Dennis dijo:
—¿Vas a anunciar tú los saltos otra vez? Bromeas, ¿verdad?
Charlie hizo un gesto de negación:
—Está muy nerviosa, tiene miedo de cagarla. Tú no conoces a Vernice tan bien como yo. Sólo sabe hacer las cosas a su manera, como las ha hecho toda la vida. Si le dices que haga algo distinto, se lía. —Entonces Charlie se apartó a un lado y dijo—: Dennis, te presento a Diane Corrigan-Cochrane, presentadora de Channel Five, los ojos y los oídos del norte del Delta. Ella te presentará. Diane, éste es Dennis Lenahan, campeón del mundo de saltos de palanca.
Dennis sonrió y le preguntó:
—¿Has anunciado saltos alguna vez?
—¿Te refieres a decir lo que vas a hacer? —respondió ella con rapidez y desparpajo.
Diane era rubia y guapa, no llegaría a los treinta años, llevaba un pantalón corto caqui, una blusa blanca y sandalias, y tenía las piernas delgadas y los pies morenos.
—Eso es todo —dijo Dennis—. ¿Te animas? Creo que Charlie tiene el guión. —Dennis lo miró—: Charlie, dime por favor que lo has traído.
Charlie sacó el guión. Lo llevaba doblado en el bolsillo trasero del pantalón.
—Puedo ayudarle e indicarle lo que tiene que hacer —dijo mientras le daba el guión a Diane—. Hay que leer las partes marcadas. Por ejemplo, que la gente se mantenga alejada de la piscina para que no le salpique el agua. Los saltos que va a ejecutar los tiene numerados: uno, dos, tres…
Diane estudió brevemente el guión.
—¿Dónde tengo que ponerme?
—Donde te encuentras ahora, más o menos —dijo Dennis.
—No saldré en imagen, ¿verdad?
—Puedes pedir que te saquen si quieres.
Diane levantó la vista y dijo:
—Tú eres el protagonista del espectáculo, Dennis, no yo. Salgo en imagen todos los días.
Le gustaba su voz de presentadora: tranquila y algo nasal. Tenía la nariz bonita y alguna que otra peca, como la típica chica de campo.
—¿Eres de aquí, Diane?
—De Memphis. Antes era locutora en una emisora de rock duro. Me ponía mala tanto cotorreo, así que lo dejé.
—Yo aprendí a repartir cartas para blackjack —dijo Dennis—, pero sólo trabajé unos días. No me gustaba el uniforme que había que ponerse. —Quería que Diane se diera cuenta de que era tan independiente como ella.
—Prefieres lucirte con tu físico —comentó ella—. ¿Por qué no? Sé que las chicas piensan que estás bueno. —Echó otro vistazo al guión y dijo—: Vale, de acuerdo, a condición de que me concedas unos minutos a solas.
—¿Para una entrevista? —dijo Dennis.
Ella le lanzó una mirada insinuante para bromear.
—¿Para qué si no? Quiero preguntarte cómo te metiste en esto de los saltos de palanca, qué se siente cuando se lanza uno desde ahí arriba…
—¿Sabes a qué se parece la piscina?
—Supongo que a una taza de té —respondió Diane—, pero me lo cuentas luego, cuando estemos grabando.
Otra vez volvían a salirle con la taza de té. Dennis se acordó de Billy Darwin y se preguntó si Diane habría hablado con él. Pero la presentadora se había acercado a un lado de la piscina y estaba mirando el andamio que aguantaba la palanca situada a tres metros de altura.
—¿Fue aquí donde mataron a ese hombre? ¿Aquí abajo?
Dennis vaciló.
—Eso me han contado.
—Vaya, pensaba que estabas subido a la escalera y que lo viste todo.
—No, qué va. ¿Quién te ha dicho eso?
Diane pareció pensárselo dos veces antes de responder.
—Alguien lo oyó en un bar, se lo dijo a otra persona y luego corrió la voz. No recuerdo quién me lo contó. Puede que alguien de comisaría. Hablo mucho con los empleados. —Diane, la presentadora de televisión, no dejaba de mirarlo—. Si fuera cierto, sería un articulazo.
