—Pues sí que eres madrugador —le dijo Vernice a Robert por teléfono—. Me parece que sigue dormido.
Robert le preguntó si podía decirle que le llamase cuando se levantara.
—Claro —contestó Vernice.
Pensó que igual ya estaba despierto. Entró en la habitación de Dennis para asegurarse y se quedó mirando al encantador joven.
Estaba tendido de lado, con un brazo debajo de la almohada y la sábana extendida casi hasta los hombros desnudos.
Volvió a la puerta y escuchó: dentro de la casa no se oía nada excepto los ronquidos de Charlie en la habitación de al lado. Vernice cerró la puerta, se quitó el albornoz y se acercó a la cama. Se acostó detrás de Dennis y se deslizó sobre el colchón para apretarse contra su espalda desnuda. Esperaba que tuviese que ir al cuarto de baño y aprovechara para cepillarse los dientes, aunque tampoco importaba si no lo hacía. Le mordisqueó la oreja y susurró:
—Hola, forastero.
Dennis se movió un poco y ella le besó en el cuello. Dennis levantó la mano para tocarle la cadera, como si quisiera saber quién estaba acostado con él.
—Soy yo —musitó Vernice, encogiéndose de hombros. Estuvo a punto de decir: «Lo que queda de mí.» Durante los dos últimos días había adelgazado otro kilo y medio. Estaba segura de que él ya había despertado, pero prefería no meterle prisa. No quería parecer ansiosa. Entonces añadió—: Dennis.
—¿Mmm…? —farfulló él.
—¿Crees que una persona puede tener buen aspecto físico y aun así estar demasiado delgada?
Dennis tardó unos segundos en responder.
—Supongo. —Parecía estar espabilándose.
—¿Sabías que Jane Fonda se pasó veinticinco años luchando contra la bulimia?
—¿Qué es la bulimia?
—Bulimia es cuando comes y vomitas porque tienes la autoestima por los suelos. Pero ella lo superó. Gracias a su ex marido, Ted Turner, logró creer en sí misma.
—Pensaba que había sido porque había vuelto a creer en Dios.
—Eso salió en un número anterior.
Dennis se volvió un poco para mirarla y Vernice le dio un beso en la mejilla.
—¿Cómo fue el espectáculo ayer? —le preguntó.
—Billy Darwin no quiere que Charlie vuelva a anunciar los saltos. Quiere que me busque a alguien que me presente, le diga al público lo de la «zona húmeda» y punto. Charlie ya puede ir olvidándose de contar batallitas. También me dijo que, si me apetece, haga unos saltos por la tarde y reserve los números más espectaculares para el pase de la noche. Con esas palabras me lo dijo.
—Si quieres, te presento yo —dijo Vernice—. Eso sí que puedo hacerlo.
—Pero no te vas a creer lo que ocurrió luego. Había un tío allí. ¿Te acuerdas de la pareja a la que Charlie fue a buscar al aeropuerto, los Malaroni?
—Anne —precisó Vernice—. A Charlie le pareció demasiado delgada.
—El caso es que ese tío le dijo a Billy Darwin que quería que me diera unos días libres para que participase en la recreación. Yo, que ni siquiera lo conozco. Pero Billy Darwin me explicó que él sí me conoce a mí y me contó que el tío ha ingresado un cheque de cincuenta mil dólares en el cajero del casino. Ese hombre puede pedir lo que le dé la gana, y eso me incluye a mí. Si Malaroni quiere que participe en la recreación, yo tengo que hacerlo sin rechistar. Le dije que eso no tenía ni pies ni cabeza, que ni siquiera he oído hablar de ese tío. Y Billy Darwin me respondió que dependía de mí: o me ponía el uniforme o hacía las maletas. Y añadió: «De todos modos, tu espectáculo no tiene mucho gancho.»
—¿Y dices que ni siquiera lo conoces?
En ese momento sonó la cadena del váter.
—Joder… —exclamó Vernice—. Charlie ya se ha levantado. —Se levantó de un brinco, cogió el albornoz del suelo y se lo puso. Cuando se dirigió a la puerta, dijo—: Ah, ese hombre de color, Robert, quiere que le llames.
En la suite de Robert sonaron no uno sino todos los teléfonos. Apoyó la mano en el que tenía junto a la cama y le preguntó a Anne:
—¿Adónde le has dicho a Jerry que ibas?
