Dennis preguntó si Charlie había llamado.
—Casi nunca lo hace —respondió Vernice—. Con él no tengo que preocuparme por las comidas: entra y sale cuando quiere. —Y añadió—: Tienes hambre, ¿verdad? En el frigorífico hay unos tazones de arroz Uncle Ben. También hay pollo Teriyaki y raciones de Cocina Ligera de diferentes tipos. Mi preferido es el pollo a la naranja.
Se encontraban en la cocina, y Dennis estaba sentado a la mesa. Vernice le había dicho que se pusiera cómodo, pues se había pasado todo el día montando la escalera. Tenía acento de Georgia, pero hablaba pausadamente, alargando las palabras para resultar vibrantes y sonoras. Se hallaba de espaldas a él, preparando unos combinados —bourbon Early Times con hielo picado y azúcar espolvoreado—, con el uniforme del Isle of Capri. La minifalda le ceñía el trasero, y Dennis, que estaba a menos de un metro de distancia, no le quitaba los ojos de encima.
Quería saber si Charlie había llamado para contarle lo ocurrido. Quería saber quién era el vaquero y por qué había estado allí. Y también quería saber si Vernice y Charlie estaban liados o sencillamente eran viejos amigos.
—Si llama es porque quiere que haga algo por él, como meterle en la lavadora sus camisetas de PON A PRUEBA TU BRAZO. Hasta que no se ha puesto una docena no se le ocurre lavarlas. No suelo hacerle mucho caso.
—Pensaba que manteníais una relación estrecha.
—Dos meses en una caravana con un hombre que nunca cierra la boca: a eso llamo yo estrecheces. Llevo tres meses en esta casa. La compré con mi propio dinero. Estoy cansada de oírle decir que es el mejor. La caravana era pequeña y yo no aguantaba más, así que le dije que se largara. Vivíamos en una de esas urbanizaciones de caravanas Kirkbride. Ahora el señor Kirkbride está construyendo casas prefabricadas o como se llamen.
—Casas manufacturadas —dijo Dennis.
—Se ven desde la carretera —añadió Vernice—. Tienen un cartel en la parte de atrás que dice: CARGA EXTRA. ¿Sabes cuáles te digo? Están construyendo un montón aquí al lado. El sitio se llama Ciudad del Sur. No están mal. La cocina incluye lavaplatos y microondas.
—¿Conoces a Kirkbride?
—Me lo han presentado. Tiene una oficina en Ciudad del Sur, pero casi siempre está en Corinth. A Charlie le di hasta final de mes para que se marchara. Estaba arruinado, no tenía trabajo ni techo, pero me daba igual.
—No aguantabas oírle hablar todo el tiempo.
—Se pasaba el día contando historias de béisbol, como si no existiera otra cosa en el mundo. Que si era una estrella, que si había eliminado a todos los bateadores famosos. Y yo le decía: «¿Y eso a quién carajo le importa?» —Vernice se apoyó contra la encimera con una copa en cada mano—. Toma, encanto, bébetelo poco a poco. Con lo cansado que estás, ya verás qué bien te sienta. Que el bourbon vaya extendiéndose por ese cuerpo tan joven que tienes.
Dennis bebió un trago y soltó un murmullo de satisfacción para señalar que le gustaba. Entonces dijo:
—Seguro que soy mayor que tú.
—Hombre, pues claro… —respondió ella mientras se sentaba a la mesa—. Bien, el caso es que le dije que se marchara. Me refiero a cuando vivíamos en la caravana. Él me dijo que se había enterado de un trabajo y que estaba seguro de que iban a dárselo. Buscaban un relaciones públicas en el Tishomingo. Yo puse cara de sorpresa y le pregunté que por qué valía él para ese trabajo, si por ser familiar del gran jefe Tishomingo o por el hecho de haber sido un famoso jugador de béisbol del que nadie ha oído hablar. Charlie me respondió que por las dos cosas. Me soltó el típico rollo, conque le dije: «Charlie, si algún día te dan un trabajo de relaciones públicas, adelgazaré quince kilos y me pondré a trabajar en el casino, en la mesa de keno.» ¿Sabes qué me respondió? Que más me valdría adelgazar treinta. —Se levantó y fue a la encimera por los cigarrillos—. Siempre he estado rellenita, es cosa de familia. —Volvió a la mesa metiéndose la tripita y dándose palmaditas en ella—. Desde entonces he adelgazado casi seis. Me puse a régimen en plan anfetamínico. Sabes a qué me refiero, ¿verdad?
