Robert abrió la puerta vestido con un albornoz de toalla del hotel y fumando hierba. Sabía quién era y qué había ocurrido, y tenía curiosidad por ver cómo se comportaba Dennis aquella mañana. De uno a diez —la puntuación máxima que daba a alguien alucinante—, le puso un siete, dos puntos más que la noche anterior, aunque cabía la posibilidad de que hubiera llegado a los seis antes de bajar del coche delante de casa de Vernice. Ahora estaba mirando la suite. A Robert le sorprendió que no estuviera más nervioso. Le ofreció el porro, y mientras lo cogía, Dennis dijo:
—Una calada: tengo que saltar.
Robert observó cómo le daba una profunda calada y dejaba que el humo se extendiera por su interior antes de exhalarlo. Luego le dio otra rápida y dijo:
—Tengo que ir a hablar con un policía del AIC dentro de diez minutos. ¿Sabes lo que eso significa?
—Lo mismo que en todos los sitios donde hay polis —respondió Robert sin dejar de observarlo.
Estaba echando otro vistazo a la habitación y seguía con el porro, que sostenía con la punta de los dedos. Se asomó al balcón, desde el que se veía el cielo azul, rodeó la mesa junto al sofá y miró el montón de discos compactos y el aparato de música de Robert. En ese momento sonaba John Lee Hooker.
—John Lee Hooker —dijo Dennis.
—Tú sí que sabes —exclamó Robert.
Dennis le explicó que había tenido el disco, King of Boogie, y Robert dijo:
—Voy a ponerte otro, a ver si es verdad que sabes.
Vio que Dennis daba la tercera calada al porro. Esta vez se lo devolvió y dijo:
—Buena hierba.
—No está mal. La pillé anoche.
—¿Después de dejarme en casa?
—Mucho después. Fui con mi amigo, mi hermano el de seguridad, el que te dije que antes trabajaba en la policía de Memphis. Me llevó a un sitio llamado el Bichero, lo que un blanco entiende por un antro con música en vivo. Aparte de unas señoritas y el dueño del local, estaba lleno de tíos peligrosos que nos miraban con cara de pocos amigos. Las señoritas querían enseñarnos sus caravanas y el dueño vendernos anfetas. Yo le dije: «Oye, jefe, yo prefiero ir de otro rollo», y le pillé una bolsa por tres billetes, que es el precio por un cuarto. Nos vamos, algunos de los tíos peligrosos salen con la intención de machacarnos la cabeza, o al menos así me lo parece. Pero entonces ven mi resplandeciente Jaguar negro, se quedan parados y ponen cara de pensar: joder, ¿quién es este negrata para tener un cochazo así? Cuando nos marchamos les pegué un bocinazo.
Robert reparó en que Dennis se moría de ganas de contarle algo. Había cosas que deseaba saber, pero antes quería que se sentara y se pusiera cómodo. ¿En el sofá? Muy bien. ¿Algo fresco para beber? Perfecto.
—Esos dos tíos —dijo Dennis—, los que estaban mirándome cuando me encontraba en la palanca, ¿sabes a quiénes me refiero…?
—Los que mataron a Floyd, el colega que estaba contigo.
—Son los dueños del Bichero.
—Joder, no irás a decirme… —Robert sonrió—. ¿O sea que uno era el mismísimo Bicho y el otro Arlen… Novis?
—El que creíamos el Llanero Solitario —dijo Dennis. Se le veía más relajado que al entrar, su puntuación había subido de siete a ocho, y también estaba sonriendo. Entonces preguntó—: Oye, ¿y tú cómo lo sabes?
—Ya te lo he explicado: hago mis deberes. El Bicho y el señor Novis debieron de eliminar a Floyd antes de que yo me asomara, ¿no? —Lo vio mirar hacia el balcón y dijo—: No miré por ahí, sino por la ventana del dormitorio. Estaba vistiéndome.
Le ofreció el porro, pero Dennis negó con la cabeza.
