Para hacer la recreación habían elegido un pastizal abandonado. John Rau, Walter Kirkbride y Charlie Hoke —que estaba allí en representación de Billy Darwin, que no había podido acompañarlos— se encontraban en la parte de arriba de un establo, contemplando el futuro campo de batalla. Iban los tres en mangas de camisa; era una tarde soleada y en el pasto hacía un mínimo de treinta grados de temperatura.
Charlie les oyó hablar del tiempo. Walter decía que iban a deshidratarse con los uniformes de algodón, y John Rau, que no haría más calor que el 10 de junio de 1864 en el cruce de Brice. Walter respondió que iba a dejar los calzoncillos largos en casa si John Rau hacía lo mismo y no se lo decía a nadie. Éste le dijo: «No te he oído decir eso, Walter.» Charlie no tenía calzoncillos largos y prefería no contárselo a nadie. Walter estaba otra vez recorriendo el pastizal con la mirada.
—¿Crees que se parece a Brice?
—Es un campo grande y despejado —respondió John Rau—; a un lado tenemos robles enanos y, al otro, ese viejo huerto. No es tan ancho como Brice pero servirá.
—No sabes distinguir entre unos robles y unos arces con matas de mundillos. Es toda la vegetación que hay hasta el terraplén. No tiene nada que ver con Brice. Sólo hay campo.
—En este caso es todo lo que necesitamos —dijo John Rau—. Walter, sabes perfectamente que tiene que estar despejado para que el público pueda verlo sin problemas. Se ubicarán justo delante del establo, donde comienza la pendiente. Disponemos de más de doscientos metros para recrear la batalla. Tú ordenas al Tercero, el Séptimo y el Octavo de la Infantería Montada de Kentucky que salgan del huerto y carguen directamente por el pastizal. Yo me encontraré entre los matorrales, con el Séptimo de la Caballería de Indiana y el Segundo de Nueva Jersey, y os dispararemos con los Spencers. Vosotros os retiráis, os reagrupáis y volvéis a lanzaros contra nosotros. En esto consistirá el espectáculo del domingo por la tarde.
A Charlie le dio la sensación de que iban a combatir de verdad.
—Si las cosas se quedan así —dijo Walter—, parecerá que en Brice ganaron los federales.
—Charlie se encargará de anunciarnos —John Rau se volvió hacia él—, ¿no?
—Sí, señor. Por mí, encantado.
—Y también describirá la acción.
—Perfecto.
—Charlie le dirá al público quién salió victorioso.
—Primero enviaré unas avanzadillas para distraeros —dijo Walter.
—¿No van contigo unos a los que les gusta que les lancen botes de metralla? —preguntó John Rau.
—La gente de Arlen. Sí, suelen ensayar para morir todos a la vez.
—Nunca he visto a nadie morir mejor que ellos —comentó Charlie.
John Rau dijo:
—Espero que esa mujer traiga el cañón. No sé cómo se llama. Es una que está un poco gorda y lleva un sombrero de paja. ¿Sabéis cuál digo?
—¿Sólo un poco? —exclamó Charlie—. Tiene el culo que parece el de una mula con tejanos.
—Tendría que ser federal para que parezca auténtico —comentó John Rau—. Forrest no tuvo cañones hasta última hora.
—Pero eso nadie lo sabe —dijo Charlie.
John Rau lo miró con gesto de severidad y respondió:
—Walter y yo sí.
—Cuando los trajimos —le recordó Walter—, acercamos los armones y os acribillamos con metralla.
Parece mentira, pensó Charlie. Ni que hubiera estado allí.
John Rau asintió.
—¿Cómo se llamaba ese joven cañonero?
—John Morton. Es mi jefe de artillería. Tiene veinte años.
—¿Sabías que en Brice también luchó una mujer? —dijo John Rau.
—¿Esa que se hacía llamar Albert no sé qué?
—El soldado Albert Cashier, del 95.º de Illinois. En realidad se llamaba Jenny Hodges. Todo el mundo pensaba que era un hombre —explicó John Rau— hasta que la atropelló un coche en 1911.
