Fueron hasta Memphis y tomaron la 72 Este en dirección a Corinth. Desde Tunica se tardaba dos horas y media, y estuvieron casi todo el rato entrando y saliendo de Misisipí por el norte del estado. Durante todo el viaje sonó blues dentro del coche.
—Es una recopilación de cantantes de blues de Detroit —explicó Robert—. Johnny Yard Dog Jones, una mezcla de soul y blues; Alberta Adams, que lleva setenta años en esto. Ha cantado con todos los que significan algo. También está Robert Jones, que te recordará a otro Robert, el gran Robert Johnson, y a Son House también. ¿A ver quién más está? Johnny Bassett, que toca una especie de jazz blues.
—¿Por qué vives en Detroit? —preguntó Dennis.
—Todo el mundo tiene que vivir en alguna parte.
—Sí, pero es que Detroit…
—Detroit es de puta madre: hay mucha marcha. Acuérdate de la Motown, de Kid Rock y del blanco ese, Eminem. De esa ciudad salen toda clase de sonidos.
—¿Pasaste allí la infancia? ¿Fuiste allí al colegio?
—¿Sabes para quién trabajé de joven? —dijo Robert, repantigado al volante del Jaguar—. Para Chicos S.A., empresarios de barrio. Vendía bolsitas de heroína a treinta dólares y me quedaba con tres. Empecé a trabajar a los doce años para el señor Jones. Así se llamaba. Vino un día y me dijo: «¿Quieres ganar trescientos dólares al día? Si eres listo, puedes ganar tres mil a la semana.» ¿Qué crees que respondí? En la empresa éramos unos doscientos. Nos daban unos sobrecillos con nombres como Murder One o Rolls-Royce, íbamos cada uno a nuestra esquina o a hacer entregas a domicilio. Sí, en Chicos S.A. se aprendía bien el negocio. Pero luego llegaron otras bandas. Pasta Gansa era una de ellas.
En pleno campo, mientras pasaban entre maizales, vacas pastando y carteles colgados de árboles en los que ponía JESÚS ES EL SALVADOR, Dennis preguntó:
—¿A los doce años?
—A los trece me compré un Cadillac.
—Pero si no tenías edad para conducir…
—Da igual: conducía. Me hacían parar en cada manzana, conque tuve que poner el coche a nombre de mi madre. Lo vendió. A los catorce me compré un Corvette, sólo para usarlo por la noche. Pero me lo mangaron. Si ganabas más de dos mil semanales, te llevaban a Las Vegas en Navidad y te tirabas a tu primera blanca.
—¿Tomabas drogas?
—Sólo hierba. Nos bastaba con fijarnos en la gente que nos compraba para darnos cuenta de que no convenía quedarse colgado del material fuerte. Qué va… Llegué incluso a ahorrar dinero y comprarle cosas a mamá. A los quince dejé a los Chicos para probar con los de Pasta Gansa, pero me amenazaron con darme un navajazo en la garganta, así que dejé el negocio.
—¿Ibas al colegio mientras hacías todo esto?
—A uno católico, pero les quedaban pocas monjas. Una pena, porque me gustaban. Allí no se andan con tonterías: van directamente por ti.
—¿Sabían lo que hacías?
—Qué va, colega. Si me llevaban al tribunal de menores, mamá llamaba y decía que me dolía la garganta.
—¿No le importaba que vendieras drogas?
—Aceptaba el dinero y miraba hacia otro lado. Nunca me condenaron a nada. Fui a la Universidad de Oakland durante tres años y vendí un poco para pagar la matrícula, los libros y todas esas mierdas. Pero sólo hierba. Yo no vendería heroína a estudiantes: no querría joderles sus tiernas cabezas. De todos modos, muchos ya estaban hechos polvo, porque les preocupaba qué iban a hacer cuando acabasen la carrera.
—¿A ti no te preocupaba?
—Hice dieciocho horas semestrales de historia. Pregúntame lo que quieras: nombres de famosos asesinos de la historia, quién mató a Lincoln y a Grover Cleveland, lo que sea. Estudié historia porque me encantaba, colega, no para encontrar trabajo. Sabía lo que era la guerra de Secesión antes incluso de ver nada sobre el tema por televisión, antes de que emitieran la serie de Ken Burns. Robé la colección entera de vídeos en Blockbuster.
Robert observó que Dennis estaba mirando fijamente por la ventanilla.
—¿Tú estudiaste para encontrar trabajo? —le preguntó.
—Supe que quería dedicarme a esto la primera vez que vi lanzarse a un saltador de palanca.
—¿Lo ves? ¿Qué estudiaste?
—Lo dejé al cabo de dos años y me metí en el Gran Equipo de Saltadores de Palanca Americanos.
