11

Una de las prostitutas que había en el Bichero —a las dos de la tarde el local estaba vacío— se acercó a John Rau, que se encontraba en la barra, tomando una Coca-cola.

—Hola, me llamo Traci —le dijo—. ¿Quieres que te enseñe mi caravana?

—Seguro que es muy bonita —respondió John Rau—, pero estoy esperando al propietario para hablar con él. El camarero ha ido a ver si está.

—El Bicho ha salido —le explicó Traci—. Si quieres, podemos divertirnos hasta que vuelva. No tengo ningún compromiso hasta las tres.

—Traci, estoy con la patrulla estatal de carreteras —dijo John Rau.

Y ella le respondió:

—¿Voy demasiado rápido?

John Rau le sonrió. Era una monada de chica: iba con un pantalón corto y un pequeño top, y su respuesta le había hecho gracia. Mira que coquetear con un agente de policía. Aunque, estando donde estaba, tampoco era de extrañar. Por lo que le habían contado, allí montaban números porno en vivo delante de todo el mundo. Probablemente lo haría esta monada con alguna otra, o con algún granjero joven con una buena verga. Bastaba con cerrar la puerta con llave y colgar el cartel de cerrado, por muchos coches y camionetas que hubiera en el aparcamiento y la carretera. El Bichero apestaba a cerveza y humo, como todos los locales sin ventilar, pero por la noche tenía más movimiento que los bares de los casinos. El camarero, un hombre mayor con unos hombros frágiles de los que colgaba una camiseta de tirantes, se aproximó por la barra con idea de decirle que no, que el Bicho no estaba y que no sabía adónde había ido ni cuándo regresaría ni dónde vivía ni nada que tuviera que ver con él.

John Rau se sacó del bolsillo interior de su chaqueta azul marino la cartera donde guardaba sus credenciales y le hizo ver a Traci que pertenecía a la Agencia de Investigación Criminal.

—Ni pongo multas ni me gustan ciertas diversiones —dijo.

Cuando el camarero llegó y le hizo un gesto de negación, John Rau cerró la cartera y asintió. Mientras tanto Traci le contó que coleccionaba ceniceros, que tenía de todos los casinos, de establecimientos de Memphis, de Jackson, de Slidell, de Nueva Orleans…

—¿De dónde más? De Biloxi, de Pascagoula, de Mobile… —Pero luego dijo—: Bueno, vale…

John Rau la vio alejarse, pese a que no tenía ningún sitio adónde ir. No tendrá más de dieciocho años, pensó. Se meterá en el servicio de mujeres, se zampará una píldora de crack, y algún día desaparecerá de aquí.

La vio dirigirse a la puerta en el preciso momento en que un individuo la abría con la fuerte luz del sol a sus espaldas. Llevaba un sombrero que John Rau habría reconocido a doscientos metros de distancia, ante una línea de soldados confederados, durante una escaramuza en el campo. Cuando se disponía a entrar, el individuo se lo pensó dos veces e hizo ademán de dar media vuelta, pero John Rau, que ya sabía quién era, lo llamó.

—¿Eres tú, Arlen?

El viaje no había sido en balde, después de todo. Prácticamente no le cabía ninguna duda de que era él quien había matado a Floyd Showers o quien había ordenado su asesinato.

Mierda, se dijo Arlen. Era demasiado tarde para escabullirse, el agente de la policía estatal estaba mirándole directamente. Entró y le saludó con la mano.

—Hola, jefe —dijo en tono cordial—. ¿Cómo usted por aquí? ¿Ha venido a echar un polvo? Oiga, como no vaya al baño inmediatamente, voy a mearme encima. Ahora vuelvo.

Pasó rápidamente por delante de la barra, cruzó el salón del fondo y entró en el servicio de caballeros. Era cierto que tenía que mear: se bajó la cremallera, se acercó al retrete oxidado, sacó el teléfono del bolsillo del pantalón y marcó un número.

—¿Qué haces? ¿Estás con alguna chavalita? —Escuchó y dijo—: Bueno, voy a tener ahora mismo una conversación con un gilipollas de la policía estatal que ha pasado a tomarse una Coca-cola. No tardaré mucho; cuando acabe, voy a verte. —Escuchó y dijo—. ¿Cómo que para qué, imbécil de mierda?

Marcó otro número.