Ella estaba poniéndose los calentadores.
—A hacer ejercicio.
—Entonces no le has mentido, ¿verdad?
—Como algún día le dé a él por hacer ejercicio, la habremos jodido.
—No hay peligro, se gusta tal como está. —Robert cogió el teléfono—. ¿Eres Dennis?
—¿Qué pasa?
Robert se volvió hacia Anne.
—Es Dennis —dijo.
Tal como esperaba, Dennis preguntó:
—¿Estás con alguien?
—Con la camarera. Está vistiéndose.
—Anda ya…
—Mira, lo que tienes que hacer es creer todo lo que yo te diga, así no tendrás que romperte la puta cabeza pensando en ello. Oye, quiero presentarte a una persona.
—¿A un tal Malaroni?
—¿Cómo lo has adivinado?
—Por Billy Darwin. O participo en la recreación o me quedo en el paro.
—Tampoco tenía que plantear las cosas de esa manera. Joder… Ibas a hacerlo de todos modos, ¿no? Lo único que queríamos era que te diese unos días libres. El señor Malaroni es la clase de persona que puede conseguir algo así. ¿Entiendes lo que te digo? Quiero que lo conozcas.
—¿Y qué pasa con Anne?
Robert tapó el auricular con una mano y miró a Anne, que estaba sentada en la cama, poniéndose una zapatilla de tenis. Luego quitó la mano y dijo:
—Eres más espabilado de lo que creía, Dennis. «¿Y qué pasa con Anne?» No está mal la preguntita, joder.
—Salto a las dos.
—Haz lo que quieras. Pero el señor Darwin está de acuerdo en que pases hoy del espectáculo.
—¿Por qué?
—Porque así tendrás tiempo para agenciarte el uniforme, el arma y los complementos de mierda.
—¿Y qué pasa si prefiero saltar?
—Dennis, préstame atención. Ahora tienes hambre, así que vas a comer. Luego esperas una hora y saltas todo lo que te dé la gana.
Colgó. Anne, que ya se marchaba, lo miró.
—¿Cómo es que sabe quién soy?
Robert también estaba preguntándoselo.
—Espera un par de minutos y te respondo.
Cuando los presentaron, a Dennis le dijeron que Malaroni se llamaba Jerry, no Germano. De cincuenta y pico años, más bajo que él, con barba y una buena mata de cabello castaño, fumaba puros, llevaba gafas de sol e iba de interesante.
—Dennis, acércate.
Parecía bastante simpático, pero saltaba a la vista que quien mandaba allí era él. Le rodeó los hombros con un brazo y lo condujo al balcón. Las puertas estaban abiertas de par en par.
—La escalera mide unos veinticinco metros de altura, ¿cierto?
—Sí —respondió Dennis—. Consta de ocho secciones de más de tres metros cada una.
—Pero ¿es posible saberlo con exactitud?
—Hay quien cuenta los peldaños.
—Me lo imaginaba —dijo Jerry—: los escépticos. ¿Sabes qué podrías hacer? Utilizar dos escaleras: los peldaños de la de arriba podrían estar a veinte centímetros unos de otros en vez de a treinta. Desde el suelo sería imposible advertir la diferencia, pero tú te encontrarías tres metros más abajo.
—Se le ocurrió anoche —explicó Robert—, mientras veía el espectáculo.
—En realidad da igual saltar desde veinticinco o veintidós metros —respondió Dennis.
—Da igual porque siempre puedes matarte, ¿verdad? —apuntó Robert—. Champán, cerveza, vodka con tónica… ¿Qué prefieres?
Dennis pidió champán. Robert abrió una botella de Mumm y sirvió dos copas. Jerry tomó vino tinto.
Anne salió del dormitorio vestida con algo parecido a un pareo, amarillo en su mayor parte, casi transparente. Dirigió una sonrisa a Dennis y le tendió la mano.
—He visto tu espectáculo en dos ocasiones y en ambas he estado con el corazón en un puño. Hola, me llamo Anne.
Parecía salida de un anuncio de televisión. Charlie tenía razón: entre la melena con reflejos, la forma de moverse y la seguridad que mostraba en sí misma, habría podido ser modelo. Le estrechó la mano y le dio un beso sin tocarle la mejilla, envolviéndolo en una oleada del mejor perfume que Dennis había olido en su vida. De cerca, parecía de treinta y cinco años.
