Nada más llegar a la suite, Robert llamó al servicio de habitaciones y preguntó por Xavier. Mientras esperaba encendió la televisión con el mando a distancia.
—Xavier, colega. Súbeme dos margaritas —dijo en español—. Te doy diez dólares por cada minuto que bajes del cuarto de hora. ¿Entendido? —preguntó otra vez en español—. Pues venga.
Dejó un billete de cincuenta dólares encima de la mesa y fue a tomarse una ducha rápida. Cuando salió con el albornoz del hotel, vio que sobre la mesa había dos margaritas y que los cincuenta dólares habían desaparecido. La intención de Robert era enseñar a Xavier lo esencial mediante incentivos, pues quería predisponer al camarero para que llevara las comidas del hotel al campamento. Estaba claro que Anne no iba a cocinar para ellos. No había dormido en una tienda de campaña en su vida y decía que le resultaría insoportable. Jerry le respondía que iba a dormir en la puta tienda y que no había más que hablar. A Robert tampoco le convencía dormir en una tienda de campaña. En su opinión, la gente a la que le gustaba acampar se tomaba todo tan en serio como la que se ponía uniforme para transformarse en un combatiente de la guerra de Secesión, y en Tunica hacían ambas cosas.
Mientras veía la televisión, llamó a la suite de Jerry, pues sabía que respondería Anne.
—Tengo aquí mismo dos margaritas heladas.
—Está echándose una siesta.
—Pensaba que iba a ir a jugar a dados.
—Ha cambiado de planes. Prefiere jugar esta noche.
—Despiértale. Dile que está saliendo en la tele ese australiano que se dedica a joder con serpientes venenosas. A Jerry le gusta ese programa.
—¿Lo has despertado alguna vez?
—No le hace gracia, ¿verdad?
—Ni siquiera cuando se despierta él solo por la mañana. Es imposible hablar con él durante un par de horas.
—Luego me paso por ahí.
Robert vio cómo el australiano jodía con la serpiente venenosa. Tenía el mentón apoyado en el suelo y le hablaba con tono sensual. La serpiente, en cambio, silbaba, como si creyera que aquel tipo era un gilipollas y quisiera que la dejase en paz de una puta vez.
Robert se imaginó que Anne estaría en aquel preciso momento mirando a Jerry, dormido con la boca abierta y haciendo ruidos de zoológico, mientras se preguntaba si lo que obtenía por ser su esposa merecía la pena.
Jerry la había encontrado en una feria del automóvil. Ella se encontraba en el expositor de un coche que, según decía, lo tenía todo nuevo, desde el elaboradísimo diseño hasta las asombrosas prestaciones. Él estaba presente y había visto cómo Jerry se le aproximaba y le hacía la típica pregunta que les hacen cien veces todas las noches a las modelos en las ferias del automóvil:
—¿Y tú vas incluida en la compra del coche?
Y ella le había respondido:
—Con o sin coche, no estoy a tu alcance.
Anne se lo contó a Robert cuando Jerry ya la había instalado en un rascacielos junto al río Detroit.
—Una tiene que sonreír y hacerse la coqueta, pero me di cuenta de que Jerry era un tío como está mandado y di el primer paso para cazarlo. Me pareció que tenía pinta de mafioso.
Robert le dijo entonces:
—No muchas chicas quieren un mafioso y lo consiguen. Lo pusiste a prueba y él estuvo a la altura.
Llegó incluso a abandonar a su mujer, y eso que tenían tres hijos en la universidad. Le salió caro, pero debía de merecer la pena. Al principio Germano se mostraba atento y parecía enamorado. ¿Lo estaba realmente? Con un mafioso es difícil saberlo. Robert creía que la quería como a un bonito par de zapatos de piel de caimán de los que nunca se desprendería. Pero Anne le soltó:
—Claro que me quiere. ¿Tú no?
