Héctor Díaz llegó a Memphis procedente de Detroit, y Robert y Toro fueron a recogerlo. Bajó del avión vestido con un traje negro abotonado hasta el cuello. Parecía menos primitivo que Toro, pero no mucho. Era alto para ser mexicano, y le gustaba dárselas de interesante con sus gafas de sol, su pendiente en la oreja y el pelo recogido en una coleta de torero. Tiempo atrás había toreado en México D.F., pero no había conseguido dar el salto a España. Tendría unos sesenta años, veinte más que Toro. Como el vuelo había salido con retraso, estaba cansado de esperar en el aeropuerto de Detroit. Robert le dijo que se tumbara en el asiento trasero del Jaguar y se relajara.
En la carretera, Toro le dio a Héctor un Colt Navy que había sacado de la guantera para que se hiciera una idea de la clase de armas con que iban a jugar. Héctor le echó una ojeada, dio varias vueltas al tambor y apretó el percutor con el pulgar.
Robert miró por el retrovisor y dijo:
—Cuidado con lo que haces, tío. Está cargada.
Tras una espera de media hora, recogieron a Jerry delante del hotel. Salió con una chaqueta de gamuza negra. Iban los cuatro con ropa oscura —Robert, de marrón oscuro y Toro, con una chaqueta vaquera y un pañuelo negro—, porque Jerry decía que uno siempre se vestía de color oscuro cuando iba a hacerle frente a alguien; si iba con colores claros parecería un puto maricón. Toro se sentó detrás con Héctor para que Jerry fuese delante. Volvieron a tomar la 61 en dirección sur, llegaron a la salida de Dubbs, torcieron a la izquierda y entraron en el aparcamiento, delante del bar. Jerry dijo:
—¿Esto es?
El bar recordaba a un enorme establo medio abandonado, y no le impresionó mucho. El nombre, el Bichero, estaba pintado a lo largo de toda la fachada, delante de la cual había varios coches y camionetas aparcados en batería.
—Es un honky-tonk —explicó Robert—, el tipo de local sobre el que canta Loretta Lynn. —Pasó por delante de una plaza libre, dio marcha atrás y aparcó. Entonces le dijo a Héctor—: Quédate aquí y descansa, colega. ¿Sabes lo que quiero decir? Que me vigiles el coche.
Eran las diez pasadas, estaba oscuro, y las únicas luces que se veían en el campo eran las del bar.
Cuando salieron del coche, Toro y Robert se pusieron las gafas de sol. Robert le dijo a Jerry:
—Van a mirarnos de arriba abajo.
—¿Ah, sí? —exclamó Jerry.
—No le digas a nadie qué coño está mirando hasta que terminemos nuestros asuntos.
—¿Y también tengo que decir por favor y gracias y lavarme las manos después de mear? —dijo Jerry—. Anda, vamos.
Robert lo siguió y Toro fue detrás de ellos, guardándoles las espaldas. Cuando entraron al bar, sonaba country swing por los altavoces, pero en la pista no había nadie bailando. Robert vio en la barra y las mesas gente de la zona. Era un día laborable y no había muchos clientes. En el escenario sólo se veían una batería y unos bafles, y entre los bebedores de cerveza sólo había unas pocas mujeres, entre ellas la joven prostituta rubia. ¿Cómo se llamaba? ¿Toni? No, Traci. Estaba hablando con un individuo al final de la barra, que se encontraba a la izquierda y llegaba hasta el fondo del local. Robert siguió a Jerry hasta el principio de ésta, donde había un joven apoyado de espaldas, con los codos sobre el borde redondeado y una gorra de béisbol calada hasta los ojos. Cuando Jerry se acercó, lo observó con detenimiento sin moverse ni un centímetro, pero luego cedió y le dejó sitio. Jerry ni siquiera lo miró: tenía el brazo levantado y estaba llamando al camarero.
—Oye, tú, ven aquí.
Wesley iba en camiseta, quizá la misma de la otra noche.
—Wesley, ¿cómo estás, colega? —dijo Robert.
El camarero lo miró sin tener ni zorra idea de quién era. Jerry le dio su tarjeta de visita y dijo:
—No tienes que leerla, Wesley. Dásela a tu jefe. —El camarero se alejó por la barra con la tarjeta en la mano y volvió a mirarla. Jerry dijo—: Jodido Wesley. Qué tío más encantador.