Para comer había gambas frías, ensalada mixta, calamares marinados y pollo frito. Anne dijo:
—Nada del otro mundo.
—También tenemos una selección de platos regionales —comentó Robert—: siluro de río y verduras a la mostaza.
Dennis se dirigió a Robert mientras cogían una gamba con un palillo.
—¿Qué pasa aquí?
—Es hora de comer —respondió Robert—. ¿O es que acaso no comes?
—Vamos, hombre…
—Tú eres mi amigo y ellos también.
Anne se puso a preguntarle por los saltos y Acapulco, arrimándosele con el perfume y el biquini bajo el pareo abierto. Le dijo que debía de poner los pelos de punta, y Dennis le explicó que sólo por la impresión merecía la pena.
—Mira que arriesgar la vida todos los días…
Dennis se encogió de hombros.
—O salto o me pongo a buscar trabajo.
Ella lo miró fijamente a los ojos, y Dennis se preguntó a qué venía todo eso. No sabía cómo llevar la situación. Preguntó si Jerry y ella tenían hijos —una estupidez, pero no se le ocurría nada— y logró que Anne dejara de mirarlo de aquella manera.
—Jerry y yo no estamos interesados en niños.
Iba a preguntarle a Jerry en qué trabajaba —se encontraba en el balcón, con un plato de calamares—, pero Robert se acercó con un vodka con tónica para Anne y le dijo a Dennis:
—Podrías darle las gracias a Jerry por haberte conseguido asueto para jugar a la guerra.
—Yo voy a ir de animadora de campamento —comentó Anne. Estaba otra vez mirándolo fijamente—, pero sin miriñaque.
—Va a ir de cuarterona —explicó Robert—, así no seré el único negrata.
Dennis vio que Robert dirigía a Anne una media sonrisa que sugería que había algo entre ellos.
—¿Jerry de qué va a ir?
—De yanqui al que le dan una paliza —respondió Robert—. Acuérdate de lo que te conté: Forrest hizo huir a los yanquis y los persiguió hasta Memphis.
Dennis ya había pensado en su siguiente pregunta:
—¿A qué se dedica Jerry?
—Al urbanismo.
—Hace grandes proyectos —le explicó Robert—, por todo el centro del país. ¿A que no adivinas qué clase de proyectos? Comunidades de casas manufacturadas.
Robert se quedó mirándolo como dándole tiempo para decidir qué pregunta hacía a continuación y cómo la formulaba.
—¿Jerry conoce a Kirkbride?
—Ha oído hablar de él.
—Pero si se dedican a lo mismo…
—Yo paso de esto —dijo Anne, y se fue.
Dennis vio que entraba en el dormitorio. Robert le dijo:
—Es su hermano quien dirige la empresa. Jerry ya ha ganado suficiente dinero: está medio jubilado, sólo asesora. —Y añadió—: Ahora te vas a poner a hacerme preguntas sin parar, ¿verdad? A ver, ¿cómo se llama la empresa de Kirkbride? Lo ponía en el cartel de la urbanización que está construyendo.
—No me acuerdo.
—Sueño Americano S.A. Kirkbride construye las casas en Corinth y luego las vende por todo el país. Al hermano de Jerry le interesaba Sueño Americano como proveedora. Ya sabes, para comprar. No sé por qué, pero el caso es que no funcionó. En Detroit trabaja con el mismo tipo de empresa: te fabrican la casa y tú la montas.
—Esto no se lo mencionaste a Kirkbride.
—¿Por qué iba a mencionárselo? Jerry no trabaja con él.
—Pero se dedican a lo mismo.
—Jerry es como Anne: no ha venido a hablar de negocios sino a divertirse, joder. Ya te lo expliqué: soy yo quien ha buscado a Kirkbride y ha averiguado qué clase de persona es y en qué otros asuntos anda metido.
—Asuntos como jugar a la guerra —puntualizó Dennis—; pero ahora resulta que tú y Jerry también queréis meteros.
—Y Anne. Simpática, ¿verdad?
—Pero no quieres que Kirkbride sepa nada sobre ti o sobre lo que hace Jerry.
—¿Qué razón hay para que sepa nada? Colega, ya sabes que siempre hay más cera que la que arde. Ten paciencia.
—Pero ¿qué pinto yo en todo esto?
