Al negro de la fotografía lo habían colgado desnudo a menos de tres metros del río. Arriba, tras el pretil del puente, había cincuenta y seis personas. Dennis las contó —eran más que el público que había tenido él durante la demostración de saltos—: mujeres con pamelas, niños, hombres con petos y sombreros de paja, y un hombre con un traje negro, con un brazo levantado, apoyado en un pilar, y una mano metida en el bolsillo. Las orillas del río aparecían cubiertas de árboles y arbustos, el agua estaba en calma. La fotografía se había vuelto de color sepia y tenía arrugas. En la parte de abajo había una frase escrita a mano: «ACOSÓ A UNA MUJER BLANCA. CONDADO DE TIPPAH. MISISIPÍ, 1915.»
Cuando Dennis subió al coche la fotografía, de veinte por veinticinco, se encontraba en el asiento trasero. Estuvo mirándola hasta que llegaron a la 61 y Robert dobló hacia el sur, en dirección a Tunica. Por los altavoces sonaba blues a bajo volumen.
—Música de fondo para la fotografía —dijo Robert—. Lo primero era I Believe I’ll Dust my Broom, interpretado por Robert Johnson. Éste es Elmore James, que también le quita el polvo a la escoba, pero electrificado y con un ritmo más marcado. Elmore se subió al carro de Robert Johnson, enchufó la escoba y obtuvo un éxito. Así se hace. Luego vienen Sonny Boy Williamson II y el poeta del blues, Willie Dixon.
—Estos niños que salen en la foto… —le comentó Dennis.
—Son un montón. También hay un par de perros. Deben de estar preguntándose qué demonios hace toda esa gente en el puente.
Dennis levantó la foto.
—¿Dónde la pongo?
—En mi maletín, está en el asiento trasero.
Dennis se volvió, cogió el maletín marrón oscuro, se lo puso sobre las piernas y lo abrió. Por debajo de una carpeta vio asomar la culata negra a cuadros de una pistola.
—Vas a pegarle un tiro, ¿verdad?
Robert le lanzó una mirada.
—Qué va. Vamos a hablar, nada más.
—¿Qué clase es?
—Una Walther PPK, la que lleva James Bond. No, en serio, la tengo sólo por si acaso. Por si me veo en una situación como en la que estás metido.
Doblaron hacia Ciudad del Sur al ritmo de Don’t Start Me Talking de Sonny Boy Williamson y pasaron por delante de una valla publicitaria en la que se veía cómo iba a ser la ciudad una vez acabada: las casas, de una planta y con tejado de dos aguas, estaban enclavadas en calles llenas de curvas y flanqueadas de árboles. No se parecían casi nada a las casas piloto que se alzaban en las parcelas vacías a las que llegaron.
—Son como las casas normales —dijo Dennis.
—Como dice Sonny Boy, no me hagas hablar, porque voy a contar todo lo que sé. Pues sí, en cuanto les añadan los garajes y las demás mierdas parecerán normales. Las traen en piezas de gran tamaño y las montan con clavos. ¿Ves la hormigonera móvil que hay ahí delante? Con ella hacen los bloques sobre los que edifican las casas.
Delante de las casas piloto había carteles con sus nombres: VICKSBURG, BILOXI, GREENVILLE.
—Yazoo —dijo Robert—. Ése es mi sueño: vivir en una casa que se llame Yazoo.
Resultó que la enorme cabaña de troncos prefabricada que no tenía nombre era la oficina de Sueño Americano S.A. Aparcaron delante, en batería.
Walter Kirkbride se encontraba de pie junto al escritorio, vestido con un uniforme de oficial confederado, con botones dorados y un par de galones del mismo color. Robert y Dennis entraron sin avisar —en recepción, donde estaban los expositores, no había nadie— y lo pillaron por sorpresa. Sin embargo, el hombre tardó apenas unos segundos en recuperarse.
—Espero que hayáis venido a inscribiros, chicos. —Una bandera confederada cubría la pared que tenía detrás—. Si queréis trabajo, ya lo tenéis. Si queréis una casa, podéis elegir. Ah, pero si venís a alistaros en la brigada de Kirkbride, no podríais haber elegido mejor momento, pues estoy buscando a gente capaz. A ti voy a nombrarte teniente —le dijo a Dennis. Tras una breve pausa, se dirigió a Robert—: A ti también voy a encontrarte algo especial.