—Es una pena que no podamos organizar algo entre los matorrales, a lo largo de las líneas federales —dijo Walter.
—El público no vería nada.
—Ya lo sé, pero es mi acción favorita de la batalla. Ordeno a los soldados de caballería de Tyree Bell que entren allí disparando con los Colt Navy. John, llevaban tambores cargados en los bolsillos. Iban con más munición que vosotros con vuestros Spencers de repetición.
John Rau respondió:
—He encontrado a unos que hacen del Segundo de Nueva Jersey. Vendrán con Spencers. También espero traer a un par de grupos de Illinois, el 81.º y el 108.º de Infantería. He hablado con un hombre que tal vez traiga cincuenta o más soldados. Me preguntó si prefería el Noveno de Kentucky o el Primero de Iowa, que a ellos les daba igual, y le respondí que el Primero de Iowa, porque necesitamos yanquis. Le he hablado a Billy Darwin del 55.º y el 59.º de la Infantería de Color de Estados Unidos, y me ha dicho que va a vestir de voluntarios a todos los empleados del hotel que se ofrezcan. Y hay un huésped del hotel que quiere ser el general Grant. Nunca ha participado en una recreación, pero se parece mucho a él.
—Grant no estuvo en Brice.
—Eso lo sabe todo el mundo, Walter. A mí tampoco me hace gracia, pero la gente querrá sacarse fotos con él. ¿Va a venir ese hombre que hace siempre de Lee?
—Creo que ha muerto. No lo veo desde Chickamauga. Yo he conseguido al Séptimo de Tennessee y el 18.º de la Caballería de Misisipí. Van a venir algunos, pero casi todos sin caballo. Nos metimos en esto porque a Billy le corría prisa, y ya era demasiado tarde —explicó Walter.
Charlie se dirigió a John Rau.
—Si no recuerdo mal, usted perdió un caballo en una recreación.
—En Yellow Tavern.
—Yo iré a lomos de King Philip —anunció Walter—. Me pasearé con mi alazán y dejaré que los niños lo acaricien. Nunca me siento más vivo que cuando hago de viejo Bedford.
—He oído que Robert Taylor quiere formar parte de su escolta —dijo Charlie.
—Si está dispuesto a dar de comer y limpiar a King Philip… —respondió Walter. Se volvió hacia John Rau y añadió—: ¿Conoces a Robert Taylor? Un tío de color, de Detroit.
—Sí, está con el general Grant. —John Rau puso cara de sorpresa—. Pensaba que iría de yanqui. ¿Por qué quiere ponerse el uniforme gris?
—Porque se ha enterado de que Forrest llevaba en su escolta a gente de color —respondió Walter—. Daba la impresión de que sabía de lo que hablaba, pero no me parece una persona muy de fiar. No sé qué pensar de él.
—Arlen lo conoce —dijo Charlie—. ¿No se lo ha dicho?
Esta vez fue Walter quien puso cara de sorpresa. Respondió que no, pero, cuando parecía que iba a preguntar por él, John Rau lo interrumpió:
—Ya sabes que había confederados africanos. No sólo esclavos que acompañaban a los oficiales y se ponían el uniforme, sino voluntarios también. —Y le preguntó a Walter—: ¿Arlen vendrá?
—No se lo perdería por nada del mundo.
—Se lo perderá si está en la cárcel.
—¿Por qué motivo? ¿Por lo de Floyd Showers? Todo el mundo sabe que fue el Bicho quien lo mató y que a él lo mató uno de los amigos de Floyd. Es lógico.
—Walter, ¿de verdad crees que Floyd Showers tenía algún amigo?
—Eso no es asunto mío. Lo que me preocupa es que este acontecimiento salga bien, que funcione. ¿Cuántos calculas que seremos en total, incluyendo mujeres, niños y perros?
—¿En nuestra primera recreación? —preguntó John Rau—. Espero que lleguemos a cuatrocientos. Puede que tengamos a unas cincuenta mujeres y niños disfrazados. O medio disfrazados. Habrá niños con quepis. Me temo que la mayoría de los participantes serán pardes.
Charlie nunca había oído esa palabra.