—Tú eres como el payaso que da la réplica, Dennis. Venga, come un poco más.
Se encontraban de pie junto a las dos mesas del servicio de habitaciones, picando. Dennis hizo un esfuerzo y le dijo a Jerry:
—Oye, gracias por haberme conseguido asueto.
—¿Nunca has participado en una recreación?
—No; me muero de ganas.
—No te pases —le dijo Robert.
—Éstos tampoco han participado nunca —intervino Anne.
Jerry se volvió hacia Anne.
—Pero lo sabemos todo sobre la guerra, reina. Tú no sabes una mierda.
—Yo tengo ganas de comer cerdo curado —comentó Robert—. Y pan sin sal.
Sonó el teléfono.
Jerry se acercó a la encimera y cogió el auricular mientras le decía a Robert:
—Tú tranquilo, porque eso nos lo vamos a saltar. —Y respondió—. ¿Sí? Que suba. —Volvió a la mesa y anunció—: Es Toro.
Robert se dirigió a la puerta mientras le explicaba a Dennis:
—Se llama Antonio Rey, pero Jerry lo llama Toro, y así se ha quedado. —Robert abrió la puerta y esperó—. Es medio mojave, pero está emparentado con Jerónimo, porque Jerónimo violó a su tatarabuela en Oklahoma. También es medio mexicano, de Tucson, Arizona.
—Y medio afroamericano —añadió Jerry—, de Villanegrata.
—Pórtate bien —le advirtió Robert con tono grave, como si fuera una orden. Cuando apareció Antonio Rey, cambió de expresión y sonrió—: Aquí está Toro, mi colega.
Dennis los vio levantar el brazo, chocar las palmas y darse un abrazo. Toro era de tez morena y tenía el pelo castaño, largo hasta los hombros, y sujeto con un pañuelo al estilo pirata. Era el típico tío que llama la atención, que no pasa inadvertido.
A Jerry y Anne no parecía caerles muy bien, aunque ella dijo:
—Eso es lo que voy a llevar con el disfraz: un trapo.
Jerry le saludó con la mano. Robert dijo:
—Dennis, te presento a Toro Rey.
Dennis, que tenía un trozo de pollo frito en la mano, le saludó con la cabeza. Jerry preguntó:
—¿Qué tal? ¿Lo has conseguido todo?
—Parte en la fábrica de armas de Dixie —respondió Toro, con un acento tirando a mexicano—. Parte en el sitio ese de Corinth.
Sacó de la chaqueta vaquera unas hojas dobladas y las abrió. Robert, indeciso, le preguntó si quería beber o comer algo.
—Sí, claro.
Al final le hizo sentarse con un vodka solo y un plato de comida en la mesilla delante del sofá. Dennis vio que Toro llevaba unas desgastadas botas camperas marrones. Jerry se había sentado en una silla y Anne había vuelto al dormitorio y cerrado la puerta.
—¿Quieres comer antes? —preguntó Robert.
—Quiero saber qué hostias ha traído, ¿vale? —soltó Jerry.
Toro Rey se lo tomó con calma: miró a Jerry y luego las hojas de papel que sostenía. Entonces dijo:
—Tengo todo lo que me pidió Robert. He conseguido cuatro Colt Navy del 36, como el que tú tienes —añadió mirando de nuevo a Jerry.
—¿Con más tambores?
—Dos por revólver. También he conseguido los putos fusiles Enfield, del 58. Y las cajas de cartuchos, las cantimploras, los peroles, los faroles, las mochilas…
—Los morrales —le corrigió Robert.
—Eso, los morrales.
—¿Y las tiendas? —preguntó Jerry.
—He conseguido tres tiendas de campaña grandes con toldo, y las estacas, las cocinillas, los peroles y una mesa plegable.
—¿Algo que no hayas podido encontrar? —preguntó Robert.
—He encontrado todo lo que me pediste. Está todo en la camioneta.
—¿Y el uniforme de Dennis?
—En el almacén de Corinth. Está listo. Ya puede ir a recogerlo.
Dennis miró a Robert.
—¿Cómo es que sabe mi talla? —quiso saber.
—Le dije que tienes la misma que yo más o menos. En el almacén de Corinth podrás elegir el sombrero también. Se puede elegir entre la gorra sencilla y el quepis.
Jerry se levantó de la silla.
