8

—¿Que tengo que ir a Memphis a recoger a ese tío? —dijo Charlie Hoke—. Ni que fuera un puto conductor de limusina.

Se encontraban en la oficina contigua a la de Billy Darwin.

La ayudante, Carla, entregó a Charlie un cartón rectangular en el que se leía SEÑOR MALARONI escrito con rotulador negro.

—Levántalo cuando Germano Malaroni y su mujer bajen del avión de Detroit —le explicó.

—¿Quién es, a todo esto?

—Alguien forrado de dinero —respondió Carla.

Charlie tenía a Carla por la morena más guapa y elegante que había visto nunca. Y ni siquiera había cumplido los treinta.

—¿Esto lo has escrito tú?

Carla levantó sus inteligentes ojos castaños y lo miró por encima de las gafas:

—Cuidadito, Charlie.

En la puerta de salida un hombre de complexión robusta, cincuenta y tantos años, barba recortada y gafas de sol lo miró a los ojos y le hizo un gesto con la cabeza. Charlie dijo:

—Señor Malaroni, soy Charlie Hoke. A ver, que le llevo esto. —E hizo ademán de coger la bolsa de mano de color negro. Pero Malaroni señaló bruscamente hacia atrás con el pulgar y siguió andando, por lo que Charlie se dirigió a la atractiva mujer con gafas de sol que le seguía—: Deje que le eche una mano.

La bolsa que le dio la mujer debía de contener ladrillos. Mientras caminaba a su lado, Charlie le dijo que en realidad él no era el chófer de la limusina, sino el relaciones públicas del hotel Tishomingo. La señora Malaroni era una mujer guapa, rondaría los treinta y cinco años, tenía piernas largas y pelo castaño y, enfundada en un abrigo de lino que llegaba casi hasta el suelo, parecía tan delgada como una modelo.

—Qué bien —dijo.

En la terminal, mientras esperaban las maletas, encendió un cigarrillo y nadie le dijo que lo apagara.

Charlie los llevó a la limusina negra junto con los cuatro bolsos de gran tamaño que componían su equipaje, se sentó junto a Carlyle, el chófer, y se puso de lado para mirar a la pareja, situada a bastante distancia de él.

—Conque son ustedes de la ciudad del automóvil, ¿eh?

Iba cada uno a un lado, contemplando el sur de Memphis con gafas de sol y por ventanillas ahumadas.

—Tengo entendido que allí también tienen casinos.

Esta vez la mujer lo miró. Pero no hizo el menor gesto y no respondió.

—Si por casualidad asistieron a los partidos de las series mundiales del 84, es posible que me vieran lanzar. En aquella época jugaba con los Detroit Tigers. Fue mi última temporada tras dieciocho años en el béisbol profesional.

Esta vez fue el señor Malaroni quien lo miró.

—Charlie, déjanos en paz de una puta vez, ¿vale?

Charlie se volvió hacia Carlyle, el chófer, y dijo:

—Creo que se acuerda de mí. Estuve en aquel campeonato en el que jugamos con los Padres y yo lancé en el segundo y tercer turno del quinto partido. Entré y eliminé a todo el equipo. Le pegué a un bateador con la pelota cuando íbamos cero dos, evidentemente, no lo hice a propósito…

A media tarde Dennis se encontraba en el dormitorio tumbado sobre la colcha de chenilla, echando una siesta en pantalón corto y sin camiseta. Vernice entró con su albornoz negro de seda, las piernas blancas y sosteniendo el guión para anunciar los saltos.

—¿Estabas durmiendo…? —Entonces cambió de tono e intentó que la compadeciera—: No puedo aprenderme todo esto para esta noche. Nunca he subido a un escenario ni nada por el estilo. —Ya estaba crecidita, pero aun así hizo un mohín—. No me siento capaz.

—Léelo, Vernice. Sólo las partes marcadas.

—No sé… —insistió. Y se sentó en el borde de la cama.

—Vamos a ver —dijo Dennis. Dobló las rodillas, se dio media vuelta para ponerse a su lado y abrió el guión—. ¿Ves? Sólo donde está marcado. En realidad un guión es para un equipo de tres o cuatro saltadores. Sólo así resulta divertido. Cuando sólo hay una persona en el espectáculo pasa mucho tiempo entre salto y salto. ¿Entiendes? Necesito que entretanto digas cosas. De lo contrario, no sé qué alternativa me queda. ¿Buscar un grupo de música?

Vernice dijo que le gustaría ayudarle y dobló las piernas. Joder, se dijo Dennis cuando le vio sacarlas de debajo de la seda negra. Puso una mano en uno de sus inmaculados muslos. Lo tenía rellenito, pero no demasiado. La miró y se dio cuenta de que estaba esperando. Entonces le preguntó:

—¿Cantas?

—No —respondió Vernice—, pero cuando hago el amor gimo un montón.