—¿Pez? Deja lo que estés haciendo, tenemos un trabajito. —Escuchó y dijo—: Te lo cuento por el camino. Ven a buscarme al Bichero. —Volvió a escuchar y dijo—: No, no tan grande. La cuarenta y cinco, una que puedas llevar en el cinturón.

Cuando regresó, el policía seguía en la barra, con su bonito traje, su corbata y su Coca-cola. Volvió a dirigirse a él en tono cordial:

—Seguro que ya está preparado para lo de Brice. ¿Sabe qué uniforme va a llevar? —Este policía no da la mano, pensó.

—El de la Infantería Montada del Segundo de Nueva Jersey, aunque creo que esta vez voy a ir a pie. En Yellow Tavern perdí una yegua preciosa. Metió una pata en un agujero y se la rompió. ¿Y tú de qué vas a hacer? ¿De escolta de Forrest?

—¿Por qué no, si trabajo para él? —respondió Arlen. Estaba tratando de acordarse de su nombre, para decirlo alguna vez mientras perdían el tiempo soltando gilipolleces antes de ir al grano—. Aún no he ido a ver el campo.

—Te recordará a Brice.

—Es una pena que no podamos utilizar el auténtico campo de batalla.

—Aunque pudiéramos, Brice queda tan lejos que Tunica no sacaría nada con ello —respondió el poli sabelotodo—. Hay que tomarse esta recreación como un medio para hacerle publicidad a la ciudad.

—No le falta razón —argumentó Arlen al tiempo que hacía un gesto con la cabeza al camarero. Éste se acercó con la camiseta hecha un guiñapo y abrió una lata de Budweiser.

Arlen bebió un buen trago para darse tiempo de pensar si debía sacar el tema de Floyd antes que el policía. ¿Debía preguntarle cómo iba la investigación y demostrarle que podía hablar del asunto como el que más? No conseguía acordarse de cómo se llamaba. John no sé qué… Pero no estaba seguro. Había participado en alguna recreación con él. Se acordaba de que le daba igual ir de gris o de azul, y de que era un fanático hasta para los botones. También se acordaba de que había declarado como testigo de cargo durante su juicio por extorsión. Dos años de su vida a la mierda.

Entonces el policía dijo:

—He oído que Dennis Lenahan, el saltador… —al final se le había adelantado— se encontraba en la escalera, arriba del todo, cuando tú y el Bicho matasteis a Floyd. Ésta es la historia que andan contando. ¿No la has oído?

Joder, había ido directo al grano. Arlen le respondió sin tapujos.

—No, no lo he oído.

—El rumor ha salido de aquí, tengo entendido. Alguno de los dos, tú o el Bicho, ha estado fanfarroneando.

—Si hubiera sido yo, lo sabría, ¿no le parece?

—Bueno, yo me inclino a pensar que no fuiste tú quien lo dijo, sino el Bicho. ¿No estabas presente?

—Si lo que me cuenta es cierto —dijo Arlen—, entonces quien lo ha contado es el saltador que lo vio.

—Supongo, siempre y cuando estuviera allí.

—Entonces, ¿por qué no se lo pregunta?

Mientras decía esto Arlen lo miró fijamente. Le clavó la mirada en los putos ojos.

—Descuida. Pienso hacerlo —respondió el policía.

—¿No ha salido de él decírselo?

—No.

—¿Y por qué cree usted que será?

—Supongo que le habrán amenazado.

El policía, con su traje de domingo y su corbata con la bandera norteamericana, estaba mirándole a los ojos. Pero tampoco era para tanto: no se parecía a ninguno de los policías con que había tenido que vérselas. Le recordaba más a un abogado.

—Si quiere que sea sincero con usted —dijo Arlen—, yo no tenía ningún motivo para hacerle daño a Floyd. Nunca me hizo nada. Yo creo que estaba tan amargado y cansado de vivir en una cloaca que es posible que se suicidara.

—¿Pegándose cinco tiros en la cabeza?

—¿Fue eso lo que ocurrió? —le exclamó Arlen—. Dios… —Hizo una pausa y luego añadió—: Venga, jefe, ¿por qué no dejamos de marear la puta perdiz? ¿Va a detenerme por un rumor que alguien ha oído en un bar? ¿Cuándo ocurrió? ¿Anteanoche? Joder, pero si me pasé casi toda la noche aquí mismo, donde me encuentro ahora. —Se volvió hacia el camarero y le preguntó—: Wesley, ¿dónde me encontraba la noche en que Floyd murió y subió al cielo?