—¿Cuánto tiempo podrás seguir dedicándote a ello?
—Poco ya.
—¿Y luego qué?
—No lo sé.
—Nunca has estado en la cárcel, ¿verdad?
—Una vez me detuvieron mientras me registraban la camioneta.
—¿Pensaban que estabas traficando?
—No estaba traficando.
—Con el valor que tienes, cuando dejes de saltar deberías dedicarte a alguna actividad de… riesgo, ya me entiendes.
—En el equipo de saltos era yo el que afrontaba más riesgos.
—¿Lo ves?
—Pero entre los saltadores se dice que cuanto mejor es uno, más inestable es su personalidad.
Cuando llegaron a Corinth, vieron al final de la zona comercial un espacio amplio y despejado surcado de vías de tren. Robert paró el coche.
—Esto es Corinth, colega: la ciudad de la guerra de Secesión, el centro ferroviario por el que se produjeron todos los enfrentamientos en esta zona. La tienes delante de tus ojos. La línea Memphis-Charleston iba de este a oeste y la de Mobile-Ohio en dirección contraria. ¿Estás escuchándome?
—¿Viniste aquí a conocer a Kirkbride?
—Vine a ver en qué andaba metido. Su fábrica se encuentra al sur, al otro lado de la 72. Pero ya se encontraba en Tunica, construyendo la urbanización. El viaje no fue en balde, porque también vine a Jarnagin’s, a mirar uniformes. ¿Puedo seguir?
—Tú eres quien conduce…
—Me refiero a tu lección, a si puedo seguir contándote lo que ocurrió aquí. Debió de haber treinta mil, entre muertos, heridos y víctimas del cólera o la diarrea entre los que lucharon por estas vías de tren. Incluyo Shiloh, que se encuentra al norte, cruzando la frontera de Tennessee; Iuka, otro de los lugares donde combatieron, situado al este; y la batalla de Corinth. En octubre de 1862 los confederados trataron de arrebatársela a los federales —Robert le señaló un lugar—. Allí, a poca distancia, voy a enseñarte el sitio donde los confederados trataron de hacerse con la batería Robinett. Fue el combate más fiero. Ahora hay un monumento histórico. Aún quedan algunos terraplenes de defensa.
—Ah, sí, la batería Robinett. Creo que uno de los héroes del ataque fue el coronel Rogers, del Segundo de Texas. Le pegaron siete tiros cuando cargó contra el parapeto.
Robert se volvió hacia Dennis, se le quedó mirando y dijo:
—Eres un listillo, ¿eh? De vez en cuando me dejas ver lo espabilado que eres. —Robert sonrió—. Demuestra que tienes posibilidades y me confirma que he hecho bien al traerte. De todas formas, según tengo entendido, fue un tamborilero quien cogió una pistola y disparó contra el coronel Rogers. La historia resulta mejor si es un chaval quien mata al gran héroe. ¿Has pensado alguna vez en cómo sería aquello?
—¿Te refieres a que te peguen un tiro?
—No; a estar en una batalla. A cruzar el campo en dirección a las líneas enemigas mientras te disparan. O a atacar la batería Robinett con fusiles Parrots, cañones con balas de nueve kilos y botes de metralla.
—¿Botes de metralla?
—Creo que estaban llenos de chatarra compacta, pero no estoy seguro. Lo que sí sé es que no me gustaría que me dieran con uno. Colega, hay que ser muy valiente para meterse en esa movida hasta el fondo. Pero ellos se metieron, ambos bandos. —Robert meneó la cabeza—. Aunque no sé cómo. Fui a Shiloh, ¿sabes?, y el guarda del parque, una chica muy mona llamada Diana, me acompañó. Iba con uniforme y sombrero de boy-scout. Me enseñó el Camino Hundido, el famoso Avispero. Es como un bosque. Me contó que se pasaron horas luchando allí metidos y que el humo de la pólvora era tan denso que disparaban a su propia gente por error. El fuego prendió en los árboles y hubo heridos que no pudieron salir. Me contó que se les oía gritar y que olía a carme quemada. Diana lo describe muy bien. Sabe recrear el ambiente.
Durante un minuto sólo se oyó en el coche el zumbido del aire acondicionado. Al cabo Robert dijo:
—Allí mismo, cruzando las vías, se encontraba el primer hotel Tishomingo. Lo utilizaron como hospital. Si te apetece, puedes ir a dar una vuelta por los lugares de interés, ver dónde se alojaba el general Beauregard y visitar un museo de la guerra, pero también podemos pasar del asunto, ir por tu uniforme y comer algo. En este condado se bebe cerveza y vino, pero nada de licores. ¿Qué más quieres saber?