Robert se imaginó a Arlen Novis en la trastienda del local, quizás en un despacho, mirando la tarjeta, en la que ponía INDUSTRIAS GERMANO y, en letra más pequeña, ESPECIALISTAS EN CASAS MANUFACTURADAS, una dirección de Detroit y, abajo, el nombre: CESARE GERMANO.
—¿Crees que sabe leer? —preguntó Jerry.
—Ahí está —dijo Robert cuando Arlen salió de la puerta situada junto al escenario—. Es el del sombrero confederado. —Le seguía un individuo fornido, con una camiseta de manga corta—. El otro diría que es su pistolero. Dennis me ha hablado de él: lo llaman Pez.
Cuando llegó, Arlen volvió a mirar la tarjeta y preguntó:
—¿Quién es este… Cesáreo German… o?
La había cagado tanto con el nombre como con el apellido. Robert pensó en ayudarle, pero Jerry se adelantó.
—Se pronuncia Ce-sa-re.
Aunque se esforzaba por entender qué significaba aquello, Arlen hizo un gesto de negación.
—Se pronuncia igual que Julio César —dijo Robert—. Es el nombre del señor Ger-ma-no. Puedes llamarle César, no le molestará. Quiere hablar de negocios contigo.
—¿Qué clase de negocios? —preguntó Arlen con suspicacia.
—¿Por qué no nos sentamos a una mesa y le pedimos a Wesley que nos sirva algo fresco? —sugirió Robert—. A César le gusta el ron con Coca-cola. Y trabaja para el dólar yanqui, como suele decirse.
Arlen se quedó mirándolo. No tenía ni idea de qué estaba diciendo. Pero acabaron sentándose todos alrededor de una mesa junto a la pista de baile, lejos de la gente que los estaba observando. Jerry le preguntó a Arlen:
—Tú estás en Ciudad del Sur, ¿verdad?
—Sí. ¿Qué pasa? —Arlen todavía no se fiaba.
—¿Te van bien las cosas?
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Te sobra material de construcción?
—Yo soy el jefe de seguridad —respondió Arlen.
—Por eso estoy hablando contigo —dijo Jerry—. Lo que quiero saber es si tienes algo que te interese mover de allí. ¿Sí o no? Puedo hacerte una buena oferta.
Robert observó a Arlen: el asunto le tentaba, estaba pensando en qué podía sacar de Ciudad del Sur en plena noche —una casa entera, joder; podía desmontar toda una puta casa—, pero seguía desconfiando.
—¿Tienes algún documento de identidad? —le preguntó a Jerry.
Estaban perdiendo el tiempo. Robert se le acercó y, con voz queda, casi tranquilizadora, le dijo:
—Arlen, yo sé qué has estado haciendo últimamente, ¿verdad que sí? Te acuerdas de lo que hablamos en la cocina de Vernice, ¿no? Estás metido en unos asuntos con los que tienes que andarte con cuidado. Por eso le ordenaste al Bicho que eliminara a Floyd. Por eso ordenaste a este colega… te llaman Pez, ¿verdad?, que se cargara al Bicho: porque estaba contándole a la gente cosas relacionadas con tu negocio. Arlen, ¿acaso no he guardado yo silencio, tal como te prometí?
Robert dejó que Arlen, y el Pez también, tuvieran la oportunidad de hablar si querían. Pero los dos se quedaron mirándole fijamente, Arlen fríamente, pese a que debía de estar preguntándose qué coño pasaba allí, en su negocio, delante de toda aquella gente, mientras Shania Twain cantaba country a grito pelado.
—Con los asuntos que debes de tener ahora entre manos, tienes que confiar en alguien —añadió Robert, subrayando la última palabra—. No es difícil hacer conjeturas. Imagino que llevarás el negocio de la droga en el condado de Tunica. La otra noche compré aquí una hierba muy buena, pero habría podido comprar cualquier cosa, porque el Bicho estaba bien abastecido. Tenía todo lo que podía hacerme falta: crank, crack… Bastaba con pedirlo. No me extraña que te lo cargaras: era un tío peligroso. Pero siempre hay que confiar en alguien. Puedes perder a todos los Bichos que te rodeen siempre y cuando tengas cerca a alguien como Kirkbride. ¿No tengo razón?