—No quieres saltar de la palanca ciego, ¿eh?
—Lo he hecho, y no es una buena idea.
—Conque te vieron y saben que tú los viste a ellos.
—Tengo que ir a hablar con el tío de la AIC —dijo Dennis consultando el reloj—. Si estuvieras en mi lugar, ¿qué le contarías?
—Le contaría que no me encontraba allí. Le contaría que soy un blanco idiota que salta desde lo alto de una escalera de veinticinco metros. ¿Por qué no te pegaron un tiro?
—Porque apareció Charlie.
—Es verdad. ¿Por qué no le pegaron un tiro a él también?
—Porque los conoce. Charlie se dedicaba al contrabando de whisky.
—¿Son amigos suyos?
—Sólo conocidos.
—Les ha contado que no vas a abrir la boca, pero tú no estás seguro de que le crean, ¿eh? Saben que si les señalas con el dedo, están perdidos.
—Eso mismo —admitió Dennis.
—Y andas preguntándote qué coño haces aquí y si no deberías largarte.
Dennis frunció el entrecejo e hizo un gesto de negación mientras le decía que no iba a largarse a ninguna parte, que ya tenía el espectáculo montado.
Bien, se dijo Robert. Dennis es un tío alucinante: le plantará cara a lo que sea, aguantará lo que tenga que aguantar.
—¿Qué te parece si nos vemos de vez en cuando? —propuso Robert—. ¿Sabes lo que quiero decir? Podríamos ayudarnos el uno al otro. Por ejemplo, me gustaría que me acompañaras a ver al señor Kirkbride. —Dennis volvió a fruncir el entrecejo—. Te lo pasarás bien. Podrás ver qué cara pone el colega cuando le enseñe la foto. Y también cómo juego con él.
—Quieres tener público —dijo Dennis, al tiempo que se levantaba del sofá—. He de marcharme.
—Si yo voy a verte, tú también deberías verme a mí. He llamado al colega y lo encontraremos hoy en Ciudad del Sur.
—¿Sabes quién trabaja allí? —repuso Dennis mientras se acercaba al balcón con aire despreocupado—. El Llanero Solitario.
—Eso he oído. Tengo entendido que él también ha pasado una temporada en chirona. Mira, mi hermano, el de seguridad, todavía tiene amigos en la policía de Memphis. Le pasan información y él me cuenta a mí lo que necesito saber.
—Y tú le pagas, ¿no?
—Mucho más de lo que gana haciendo que la gente se sienta segura.
Robert vio a Dennis salir al balcón y se acordó de que quería ponerle un disco compacto. Le oyó decir que Billy Darwin se encontraba abajo, hablando con el electricista del hotel.
—Pero ¿qué está haciendo? Le he dicho que iba a instalar yo los focos esta noche.
Robert se levantó y fue a mirar entre sus discos. Mientras tanto le dijo Dennis:
—Llego, me registro, le doy al cajero diez mil dólares en efectivo y ya saben que estoy aquí.
—¿No decías que no jugabas?
—Hago teatro: juego un poco al bacará, como James Bond. Uso al cajero como banco para el dinero de las propinas y así no tengo que llevarlo encima, ¿entiendes? De ese modo me sale la suite gratis, me agencian entradas para las actuaciones en Tom Tom Room, y conozco al señor Darwin y le doy la mano.
»Es un tío alucinante. Cuando te mira fijamente a los ojos, sabes que está leyéndote el pensamiento. El señor Darwin es capaz de adivinar en cinco segundos si eres un tío legal o te crees Miss Hy Ciditty. ¿Sabes lo que quiero decir?
Dennis miró hacia la suite desde el balcón.
—No tengo ni idea.
—¿No conoces esa canción de Shemekia Copeland que se titula Miss Hy Ciditty? Significa que alguien va de listo, pero en realidad es un farsante.
Encontró el disco que estaba buscando y lo puso en lugar del de John Lee Hooker.
—Entonces, ¿cómo te fue con Darwin?