—¿Te metes speed o qué?
—Empecé así. Un fin de semana pinté todas las habitaciones de la casa, sin parar, día y noche hasta terminar. Como sabía que podía quedarme colgada, lo dejé.
—No adelgaces más —le sugirió Dennis—. Así estás estupenda.
—¿Te parece? —dijo ella.
Él vio que se sentaba de lado para estar frente a él y que cruzaba las piernas. Tenía los muslos más blancos que había visto nunca. Casi siempre que la miraba trataba de imaginársela desnuda.
—De modo que Charlie consiguió el trabajo por su labia.
—Fue a ver al señor Darwin y se puso a fanfarronear acerca de lo rápido que es capaz de lanzar todavía. El señor Darwin le dijo: «De acuerdo, si consigues eliminarme, el trabajo es tuyo.» Charlie le dijo que con tres lanzamientos bastaría, a lo que el señor Darwin respondió que podía lanzar cuatro veces. Pidieron a un chaval que fuera a por un bate y una pelota y salieron al campo… —Vernice hizo una pausa para encender un cigarrillo.
—¿Lo eliminó?
—Trató de lanzarle una ajustada, pero se la tiró al cuerpo. El señor Darwin tuvo que arrojarse al suelo para salvar la vida.
—¿Y aun así consiguió el trabajo?
—Eso mismo pregunté yo: «¿Te ha contratado a pesar de que le has hecho tirarse al suelo?» ¿Sabes qué me dijo?: «Chica, son las reglas del juego.» Dejó que el señor Darwin bateara una y consiguió el trabajo.
—Es todo un caso —comentó Dennis.
—Es un coñazo. Un día entra en el dormitorio y me pregunta si puede utilizar el aparato para correr que tengo aquí en casa. ¿Sabes cuál te digo? Pues antes de que me dé cuenta ya se me ha sentado en la cama con todo su barrigón. Tú tienes suerte: tienes un cuerpo estupendo de tanto nadar.
—Los saltadores de palanca no tenemos que nadar mucho.
—Sigues teniendo un buen físico. —Y añadió—. Por cierto, iré a verte. Se me había olvidado decírtelo: la semana que viene empiezo a trabajar en el Tishomingo. Charlie le ha hablado bien de mí al tío de recursos humanos. ¿A ti no te jode que en vez de personal digan recursos humanos?
—Me imagino cuerpos almacenados en un depósito —respondió él.
Vernice dio una calada al cigarrillo y expulsó una bocanada de humo.
—Al principio trabajaré de camarera en la coctelería. El uniforme es mínimo. Ya lo has visto: parece de gamuza, aunque en realidad es de poliéster con flecos. También hay que llevar una cinta en el pelo con una pluma hacia arriba. Es una monada.
—Si vas a estar allí todos los días, se me ocurre que podrías participar en mi espectáculo.
—No irás a proponerme que salte, ¿verdad?
—Sólo que anuncies los saltos. Tendrías un micrófono y le dirías al público qué salto vendrá a continuación.
—¿Cómo? ¿Los tendría anotados en un papel?
—Eso es. También tendrías frases para decirle al público. Por ejemplo: «Dennis se encuentra a veinticinco metros de altura, así que, si quieren que les oiga, tendrán que aplaudir fuerte.»
—¿Qué he de llevar?
—Lo que quieras.
—¿Cuándo empiezo?
—Mañana por la noche. Van a televisarlo.
—¿En serio?
—Ha salido en el periódico local y hay carteles por toda la ciudad.
—Es cierto. Ponen: «Desde los acantilados de Acapulco hasta Tunica…» Pero si empiezas mañana por la noche, no dispongo de mucho tiempo.