—Ahí mismo —respondió Wesley—, donde te encuentras ahora.

Arlen se enteró en Parchman de que Jim Rein era la mejor persona a la que uno podía recurrir para hacer el trabajo que fuese. Se encontraba al otro lado de la alambrada por pasarse de violento con los prisioneros del condado. Al entrar era un «pez», como llamaban a todos los recién llegados, pero juró que no picaría el anzuelo y nunca sería la mujer de ningún preso. A cualquiera que se le arrimaba con intenciones románticas le abría la cabeza. No tardaron en llamarle Pez Gordo: tenía tan mal humor que no convenía sacarlo del agua. Cuando Arlen, el chico de Tunica, llegó a la cárcel, el Pez le hizo de guardaespaldas y trabajó para él igual que cuando ambos eran ayudantes del sheriff.

Ahora seguían teniendo la misma relación. Avanzaban por la carretera 61 en dirección norte, hacia Tunica, en la camioneta Chevy negra del Pez. A Arlen el Pez le recordaba a Li’l Abner, el personaje de la tira cómica del mismo título.

Le habló de Robert, el tío que la noche anterior le había enseñado la foto.

—Me enseña a un negrata colgado de un puente y me dice que lo linchó mi abuelo Bobba.

—Conque tu abuelo, ¿eh?

—Es que lo habría sabido. Pero es la primera vez que oigo que Bobba hiciera eso. Habría sido una buena historia para contar a la gente. Después, cuando me marché, el tío se acercó al coche y me dijo que no me preocupara, que no iba a contarle a nadie que maté a Floyd. Yo le respondí que teníamos que hablar. Pero me dijo que ya hablaríamos en otra ocasión y volvió a la casa.

Jim Rein preguntó:

—¿De dónde ha salido ese tío?

—Tengo que averiguarlo.

—¿Cómo se enteró de lo de Floyd?

—Debe de habérselo contado el saltador. En todo el rato que estuvimos sentados en esa cocina no dejé de pensar que podía ser un federal. No abrí la boca hasta que me enseñó la foto del negrata linchado. Tengo que enterarme de más cosas sobre ese Robert.

Luego, en la medida en que se acordaba todavía de la conversación, le contó a Jim Rein lo que había hablado con el agente de policía y le dijo que no lograba recordar su nombre.

—¿Te refieres al que ha salido contigo? Es John Rau, el de la AIC. He hablado con un primo mío que es ayudante de sheriff y está investigando el caso con él y, según me ha dicho, John Rau no ha podido sacar de ellos ni una puta pista. Sólo van a ayudarle si no les queda más remedio.

—Debería haberte pedido a ti que te cargaras a Floyd en vez de al Bicho.

—Ya te dije que lo haría, pero que tenía que ir a Corinth a la fiesta de bienvenida de mi tío. Dieciocho años se ha pasado a la sombra.

—¿Cómo está Earl?

—No tiene mal aspecto, pero ahora que está fuera no sabe valerse. Por ejemplo, el otro día estaba en una tienda con tía Noreen y le preguntó si podía ir a coger el jodido jamón. Tía Noreen le respondió: «Earl, ya no tienes que pedir permiso para ir a ninguna parte.» Dieciocho años, tío… —Jim Rein volvió la cabeza—. ¿Adónde vamos?

—A casa del Bicho —respondió Arlen.

Vio que Jim Rein se quedaba pensativo y luego esbozaba una sonrisa.

—Earl dice que Parchman está lleno de bichos. Esperaba que su mujer lo visitase, pero no lo hizo ni una sola vez en dieciocho años. A tía Noreen le daba vergüenza subirse a la caravana, ahí, en medio del patio, con todo el mundo mirándola.

—De ahí tomé la idea de poner en el Bichero caravanas con putas —explicó Arlen—. Desde que Rosella lo abandonó y se llevó a los críos, el Bicho se pasa todas las noches allí con esa chica, Traci. Está todo el día metido en casa, con resaca, fumando hierba y viendo la tele. O haciendo pruebas a chicas tetudas que quieren entrar en el mundo del espectáculo. Por la noche, cuando va al bar, le encarga a Eugene que se quede a cuidar la perra con una escopeta.

—Era la perra de Eugene —explicó Jim Rein—. El Bicho cuidó de ella cuando él estaba en el correccional del Delta.