Jarnagin’s no era una tienda al por menor y no tenía un espacio para atender a los clientes. Dennis se acercó al espejo del almacén vestido con la guerrera que le había encargado Robert. Era de la infantería federal y tenía ribetes azul celeste en el cuello y las bocamangas, y nueve botones en la pechera. El pantalón, también azul celeste, le decepcionó. Se quedó mirándolo, pues tenía una forma prácticamente indefinida, pero luego pensó que para dos días serviría. Se probó un quepis, preguntó qué tal le quedaba y luego se puso una gorra que semejaba un quepis, pero con la copa más alta. Según David Jarnagin, la copa se llevaba caída sobre la visera de cuero. Dennis volvió a probarse el quepis. David Jarnagin le explicó que los oficiales unionistas solían llevar la gorra. Dennis preguntó si podía elegir y se quedó con el quepis. Mientras se miraba en el espejo, se imaginó a sí mismo ciento cuarenta años antes. Le gustaba el aspecto que ofrecía. Se probó el quepis más cerca de los ojos y vio que le quedaba mejor. Las botas eran fantásticas: unos botines de cuero negro que cubrían el talón, con la puntera roma y cuatro agujeros para los cordones. David Jarnagin le dijo que se ablandaban con grasa para zapatos, pero que no había que ponerlos cerca del fuego, porque las suelas se secaban y agrietaban. Dennis escogió un cinturón, una insignia de infantería para el quepis y, para darle un toque de color, unos galones de cabo color azul marino. Echó un vistazo a los calzoncillos largos de franela y se dijo que siempre podía cortarles las perneras. Miró a Robert, que se encogió de hombros, y al final decidió dejar la ropa interior oficial de la guerra de Secesión. No creía que a David Jarnagin le importase. Éste metió el uniforme en una caja y les dio las gracias por la compra mientras Robert le extendía un cheque.
Cuando salieron del almacén, Dennis le preguntó cuánto había costado.
—No te preocupes por eso.
—La chaqueta costaba un dólar veinte centavos y los botines cerca de cien dólares.
—¿Siempre que te hacen un regalo preguntas cuánto ha costado?
—Esto no es un regalo. ¿Cuánto ha sido todo?
—Poco menos de cuatrocientos.
Subieron al Jaguar y volvieron a Tunica por Memphis, con el sol delante. Los dos iban con gafas.
—Ten en cuenta que las personas que participan en la recreación es gente seria —explicó Robert—. Da igual que sean fanáticos o no. Se toman la molestia de hacer el viaje, ponerse el uniforme, dormir en una tienda de campaña y prepararse la comida en una hoguera. Esto sólo lo hace la gente seria. Los aficionados que llevan calzoncillitos Speedo bajo los pantalones de algodón les exasperan. ¿Sabes a qué me refiero?
—A que es gente seria.
—Muy seria.
—No sólo se toman en serio la recreación.
—Se lo toman todo en serio.
—Como tú y Jerry. Y Anne.
—Anne va a ir de puta cuarterona. Joder, ¿eh? —Robert sonrió—. Cuando pase por delante de las tiendas de campaña, vas a ver cuántas cabezas se asoman.
—Y ella se lo toma en serio.
—Anne, Jerry y yo. Y tú también, oye. Todos tenemos nuestras prioridades en este asunto.
—No pienso preguntarte de qué asunto se trata, conque vete a la mierda.
Robert le lanzó una mirada.
—Ya veo que no te hace gracia que juegue contigo. Pero tú eres un tío alucinante: podrás soportarlo. —Y añadió—: Bueno, sigo contándote lo de esa gente… En Michigan participé en dos recreaciones distintas: una pequeña cerca de Flint, donde únicamente se disfrazaron unas doscientas personas y sólo tenían un cañón, y otra cerca de Jackson, donde se encuentra la mayor cárcel tapiada de Estados Unidos. Dentro hay cinco mil presos jodiéndose unos a otros. En la recreación de Jackson participaron dos mil personas. Había de todo: gente vestida de civil, mujeres y niños, el general Grant, Robert E. Lee, la caballería, un montón de cañones, vendedores de recuerdos de la guerra de Secesión, kielbasa y salchichas italianas a la parrilla. Toda la gente con la que hablé se lo tomaba en serio, colega.
—Tú también te lo tomaste en serio —señaló Dennis.
—Sí, yo también.
—No sabían que sólo estabas fingiendo.
—Que no, que me lo tomé en serio… Acabé tomándomelo igual que ellos. Fue una experiencia extraña.
—Por una vez supiste cómo es la realidad.
—Exacto… —dijo Robert con aire distraído—. Y resulta que es así, ¿verdad?