Robert dijo el nombre para ver qué reacción provocaba y observó que Arlen se lo pensaba dos veces antes de responder:
—Bueno, no está mal trabajar para él. —Pero cambió de tema y preguntó—: ¿Con quién estoy hablando? ¿Con César, contigo o con él?
—¿Qué más da? —respondió Jerry—. Aún no has dicho nada. Te pregunto si te interesa una venta nocturna, si puedes mover material, y no me respondes ni sí ni no.
—Si me hubierais dejado hablar… —dijo Arlen.
Pero Robert le interrumpió.
—Vamos a esperar, Arlen. Ahora estás ocupado con la recreación. Nosotros también estamos preparándonos. No queremos mover nada por ahora. —Se volvió hacia Jerry y le explicó—: Arlen y yo vamos a ir juntos, con la escolta de Forrest. Vamos a pegarte tiros nosotros, tío. —Robert se volvió de nuevo hacia Arlen—. César va a ser el general Grant. Lo reconocerás enseguida.
Jerry intervino:
—¿Cómo se decide quién gana?
—Ganan los que ganaron la batalla real —explicó Arlen—. En Brice fuimos nosotros.
Robert, uno de los chicos de color de Forrest, dijo:
—Es verdad, tío, fuimos nosotros.
Se fueron en el coche. Héctor Díaz contó que un par de tipos se habían acercado a mirar el coche.
—¿Te han despertado? —preguntó Robert.
—No, tío, estaba despierto. He amartillado la pistola y se han largado.
Jerry se volvió hacia Robert:
—¿Has averiguado lo que querías saber?
—Tengo que pensar en ello —dijo Robert—, pero sí, me parece que sí.
Dejó a los tres en el hotel, volvió a Tunica por la vieja 61 y se dirigió a casa de Vernice.
Ya era tarde cuando Robert aparcó delante de la casa. Le pareció que estaba a oscuras, pero vio una luz en el patio, probablemente en el porche. Fue por un lado y vio a Dennis junto a una lámpara, leyendo. Robert rascó el mosquitero y Dennis se llevó un susto.
—Joder, tío, ni que fueras un merodeador nocturno —exclamó.
Se sentaron y Robert preguntó:
—¿Estás aprendiendo algo?
—Lil’ Kim y Foxy Brown, raperas rivales, implicadas en un tiroteo en Nueva York.
—Es el mejor sitio para algo así. Yo apuesto por Lil’ Kim —comentó Robert—, aunque las prefiero menos gorditas.
—Una entraba en una emisora de radio cuando estaba saliendo la otra —explicó Dennis—, y sus bandas empezaron a pegarse tiros.
—No hubo ningún muerto, ¿verdad?
—Le dieron a un tío, pero fue una herida leve.
—Se piensan que son mafiosos, escoltas, guardaespaldas o algo así. Joder, no son más que una panda de negratas en paro. Pregúntame dónde he estado.
—¿Dónde?
—En el Bichero. He llevado a Jerry y a Toro a que lo vean y se nos ha juntado Héctor Díaz, del barrio mexicano de Detroit. Antes era torero.
—¿Y a qué se dedica ahora?
—A lo mismo que todos nosotros: a ayudar a Jerry a urbanizar terrenos.
—¿A urbanizar terrenos o a marcar territorios?
Robert se quedó un momento mirándolo, sin decir nada.
—¿Sabes de qué estás hablando?
—Carla me ha dicho que Jerry es un mafioso y, como me había visto contigo, creía que yo ya lo sabía.
—Malas influencias.
—Tú mismo me contaste que vendías drogas.
—Cuando era pequeño.
—Y trabajabas para Chicos S.A. —añadió Dennis—. Por lo que veo, ahora tienes a tus propios chicos. Tu propio equipo.
Robert hizo un gesto de negación.
—Las bandas son un problema, Dennis. Formas una y luego se pasan todo el día en la calle uniformados sin nada que hacer. Yo a los Cachorros les hago viajar. Los mando a Fort Wayne, a South Bend, a Muncie, a Kokomo… Salió en la prensa: en Muncie, Indiana, dos de cada tres traficantes son de Detroit. Nos hemos trasladado a Ohio y ahora tenemos cachorros en Lima, Dayton y Findlay. ¿Conoces el chiste del viajante que echa un polvo en Findlay, Ohio, y luego va a confesarse?