—¿Pardes?
—Participantes desorganizados. Les asignaremos regimientos, para que cuando digas al público quién es quién en el campo de batalla, ellos también queden incluidos. Eso lo haremos el sábado por la mañana.
—¿Y cómo vamos a tratar a los aficionados?
—Con paciencia —respondió John Rau—. Lo único que podemos hacer es hacerles ver el error que están cometiendo. Insisto: yo voy a llevar calzoncillos largos, Walter. —Consultó la hora y anunció—: Tengo que irme.
Sin embargo, todavía tuvo tiempo para mencionar que el viernes por la tarde llegaban los servicios portátiles y, el sábado por la mañana, los vendedores de comida. Cuando se dirigía hacia la desvencijada escalera del establo, dijo algo a propósito de un almacén de provisiones y unos tambores y cornetas. Walter lo siguió, dijo que se quedaría a esperar a los operarios que iban a señalar con estacas las zonas asignadas para los campamentos, los almacenes y las tiendas de campaña de los civiles, y añadió algo relacionado con el aparcamiento que iba a haber al otro lado de la carretera. Charlie esperó a que bajaran por la escalera.
Abajo, en la explanada, John Rau se detuvo para mirar la pared más desgastada del establo y dijo:
—Ahí arriba vamos a colgar un cartel donde se leerá PRIMERA RECREACIÓN ANUAL DE TUNICA, etcétera, etcétera. —Se volvió hacia la granja, que se pudría al otro lado del corral—. Ojalá no tuviéramos ahí esa cosa espantosa.
Walter le dijo que iba a pedirle a los operarios que la limpiaran por fuera.
—Hasta luego —se despidió Charlie, y se encaminó hacia su Cadillac.
Cuando salió de la explanada que rodeaba el establo y tomó la carretera en dirección oeste, por el retrovisor vio que el Buick Regal granate de John Rau salía detrás de él. Cuando llegó a la 61, se fijó en un coche negro que se aproximaba. El automóvil se cruzó con él a toda velocidad y por el espejo pudo ver que era un Jaguar negro: Robert Taylor se dirigía al campo donde iba a celebrarse la recreación.
Robert vio en la explanada un coche —una especie de monovolumen de gran tamaño— y a Kirkbride, que lo miraba con una mano sobre los ojos para protegerse del sol. Robert bajó del Jaguar y, cuando se acercó, advirtió que no se había teñido la barba.
—¿Cómo está, señor Kirkbride? He llamado a su oficina y una señorita me ha dicho que se encontraba aquí —dijo. Kirkbride estaba a pleno sol, con los ojos entornados—. ¿Le parece que hace calor suficiente? —preguntó a continuación con acento de blanco—. Espero que baje un poco la temperatura antes del fin de semana. Me estaba preguntando qué haremos si llueve. ¿Aplazaremos la batalla o qué?
—Estuvo lloviendo toda la semana anterior a Brice —dijo Kirkbride—. No le molestará mojarse, ¿verdad?
En vez de responder a su pregunta, le salía con una gilipollez típica de un fanático de las recreaciones.
—No; me gusta mojarme. —Robert dijo la apostilla de la frase, «estúpido de mierda», para sus adentros—. Me he paseado en coche por la zona, para ver qué hay al otro lado del bosque. No he encontrado gran cosa: un camino que lleva a una granja…
—Es el camino del terraplén —explicó Kirkbride—. Ahí atrás hay cañas, álamos y sauces. Es una pena que la batalla tenga que ser en campo abierto. Creo que resultaría interesante, al menos para los participantes, combatir también en el bosque.
—¿Hay serpientes allí? —preguntó Robert.
—La más corriente, la boca de algodón, es venenosa. Hay que tener cuidado con ella. Lo peor son las garrapatas y chinches.
—Garrapatas y chinches…
—Y los mosquitos —dijo Kirkbride—. ¿Sabía usted que el mariscal Rommel, el zorro del desierto, vino aquí a estudiar esta batalla y se quedó impresionado por la manera en que el viejo Bedford se la planteó a los yanquis?