—Voy a echarme una siesta —anunció—. Vosotros acabad y largaos de aquí. —Entró en la habitación y cerró la puerta.
—¿Has traído hierba de la buena? —le preguntó Robert a Toro.
—Sólo la mejor.
—La que tienen aquí no está mal.
—¿De dónde la traen?
—De Virginia la mayor parte.
—He oído decir que no está mal.
—Vamos a mi habitación —dijo Robert. Se volvió hacia Dennis—: ¿Tú quieres unas caladas?
Dennis rehusó. Tenía una pregunta que hacerle, pero Robert quería saber qué le apetecía hacer a Toro más tarde.
—Echar un polvo —respondió Toro—. ¿Hay chicas por aquí?
—Sí, y muy monas además. Te dicen: «¿Quieres ver mi caravana?» Y a la que te gusta le dices: «Pues claro.» —Entonces le preguntó a Dennis—: ¿Quieres venir?
Dennis negó con la cabeza y Robert le dijo a Toro:
—Me parece que este tío tiene todo lo que necesita, ¿eh, colega? Da igual que toques la guitarra o el ukelele, porque me basta con olerte para saber qué te apetece. ¿Entiendes?
—Pues claro, tío —respondió Toro.
Dennis vio que se sonreían el uno al otro.
—Sé dónde tenéis montada la movida —dijo. A Robert le faltó poco para perder la sonrisa—. Vamos a ver, ¿para qué queréis tantas armas?
—Estamos esperando a dos participantes más —contestó Robert.
Vernice le había dejado el Honda. Se detuvo delante de la casa y vio que ella estaba esperándolo junto a la puerta. Tenía cara de preocupación.
—El coche está bien —dijo Dennis—. Sigue enterito.
—Tienes una visita.
—No me digas que es Arlen Novis.
—La policía estatal. ¿Se puede saber en qué andas metido?
—Ojalá lo supiera —respondió Dennis.
Cruzó el salón y el comedor, donde no había nadie, y llegó a la cocina. John Rau, con su traje azul y la corbata con la bandera, estaba sentado a la mesa tomando café.
—Siéntate —le ordenó a Dennis. Levantó la mirada y, con tono más amable, dijo—: Vernice, ¿le importaría dejarnos solos un rato? Gracias.
Dennis oyó que cerraba la puerta y se sentó delante de John Rau, que removía el café sin dejar de mirarlo.
—Adivina quién ha muerto —dijo.
—¿Lo conozco?
—Creo que sí. Junior Owens.
Dennis meneó la cabeza.
—Más conocido como el Bicho.
—No llegué a conocerlo.
—Lo han sacado del río esta mañana.
—¿Se ha ahogado?
—No me vengas con pamplinas. Causa de la muerte: disparo de arma de fuego.
—¿Cuántos?
—Quieres que te diga si lo han matado con la misma arma que acabó con Floyd, ¿verdad? No, sólo le han pegado un tiro. Alguien que estaba mirándolo le atravesó el pecho con una bala.
—¿Ha hablado con alguien?
—Estás en lo más alto de la lista, Dennis. Igual que estabas en la escalera cuando esa gente mató a Floyd. ¿Has oído lo que andan contando?
—Sí, lo he oído.
—¿Es cierto?
—Me han aconsejado que no me meta en este asunto.
—¿Quién? ¿Un abogado?
—Y que no hable con usted del tema.
—Te han amenazado.
—No pienso decir nada.
—Pero te gustaría, ¿verdad?
—¿Cómo es posible que esté involucrado por algo que andan contando? ¿Por un rumor?
—Lo lanzó uno de los individuos que mató a Floyd. ¿Quién crees que lo hizo? ¿Arlen Novis o el Bicho?
Dennis se acordó de cuando se habían acercado a la piscina, antes de matarlo, y pensó que había sido Arlen Novis. Era fácil. Pero, en vez de responder, hizo un gesto de negación.
—¿Se te ocurre por qué han matado al Bicho? ¿Qué harías si fueras Arlen y te enterases de que el Bicho se está yendo de la lengua?
Dennis guardó silencio.
—¿Conoces a Arlen?
—Me lo han presentado.
—¿Qué opinas de él?
—Se comporta como un ayudante del sheriff.
—Te entiendo. Pero antes de salir de la cárcel no había matado a nadie. —John Rau aguardó y luego dijo—: ¿Por qué no me ayudas a meterlo otra vez?