Dennis se quedó dormido. No se dio cuenta cuando pasaron por Memphis, y, al abrir los ojos, vio que se encontraban en pleno campo, en dirección sur. Por los altavoces sonaba blues.
—Robert Johnson —dijo.
—Aprobado. Eric Clapton hablará contigo.
Pasaron una señal de tráfico que indicaba la carretera 61.
Dennis preguntó:
—¿Vamos a pasar por la 49?
—Eso queda al otro lado de Tunica, cerca de Clarksdale. Es el cruce más famoso de la historia del blues. Qué digo, joder: de la historia de la música.
—La encrucijada donde Robert Johnson vendió su alma al diablo.
—Conque te acuerdas, ¿eh? Muy bien.
—Sí, pero no sé qué significa.
—Es igual que lo de Fausto, colega. Uno vende el alma para conseguir todo lo que desea. Lo de Tom Johnson es otro cantar. Ocurrió cuando Robert Johnson era todavía un crío. Según la versión de Tom Johnson, fue él quien vendió el alma al diablo en el cruce. No digo que no: es posible. Pero ese tío bebía veneno, auténtico alcohol de quemar. ¿Qué clase de trato es ése? Lo de Robert Johnson es distinto. Un día Son House le dijo que se olvidara, que no era lo bastante bueno. Según cuentan, Robert fue al cruce y se encontró con Satanás, que se le apareció como un negro gigantesco. Satanás le cogió la guitarra, se puso a tocarla y luego se la devolvió. A partir de ese momento, Robert Johnson dejó a todo el mundo asombrado con su forma de tocar. Cuando le preguntaban cómo era capaz de tocar de aquella manera, él no respondía. El caso es que, si no vendió el alma al diablo, ¿cómo es que compuso Hell Hound on My Trail? ¿Cómo es que compuso Me and the Devil Blues? Todo el mundo opina que Robert Johnson tuvo que llegar al cruce, a la encrucijada, y hacer un trato con él. Fíjate qué acordes, qué gemidos, colega. Produce escalofríos. No cabe ninguna duda: fue el diablo quien le dio el mojo.
—¿Te refieres a un talismán?
—Sí, el mojo es como un talismán, un amuleto, algo que uno usa para conseguir lo que desea o para llegar a ser quien quiere. Es algo mágico. Se guarda en una bolsa.
—Suena a gris-gris —dijo Dennis.
—¿Cómo es que conoces el gris-gris?
—Por Nueva Orleans.
—Es cierto, se me olvidaba. La ciudad del vudú.
—¿Tú tienes un mojo?
—No podría vivir sin él.
—¿Y lo llevas en una bolsa?
—Sí, en una pequeña de franela, con un cordón del que se tira para cerrarla. ¿Quieres verla?
—Si no te importa.
—La tengo en la habitación. Te la enseñaré.
—¿Y qué talismán llevas en ella?
—Pelos del chocho de Madonna.
—¿Pelos de dónde? Anda ya…
—En serio.
Joder, qué tío, pensó Dennis. Sin embargo, no dijo nada y se juró no insistir en el tema.
Pero entonces Robert le preguntó:
—¿Has pensado alguna vez en vender tu alma?
Dennis picó. No pudo remediarlo.
—¿Y eso cómo se hace?
—Cuando llega el momento, te plantas y dices: «Estoy harto de esta mierda. Voy a hacer lo que me venga en gana.» O: «Voy a conseguir lo que me apetezca.» Se trata de cambiar de vida por completo.
—¿Y si uno no sabe lo que quiere?
—Hay que mantener la calma, esperar a que te venga a la mano. Cuando venga, sólo tienes una oportunidad para agarrarlo. ¿Me entiendes?
—¿Un trabajo, por ejemplo? Es lo que siempre he deseado: un trabajo normal.
—Tienes la sensación de que ahora corres un riesgo, ¿verdad? Como si te encontraras a veinticinco metros de altura, a punto de hacer una demostración, con mil admiradores pendientes de tus movimientos, consciente de que los tienes en vilo. ¿Y resulta que por eso te pagan trescientos dólares diarios? —exclamó Robert. Sin apartar la mirada de la carretera, añadió—: Colega, yo puedo hacer que te sientas como si estuvieras mucho más arriba, corriendo un riesgo que ni te imaginas.
Se produjo un silencio durante el cual Dennis se dijo que sería mejor dejar el tema. Pero tenía que hacer una pregunta.
—¿Cómo lo conseguiste?
—¿De qué estás hablando?
—De tu mojo.
—Lo compré.
—¿Cómo sabes que es auténtico?
—Creo en su poder. Con eso basta para que funcione.