Soltarse el albornoz de seda y dejar su piel al descubierto fue todo uno. Hicieron el amor como de costumbre, rápido. Pero, como los dos tenían prisa, no hubo ningún problema. Ella gimió un montón y al final chilló.

Mientras recuperaba el aliento, Vernice dijo:

—Eso es. La primera vez te quitas las ganas y la segunda es cuando te lo pasas bien de verdad.

Salió del cuarto de baño y volvió con un paquete de cigarrillos, el encendedor y un cenicero.

—En el fondo soy una chica chapada a la antigua que conserva las viejas costumbres —dijo mientras se metía en la cama—. ¿Te apetece uno?… Es cierto, tú no fumas. Los vicios pequeños no son lo tuyo. ¿Qué tienes en el hombro? —preguntó mirándole el tatuaje.

—Un caballito de mar.

—Qué mono, parece un dragoncito. —Vernice dio una calada—. ¿Estás a gusto aquí?

—¿Te refieres a esta casa?

—Me refiero a Tunica.

—Eso depende de Billy Darwin.

—Siempre puedes encontrar trabajo en un casino.

—Soy saltador de palanca, Vernice.

—Claro que sí, guapetón. ¿Has estado casado alguna vez?

—Una vez, hace mucho.

—¿No te convencía?

—Éramos muy jóvenes.

—Tú no serás como esos tíos que dicen que para qué van a casarse si su vecino ya tiene mujer, ¿verdad? Esos tíos que se creen muy listos aunque no lo aparenten.

—Charlie me da que pensar —dijo Dennis—. Vosotros habéis estado liados una temporada.

—Yo a Charlie no le debo nada —respondió ella mientras apagaba el cigarrillo. Se volvió hacia él—. Qué, guapo, ¿crees que ya estás listo?

Dennis dijo que podían probar a ver.

Cuando Charlie llegó a casa —ellos se encontraban en la cocina—, dijo que había tenido que ir hasta el aeropuerto internacional de Memphis a recoger a una pareja que no había abierto la boca durante todo el puto trayecto en limusina.

Él se llamaba Germano Malaroni o algo así —para acordarse había que pensar en macarrones—. Iba con su mujer, que parecía una estrella de cine, pero estaba delgada a más no poder.

Vernice, sentada a la mesa con el albornoz de seda bien sujeto, dijo:

—Seguro que le has mirado la delantera.

—Algo tenía, pero no era para tanto, por lo que pude atisbar. Iba con abrigo.

—¿Con el tiempo que hace? —exclamó Vernice.

—Lo llevaba para ir elegante, no para abrigarse. Era muy ligero. También llevaba unas gafas de sol diminutas y estaba morenísima, a no ser que sea puertorriqueña o cubana. No sabría decírtelo.

—¿Trata de hacerse pasar por lo que no es?

—De ser así, lo ha conseguido. Cuando jugaba vi todo tipo de puertorriqueños, dominicanos y cubanos. Algunos eran tan blancos que daban el pego. Ni siquiera tenían el pelo negro.

—¿Ella cómo lo tiene?

—Castaño, diría yo, y con mechas. Le llegaba a los hombros, y no dejaba de apartárselo. El tío, Germano, parecía el típico entrenador que lleva mucho tiempo en el mundillo: bajo, fornido y con poco pelo. Iba como un jugador de golf, con una chaqueta con los puños vueltos.

—¿Cómo es posible que te hayas fijado en eso?

—Le miré el anillo que llevaba en el meñique.

—¿Qué piedra?

—Tirando a violeta. Mientras esperábamos a que saliera el equipaje no paraba de toqueteárselo. Ella estaba fumando.

—Ricachones —dijo Vernice.

—De Detroit —añadió Charlie.

Dennis, que se encontraba junto a la encimera preparando unas copas, pensó en Robert.

—Pero si ya tienen casinos allí —dijo.

Y entonces se acordó de lo que le había dicho Robert: había que tener un buen motivo para ir a Misisipí. Charlie se puso a contarles que no había conseguido hablar mucho con ellos.

—Ella ha ido a registrarse en el hotel mientras él iba a echar una ojeada al casino. Se llama Anne, pero eso no significa nada. En recepción ha dicho que quería una suite con vistas al este. ¿Y sabes para qué? Para ver el espectáculo de saltos.

Dennis se volvió.

—¿Eso ha dicho?

—Se lo dijo al recepcionista. Quería una habitación desde la que se viera bien.

—¿Y cómo se ha enterado?

—Eres campeón del mundo, ¿no? —dijo Charlie—. Saltaste desde los acantilados de Acapulco. Y te partiste la nariz, cojones.

Ya era de noche. Robert entró. Anne cerró la puerta y se volvió hacia él. Robert sonrió y dijo:

—Joder, ¿eh?