—¿Y que luego echa un polvo en Nueva York y vuelve a confesarse? Sí, lo conozco.
—En Canton, Ohio, hay un barrio, colega, que llaman Little Detroit por la cantidad de cachorros que trabajan en él. En los mismos territorios trabajan bandas procedentes de Los Ángeles. Por eso hay tiroteos. La mayor parte del negocio se basa en el crack, porque prepararlo sale más a cuenta: con un gramo de coca de cien dólares se saca un centenar de píldoras que luego uno puede vender a diez la unidad. Cuando llegan a una ciudad, los cachorros montan un laboratorio de crack. Es como una franquicia, Dennis, el McDonald’s de las drogas.
—¿Para qué te necesitan los Cachorros?
—Para que les agencie el producto, colega. ¿Cómo si no esos chicos podrían pillarlo en grandes cantidades?
—Podrían quedarse con parte de los beneficios.
—Yo les vendo las hamburguesas, los McNuggets. Ellos las venden y luego vienen a pedirme más.
—¿Y ahora intentas averiguar qué posibilidades ofrece el condado de Tunica? ¿Estás operando en el sur, montando franquicias?
—Dennis, te encuentras próximo a la encrucijada —respondió Robert—. ¿Me entiendes? Has recorrido un largo camino y ya te falta poco para llegar.
—Haciendo de pelele para ti. Conmigo tus timos parecen legítimos. El timo los mantiene despistados mientras tú te enteras de cómo está el mercado de la droga aquí.
—Sólo estoy divirtiéndome con ellos. Escúchame bien —dijo Robert—, esta noche he ido al Bichero con Jerry, Toro y Héctor…
—¿No fuiste con Toro la otra noche?
—Al final no. Toro vio una puta en el bar del hotel y le hizo gracia. Me refiero a esta noche. Estábamos en una mesa hablando con Arlen. También estaba Pez, el que me dijiste que era su pistolero.
—Eso lo dijo Vernice.
—Me fío de ella —dijo Robert—. Pues bien, el chico este, Pez, estaba sentado allí, y Toro lo ha mirado fijamente sin quitarse las gafas de sol, a ver si él también lo miraba. Y eso es lo que ocurrió: estuvo mirándolo prácticamente todo el rato. ¿Te das cuenta? Lo han llevado al terreno personal. Pero yo lo que quería averiguar era si es Arlen quien trabaja para Kirkbride o si es al revés.
Robert le dio tiempo para pensar en esto mientras chocaban contra el mosquitero insectos atraídos por la luz de la lámpara. En verano bullían allí todo tipo de bichos.
—Me dijiste que Kirkbride es tonto —dijo Dennis—. Y yo lo interpreté como que era inofensivo.
—Fue un juicio apresurado. Luego pensé: este Arlen es demasiado estúpido para llevar un negocio de esta envergadura. Le pregunté qué hacen con todo el dinero que ganan. Estábamos sentados allí y… —Robert hizo una pausa—. Ya le había dicho que sabía que era él quien llevaba el negocio de las drogas en Tunica y lo había dejado acojonado. Luego le dije que el Bicho no supone ninguna pérdida siempre y cuando tenga a su lado a alguien como Kirkbride.
—¿Y él qué respondió?
—Lo importante es lo que no dijo. «¿El señor Kirkbride? ¿Estás loco?» Podría haber dicho esto o alguna gilipollez por el estilo. Pero al final lo que respondió fue que no está mal trabajar para él.
—No ha entendido lo que le decías.
—Sí, sí que lo entendió. Me fijé en él. Lo pasó por alto y cambió de tema.
—¿Estás diciéndome que Walter Kirkbride está metido en el negocio de la droga?
—Sí, eso te estoy diciendo.
—Y vosotros os vais a apoderar de todo lo que tienen montado.
—Exacto —Robert hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Estás preparado?
—¿Para qué?
—Has llegado a la encrucijada, Dennis. Voy a hacerte una oferta para comprarte el alma.
—¿Cuánto? —preguntó Dennis.