Entonces tenía un concepto de sí misma tan elevado como cuando le había respondido a Jerry que no estaba a su alcance, pese a que como modelo no había conseguido salir de Detroit y estaba trabajando en una feria del automóvil.
Robert admiraba a las chicas resueltas que se esforzaban en conseguir lo que querían. Había bastado con lanzarle una mirada para que accediera.
Una vez alcanzada esta situación, a Anne dejó de convencerle. Pero ahora no podía dejarlo todo, porque, según el acuerdo prematrimonial, si abandonaba a Jerry antes de cinco años, se quedaría con las manos totalmente vacías. Pero el carácter de Jerry era si cabe más intimidatorio que el acuerdo. ¿La dejaría marcharse si se decidía a hacerlo?
En una ocasión estaban tonteando y le dijo a Robert:
—Pero ¿y si Jerry muere? ¿Y si le pegan un tiro? Podría suceder, ¿verdad? Pero eso es diferente: tendría lo que me merezco.
Robert pensó que era una curiosa manera de plantear el asunto. Otra vez que estaban en la cama Anne volvió a mencionarlo:
—Me preocupa que puedan pegarle un tiro a Jerry.
Y Robert pensó que las mujeres a las que les preocupaba esto no solían decirlo de esa manera. Había oído a varias mujeres, su madre incluida, expresar la misma inquietud por él, pero ellas habían empleado palabras más amables.
En otra ocasión, tras haberse acostado con él y cuando todavía estaba completamente desnuda —el momento en que más hablaba—, Anne le dijo:
—Robert, voy a serte sincera. Imagínate que a Jerry le ocurre algo y que podemos estar juntos. Pues bien, nunca me casaré contigo.
Ni que se lo hubiera pedido.
—¿A qué viene eso?
—Sería incapaz de soportar la cosa racial.
Robert la miró, esta vez con cara de desconcierto.
—¿Por qué? Puedo llevarte a locales de negros y nadie dirá nada. Estarás a salvo.
—No me refiero a eso.
Estaba claro que Anne no lo entendía.
Era una mujer con estilo y muy moderna, pero no llegaba a ser tan alucinante como él. Los tres cuartos de blanca que tenía se lo impedían. Que la vieran en público con él, por ejemplo, la frenaba. Por eso le había dicho a Dennis que no quería tener niños. Debía andarse con cuidado. Si tenía un niño con rasgos de negro, Jerry los pondría a los dos de patitas en la calle. Que se disfrazara de prostituta cuarterona para la recreación no constituía ningún riesgo. Robert lo interpretaba como una oportunidad para lucirse ante él, como una cosa entre ellos, y además no había ninguna posibilidad de que Jerry se enterara. En una ocasión le dijo:
—¿Quieres que Jerry te deje libre? Pues dile que tu abuela era mulata.
Ella le contestó que no tenía ninguna gracia.
No era su intención hacerle gracia. Robert se tomaba las cosas tal como le venían, no las deformaba con la imaginación ni cambiaba de forma de ser según las circunstancias. Le gustaba estar atento a lo que ocurría a su alrededor y creía que podía llegar a algún lado con Carla, aunque para eso tenía que marcharse con ella a Nueva York.
Carla era capaz de dirigirle a uno igual que si fuese una empresa, sin que se diera cuenta, de manera que al final dejabas de ser el dueño de tu propia vida. A Robert le gustaba puntuar a las mujeres, imaginar cómo se comportarían de casadas, pero sin plantearse la necesidad de contraer matrimonio. ¿Para qué quería él niños? Seguía siendo uno de los Chicos.
Robert fue haciendo zapping con el mando a distancia hasta que encontró una película que le gustaba y que era capaz de ver en cualquier momento. All That Jazz iba sobre lo que ocurría entre bastidores, su género favorito. Uno accedía a las bambalinas y se enteraba de lo que suponía montar un musical. Roy Scheider interpretaba a un coreógrafo inspirado en Bob Fosse. Roy no paraba de fumar en toda la película, incluso mientras le examinaba un médico. Luego sufría un ataque al corazón y una enfermera guapa se acostaba con él en la cama del hospital, el colega vivía a tope cada minuto de su vida y al final moría precisamente por la vida que llevaba. Magnífica.