—Ya lo sé —dijo Arlen—. Le pregunté al Bicho de qué la protegía. Esa perra es capaz de arrancarle la yugular a cualquiera que le mire con mala cara. El Bicho dice que a él le da igual la yugular de nadie. Si la perra quiere destrozar la casa, pues que la destroce.

—¿Qué clase de perra es?

—Una de granja. Tiene pelaje medio blanco y medio castaño. Parece un setter.

—No me enteré de que Eugene había salido hasta que me encontré con él. Me dijo que llevaba un par de meses fuera. ¿Sabías que los dormitorios del correccional tienen aire acondicionado? No me lo podía creer.

—Eso es porque es privado.

—Según cuenta, si le dices al director que algo no te gusta, por ejemplo, el jabón ese del estado, te dice: «Aquí no solemos tener en cuenta los gustos de la gente.»

Estaban llegando a Tunica.

—También me contó que en el correccional se hizo rico, pero que no llegó a ver el dinero.

—Timaba a los maricones —dijo Arlen.

—Sí, eso me explicó, pero no cómo funcionaba el asunto. Yo sólo llegué a vender mi foto a unos talegueros para que la utilizaran. ¿Te acuerdas? ¿Cómo se llamaba ese listillo, el que me hizo la foto en la ducha?

—Otis —respondió Arlen—. El tío más estúpido que he conocido en mi vida. No, Eugene hacía el trabajo habitual. Llevaba los anuncios personales en las revistas de gays. Puso uno en el que decía que lo habían acusado falsamente de recibir objetos robados de su pareja y quería que le aconsejara un homosexual mayor y más sensato. Enseguida empezó a tener noticias de un montón de maricas viejos que lo compadecían. Pasado un tiempo anunció por fin que iba a interponer un recurso de apelación y que había que enviar cinco mil dólares a Jackson para su abogado porque él no podía recibir el cheque. El caso es que el abogado estaba involucrado. Los maricas viejos tenían un montón de cartas de Eugene y fotos de un chico desnudo y empezaron a mandarle cheques.

—¿Fotos de Eugene?

—No, hombre, no. El Bicho le hizo fotos a uno de los chicos que trabaja en el número porno, el italianini, el que la tiene como un puto caballo, y yo se las envié a los maricas viejos, diciéndoles que era un favor para Eugene y que las fotos eran de antes de que lo condenaran. Recibió cartas de prácticamente todos anunciándole que el cheque estaba en el correo y que esperaban verlo pronto. El caso es que los cheques están a nombre de Eugene y hay que ingresarlos en una cuenta que le abrió el abogado.

Ya habían entrado en Tunica y avanzaban por Main Street. Estaban a punto de llegar a Fox Island Road. Jim Rein dobló a la derecha. Arlen dijo:

—¿No es ésa la casa del tío al que han alquilado el Tishomingo, Billy Darwin? —Arlen señaló una gran casa estilo Tudor rodeada de robles blancos—. Es la casa más bonita de la ciudad.

La del Bicho se encontraba más adelante, a casi un kilómetro de distancia a mano izquierda. Era una de las casas manufacturadas de Kirkbride. Tenía porche y mosquitero, patio, garaje para tres coches y unos anexos que había construido el Bicho.

—Eugene me contó que el asunto salió bien —dijo Jim Rein—, pero que nunca verá el dinero. Son más de doscientos mil dólares.

—Eso fue lo que él calculó —apuntó Arlen—. Consiguió que maricas de todo Estados Unidos le mandaran cheques. Al final le pusieron en libertad. Ya sabes que no hubo recurso de apelación. Cumplió toda la condena: tres años enteros. Entonces fue a Jackson a recoger el dinero y el abogado le soltó: «¿Qué dinero?» Sólo había recibido diez mil y tenía que cobrar sus honorarios.

—Era mentira.

—Pues claro.

—¿Y Eugene qué hizo?

—Le pegó un tiro.

Llegaron a la casa y vieron el césped nuevo, los tuliperos de Virginia, el Cadillac del Bicho y la camioneta en el camino de entrada.

—Entonces, ¿dónde está el dinero? —inquirió Jim Rein.

Arlen estaba mirando la casa.

—Buena pregunta —respondió.