Pero empezó a sonar la música. Por el ritmo, parecía un canto fúnebre.
—Presta atención, a ver si adivinas quién es —dijo Robert.
Dennis oyó una voz de barítono, que en parte cantaba y en parte hablaba:
Tengo un hueso para ti.
Tengo un hueso para ti.
Tengo un huesecito para ti.
Tengo un hueso para ti porque soy un perrito
y ando desnudo casi todo el tiempo.
—Por la armónica podría ser Little Walter —aventuró Dennis—, pero no sé.
—¿Little Walter? Joder… Es Marvin Pontiac, tío, y su éxito I’m a Doggy.
—Es la primera vez que lo oigo.
—Debería darte vergüenza. Marvin es mi favorito. Tiene algo de Muddy Waters. Iggy Pop tiene algo de Marvin, pero robado. ¿Conoces a Iggy?
—Ya entiendo lo que quieres decir: I Want to Be Your Dog de Iggy viene… claro, de I’m a Doggy.
Marvin Pontiac seguía medio cantando, medio diciendo:
Soy un perrito.
Apesto cuando me mojo porque soy un perrito.
—A una parte de su música la llama blues afrojudaico —explicó Robert—. Siempre llevaba túnicas blancas y un turbante, como Erykah Badu antes de quedarse calva. Era muy suyo. Vivía solo… Escucha esto. Un productor le pidió que grabara un disco, ¿sabes? Y Marvin Pontiac le dijo: «Vale, de acuerdo, si me cortas la hierba.»
—¿El césped?
—Sí, la hierba, el césped. El tío se la cortó para meter a Marvin en el estudio. Es lo que estás oyendo: Grandes éxitos del legendario Marvin Pontiac, entre ellos Pancakes y también Bring Me Rocks, ésa en la que dice: «Mi pene tiene cara y le gusta ladrar a los alemanes.» Tiene su gracia, porque a Marvin Pontiac nunca le hicieron una foto de la cara. Hay fotos suyas en las que sale lejos, con la túnica blanca y el turbante, ¿sabes? Pero ninguna en la que salga de cerca.
—¿Sigue vivo?
—Murió en 1977 en Detroit. Lo atropello un autobús, e Iggy Pop y otros, como David Bowie, le dejaron los huesos bien limpios. Pero oye, más vale que vayas a prepararte para tus saltos. ¿Sabes cuáles vas a hacer?
—No hasta que suba a la palanca. Lo de esta tarde es un ensayo.
—Fíjate en el público. Si hay mucho, haz un triple salto mortal con tirabuzones y tal. Y si hay poco…
—Una carpa inversa —dijo Dennis—. Tengo que ir a hablar con el tío de la AIC.
—Espera. —Robert se acercó al balcón—. ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre el famoso cruce?
Dennis hizo un gesto de negación.
—Te lo conté anoche, en el coche, mientras te llevaba a Tunica. —Robert hizo una pausa, pero no consiguió que reaccionara—. Estaba explicándote lo del gran Robert Johnson, el cantante de blues, cuando pasaron a toda velocidad los coches de la policía.
—Ah, sí, ya me acuerdo.
Robert señaló el cielo.
—Ocurrió allí, a treinta kilómetros por la carretera, donde la 49 se cruza con la vieja 61.
—¿Ah, sí?
—Allí está el famoso cruce. Allí fue donde el gran Robert Johnson llegó a la encrucijada y vendió el alma al diablo. ¿Entiendes lo que te digo?
No, no lo entendía.
No entendía la mitad de las cosas que Robert le decía.
¿Había venido aquí porque en este lugar había nacido una parte importante del blues? ¿Era igual que los turistas que iban a visitar la casa que tenía Elvis en Tupelo con una cama en el salón? No, Robert era demasiado alucinante para hacer semejante cosa. Él no iría a ver atracciones turísticas; para atracciones le bastaba con la suya. ¿Estaría entonces buscando talentos, algún cantante de blues olvidado, un eslabón perdido, otro Marvin Pontiac al que llevar a la Motown?