—Conque algo especial… —Robert no dijo nada más.
Dennis le dio a Kirkbride sus nombres. Se estrecharon la mano y luego dijo:
—Si no supiera que está muerto, juraría, señor Kirkbride, que es usted el mismísimo Nathan Bedford Forrest.
—He hecho de general en muchas ocasiones —explicó Kirkbride—. Es usted muy amable al decirlo, pero mi mujer me ha advertido que se negará a besarme si vuelvo a teñirme la barba. De todos modos, tengo mucha cara al hacer de viejo Bedford. Ahí lo tienen —añadió, volviéndose hacia una pared llena de cuadros—, en la flor de la vida.
—¿El hombre que fundó el Ku Klux Klan? —preguntó Robert.
—Entonces no tenía unas connotaciones raciales tan marcadas como ahora. No, ni muchísimo menos. —Kirkbride se volvió de nuevo hacia la pared—. Ahí están, de derecha a izquierda, Forrest, Jackson, Jeb Stuart y Robert E. Lee, el más querido por sus hombres de todos los generales que ha habido. Excepto el viejo Stonewall y quizá Napoleón.
—Consiguió que lo quisieran y luego que los mataran —dijo Robert.
Kirkbride enrojeció.
—Lucharon y murieron —explicó— porque tenían un gran sentido del honor.
—Seis mil entre muertos y heridos tres días antes de que acabara la guerra —precisó Robert—. ¿Qué sentido tiene morir sabiendo que prácticamente ya ha terminado la guerra?
—¿Está usted seguro de que esos datos son fidedignos?
—Batalla del río Sayler. Abril de 1865, aproximadamente.
Dennis miró a Robert. ¿El río Sayler? ¿Se lo había sacado de la manga o acaso…? Pero Robert no había acabado:
—Señor Kirkbride, tengo una cosa que me gustaría enseñarle, si no tiene usted inconveniente.
El hombre seguía con la cara encendida, pero cuando vio que Robert levantaba el maletín, dijo:
—Venga, apóyelo en el escritorio. —Se hizo a un lado y miró a Dennis—. Probablemente se pregunten qué hago de uniforme, o a medio vestir, pero les aseguro que sólo soy un aficionado. No soy tan fanático como John Rau, si por casualidad lo conocen de las recreaciones. John es un yanqui en el fondo, aunque estudió derecho en Ole Miss. Creo que nació en Kentucky. Como ya falta poco para la recreación, intento acostumbrarme a llevar algodón en verano. Aquí se está bien con el aire acondicionado, pero cuando se sale al campo, joder… Debería llevar calzoncillos largos para hacerlo como está mandado.
Robert sacó del maletín la foto de veinte por veinticinco y dijo:
—¿Señor Kirkbride? —Le entregó la fotografía y esperó a que la mirara—. Ese hombre que está colgado del puente Hatchie es mi bisabuelo, el 30 de agosto de 1915.
—Dios mío… —musitó Walter Kirkbride.
—¿Y ve a ese de ahí, el del traje oscuro con el brazo levantado? Ése es su abuelo.
Kirkbride se quedó mirando la foto. Rodeó el escritorio sin soltarla, sacó una lupa del cajón de en medio y observó la imagen a través de la lente. Luego preguntó:
—¿Cómo sabe que es mi abuelo?
—Poseo lo que cabría llamar pruebas circunstanciales de que mi bisabuelo trabajaba de aparcero en la plantación que su familia tenía en el condado de Tippah —respondió Robert—. También sé las fechas. Tengo un artículo de periódico sobre el asesinato. Supongo que sabrá que entonces no lo llamaban así. Decían que a veces los linchamientos eran necesarios cuando las autoridades no lograban que se respetaran la ley y el orden. Dispongo de partidas de nacimiento, entre ellas la de su abuelo, y sé qué edad tenía entonces.
—Eso para mí no prueba nada —dijo Kirkbride.
—También tengo el testimonio de un testigo ocular —añadió Robert—: mi abuelo, Douglas Taylor, que se encontraba allí.
Dejó que Walter Kirkbride asimilara sus palabras y miró a Dennis inexpresivamente. Luego añadió:
—Quizás haya oído hablar de mi abuelo. Era un famoso cantante de blues del Delta. Lo llamaban Broom, Broom Taylor. Tocaba en los antros de esta zona y también en Greenville. Se trasladó a Detroit y grabó su primer gran disco, Tishomingo Blues. Fue por la misma época en que John Lee Hooker se trasladó allí.