Walter Kirkbride solía ir en un coche de Arlen, normalmente el Dodge. La caravana se encontraba detrás del Bichero, y en su puerta ponía TRACI en rojo intenso, igual que en el dormitorio de un burdel en la década de 1860. Posiblemente en aquella época no hubiera chicas que se llamaran así, y aún faltaban setenta años para que aparecieran las caravanas Airstream. Pero daba igual. Cuando iba allí, a Kirkbride le encantaba pensar que se encontraba en otra época. Primero veía el nombre en la puerta y luego, una vez dentro, a la pequeña Traci con medias negras y liguero y sin bragas. Aunque iba vestida como una aficionada, casi parecía una puta francesa de las de antes.

Traci estaba mirando el cenicero que le había traído. Se trataba de un regalo especial.

—Me encanta, Walter.

—Es de Marruecos.

—No me digas…

—Del hotel Mamounia de Marrakech.

—Es el que más me gusta de todos los que he tenido nunca.

—Voy a tener que decirle a mi mujer que se ha roto.

—¿Ella también colecciona ceniceros?

—Se dará cuenta de que ha desaparecido.

—Walter, eres un amor.

—Pero, si se me hubiera roto, los trozos estarían en la basura.

—Levanta la vista, cielo, que se te van a caer los ojos.

Él dejó de mirarle la entrepierna y dijo:

—Quiero que hagas una cosa.

—No pienso volver a pegarte, cielo. No soy lo bastante fuerte.

—Quiero que participes en la recreación. Tengo una tienda de campaña para ti con una nevera llena de botellas de Coca-cola.

—Cómo no. Pero sólo si me dan el día libre.

—De eso me ocupo yo.

—¿Quieres que me disfrace? ¿Con un miriñaque y todas esas enaguas que se ponían en aquella época?

—Sólo con el miriñaque. Debajo no te pongas nada.

Entraron en la casa manufacturada del Bicho. Estaba viendo la televisión con Eugene Dean.

—Precisamente estábamos hablando de ti, colega —dijo Jim Rein.

Estaba cada uno sentado en un extremo del sofá de tela escocesa verde, con el cenicero lleno de colillas y una docena de latas de cerveza vacías sobre una mesilla baja. Olía a marihuana.

Eugene dijo:

—¿Qué? ¿Cómo va eso, Pez?

—Igual que la última vez —respondió Jim Rein.

Arlen apagó el gigantesco televisor y se encasquetó el sombrero de confederado para sentirse más cómodo.

—Oye, que estoy viendo el jodido programa —protestó el Bicho—. Iban a empezar a pegarse ahora.

—Están discutiendo por la bandera confederada —explicó Eugene. No llevaba camisa, y se le veían las costillas y el pecho hundido—. Los blancos son de la milicia de los cabezas rapadas y han dicho que forma parte de nuestras raíces históricas. Los de color han respondido: «De las nuestras no, cabrones.» Lo han censurado, pero no es difícil entender lo que dicen.

El Bicho comentó:

—Esos negratas parecen una banda callejera. Los han sacado directamente de la calle.

—Bicho, ¿has estado contando por ahí que matamos a Floyd? —preguntó Arlen.

El Bicho apoyó su lata de cerveza en la rodilla y miró a Arlen.

—Tío, ¿estás loco? —exclamó con ceño.

—¿Y que ese saltador estuvo todo el rato subido a la escalera?

—Joder, Arlen, no he sido yo quien ha contado nada, sino tú, jodido idiota. Me encontraba al otro lado de la barra, mirándote, cuando se lo contaste a Bob Hoon y a uno de sus chicos. Acababan de entregar un cargamento de crack.

—¿Ésa es tu versión? —repuso Arlen.

—Ésa es la verdad. Pregúntale a Bob Hoon.

Arlen se volvió hacia Jim Rein. Éste llevaba la camisa por fuera: se llevó una mano a la espalda y se sacó de debajo un Colt del 45 del ejército.

—Acaba con él —dijo Arlen.

El Bicho trató de incorporarse y balbuceó:

—Oye, venga…

Y, ¡pam!, Jim Rein le pegó un tiro.

Un perro se puso a ladrar y arañar la puerta.

Arlen tenía la mirada fija en el Bicho, que se había desplomado con los ojos abiertos sobre el sofá de tela escocesa.

Eugene no le quitaba los ojos de encima a Jim Rein.

—Seguro que está muerto. Le he atravesado el corazón —dijo Jim.

—¿Habéis visto? —exclamó Arlen—. Me ha mentido descaradamente. —Levantó la mirada—. Como esa perra no pare voy a pegarle un tiro.

Al oír esto Eugene se puso de pie. Fue a la puerta de la cocina, que era de donde provenían los ladridos, y le dijo a Arlen:

—Descuida, ya me ocupo yo.