Robert había abierto la botella alojada en la cubitera —Pouilly Fuissé, el vino de Anne— y servido dos copas. El tinto era de Jerry. Ahora se encontraban en el balcón. El espectáculo ya había empezado.
Iluminado por los focos y vestido con un Speedo negro, Dennis se alzaba sobre la palanca de los tres metros. Por los altavoces se oía una voz de mujer:
«A continuación, un triple y medio mortal hacia delante… Ahí va.»
—¿Cómo puede darle tiempo de hacer todo eso en el aire? —preguntó Robert.
«Una ejecución perfecta —dijo la mujer del altavoz—. Esperen a que salga de la piscina… Muy bien, un aplauso para nuestro campeón del mundo, Dennis Lenahan, el orgullo del Big Easy, Luisiana. Dennis estudió en la Universidad de Loyola, en Nueva Orleans, antes de hacerse saltador profesional. Ahora va a subir al trampolín de los doce metros. Les advierto que quien se acerque a menos de tres metros de la piscina corre el peligro de mojarse. Ésta será la “zona húmeda” durante el espectáculo inaugural de saltos organizado por el hotel y casino Tishomingo. Dennis ya está preparado. Ahí va.»
—Magnífico —exclamó Robert.
Anne bebió un sorbo de vino.
—¿Y tú qué sabes?
Pero entonces la voz de mujer dijo:
«Un salto magnífico, ejecutado a la perfección.»
—¿Qué te he dicho? —se jactó Robert.
«Nuestro campeón —continuó la presentadora— está preparándose para realizar un cuádruple y medio mortal en dos tiempos.»
Dennis había vuelto a subir a la palanca de los tres metros. Tenía los brazos caídos y estaba estirando las manos.
«En primer lugar ejecutará un salto mortal hacia atrás sobre la palanca. Con lo oscuro que está y la iluminación que tenemos, esperemos que Dennis caiga bien de pie, porque acto seguido realizará un triple y medio hacia delante, con lo cual sumará un total de cuatro mortales y medio en dos direcciones distintas en un solo ejercicio.»
—Joder… —dijo Robert.
«Damas y caballeros, niños y niñas, para que Dennis realice el cuádruple y medio mortal en dos tiempos es preciso que haya un silencio absoluto.»
—Fíjate —dijo Robert. Y al cabo de un momento añadió—. Le ha salido perfecto. ¿Has visto?
—Ha hecho un salto hacia atrás y luego el mismo ejercicio de antes —respondió Anne.
—No sabes valorarlo —dijo Robert—. Guárdate tus comentarios, ¿vale? Dennis es alucinante.
—No te entiendo. Ni que fueras un admirador suyo. «Vas a ver qué tío», me dijiste por teléfono.
—¿A cuánta gente conoces que sea capaz de hacer eso?
—Si supiera en qué andas metido, se moriría de miedo.
—Escucha…
La voz de mujer estaba informando al público de que el campeón del mundo Dennis Lenahan iba a saltar desde la palanca más alta, situada a veinticinco metros sobre la superficie del agua.
«Normalmente Dennis acaba el espectáculo con este salto. Pero, como es la primera noche, tiene preparado algo especial para ustedes: va a realizar este peligrosísimo salto dos veces: ahora y al final.»
—¿Va a participar en la recreación? —preguntó Anne.
—Sí, aunque todavía no lo sabe.
—Tienes que ver el vestido que voy a llevar. Jerry entró cuando estaba haciendo el equipaje y le solté: «¿Dónde está el aro del miriñaque? Dime cómo se mete un jodido aro en la maleta y lo llevaré.» Nunca he tenido la menor intención de ponerme uno. Todavía no se lo he contado, pero voy a disfrazarme de animadora de campamento cuarterona.
—Serás el centro de atención.
—Voy a colgar un farol rojo de la tienda de campaña.
—Magnífico. ¿Cuánto cobrarás?
—No lo sé. ¿Cuánto crees que cobrarían en aquella época?
—¿Las putas de lujo? Dos dólares, quizá. ¿Las animadoras de campamento? La mitad. —Entonces dijo—: Escucha lo que están diciendo.
La presentadora estaba hablándole al público:
«Chickasaw Charlie Hoke, el popular relaciones públicas del Tishomingo, quisiera dirigirles unas palabras mientras nuestro campeón sube a lo alto de la escalera de veinticinco metros. ¿Charlie?»
