
—Me sorprende que Jerry haya venido —comentó Dennis.
—No sé si aguantará mucho. Le he dicho que se dejase ver para que la gente piense que está totalmente volcado en el asunto. Eso le sirve de tapadera. Tiene que estar en primera línea, simular que se lo toma en serio, que le encanta.
—¿Quiénes son los nuevos?
—El alto, Groove, se salió de los Chicos más o menos cuando me salí yo. Le conozco de toda la vida. Se va a quedar para ocuparse de las compras. Al mismo tiempo se encargará de fabricar éxtasis para los amantes y los ciberanalfabetos, y de encontrar a alguien que sepa preparar speed sin saltar por los aires. A Cedric lo encontré durante uno de mis viajes por Virginia. Conoce el negocio. Hizo prácticas con un colega que vendía hierba delante de una iglesia en Cincinnati llamada el Templo del Alucinante y Maravilloso Jesucristo. Un día apareció un nazi rapado y la hizo saltar por los aires con un lanzacohetes. ¡Imagínate! A Cedric lo he llamado porque va a encargarse de entregar una hierba buenísima en cuanto nos instalemos.
—¿Y Toro y Héctor?
—Son viejos profesionales. Por el momento van a quedarse con Jerry, con los Colts cargados. Por si a Arlen le da por venir a joder por la noche.
—Entonces Arlen piensa que el jefe es Jerry.
—Sí, eso piensa.
—Y que si logra ahuyentarlo a él, tú y tus chicos os marcharéis con él.
—Lo llama César. Yo le dije que su nombre se parecía al de Julio.
—¿Por qué te has metido con ese tío del grupo de Arlen? ¿Por qué le has llamado gilipollas?
—Porque lo es. Y porque tenía en la mano una espada más grande que la leche.
—Vamos, hombre…
—Quiero que venga por mí cuando nos metamos en el bosque. Quiero que se cabree. ¿Vendrás con nosotros?
—¿Forma esto parte del pacto?
—Qué va, colega. Tú haz lo que quieras. No pasa nada. Vete a pasar el rato con la gente de la feria y aprende bailes de época. ¿A que es cierto lo que te dije? Todo el mundo se lo toma en serio. Oye, igual te dejan formar parte del jurado del concurso de tartas.
—He conocido a una mujer que sabe prepararlas —dijo Dennis—. Estaba extendiendo la masa… El problema es que no sabe qué está haciendo aquí.
Robert se detuvo y miró a Dennis para intentar entender de qué iba eso.
—¿Qué clase de tarta?
—Niña Traviesa.
—Anda ya… ¿Así la llaman?
—Lleva tomates verdes.
Robert volvió a detenerse.
—¿Vas a probarla?
—Puede.