¿O acaso se trataba de un pasatiempo mientras le tendía una trampa al señor Kirkbride?
¿Por qué iba a enseñarle a Kirkbride una foto de un hombre colgado de un puente si no esperaba sacar algo a cambio? Una indemnización, por ejemplo. Robert querrá aprovecharse de los buenos sentimientos de Kirkbride, pensó Dennis, confiará en que sea un rico defensor de causas perdidas, en que esté dispuesto a aportar dinero a… ¿A qué? A alguna cuestación, a los fondos de la beca Robert Taylor para los herederos de la víctima de un linchamiento. Robert conduce un Jaguar S-Type alucinante, tiene pinta de ser una persona de fiar, habla con voz suave… Y el hombre colgado del puente ni siquiera era su bisabuelo.
En esto pensó Dennis mientras bajaba en el ascensor, avanzaba por el vestíbulo y el pasillo, pasaba por delante de los servicios, el salón de belleza, el gimnasio y la sauna, en dirección al bar del patio.
Robert tenía suficiente confianza en sí mismo como para ser un estafador. Resultaba convincente. La noche anterior, cuando le había dicho en el coche que le avisara si aquel tío pretendía joderle, Dennis había creído que era una persona a la que podía recurrir. Y ahora seguía creyéndolo. Robert sabía qué se tramaba en aquel lugar. Si sabía que Arlen Novis había estado en la cárcel y trabajaba para Kirkbride era porque sin duda había estado investigando si merecía la pena abordarle.
Dennis empujó la puerta de cristal que conducía al patio.
—¿Señor Lenahan?
Sólo podía ser John Rau. El investigador de la AIC se levantó de la mesa para tenderle la mano. Dennis se acercó y se la estrechó. John Rau iba en mangas de camisa, pero llevaba corbata. La americana, azul marino, colgaba del respaldo de la silla. Le dio su tarjeta y le preguntó amablemente si le apetecía tomar algo fresco. Dennis le dio las gracias pero rehusó. La hierba le había relajado bastante. Era buen material.
John Rau tenía en la mesa una Coca-cola y un tazón con frutos secos. Se sentaron y Dennis dejó que le explicara quién era y qué estaba investigando. John Rau le aseguró que no iba a entretenerlo demasiado, pues sabía que tenía que prepararse para el espectáculo.
Dennis se fijó en la corbata del investigador: era azul y en el centro tenía una bandera de Estados Unidos. Entonces dijo:
—Es más un ensayo que un espectáculo. Hace más de un mes que no salto desde el trampolín más alto. —Se fijó en el tazón y le entraron ganas de comer—. Por supuesto, quien quiera puede mirar sin ningún problema. —Y, haciendo ademán de coger unos frutos secos, preguntó—: ¿Puedo?
—Por supuesto. —John le invitó con un gesto y miró el tinglado que Dennis había montado—. Estaba diciéndole al señor Darwin que la investigación podría ser beneficiosa para su espectáculo.
Dennis volvió la cabeza y vio que Billy Darwin seguía con el electricista.
—Me ha parecido que estaba de acuerdo. Según dice, el público va a estar formado mayormente por gente de aquí. —Esperó a que Dennis volviera a mirarlo—. ¿A qué hora se marchó de aquí anoche?
—A eso de las siete.
—Showers todavía estaba trabajando.
—Comprobaba si los tensores estaban prietos.
—¿Se fiaba de él como para encargarle ese trabajo? ¿No era un tipo raro?
—Sabía lo que se hacía —le respondió Dennis mientras se fijaba en la bandera de su corbata. Algo en ella no encajaba.
—¿Le dijo que proporcionaba información a la policía?
—No, no me lo dijo. Apenas hablaba conmigo.
Dennis extendió el brazo para coger unos frutos secos y John Rau le acercó el tazón. Había anacardos, cacahuetes, almendras y una pacana. Dennis cogió un puñado.
—¿Conocía su pasado? —le preguntó John Rau.