Dennis le escuchaba boquiabierto. Robert había sacado a Broom Taylor del mismo sombrero donde guardaba el río Sayler y todo tipo de cosas imprevisibles. Eso suponiendo que no se las inventara sobre la marcha.
—Señor Kirkbride —estaba diciendo ahora—, mi abuelo se encontraba dentro de la choza que llamaban su casa cuando apareció la gente de su abuelo y la incendió. Entonces no era más que un chaval, el más pequeño de siete hermanos, pero estuvo presente cuando apalearon a su padre y le cortaron la polla. Él no se hallaba en el puente, sino cerca. No lo encontrará si lo busca entre los espectadores. Se había escondido en los matorrales, porque su madre le prohibió ir. Pero estuvo presente cuando arrojaron a su padre por el pretil atado a la cuerda y le rompieron el cuello. ¿Ve cómo tiene la cabeza inclinada casi hasta el hombro? Él oyó a esa gente llamar al hombre del traje oscuro «señor Kirkbride». «Mire, señor Kirkbride, hemos castigado al negrata que acosó a su esposa.» Naturalmente, la mujer a la que se referían era su abuela, señor Kirkbride.
Kirkbride tenía la mirada clavada en la fotografía.
—¿Va a ponerme un pleito?
—No, señor.
—Entonces ¿qué quiere?
—Me preguntaba si lo sabría.
Kirkbride pareció contenerse antes de hacer un gesto de negación y decir que no.
—El original era una postal y pedí que me la ampliaran —explicó Robert—. Quizá no debería haberla traído. No quisiera faltarle al respeto con ella.
—Bueno —dijo Kirkbride—, aunque no estoy seguro de que el hombre del puente sea mi difunto abuelo, comprendo sus sentimientos y las razones por las que ha venido. Si un antepasado mío…
—Fuera linchado —añadió Robert.
—Perdiera la vida de semejante manera, yo querría saber quién ha sido el responsable.
—Para mí eso ya pertenece al pasado —dijo Robert—, y le pido disculpas si le he molestado. Pero permítame que le pregunte una cosa…
Hizo una pausa. Dennis no tenía ni idea de lo que iba a decir.
—Cuando nos ha animado a alistarnos y me ha dicho que iba a encontrar algo especial para mí, ¿en qué estaba pensando? ¿Algo así como acarrear el agua?
—No, hombre, no… —exclamó Kirkbride al tiempo que dejaba la foto en el escritorio, en cuya superficie había marcas largas y estrechas.
Dennis se fijó en ellas: parecía que alguien había pasado un rastrillo de un lado a otro del tablero y que luego lo había barnizado.
—Nada de baja categoría —aclaró Kirkbride, que seguía protestando.
—Me lo preguntaba —prosiguió Robert— porque recuerdo que el general Forrest tenía negros en su escolta. ¿Ha leído algo sobre este asunto?
Esta vez Kirkbride asintió.
—Sí, creo que sí.
—Los llamaba «los chicos de color» —explicó Robert—. A un grupo de esclavos suyos les dijo: «Vosotros, muchachos, vais a acompañarme a la guerra. Si ganamos, os liberaré. Si perdemos, quedaréis libres de todos modos.» ¿Se acuerda de esto, señor Kirkbride?
Éste volvió a asentir mientras miraba con los ojos entornados la imagen del general Forrest que tenía en la pared.
—Sí, sabía que llevaba a unos cuantos esclavos en su escolta.
—¿Se acuerda de lo que dijo el general Forrest después de la guerra?
—Espere que haga memoria… —respondió Kirkbride.
—El general Forrest dijo: «Estos chicos se quedaron conmigo: mejores confederados no han sobrevivido.» Mire —continuó Robert—, podría ir de azul o de gris, de confederado africano. Si no recuerdo mal, en la batalla del cruce de Brice, la que van a recrear, combatieron dos regimientos de la infantería de color de Estados Unidos, el 55.º y el 59.º, a las órdenes de un tal coronel Bouton. Tengo entendido que defendieron una posición situada en el río Tishomingo y que luego cubrieron la retirada de los unionistas hasta la carretera de Guntown. ¿Entiende lo que le digo?