—Sí, lo he leído en alguna parte. Pero me pregunto si alguno de los dos sabía que Aníbal les montó la misma movida a los romanos antes de Cristo. Les hizo tal tenaza que acabaron todos cayendo unos encima de otros con las lanzas y toda la mierda.
Kirkbride no parecía saber esto, pues se quedó mirándolo con los ojos entornados. Entonces dijo:
—Estoy esperando a gente.
Ni que estuviera esperando refuerzos. Robert no sabía de qué estaba hablando.
—Yo también. Mejor dicho, quien está esperándola es mi amigo, el general Grant, puesto que vamos a combatir unos contra otros.
—Me refiero a esta tarde —explicó Kirkbride, y se volvió hacia la carretera—. Van a poner unas estacas para delimitar los campamentos de los confederados y los unionistas y las otras zonas.
—¿Arlen también va a venir?
—Tengo entendido que se conocen —dijo Kirkbride.
Seguía evitando responder a sus preguntas.
—¿Se lo ha dicho él?
—Creo que ha sido Charlie Hoke.
—Pues sí, conocí a Arlen en casa de Charlie y el saltador. Luego llevé al general Grant al Bichero para que lo conociera. ¿Eso no se lo ha contado?
—¿Por qué habría de contármelo?
—Basta con verlo para saber que es un criminal, ¿verdad?
Kirkbride se le quedó mirando. Esta vez no picó o no estaba interesado en saber quién era el general Grant. Robert insistió de todos modos:
—Ya sé que es difícil reconocerlos. Aquí los mafiosos no se parecen mucho a los que salen en el cine, ¿sabe lo que quiero decir? Los que tiene usted aquí son de campo, tipo James Dean. —Entonces le soltó una pulla—: Le pregunté a Arlen si usted hacía negocios con él. Trató de hacerse el loco, pero al final me dio a entender que sí, que trabaja usted con él, aunque no sé si se dio cuenta. —Robert hizo una pausa para ver su reacción. Como Kirkbride se mantenía impasible, le preguntó—: Señor Kirkbride, ¿voy demasiado rápido para usted?
—Quizá si me explicara de qué cojones está hablando… —respondió Kirkbride.
—Del negocio de la droga. De toda la mierda que sacan a través del Bichero. Usted, Kirkbride, es el mandamás del narcotráfico en el condado de Tunica. Lo que me sorprende es que nadie parezca enterarse.
Kirkbride se lo tomó con calma. Se le acercó sin decir nada, y Robert se imaginó que estaría decidiendo si daba rienda suelta a su indignación al estilo sureño, preguntándole si no sabía con quién estaba hablando o algo por el estilo. Pero no, el colega se detuvo junto a él, y se quedaron mirándose a los ojos. De momento, Kirkbride no estaba llevando la situación nada mal.
—No se ha teñido la barba —dijo Robert.
Esto dejó a Kirkbride un tanto desconcertado. Se rehizo y respondió:
—No, no me la he teñido y no pienso hacerlo.
—Usted va a hacer de Forrest, ¿verdad?
—Sí. Pero no quiero teñirme la barba y punto. —Ahora estaba hablando con absoluta seguridad, como si fuera una persona independiente y no tuviera nada que ocultar. Añadió—: De modo que ha hablado con Arlen sobre mí y ahora cree que se ha enterado de algo.
Lo había dicho como si Arlen no tuviera ni idea de nada.
—¿No es su jefe de seguridad?
—Eso es lo que es, ni más ni menos.
—Le he preguntado si quería vender materiales, suministros de su empresa, de forma encubierta.
—Mi jefe de seguridad…
—Eso es de puertas afuera. Pero resulta que se gana la vida como un criminal. Creo que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo —añadió Robert—, pero yo sólo quería ponerle nervioso. Ya sabía que le había ordenado al Bicho que se cargara a Floyd y que él se había cargado al Bicho o le había ordenado a alguien que lo hiciera. Según la opinión general, es muy probable que lo hiciera ese individuo al que todos ustedes llaman el Pez. Pero Arlen sabe que no voy a decir nada sobre este asunto, ni voy a usarlo para acusarle. Yo no hago esas cosas.