Mientras veía la película Robert se hizo un porro para fumar con Roy, pero se quedó dormido antes de que acabara.
Cuando abrió los ojos apagó el televisor y se quedó recostado en la butaca con la mirada clavada en la pantalla. Pasó así cerca de un minuto. Luego cogió el teléfono y llamó a la operadora del hotel.
—¿Cómo estás, Helene? ¿Sabes el número del Bichero? No tengo la guía, alguien la ha robado. —Luego dijo—: Me harías un favor, encanto, gracias. —El teléfono sonó diez veces hasta que oyó una voz—. Wesley, ¿qué tal estás? Oye, soy Robert. ¿Está Walter Kirkbride…? Bueno, ¿puedes ir a echar una ojeada en la parte de atrás, a ver si está su coche?
—No viene en su coche —respondió Wesley—, sino en uno de Arlen.
—Se me había olvidado. Wesley, ¿a qué chica suele ir a ver? ¿A Traci o a la otra?
—Creo que a Traci. Sí, la pequeñita.
—Si ves a Walter, dile que he llamado, ¿vale?
Wesley preguntó:
—¿Cómo dices que te llamas?
A las nueve Robert se vistió y fue a la suite de Jerry, que se encontraba a dos puertas de la suya. Anne le abrió y se retiró al dormitorio. Jerry se encontraba de pie delante del televisor, viendo un partido de béisbol. Apagó el aparato y dijo:
—Los Braves contra los Cards. ¿A quién puede interesarle esta mierda?
—He hablado con Kirkbride —dijo Robert—. Le he dicho que sabemos en qué anda metido.
—¿Estás seguro de lo que haces?
—Cinco contra uno a que estoy en lo cierto.
—¿Qué te respondió cuando se lo dijiste?
—Nada, pero me escuchó. ¿Sabes a qué me refiero? Me ha escuchado hasta la última palabra. No se perdió detalle. A punto estuvo de asentir, como si quisiera decirme: sí, así es como funciona este negocio.
Jerry tenía la mano en el pomo de la puerta.
—¿Nos servirá?
—Hay que esperar a ver.
—¿A ver qué?
—Qué dice mi colega Dennis. —Jerry hizo un gesto de negación y abrió la puerta. Robert añadió—: Walter quiere organizar un combate en el bosque. No piensa en otra cosa. —Jerry se detuvo antes de salir—. Pero entonces no podremos hacerlo a la vista del público. El caso es que durante la batalla del cruce de Brice hubo enfrentamientos en el bosque. A Walter le gusta hacer bien las cosas, y quiere que parezca auténtico. —Jerry seguía sosteniendo la puerta—. O quizá lo que pretende es meternos a Dennis, a ti y a mí en el bosque para acabar con nosotros sin que nadie lo vea. No me refiero a hacer que parezca un accidente. Ya te dije que examinan las armas antes de que los participantes ocupen el campo. Aun así se producen accidentes: una vez pegaron un tiro a alguien durante una recreación, pero fue un caso excepcional, de los que no suelen darse. Por tanto, lo organizarían de otra manera, nos pondrían fuera del alcance de la vista del público, donde la gente no pudiera vernos.
Jerry tenía cara de estar pensando otra vez. Parecía concentrado. Dijo:
—Dile a ese tío y al paleto, a Arlen, lo que sabemos, y dales una razón para que deseen acabar con nosotros. —Robert asintió con la cabeza. El colega había comprendido—. De ese modo nos evitamos pensar en cómo meterlos a ellos en el bosque y les dejamos que piensen en cómo meternos a nosotros —explicó Jerry.