A continuación se oyó por los altavoces la voz de Charlie.
«Gracias, Diane. Amigos, un aplauso para Diane Corrigan-Cochrane, la voz del norte del Delta.»
—Cuánto público… —comentó Robert—. Hay por lo menos ciento cincuenta personas.
«Dennis lleva dieciocho años saltando como un campeón —dijo Charlie—, los mismos que pasé yo en el béisbol profesional. Tuve que eliminar en todas partes a los famosos bateadores a los que me enfrentaba. Mientras Dennis actuaba por todo el mundo, yo jugaba con los Orioles, los Texas Rangers, los Pittsburg Pirates y los Detroit Tigers. Volví a Baltimore, me traspasaron a Detroit y terminé mi carrera deportiva con los Tigers en las series mundiales del 84. Cuando Dennis empezó su andadura, sabía que no podía arrojar la toalla hasta proclamarse campeón en su campo. Igual que yo cuando aplasté en las ligas inferiores a algunos de los mejores bateadores del momento: Al Oliver, Gorman Thomas, Jim Rice… ¿Contra quién más jugué? Contra Darrel Evans y Mike Schmidt cuando estaba en el Altoona. En aquella época lanzaba a ciento sesenta kilómetros por hora. También me enfrenté a Bill Madlock, Willie McGee y Don Mattingly… Y eliminé a Wade Boggs en dos ocasiones en el partido más largo de la historia. Duró ocho horas y siete minutos. En resumen, sé y soy capaz de valorar lo que Dennis ha tenido que pasar para llegar hasta aquí.»
—Ese tío es un auténtico farsante. No puedo creerme que nunca le hayan condenado a nada.
—A ti tampoco te han condenado a nada —dijo Anne—. ¿O sí?
—He estado detenido, pero no me han condenado. Charlie dice que va a participar en la recreación. Esta vez quiere hacer de yanqui.
—¿Y el saltador?
—También de yanqui.
—Pero si todavía no lo sabe.
—No sabe una mierda, pero está aprendiendo.
—¿Qué tal te fue con el de las caravanas?
—Casas manufacturadas, las llaman. Lo tengo en el bolsillo.
—Pues sí que has estado ocupado…
Anne lo miró con los mismos ojos de antes.
Oyeron la llave en el preciso momento en que Dennis ejecutaba una carpa inversa. Robert tenía la mirada clavada en él. ¿Cuánto tardaría? ¿Dos segundos? Sí, a noventa y cinco kilómetros por hora, probablemente tardaría dos segundos. Robert dio media vuelta y levantó un brazo.
—Jerry, acabas de perderte un salto desde veinticinco metros de altura.
Resultaba extraño verle con barba.
Jerry sacó del bolsillo un cheque bancario, lo dejó en la mesa y se puso a descorchar la botella de tinto.
—¿Cómo sabes que está a veinticinco metros?
—Una de dos —respondió Robert—: o he subido con una regla o he contado los peldaños. Tú eliges. ¿Has ganado?
—Por supuesto que he ganado. ¿Crees que jugaría si perdiese? —Se dirigió a Anne—: ¿Cómo estás, amor? ¿Le has enseñado a Robert tus disfraces?
—Me he echado una cabezada mientras Robert miraba el espectáculo.
—Aún no ha terminado.
No entendía por qué Anne decía que se había echado una cabezada. Parecía que quería desafiar a Jerry a buscar huellas en la cama. Pero así era ella: le gustaba correr el riesgo de que la pillaran. Estaba tan segura de sí misma que no se daba cuenta de la situación. Si Jerry los sorprendía algún día, sería ella quien tendría que marcharse.
—Oye, tengo que dejaros —dijo Robert—. Le prometí a Dennis que pasaría por su casa a tomar una copa. Quiere que conozca a su casera. Dice que merece la pena.
El comentario iba dirigido a Anne, pero ella se negó a mirarlo. Jerry meneó la cabeza.
—Tú estás loco. Este asunto es una movida.
—Ya verás qué bien te lo pasas —le respondió Robert—. Para ti va a ser como en los viejos tiempos.