Sin apartar la mirada de sus ojos, Kirkbride preguntó:
—¿Qué le hace pensar que está implicado?
—Vamos, hombre, todo el mundo lo sabe, incluido el hombre de la AIC. Si no fuera por la recreación, se habría concentrado en el caso y estaría persiguiendo a Arlen. Ya habría hablado con el personal del hotel y con los huéspedes y habría interrogado a todos los que miraron por la ventana aparte de mí. ¿Sabe que no vi el asesinato por sólo unos segundos? Pero estábamos hablando de John Rau. Está tan entusiasmado con esta movida de la guerra de Secesión que ya se ha metido en el personaje. No ve la hora de empezar. Le apuesto lo que sea a que lleva calzoncillos largos. Ni siquiera les cortará las perneras. Tengo entendido que, si uno no los usa en verano, no hay ningún problema. Pero para John Rau eso raya en lo aficionado. En cualquier caso, imagino que luego volverá a poner manos a la obra. Siempre y cuando Arlen siga entre nosotros.
—¿Cómo que si sigue entre nosotros? —preguntó Kirkbride—. ¿Adónde se va a ir?
—Quiero decir siempre y cuando siga vivo —explicó Robert—. Con la personalidad que tiene, seguro que hay gente que quiere matarlo. ¿Me entiende usted?
Aunque era poco probable que Kirkbride respondiera a una pregunta así, Robert advirtió que se lo estaba pensando.
—Lo que quiero decir, señor Kirkbride, es que todo el mundo sabe que Arlen se cargó a Floyd y que trafica con drogas. Uno sólo tiene que pasarse por su almacén, por el garito ese, para comprar todo lo que quiera.
—Ya ha estado ahí, ¿eh?
¿Por qué le desconcertaba aquello?
—¿Usted no?
—Hace mucho tiempo que no paso por allí.
—Me parece que debe de ser fácil traficar aquí —dijo Robert—. Uno unta a quien tenga que untar y luego se dedica a sus cosas. Pero para Arlen Novis no debe de resultar fácil porque es un descerebrado, y eso lo convierte en un peligro. Alguien le da órdenes, de lo contrario viviría por todo lo alto, se pasearía por el condado en un Rolls-Royce, y tendría a todos los federales siguiéndole la pista. Y escondería el dinero en algún sitio: debajo de la cama, por ejemplo.
Había conseguido que Kirkbride lo escuchara, que le prestara toda su atención. Parecía que estaba poco menos que asintiendo a lo que le decía.
—Mire, lo primero que me he preguntado es por qué habrá contratado el señor Kirkbride a un criminal conocido para que se encargue de la seguridad de su empresa. Pues seguramente porque no puede abrir la boca, porque Arlen lo tiene dominado por algún motivo y anda siempre cerca de usted para no perderlo de vista. Usted es la fachada, usted es… el Coliseo. Usted es la fachada, todo un museo…
Robert puso cara de póquer. Había conseguido que Kirkbride se quedara mirándolo, no boquiabierto pero casi. Pensó que podía joderle un poco más, que podía decirle que era el Nilo, la torre de Pisa, la sonrisa de la Mona Lisa. Pero, como el colega seguía sin enterarse, le dijo:
—Lo que usted hace es esconderle el dinero y ponerlo a trabajar. —Y añadió—: Se lo digo por dos razones. Primero, para que sepa que sé lo que hace. Y, segundo, para que esté preparado para tomar una decisión cuando llegue el momento.
El colega estaba llevando bien la situación. Le escuchaba y no perdía la calma.
—¿Quiere decirme de qué está hablando? —le preguntó.
—Tómeselo como si estuviera a punto de llegar a una encrucijada y supiese que ha de optar entre una dirección u otra. Si no se apresura a tomar la decisión, ¿qué ocurrirá? Que acabará en la cuneta.
Robert regresó al coche y abrió la puerta.
—¿Una decisión sobre qué?
El colega quería una respuesta. Robert se volvió hacia él.
—Sobre dónde quiere estar —dijo— cuando Arlen caiga.