—Sé que había estado en la cárcel. Y, por lo que he averiguado hablando con la gente, estaba metido en la mafia del Dixie, pero no les inspiraba confianza.
—¿Con quién ha hablado?
—Con Charlie Hoke y con mi casera.
—¿Le han contado ellos que Floyd estaba metido en la mafia del Dixie? —John Rau cogió la pacana y se la metió en la boca.
—Creo que lo di por descontado.
—¿Qué sabe de la mafia del Dixie?
—Nada. La primera vez que oí hablar de ella fue en Panama City, Florida, hará un par de años.
John cogió una pequeña avellana.
—No son como las familias del crimen organizado. Aquí hay una banda que se dedica al narcotráfico, y otra que roba camiones y comete robos a mano armada. En la cárcel hay otra que extorsiona a los homosexuales que están fuera. Luego están los vendedores de alcohol ilegal, los contrabandistas y los fabricantes de metanfetamina. No guardan relación unos con otros. Lo único que tienen en común es que son todos delincuentes violentos.
—¿Floyd era uno de ellos?
—Ya vio la clase de persona que era. ¿Se lo imagina metido en asuntos peligrosos? Showers nos propuso que si le reducíamos la condena a la pena que había cumplido, colaboraría con nosotros y nos mantendría informados.
—No pensaba que fuera tan listo.
—No lo era. A mí me parecía un idiota. Resultó que ni siquiera tenía buenos contactos. Nos contaba cosas que ya eran vox populi, que salían en la prensa, o que se inventaba. No sé por qué le han pegado un tiro. Cinco, mejor dicho. El forense ha dicho que era más difícil de matar que una cucaracha.
Dennis volvía a fijarse en la corbata del investigador.
—Hay algo en su corbata que no me encaja —dijo—, pero no sé qué es.
John Rau sonrió.
—¿Ha contado las estrellas?
—Lo he intentado, pero son muy pequeñas.
John Rau cogió la parte más ancha de la corbata y se la miró.
—Sólo hay treinta y cinco estrellas, el número de estados que formaban la Unión en 1863. Aunque estábamos en guerra con los estados secesionistas, Lincoln no permitió que se suprimieran las estrellas que los representaban.
En esto también había algo que no encajaba, pensó Dennis. Cogió otro puñado de frutos secos. Se moría de ganas de zampárselos todos de una vez, pero se aguantó y fue comiéndolos de uno en uno.
—Ha dicho los estados con que estábamos en guerra, como si fuera usted un yanqui.
—¿Sabe qué ocurre? —respondió John Rau—. Siempre que se avecina la recreación de alguna batalla, intento meterme en el papel del bando en que voy a estar. Ésta es la primera que se organiza en Tunica, pero no va a ser gran cosa, porque faltan yanquis. Como puedo elegir entre uno y otro ejército, esta vez voy a llevar el uniforme de los federales. Probablemente represente al Segundo de la Infantería Montada de Nueva Jersey. Luchó en Brice.
—El cruce de Brice —dijo Dennis.
El investigador puso cara de sorpresa.
—¿También va a participar usted?
—Yo no, pero Charlie Hoke sí, y he oído que el señor Kirkbride va a hacer de Nathan Bedford Forrest.
John Rau volvió a sonreír.
—A Walter le encanta el viejo Bedford. Sí, los organizadores somos él y yo. Le mencioné por casualidad que al este había un campo que me recordaba al de Brice, lleno de esos robles enanos llamados blackjack. Lo vi cuando venía en coche de Batesville. Walter no se lo pensó dos veces y me preguntó: «¿Te gustaría organizar allí la batalla de Brice?» Al principio dudé, porque en septiembre tenemos la de Corinth, que vamos a recrear allí mismo. Solemos reconstruir el ataque de la batería Robinett. Casi todos los sureños lo conocen. ¿Le suena?
—¿La batería Robinett? —preguntó Dennis.