—Charlie me dijo que si no encontraba una chica guapa lo haría él. ¿Por qué no te lo piensas?
Vernice bebió un sorbo y dio una calada a su cigarrillo.
—Tengo que decírselo a Charlie —añadió Dennis—, para darle tiempo a que se mire el guión. Supongo que no tardará en volver, ¿verdad?
—Si ve alguna cara nueva en el bar, se quedará a contarle historias de béisbol.
—A mí me han traído. Cuando hemos aparcado, he visto que se iba un coche. Pensaba que igual era Charlie, que se marchaba otra vez.
—No; era ese mierda, Arlen Novis. Ha venido a verlo.
—¿Es amigo de Charlie?
—Quizá lo fuese antes. Arlen fue ayudante del sheriff hasta que lo metieron en chirona por extorsión. Les decía a los de las oficinas de fianzas que o le daban una parte de sus ganancias o no aprobaba sus fianzas. También lo encerraron por aceptar sobornos de camellos. No sé qué ocurrió al final: o no encontraron pruebas o llegó a un buen acuerdo con el fiscal. Si aceptaba la acusación de extorsión y declaraba en contra del sheriff, sólo le caían dos años. Al sheriff le cayeron treinta años por los mismos cargos.
—¿A qué se dedica ahora Alvin?
—Arlen. A pasearse por ahí con su sombrero de vaquero. Como si fuera una estrella del country, Dwight Yoakam o alguien así. Si le preguntas, responderá que es el jefe de seguridad de Ciudad del Sur, el complejo que están construyendo aquí al lado. El señor Kirkbride ha contratado a un delincuente para que no le roben los suministros de las obras.
—¿Ah, sí? —dijo Dennis. Sabía que había algo más.
—En realidad es un mafioso. Se metió en la mafia del Dixie y se dedicó al crimen desorganizado. No tardó en convertirse en jefe. Hay quien lo llama la cosa nostra del maíz, para que parezca divertido, pero son todos unos hijos de puta.
—¿Y tú te enteras de esto por Charlie?
—El hablador.
—¿Cómo se apellida Arlen?
—Novis. Cuando Arlen estuvo en la prisión de Parchman había allí otro ayudante del sheriff de Tunica: Jim Rein. Lo condenaron por agredir a presos. Les pegaba con una porra sencillamente porque eran negros. Si lo vieras, no lo creerías capaz de semejante cosa: Jim Rein es joven, guapo y tiene buen físico. Lo llaman Pez Gordo o Pez a secas, pero no sé por qué.
—¿También está metido en la mafia del Dixie?
—Trabaja para Arlen. Se hicieron con el negocio del narcotráfico. Según Charlie, ocurrió lo mismo que en la mafia normal y corriente. Arlen pidió a Jim Rein que matara a unos cuantos y el resto salió huyendo.
—¿Así es como te agencias el speed?
—Era cristal. Ya te lo he dicho: sólo fue durante una temporada. Se lo venden a los clientes del casino, a la gente que se pasa allí toda la noche tratando de recuperar su dinero. Cerca de Dubbs, en dirección sur, hay un honky-tonk, un garito llamado el Bichero. Arlen se hizo con él cuando se apoderó del negocio de las drogas. Si vas allí puedes conseguir las anfetas y los tranquilizantes que quieras. Speed, crack, marihuana… También tienen juegos de azar ilegales y prostitutas, unas chicas que trabajan en las caravanas que hay en la parte de atrás…
—¿Cómo es que no lo han cerrado?
—Pues porque estarán sobornando a alguien. Si se organiza una redada, a Arlen le dan un chivatazo y cierran por reformas. La gente viene a Tunica en busca de diversión, encanto, de todo tipo de diversión. Viene a gastarse dinero. Fíjate, he leído que en este condado se mueven mil millones de dólares al año. Todo gira en torno al dinero. Se vende droga, se roban casinos, se cometen asesinatos… El año pasado a una camarera del Harrah’s la mataron a puñaladas en su caravana, en Robinsonville. Yo me he planteado seriamente volver a Atlanta, pero ¿sabes qué? Me encanta vivir aquí: nunca dejan de ocurrir cosas.