Se abrazaron. Él deslizó las manos bajo el quimono para palparle el cuerpo. Ella las deslizó bajo el jersey de seda para acariciarle la piel. Empezaron a besarse: sabían cómo moverse, cómo rozarse, cómo jugar con la lengua. Pero se lo tomaban con calma, no querían ir demasiado lejos. Preferían reservarse.

—Eres quien mejor me ha besado desde que tenía once años —dijo Robert. Y le miró a los ojos, esos ojos castaños de adormilada que ponía en el dormitorio. Joder, se dijo.

—¿Era una chica?

—No era nadie. A los once me entraron ganas de besar. Hasta que empecé a trabajar con los Chicos, de los doce a los veintiún años, no me comí ningún coño. En los Chicos te ponían coños en la cara a todas horas, coños de mujeres hechas y derechas. Si no te habías comido nada antes de los trece, eras marica.

—¿Crees que me pone cachonda oírte hablar como un macarra?

—¿Qué pasa? ¿Acaso no te pone?

Y ella le dijo:

—Venga, vamos.

Y lo llevó del brazo hasta el salón. Robert echó un vistazo a la botella de vino blanco que había en la cubitera. En la mesa vio dos de tinto y una caja de palomitas junto a la lámpara, que estaba encendida a poca altura. Anne, que era capaz de desfilar por la pasarela a un ritmo de música disco y ponerle a uno cachondo, lo condujo al sofá con su quimono.

—¿Has visto a Jerry?

—Está jugando a dados. Y ganando.

—Él siempre gana.

—¿Y qué tiene eso de malo, eh? —Robert sonreía otra vez—. ¿Has visto alguna vez esa entrevista a Miles Davis en la que le dicen: «Y llegamos al punto más bajo de su carrera, cuando se hizo proxeneta», y Miles responde con esa voz que tiene: «¿Y qué tiene eso de malo, eh?»

La puerta del balcón estaba abierta. Robert llevó a Anne en esa dirección y dijo:

—Vamos a ver qué pasa. —Se asomó. Era de noche, la escalera parecía una mancha gris en el cielo y el patio estaba a oscuras alrededor de la piscina—. No pasa nada.

Había alguien abajo. Quizá fuera Dennis, pero Robert no alcanzaba a distinguirlo del todo. Anne había vuelto a meterle la mano bajo el jersey y estaba acariciándole la espalda.

—¿Estaba ganando mucho?

—No tanto como para dejarlo.

—¿Crees que tenemos tiempo?

Los focos se encendieron al otro lado del césped. Robert dijo:

—Va a empezar. —La escalera y la piscina estaban ahora iluminadas de arriba abajo. Vio a Dennis con su bañador rojo y estuvo a punto de decir su nombre y señalarlo. Sin embargo, lo que dijo fue—: Tenemos tiempo.

—No parece que esté tan alto —comentó Anne.

—Eso es porque estamos a la misma altura. Si bajas al suelo y miras hacia arriba, sí que está alto.

—¿Y si viene Jerry? —preguntó ella.

—Pon la cadena.

—Entonces no le hará falta ninguna prueba.

—Si viene, tú estás echando una cabezada y yo estoy fuera, en el balcón, viendo el espectáculo. No dirá nada: se fía de mí.

Ella siguió mirándolo con los mismos ojos. Le gustaba la idea.

—¿Nos ha pillado alguna vez? —insistió Robert—. Se fía de mí porque le hago falta para que funcionen las cosas. —La besó en la mejilla y dijo—: Ve a meterte en la cama.

Anne sacó la mano de debajo del jersey y le dio una palmada en el culo antes de irse. Él estaba mirando la piscina otra vez.

Vio que se encendían unas luces en el puesto de lanzamiento y que Chickasaw Charlie se encontraba allí con una joven. Seguro que era alguien de la televisión, porque acababa de salir del puesto un individuo con una cámara de vídeo acompañado de otro que llevaba un par de cajas negras. Debía de ser el del sonido. A continuación se dirigieron los cuatro a la piscina.

Robert miró la hora: las nueve menos cinco. Faltaban veinte minutos para el espectáculo. Salió al balcón, se acercó a la barandilla y, cuando miró abajo, en el patio vio un buen número de gente bebiendo y que el césped estaba llenándose poco a poco con las personas que se iban acercando desde el aparcamiento. Algunas llevaban sillas plegables. Chickasaw Charlie estaba hablando con Dennis, que seguía de bañador rojo, mientras la mujer de la televisión y los técnicos esperaban a poca distancia para entrevistarlo.

Entonces oyó la voz de Anne en el dormitorio.

—¿Qué haces? ¿Follamos o no?

Era el aullido indio que soltaba Annabanana cuando tenía ganas. A Robert le llamaba la atención que estuviese siempre pensando en otra cosa cuando lo llamaba, y que él siempre le respondiera:

—Ahora mismo estoy contigo, encanto.