—Y en cómo perseguirnos hasta el camino que pasa junto al terraplén —añadió Robert—. He ido a mirar. Es donde pondremos la camioneta.
—Se me había olvidado lo de la camioneta.
—Sin ella no hay forma de hacerlo, Jerry.
Puso otra vez cara de estar pensando, pero ¿en qué? No era fácil de saber. Lo único que hacía era encogerse de hombros. De pronto soltó:
—Vale. —Y, volviéndose hacia el dormitorio, exclamó—: Annabanana, me marcho.
Robert se preguntó si saldría a darle un beso de despedida. Entonces la oyó decir:
—Hasta luego.
—Otra cosa —dijo Robert—. Ese agente de la AIC, John Rau, no vive más que para la recreación. Va a estar en tu bando, pasará todo el rato contigo, y no se marchará hasta que todo haya acabado. ¿Oyes lo que te estoy diciendo? No conviene que lo tengamos cerca cuando nos pongamos a pegar tiros. Y, desde luego, a él no debemos dispararle.
—A un policía sólo te lo cargas si te va la vida en ello —afirmó Jerry.
—Hay que conseguir que se encuentre lejos cuando empiece la movida.
—¿Y eso cómo lo vamos a conseguir?
—Ya pensaré en ello.
—Lo dejo en tus manos —dijo Jerry, y se fue a jugar a los dados. Así era como lo dejaba siempre todo.
Robert echó un vistazo al dormitorio mientras se dirigía al balcón. Abrió las puertas y oyó una voz de mujer por los altavoces. Era la presentadora de televisión —Diane, creía que se llamaba—, que estaba otra vez anunciando los saltos y diciéndole al público que tenía que aplaudir muy fuerte si quería que el campeón del mundo Dennis Lenahan le oyera desde la palanca de los veinticinco metros.
Y allí estaba él, subiendo a lo más alto, iluminado por los focos.
Robert se acercó a la barandilla para verlo bien. Dennis miró hacia abajo: el público estaba pendiente de él. Eran mayormente blancos de los alrededores, pequeños grupos de adolescentes y gente de más edad sentada en sillas de jardín. ¿Cuántas personas habría? ¿Cien? Más o menos. Solo allí arriba, en plena noche, Dennis debía de estar pensando en el espectáculo que iba a ofrecerles. O en la encrucijada. O en el dinero, en dónde se encontraría pasados unos años. Pero se equivocaba: en aquel momento era un tío alucinante y estaba orgulloso de verse a sí mismo en el aire. Adelante, haz una carpa inversa.
Robert oyó la voz de Anne en el dormitorio.
—¿Qué haces?
—Ver a mi colega.
—¿Vienes?
—Ahora mismo. Está a punto de saltar.
Todos los días se metía alguna persona honrada en el narcotráfico. No tenía nada de extraordinario. Además, en realidad ni siquiera tendría que traficar.
Tenía los brazos levantados. Estaba listo. Pero de pronto los bajó, se sujetó a la escalera con una mano, se inclinó y dio un grito. Charlie lo miró, cogió una pértiga —el utensilio con que sacaban los bichos de la piscina—, subió por la escalera hasta la estrecha pasarela que rodeaba la piscina y agitó la superficie del agua para hacer olas. Robert pensó que sería para que Dennis pudiera ver dónde iba a caer. No estaba dispuesto a correr más riesgos de los necesarios. Bien.
Volvió a oír la voz de Anne, más cerca esta vez:
—¿Vienes o no?
Robert dio un paso hacia la suite y la vio salir del dormitorio con el quimono abierto, sin nada debajo. Pensó en El quimono abierto de Seymour Hare y dijo:
—Espera, no te muevas.
Y se volvió a tiempo de ver cómo Dennis saltaba, giraba, hacía una voltereta, caía limpiamente en el agua y salía con el pelo echado hacia atrás iluminado por los focos. Joder, ¿cómo era capaz de hacer todos esos movimientos en apenas un par de segundos?