—Fue un ataque confederado. Uno de los héroes fue un coronel del Segundo de Texas, William Rogers, muerto en acción. Le pegaron siete tiros cuando cargó contra el parapeto.
—¿Quién venció?
—Los federales consiguieron rechazarlos. Le recordé a Walter lo de Corinth y también que la batalla del cruce de Brice fue dos años después de Shiloh y Corinth. No es que importe mucho, pero me pareció oportuno decírselo. El caso es que entonces se enteró Billy Darwin y acto seguido se le ocurrió que podía servir de reclamo publicitario, pues, aunque se trate de una recreación histórica sin importancia, puede convertirse en una atracción turística anual con mayúsculas. La gente se cansa de estar de pie al sol y se va a los casinos a jugar en las máquinas tragaperras. —John Rau se interrumpió y levantó la vista. Luego entornó los ojos y dijo—: ¿No es Darwin ese que está ahí arriba?
Dennis se volvió y se puso en pie. Era cierto: Billy Darwin se había subido a la palanca más alta. Dennis vio que tenía la mirada clavada en el cielo y se sujetaba con ambas manos a la escalera.
—Creo que se ha quedado paralizado —dijo—. Voy a tener que bajarle.
—Hay un hombre junto a la piscina —señaló John Rau—. Está iluminándolo con el foco, pero usted no lo puede ver.
—Tengo que ir —insistió Dennis.
—Señor Lenahan, una pregunta más.
Dennis se detuvo y miró hacia atrás.
—¿Sí?
—Si tuviera que comparar a Floyd Showers con un animal, ¿a cuál elegiría?
¿Habla en serio?, se preguntó Dennis.
—No lo sé —respondió.
Mientras cruzaba el césped, de pronto le vino una imagen a la cabeza, aunque ya era demasiado tarde para comentársela al investigador de la AIC: un animal atropellado en la carretera, con un pelaje parecido a la chaqueta marrón de Floyd.
Dennis no apartaba la vista de Billy Darwin, que seguía subido a la palanca más alta, en pantalón corto y camiseta. Ahora se sujetaba de la escalera con una mano, mirando hacia abajo y haciendo señas. Dennis llegó adonde se encontraba el electricista del hotel, que, encorvado, estaba apuntando a Billy Darwin con un foco montado en el suelo.
—¿Qué coño está haciendo?
El electricista, que iba con peto y mascaba una bola de tabaco, respondió:
—Como no me lo diga usted…
—Le dije que iba a instalar yo los focos.
—¿Quién es el jefe? ¿Usted o Darwin?
—¿Cree usted que Darwin va a colocar los focos en la escalera, a doce metros de altura y arriba del todo?
—¿Para qué quiere ponerlos tan alto?
—Para iluminar la piscina y ver el agua, joder. Le dije que yo me encargaría de la iluminación. Y lo haré cuando esté oscuro, no a pleno sol. —Dennis volvió a mirar la palanca más alta—. ¿Cree que podrá bajar?
—Ha subido como un mono.
—Bajar no es lo mismo que subir —dijo Dennis.
Al cabo de un par de minutos Dennis vio que Billy Darwin iniciaba el descenso. Al principio fue con cuidado, apoyando los dos pies en el peldaño antes de dar el siguiente paso, hasta lograr bajar todo un tramo de escalera. Luego dio la impresión de ganar confianza y aquel jodido fantasmón de pelo ondulado empezó a bajar de peldaño en peldaño, deslizando las manos por los laterales de la escalera. Dennis esperó a que se acercara.
—Lo ha conseguido.
—Quería ver cómo era —dijo Billy Darwin—. Hay una vista magnífica del río: se ven todos los meandros. Pero creo que la piscina parece más grande que medio dólar. Yo la compararía a una taza de té.
—Hay que verla por la noche —explicó Dennis—, después de subir los focos agarrándose con una sola mano.
Y el muy capullo respondió:
—Vaya, pensaba que utilizaría una grúa. ¿Cómo se llama ese aparato con el que subió las secciones de la escalera…? ¿Polea?