—Sí, claro —respondió Kirkbride—, huyeron en desbandada.
—Nathan espantó a los yanquis y los persiguió hasta Memphis. Por eso no quiero disfrazarme de federal esta vez, pese a que la infantería de color de Estados Unidos no lo hizo del todo mal. No, esta vez voy a defender el Sur, voy a ir con el uniforme gris, sólo que no sé de qué.
Dennis intervino:
—Walter, tíñase la barba. Usted es idéntico al general Forrest, se lo digo en serio. Acepte a Robert, lo sabe todo sobre la guerra de Secesión y podría formar parte de la escolta de Forrest junto con los chicos de color.
—Como explorador.
—Aquí tiene usted a su explorador —le dijo Dennis a Walter—. Pero, en serio, debería teñirse la barba.
Pasaron por recepción, donde había unos expositores, pilas de folletos, un plano de Ciudad del Sur, unas fotografías en color de las casas piloto en la pared, y un estandarte confederado. Robert dijo:
—Creo que aceptará.
Dennis no estaba tan seguro.
—Eso ha dicho, pero parece que teme a su mujer.
Cuando se dirigían al coche, Robert comentó:
—Este hombre es tonto.
—Te ha creído —dijo Dennis.
—Por eso lo digo: es tonto. —Al subir al coche, añadió—: Aunque sea verdad lo que le he contado.
Ya se encontraban fuera de Ciudad del Sur, avanzando por la carretera, cuando Dennis preguntó:
—¿Qué quieres decir con eso de que aunque sea verdad?
—Tú también has oído la historia. ¿Te la has creído?
—No.
—Pero eso no significa que no sea verdad, ¿no?
—Un momento. ¿Era tu bisabuelo el hombre al que colgaron del puente?
Robert respondió:
—¿Era su abuelo? ¿Era el río Hatchie? ¿Hubo linchamientos en el condado de Tippah en 1915? ¿Existió un cantante de blues llamado Broom Taylor?
—¿Existió?
—Responde tú mismo.
Pasaron por Tunica, situada al lado de la carretera, y siguieron en dirección al complejo hotelero.
—Cuando viniste, ya sabías lo de la recreación de la batalla —dijo Dennis.
—Sí.
—Tenías pensado participar e investigaste sobre la guerra de Secesión.
—Eso ya lo había hecho. Lo que hice fue buscar el cruce de Brice.
—Averiguaste lo suficiente para parecer un experto.
—Es la clave de un buen vendedor.
—¿Y tú qué vendes?
—Me vendo a mí mismo, colega, a mí mismo.
—Es la primera vez que hablas de la recreación.
—Nunca me has preguntado si me interesaba.
—¿Qué es un aficionado?
—Alguien que no se lo toma en serio, que lleva sus propias botas y una camiseta debajo de un uniforme de poliéster, que no cocina ni come cerdo curado, y lleva chocolatinas en la mochila. En el morral, si es confederado.
—¿Cómo te has enterado de todo esto?
—Leyendo.
—Y la fotografía del linchamiento…
—Colega, ¿qué quieres que te cuente?
—Sólo te has servido de ella para tenderle una trampa a Kirkbride.
—Eso no significa que no sea auténtica.
Dennis se quedó un momento callado, pero luego insistió.
—Ya sabías que querías participar en la recreación con él.
—Me has ayudado, ¿no? Le has dicho que se tiña la barba. Has intervenido sin vacilar.
Dennis volvió a guardar silencio. Luego dijo:
—Juraría que aún te queda algún asunto pendiente con él, ¿verdad?
—Oye, Dennis. —Se volvió para mirarlo—. He conocido a una gente y no iré a tu espectáculo esta noche. Me gustaría pero no puedo, ¿me entiendes?
¿A una gente?, se preguntó Dennis.
—Sí, claro.
—Si quieres, podemos quedar más tarde. Así me cuentas cómo ha ido.
—Pásate por casa de Vernice a tomar un combinado —dijo Dennis—. ¿Te he dicho que le gusta hablar? Igual te enteras de algo que te resulta útil.
Se produjo un silencio. Ambos estuvieron un rato con la vista fija en la carretera. Luego Robert se volvió hacia Dennis y lo miró.
—Estás tratando de adivinar qué me traigo entre manos, ¿verdad?
—No es asunto mío.
—Pero te mueres de ganas de saberlo.