Se acabó el vino y se dirigió a la puerta. Jerry lo detuvo.
—Espera un momento. Quiero enseñarte mi uniforme.
Volvieron a casa en el Cadillac de Charlie. Tenía diez años de antigüedad, y lo había comprado de segunda mano en Memphis.
—Has vuelto a hacerlo —dijo Dennis.
—¿Te refieres a lo que he dicho por el micrófono? Quería que quedase claro lo que has tenido que pasar para llegar a ser un triunfador.
—Llevo más de dieciocho años saltando.
—Eso no lo saben. Si digo que los dos nos hemos dedicado a lo nuestro durante dieciocho años, da la impresión de que sé perfectamente lo que has tenido que pasar.
—Charlie, sólo has hablado de ti mismo.
—Oye, ¿acaso Diane y yo no nos hemos pasado todo el rato diciendo que eres campeón del mundo? ¿Qué quieres? ¿Que no paren de aplaudirte? ¿Sabes lo que no acabo de entender? Eso de que necesitas silencio absoluto, como si fueras un golfista profesional que tiene que prepararse para pegarle a la bola o como uno de esos tenistas que salen por televisión. Si alguien se levanta en las gradas para ir a mear cuando el tío va a sacar, le da un ataque, joder. ¿Has visto eso alguna vez en el béisbol? Claro que no. Imagínate que voy perdiendo tres cero en el campo del bateador y que estoy tratando de concentrarme para no darle una base, y las gradas están enloquecidas, dando golpes en los asientos. O que el bateador está a punto de ser eliminado, el público está desgañitándose, y la pelota se le viene encima a ciento cincuenta por hora.
—Da igual cuál sea el tema, siempre acabas hablando de béisbol —repuso Dennis—. ¿Has oído lo que dijo Diane? ¿Que alguien le contó que yo estaba en la palanca cuando mataron a Floyd y que lo vi todo?
—Pues no.
—Según ella, alguien lo dijo en un bar y luego se corrió la voz.
—Si sólo fue una conversación de bar…
—No se acuerda de quién se lo contó, pero cree que fue alguien de comisaría, un empleado o alguien así.
Charlie guardó silencio.
Llegaron y entraron en casa.
Vernice dijo:
—Ahora pensarás que soy una impresentable por haberte dejado plantado.
A Dennis no le quedó otro remedio que responderle que no, que no era una impresentable en absoluto y que no se preocupara. Todo eso tuvo que decirle, pese a que desde que supo que no iba a anunciar los saltos había dejado de pensar en ella. En lo que había pensado entre salto y salto, y mientras esperaba en la palanca a que Charlie acabara su charla sobre béisbol, era en lo que había oído Diane.
Charlie decía que sólo había sido una conversación de bar porque prefería restarle importancia y olvidarse del asunto, pero él no paraba de pensar en ello. Charlie le contó a Vernice que la había sustituido Diane Corrigan-Cochrane, una mujer con mucha personalidad que hablaba como la profesional que era, con lo que sólo consiguió que Vernice se hiciera la deprimida aún más. Tal vez lo estaba de verdad. Dennis pensó que, en cualquier caso, no tardaría en pasársele.
Fueron a la cocina a tomar unas copas, pero Vernice se quedó en la puerta y les dijo que iba a ponerse al día con sus lecturas.
—No quiero molestaros —añadió—. Seguid hablando del espectáculo y de Diane Corrigan-Cochrane. —Y cerró la puerta que separaba la cocina del comedor.
Mientras sacaba la botella de Early Times y el hielo, Dennis preguntó:
—¿Y si alguien me vio en la palanca en ese preciso momento, luego se enteró de lo de Floyd por la televisión y creyó que yo estaba presente cuando ocurrió?
—Ya te he dicho lo que pienso —respondió Charlie—: no es más que palabrería: las conjeturas de un empleado de la comisaría que ha oído hablar a dos ayudantes del sheriff que van de listos.
—También es posible que Arlen Novis se lo haya contado a alguien, a alguno de sus chicos —insistió Dennis—. O que el Bicho haya alardeado del asunto. Charlie, soy yo quien debe contárselo a ese tío de la AIC, John Rau. —Y añadió—: Estoy dispuesto a hacerlo.