Salió por la puerta y volvió a cerrar.

—Está más preocupado por esa perra que por sí mismo —comentó Jim Rein.

—Eugene no ha hecho nada. Guarda esa arma.

Eugene volvió a la habitación con los hombros caídos y gesto indeciso y le dijo a Arlen:

—No me mires así. Y tú tampoco, Pez. Ya sabéis que de aquí no va a salir.

—Estaba pensando en otra cosa —dijo Arlen—. ¿Sabes el dinero que les sacaste a los maricas?

—Se lo saqué, pero no vi ni un dólar.

—¿Qué ha sido de él?

—No lo sé. El abogado lo gastó o lo escondió en algún lado. Fui a preguntar a todos los bancos de Jackson y ninguno tenía una cuenta a mi nombre. Volví a ver al abogado y le pregunté dónde estaba mi dinero. Seguía diciendo que no había nada, conque le pegué un tiro. Igual que acaba de hacer el Pez con el Bicho, en medio del corazón.

—¿Por qué no le sonsacaste antes dónde estaba el dinero?

—Perdí la calma. Debería haberle hecho sufrir un poco antes, pero perdí la puta calma.

—Voy a hacerte una pregunta —dijo Arlen— y el Pez va a quedarse aquí con el arma, esperando a que respondas. ¿Conseguiste el dinero? ¿Cuánto era? ¿Doscientos mil dólares?

—Más o menos.

—¿Lo escondiste?

—¿De quién iba a esconderlo si era mío?

—Me debías una tercera parte.

—Eso: por encontrarme a ese puto abogado.

—Y por las fotos.

—Tío, si hubiera conseguido el dinero, te habría pagado lo primero de todo. Lo sabes perfectamente.

Arlen le hizo esperar hasta que al final dijo:

—Te creo, campeón.

Discutieron por el Bicho. No sabían qué hacer con él. Arlen propuso dejarlo allí mismo.

—Arlen, que aquí vivo yo —apuntó Eugene.

Allí era donde había estado alojándose desde que había salido del correccional del Delta. Su perra necesitaba un lugar donde quedarse.

—¿Cómo se llama? —preguntó Jim Rein.

Rose.

—¿Ah, sí? Qué bonito.

—Es una perra, pero la quiero.

Eso significaba que uno de ellos tenía que llevarse el cadáver del Bicho a alguna parte y librarse de él. Arlen decidió que fuera Jim Rein. Pero antes tenían que encontrar las llaves del Bicho para meter el Cadillac en el garaje y esconder el cadáver en el maletero. El siguiente paso era llevarlo hasta ahí. Fueron a cogerlo pero surgió otro problema: el respaldo del sofá, que estaba todo manchado de sangre y tenía un agujero de bala. Jim Rein les dijo que por eso utilizaba un Colt del 45: era una garantía. Si te pegaban un tiro con él, ya no ibas a ningún lado. Se pusieron a discutir sobre qué hacer con el sofá. Arlen dijo:

—Oye, mío no es.

Y le ordenó a Eugene que lo metiera en su camioneta y se deshiciese de él, que lo tirara al río. Decidió que hiciera lo mismo con el Bicho. Que lo tirara al río, corriente abajo. Si no al día siguiente tendrían a la policía estatal encima. A continuación había que decidir qué hacían con el Cadillac. Eugene dijo:

—¿Cómo vamos a tirarlo, joder? Es un buen coche. ¿Y si hacemos como que lo dejó aquí cuando desapareció?

Arlen se lo pensó y respondió que no.

—Que se lo lleve el Pez a Arkansas y se lo venda a algún negrata.

Después de transportar al Bicho al garaje —Arlen se quedó viendo el programa sobre la bandera confederada—, Eugene le dijo a Jim Rein:

—Pez, ¿tú conoces a Wesley?

—¿El camarero?

—Sí. ¿Sueles hablar con él?

—Cuando quiero beber algo…

—Pues viene y me pregunta si me apetece oír una historia curiosa, y entonces me repite la que Arlen le contó la otra noche al viejo Bob Hoon cuando estaba en el bar.

Jim Rein llevaba al Bicho en los brazos. Se inclinó para meterlo en el maletero del Cadillac y, cuando se irguió, miró a Eugene.

—Ya sé lo que me vas a decir.

—No me importa —respondió Eugene—. Me da igual.

—A mí también.