Robert sonrió encantado.
—Así se habla, colega. Ciento cincuenta mil el primer año, doscientos el segundo, etcétera, etcétera. Eso aparte de lo que saques con tu negocio. Eso también te lo quedas tú.
—¿Qué negocio?
—El que te hemos organizado.
—Yo soy la tapadera.
—Tú eres el señor Kirkbride de este asunto. Fíjate en él. Nadie sabe que lo es salvo quien conoce a los de su especie. Tú tendrías una pantalla igual de buena. Por tus manos pasarían los negocios de por aquí. Te harías cargo del Bichero, lo limpiarías y te desharías de Wesley. Luego pondrías en su lugar a un tío con un chaleco rojo: el vendedor. Tú te dedicarías a jugar a golf y no sabrías en qué mierda anda metido.
—Sería el dueño de un garito —dijo Dennis.
—Tú vigilarías el asunto. Pero tu principal negocio sería… ¿estás preparado? Un espectáculo de saltos itinerante, un montaje por todo lo alto: el Gran Espectáculo de Saltos de Dennis Lenahan. Tendrías a tu disposición a un grupo de jóvenes guapos y chicas monas que se ocuparían de saltar, pero todo llevaría tu nombre: el campeón del mundo Dennis Lenahan, veintidós años de experiencia.
—Y el espectáculo de saltos serviría para blanquear el dinero de la droga —observó Dennis.
—Sería una forma de repartirlo; de esto ya hablaremos luego. El especialista en esto es Jerry.
—Que acabó en la cárcel.
—Por no pagar impuestos. En aquella época andaba metido en otra historia: incendiaba edificios para que la gente cobrara el seguro. Jerry también tiene buena mano para los explosivos. Dejó fuera de juego a un tío que estaba jodiendo a su hermano. Algún día te hablaré de él.
—Y de la encantadora Anne.
—Eso se lo has oído decir a Carla, ¿verdad? Esa Carla es tan alucinante como Darwin, ¿verdad? Seguro que hay algo entre ellos.
—No hay nada —dijo Dennis—. Se lo he preguntado.
Robert sonrió.
—¿Te la estás trabajando? Bah, olvídalo. Aunque si ella está aquí y tú te quedas…
Se dio cuenta de que Dennis estaba pensándose la oferta.
—¿Y yo no toco ningún producto? ¿No llevo drogas bajo el asiento del coche?
El colega acababa de ganarse un coche.
—¿De qué marca lo quieres? ¿Mercedes, Porsche? No, colega, el producto nunca pasa por tus manos. No directamente. Toro es quien lo trae de México y Héctor se encarga de llevarlo adónde tenga que ir. Nosotros te buscaremos un contable para el Gran Espectáculo de Saltos, para que dirija el negocio y se ocupe de la contabilidad. Supongo que el mismo que trabaja para Kirkbride, si es que sabe lo que se hace.
—Sigue resultando arriesgado.
A Robert le gustó oír esto: el colega estaba por la labor, estaba analizando los pros y los contras para aceptar la oferta. Le respondió sin rodeos:
—Por supuesto. Por eso te he elegido a ti. Tú sabes lo que es el riesgo de verdad, él es tu amigo, es lo que te empuja a seguir adelante. En cuanto te vi la otra noche subido a la escalera, me dije: éste es el colega que necesito. No me hizo falta ni hablar contigo. Me di cuenta al instante.
—Cualquiera diría que ya te has hecho con el negocio de aquí.
—Está esperando a que lo hagamos.
—¿Cómo se lo vas a quitar a la mafia del Dixie?
—Ésa será la parte divertida —respondió Robert—. Recuerdo que, nada más conocernos, cuando te llevaba a casa, me preguntaste, para hacerte el gracioso, si estaba visitando los lugares de interés histórico. Y yo te respondí que la historia puede servir de mucho si uno sabe cómo usarla.
—Me he perdido.
—Vamos a participar en la recreación de la batalla para dejar a esos paletos fuera de juego. Meteremos a esos cabrones en el bosque y les pegaremos un tiro.
—Pero si tú vas a estar con ellos, haciendo de confederado.
—Para estar cerca —explicó Robert—. Yo soy el ojeador. Señalo a quiénes hay que matar.