A las dos de la tarde Dennis había contado a treinta y ocho personas en el césped. Algunas llevaban sillas de plástico de casa. Pensó que serían vecinos, aunque no parecían muy diferentes de los clientes del hotel que habían salido a verlo. Había un par de tíos vestidos con ropa informal de verano. Eran Robert Taylor y Billy Darwin, que estaban juntos.
Vernice hubiera deseado estar allí —nunca había visto a nadie saltar desde tan alto—, pero se encontraba en casa, estudiando el guión para la noche. El encargado de anunciar los saltos sería Charlie Hoke. Iba a subirse a la plataforma de madera contrachapada situada debajo de la palanca de los tres metros, pero no con un micro sino con el megáfono que utilizaba para atraer concursantes a su puesto de lanzamiento.
Dennis le explicó que cada vez que saliera del agua le diría qué salto vendría a continuación para que él lo anunciara.
—No te olvides de decirle al público —añadió— que es mi primera actuación desde hace más de un mes y que sólo se trata de un ensayo para el espectáculo de esta noche a las nueve y cuarto. También tendrás que improvisar basándote en la información que aparece en los carteles. Di que he saltado desde los acantilados de Acapulco, que he ganado el campeonato mundial de la ABC, que soy un hijo modelo, etcétera. Pide que no aplaudan hasta que salga del agua y que se queden a más de tres metros de la piscina. Ésa es la «zona húmeda».
Charlie presentó a Dennis, que en primer lugar ejecutó un mortal y medio desde el trampolín de los doce metros para atraer la atención del público.
—Recuerden —dijo Charlie al público—: Dennis sólo está haciendo un ensayo; los mejores saltos los reserva para el gran espectáculo de esta noche.
Dennis realizó un triple mortal desde la palanca de los tres metros.
Charlie dijo:
—Tras pasarme dieciocho años jugando de lanzador en el béisbol profesional, puedo decirles por experiencia propia que más vale calentar con tiempo suficiente si uno va a enfrentarse con algunos de los bateadores para los que yo lancé. Qué bonito ha sido ese triple salto mortal, ¿verdad? Un aplauso para Dennis.
Dennis ejecutó una carpa y media de espalda desde el trampolín de los doce metros.
—Eso ha sido un salto hacia atrás con voltereta —explicó Charlie—. Las veces que me enfrentaba a bateadores legendarios como Don Mattingly o Mike Schmidt y tenía la suerte de eliminarlos sin problemas, sabía que me encontraba en forma. Un aplauso, amigos, para el campeón del mundo Dennis Lenahan.
Dennis se le acercó echándose el pelo atrás.
—¿De quién es el puto espectáculo? ¿Tuyo o mío? Voy a saltar de la palanca más alta.
—Y ahora, amigos —dijo Charlie—, el campeón del mundo Dennis Lenahan, que es un hombre de gran carácter, va a superarse a sí mismo realizando una carpa inversa de espalda desde una altura de veinticinco metros. Damas y caballeros, niños y niñas, si lo desean pueden rezar una oración por él, pues va a lanzarse desde una palanca más alta que los acantilados de Acapulco, donde una vez se rompió la nariz ejecutando un salto. Y, por favor, no aplaudan hasta que lo veamos salir enterito de la piscina.
Más tarde, preguntó:
—¿Qué tal he estado?
—Les encantas, tío —respondió Robert.
—¿Eso ha sido todo el espectáculo? —quiso saber Billy Darwin.
—Por los comentarios se habrá dado cuenta de que sólo ha sido un ensayo —repuso Dennis.
Billy Darwin se encontraba con su ayudante, Carla. Era un bombón: tenía el pelo castaño, estaba morena y llevaba un breve y ligero vestido marrón. Billy se volvió hacia ella:
—¿Tú qué opinas?
—Alucinante —respondió Carla mirando a Dennis.
—Vale —dijo Billy Darwin, y se marcharon.
—Hora de ir a ver a massa Kirkbride —susurró Robert.