Notó que Anne deslizaba una mano bajo su camisa y le recorría la columna vertebral, y dijo:
—Me encanta ver a la gente que consigue que lo que hace parezca fácil. Sin defectos, sin nada que distraiga.
—Oye, no irás a ponerte a mariconear con él, ¿verdad?
—No, nunca me ha dado por ahí. Como tampoco me ha dado por la ópera. Ni por patinar sobre ruedas. He patinado sobre hielo y he esquiado. Steve Allen se encuentra a José Jiménez con un par de esquís y le dice: «No me digas que te gusta el esquí.» José Jiménez le responde que sí con ese acento que tiene y luego dice: «Es que no me atrevo a bajar por esa cuesta.»
Notó que Anne deslizaba una mano por su espalda y luego la sacaba de debajo de la camisa. Entonces oyó su voz:
—¿Te apetece un vaso de vino?
—Estoy intentando acordarme… Sí, gracias. Estoy intentando acordarme de otras cosas que hace la gente que yo no haya hecho. Se me ocurre una: nunca he ido de acampada.
—Entonces nunca has follado en una tienda de campaña —comentó Anne mientras salía al balcón con un vaso de vino en cada mano.
—He follado en otros lugares extraños.
—¿En una sala de cine?
—Muchas veces, de joven.
—¿Y en un avión?
—Una vez, durante un vuelo en el que no podía dormir. ¿Y tú? ¿Cuál es el sitio más raro en el que lo has hecho?
—¿Te refieres a follar follar?
—¿De qué estamos hablando si no?
—Las mamadas no cuentan.
—¿Una mamada? Eso se puede hacer en cualquier parte.
—A ver, que piense… —dijo ella—. ¿En el suelo?
—Todo el mundo folla en el suelo de vez en cuando. ¿Te parece un sitio extraño?
Anne respondió:
—No quiero seguir jugando a esto.
Asunto zanjado. Igual que cuando discutía con Jerry. Robert había ido en alguna ocasión a recogerlos porque tenían un compromiso, una boda por ejemplo, y se había encontrado a Jerry gritándole a Anne que nunca estaba preparada a la hora. Entonces ella le contestaba que no quería hablar del tema y Jerry ponía cara de pegarle, pero nunca le hacía nada. Se calmaba y luego la llamaba reina.
Robert respondió:
—Muy bien.
A él le daba igual seguir jugando o no. Miró hacia abajo, vio que el público se dispersaba y que Dennis, que ya había salido de la piscina, estaba hablando con Diane Corrigan-Cochrane —así se llamaba—, los ojos y los oídos del norte del Delta, y pensó que debería apañarle un encuentro con ella. Con aquel pantalón corto estaba muy mona.
Anne dijo algo.
—¿Qué?
—Digo que si va a salir bien esto. Me refiero a lo que estamos haciendo.
—Va a salir a la perfección.
—Jerry cree que estás loco.
—Eso me ha dicho. Pero ha venido aquí.
Ella insistió:
—Me da mala espina.
—¿Quieres que te abrace? —preguntó Robert—. ¿Que te diga que todo va a salir bien?
—Lo digo en serio. Estás burlándote de mí.
Podía decirle que era fácil burlarse de ella cuando algo le daba mala espina y se ponía tan seria. Pero no lo dijo. Al contrario, lo que hizo fue interesarse por ella y demostrarle que era todo lo sensible que debía ser.
—¿Qué te pasa, encanto? ¿Qué te preocupa?
—Sigo pensando que va a sucederle algo a Jerry —respondió Anne.
Lo que en realidad quería decir era que seguía «esperando».
—¿Piensas que van a pegarle un tiro? —le preguntó Robert.
—Es posible, ¿no?
—¿Vas a hacer de viuda acongojada hasta que te extienda un cheque el abogado?