No le gustaba sentirse así. Era como si no pudiera moverse porque aquel paleto ex presidiario le hubiera dicho que se sentara.
A Charlie no le hacía gracia hablar del tema.
—Tengamos la fiesta en paz —dijo—. Mejor no revolver el asunto. —Y añadió—: No te agaches si nadie te ha lanzado una pelota. —Entonces explicó—: Ya sabes que nunca tuve miedo de lanzar pelotas ajustadas a los bateadores. Ellos lo sabían, y había que verlos en la base, sacando el culo, a punto de apartarse a un lado.
Cuando se sentaron a la mesa con las copas, Charlie ya estaba fumando y hablándole a Dennis de los equipos en que jugaba cuando había eliminado a los bateadores famosos («Estaba en el Toledo, jugando contra Columbus, cuando eliminé a Mattingly»). No vieron que la puerta estaba abierta ni se volvieron a mirar hasta que oyeron a Vernice.
—Charlie, hay alguien que quiere verte.
Vernice hablaba como si no quisiera mover la boca.
—¿Ah, sí? ¿Quién es?
—Arlen Novis.
Se encontraba justo detrás de ella. Iba con sombrero, pero esta vez se trataba de uno diferente. Cogió a Vernice de la cadera para apartarla y entró. Ella cerró la puerta para mantenerse al margen.
Arlen se sentó a la mesa con ellos sin decir palabra, se reclinó y clavó la mirada en Dennis. Éste se la sostuvo y se fijó bien en su sombrero. No era de vaquero sino de soldado, y antiguo además. Lo llevaba sucio y deformado, con un galón dorado manchado de verde en lugar de una cinta.
—Por fin te he visto saltar —dijo—. Lo haces muy bien. —No le quitaba los ojos de encima.
Dennis se puso de pie, cogió la botella de Early Times de la encimera y la puso en la mesa. Cuando volvió a sentarse, dijo:
—¿Y tú qué sabes si lo hago bien o no?
Arlen se volvió hacia Charlie y dijo:
—Más vale que nos presentes.
—Ya sé quién eres —le aseguró Dennis—. Lo que no entiendo es por qué andas contándole a la gente que me encontraba en la escalera cuando mataste a Floyd. ¿Lo cuentas como un chiste? ¿Dices que tenía tanto miedo que temblaba la escalera?
Arlen pareció sorprendido. Pero, aunque lo estaba, volvió a mirar a Dennis fijamente. Sin embargo, cuando se disponía a hablar, desvió la vista.
Vernice se encontraba en el umbral de la puerta.
—Dennis, alguien pregunta por ti.
Mientras salía de la carretera y se dirigía con su reluciente Jaguar al centro de Tunica —donde la simpatía de la gente de campo constituía todavía una forma de vida—, Robert pensó en el uniforme de Jerry y en todos los complementos de mierda que llevaba: las botas, el sable y el par de revólveres —dos grandes Colts Navy de calibre 36—. Le había visto ponérselo —se lo había confeccionado su sastre— y posar: el muy mierdilla trataba de parecerse a Ulises Grant. Mostraba cierta semejanza, pero hasta que se puso el sombrero no acabó de convencerle. Con la barba daba el pego: el muy cabrón parecía el mismísimo general Grant.
Era la idea de disfrazarse lo que había animado a Jerry a meterse en aquel asunto. Tenía suficiente sentido del humor para verle la gracia. Él le había dicho: «Colega, tienes que ponerte un uniforme y llevar una espada.» Posiblemente había sido la espada lo que había terminado de decidirle. «La verdad es que nunca he usado una.» Quizá le había hecho acordarse de las diferentes armas que había utilizado, desde bates de béisbol hasta coches bomba. Además sabía algunas cosas sobre la guerra de Secesión gracias a la televisión.
Llegó a School Street y torció. Le pareció ver dos coches delante de la casa. Se acercó lentamente y se detuvo detrás del segundo. Los faros le permitieron ver que se trataba del mismo Dodge Stratus del 96 de la otra vez. En una chatarrería hubieran pagado por él cinco dólares.
Vaya vaya, se dijo.
Robert bajó del Jaguar. Y se volvió para coger el maletín del asiento trasero.