—Eso no tiene gracia.
—¿Qué vas a hacer? ¿Pasearte por la piscina con un biquini negro?
Anne se alejó de él y Robert añadió:
—Cuando estiro demasiado mi sensibilidad, se me encoge.
Dennis propuso a la presentadora de televisión tomar una copa con él, y añadió que era lo menos que él podía hacer, pues era la persona que mejor le había anunciado los saltos nunca, y la más guapa además. Ella lo siguió a la parte posterior de la piscina. Dennis le dijo que primero tenía que cambiarse y ella le respondió:
—Tranquilo, que no miro.
Vio que Diane alzaba la cabeza para mirar lo alto de la escalera, que luego se fijaba en el suelo, debajo del andamio, donde habían matado a Floyd, y que, por último, en el preciso momento en que iba a ponerse la ropa interior, le miraba a él.
—Pensaba que no ibas a mirar.
—He mentido —respondió ella.
Llevaron unas sillas del bar del patio al final del césped, lejos de las voces —en el hotel había una fiesta—, y se sentaron juntos con las copas, a oscuras. Dennis miró la escalera, que se alzaba hacia el cielo hasta desaparecer sin ir a ninguna parte.
Oyó a Diane preguntar en voz baja:
—¿Cuánto tiempo llevas arrastrándola de un lado a otro?
—Cuatro años.
—¿Estás cansado de ella?
—Me falta poco.
—¿Qué piensas hacer después?
—No lo sé.
—¿Dónde vives?
Se volvió y vio que Diane lo miraba con expresión dulce mientras esperaba.
—En una casa cuya dueña se acuesta tarde.
—¿Quieres ir a Memphis?
—¿Vives allí?
Ella asintió.
—¿Cuando termine el informativo, pues?
—Ir a Memphis es lo que más me gustaría —respondió Dennis. Y aguardó.
—Pero tienes muchas cosas en que pensar —dijo ella.
—Si te contara, no te lo creerías.
Entonces Diane le preguntó:
—La otra noche te encontrabas en lo más alto de la escalera, ¿verdad?
Él asintió. Seguían mirándose a los ojos.
—¿Fueron Arlen y el Bicho?
Dennis volvió a asentir.
Ella apartó la vista y se volvió hacia la escalera antes de mirarlo otra vez.
—No entiendo por qué me lo cuentas ahora.
—Yo tampoco. Como me lo has preguntado… Si no lo hubieras hecho, probablemente no te habría dicho nada.
—Necesitabas contárselo a alguien.
—¿A alguien que no lo sabe? Esto no es como cuando uno confiesa algo y luego se siente mejor. Pero, si a alguien tengo que contárselo, aparte de a un abogado, es a ti, que eres presentadora de televisión. Quizá sea ésta la razón. De todos modos, no difundas la noticia todavía, porque no lo reconoceré. Tienes que esperar.
—¿Hasta que ocurra qué?
—Hasta que yo vea cómo acaba todo.
—¿Qué crees que va a pasar?
—No tengo ni idea.
Robert sólo tardó unos minutos en aparecer.
—¿Qué? ¿Queréis estar solos? —preguntó.
Dennis tenía que tomar una decisión. Si respondía que sí, que querían estar solos, corría el riesgo de que Diane le diera la matraca para que le contase todo lo que sucedía.
Pero, si decía que no, que no querían estar solos, probablemente nunca iría a Memphis. Mientras pensaba en todo esto, Diane anunció que tenía que ir a prepararse para el informativo de las once. Dennis aprovechó para decir que estaba cansado y que se iba a buscar a Charlie para marcharse a casa. Robert se ofreció a llevarlo, pero propuso tomar una copa antes.
—Tengo una cosa que contarte. —Dennis se quedó mirando la escalera, con otro Vodka Collins y Robert en lugar de Diane—. Todavía no te has decidido, ¿verdad?
—¿A vender mi alma? No, todavía no.
—Mejor oferta que ésta no vas a encontrar.
—No tengo otras para comparar.
—Tienes la pobreza, por ejemplo. ¿Qué vas a hacer cuando ya no puedas seguir saltando? Mira, voy a responder a todas tus preguntas con la mayor franqueza. El nuestro es un negocio sucio, pero así es como se gana dinero. Como quiero que trabajes con nosotros, voy a mejorar las condiciones económicas: doscientos cincuenta el primer año y quinientos el segundo. Luego están las primas y lo que saques con el Gran Espectáculo de Saltos. ¿Qué tiene de malo? —concluyó con un acento muy marcado. Sonrió y bebió un trago—. Así es como lo dice Miles Davis: «¿Qué tiene de malo?»
—¿Y qué pasa con Jerry?
—¿Cómo que qué pasa con Jerry?
—¿Él qué hace? Me contaste que antes se dedicaba a provocar incendios.
—También le gustaban los explosivos potentes. Aprendió en Vietnam. Cuando acabó mandó a casa un baúl lleno de C4 y volvió al negocio.
—¿Con la mafia?
—En Detroit la llaman la Organización. Jerry hizo algunos trabajos para ellos hasta que se metieron con su hermano. Dos tíos de la Organización querían sacar tajada de la empresa de las casas manufacturadas, ¿te acuerdas? La siguiente vez que fueron a ver al hermano de Jerry, salieron de la oficina, subieron al coche y saltaron por los aires. Esto le permitió a Jerry llegar a un acuerdo con aquellos listillos. Mientras le dejaran a él y a su hermano en paz, no volvería a hacer saltar por los aires más coches suyos.
—¿Cómo es posible que se saliera con la suya?
—Jerry es muy duro de roer, no cede ni un milímetro —explicó Robert—. Además estaba emparentado con el tío que dirigía la Organización por aquella época. Era su primo segundo o algo así. Uno de esos lazos de sangre que hay que respetar… Yo lo conocí cuando dirigía a los Chicos. Había una banda rival, los Tesoreros, que estaba dándonos problemas. Llamé a Jerry (de esto hará diez años) y le pedí que les arrojara unas bombas caseras en los laboratorios de crack. Era mejor que pegarles unos tiros, porque de ese modo se quedaban sin negocio. Al final lo metí en la banda para tener más peso en ella. ¿Sabes lo que quiero decir? Él se ocupaba de que se cumplieran las órdenes, de que los Chicos no se desmandaran ni tuvieran ideas raras. No tardamos en hacernos socios. Luego dio un paso más y dijo que el jefe era él, que a partir de ese momento dirigía la movida. Era un gorila y pesaba una tonelada, así que, ¿qué coño iba a hacer yo? De todos modos, estaba en deuda con él, porque, gracias a lo que había aprendido de su hermano en materia de impuestos, lo organizó todo de manera que no perdiéramos dinero. No todo le salió redondo, porque pasó un par de años en la cárcel de Milán. Allí fue donde se sacó el máster. Aprendió de los peces gordos, de la gente de Wall Street, a ocultar dinero sin dejar rastro.
—¿Por eso es el jefe? —pregunto Dennis.
—Es el jefe porque lo dice él.
—Tú eres más listo.
—Ya lo sé.
—¿Y él lo sabe?
—Sí, lo sabe.
—Debe de joderle.
—Pues sí, porque sabe que puede darme una paliza.
—Pero te necesita para que le lleves las cosas.
—Eso es.
—¿Y tú qué necesidad tienes de él?
—Todos tenemos que responder ante una autoridad superior, Dennis.
—¿Una autoridad que hace saltar coches por los aires y fabrica bombas caseras?
—A esa pregunta puedes responder tú sin ninguna ayuda.
—¿Qué quieres decirme?
—Que si yo no ando cerca, ojo con él.