Vernice dio tranquilamente otra calada. Dennis bebió un trago mientras se acordaba de cuando estaba arriba, en la palanca, y Arlen Novis se encontraba junto a la piscina, mirándolo. Se preguntó quién sería el otro individuo.
—Sabe bien, ¿eh?
Dennis respondió que sí, miró el vaso y bebió otro sorbo.
—Yo al mío ya no le pongo azúcar, pero sigue estando buenísimo.
—Vernice, ¿qué razones puede tener Kirkbride para contratar como jefe de seguridad a un delincuente conocido?
—Arlen le contó que para saber quién es un delincuente hace falta serlo. Dice que es capaz de reconocer a cualquiera que ande tramando algo por su propiedad.
—Eso según Charlie.
—¿Quién si no? Se entera de todos los asuntos turbios. Él habla y la gente habla con él. Según dice, Arlen le contó al señor Kirkbride que, entre el cargo de conciencia que tenía y la condena que había cumplido, había expiado sus pecados.
—¿Así habla?
—Arlen sólo dice gilipolleces.
—¿Y Kirkbride le cree?
—Sí, pero no por nada que pueda ofrecerle Arlen, como drogas, por ejemplo. Si están tan unidos es porque a los dos les encanta disfrazarse y participar en esas recreaciones de la guerra civil. Hace años que lo hacen. No te creerías lo en serio que se lo toman. El señor Kirkbride hace de general. Arlen está a sus órdenes y lleva a sus chicos: a Jim Rein, al Bicho y al resto de los mafiosos. Van todos con uniformes confederados.
Esto le recordó a Dennis los carteles que había visto en el hotel y la ciudad. Eran grandes y en color, y anunciaban la RECREACIÓN DE LA GUERRA DE SECESIÓN DE TUNICA, las fechas y el nombre de la batalla que se iba a recrear.
Se lo comentó a Vernice y ella dijo:
—Sí, están pensando en convertirlo en un acontecimiento anual. Este año van a recrear la batalla del cruce de Brice. No donde tuvo lugar exactamente, sino a unos kilómetros más al este. La batalla fue en realidad en el condado de Tishomingo. Charlie me ha dicho que el señor Kirkbride está dejándose barba para parecerse a Nathan Bedford Forrest, el general que ganó la batalla.
—A Charlie no le irá también eso de disfrazarse, ¿verdad?
—Pues claro que le va. Por eso ha venido Arlen a verlo. Según me ha contado, ha oído decir que esta vez Charlie quiere hacer de yanqui. Ha venido a amenazarle para que no lo haga. Charlie dice que está cansado del gris de los confederados, que le recuerda demasiado a los uniformes que debía ponerse en su época de jugador de béisbol cuando tenían un desplazamiento. Dice que le da la sensación de que están siempre sucios.
Llegó a casa justo cuando Dennis terminaba de ducharse y se encontraba en su habitación vistiéndose, poniéndose una camiseta limpia y unos vaqueros que Vernice le había lavado, planchado y dejado doblados sobre la colcha de chenilla. Vernice hacía por él lo que no hacía por Charlie, y a Dennis le gustaba pensar que esto significaba algo. Nada más vestirse y cruzar el pasillo que separaba su habitación de la cocina, adivinó que Charlie le había contado a Vernice lo ocurrido. Se encontraban los dos sentados a la mesa con sendos combinados, pero no estaban hablando. Vernice lo miró con gesto de preocupación y dijo:
—¿Dennis…?
Charlie la interrumpió.
—Ya se lo cuento yo.
Ahora Dennis tenía que prepararse para poner cara de sorpresa y responder cualquier cosa. Lo que dijo finalmente fue:
—¿Qué motivo podría tener nadie para matar a Floyd? Dios mío, pobre hombre… —Era lo que sentía cuando se acordaba de aquel ser ridículo que llevaba una chaqueta raída demasiado grande—. ¿Has llamado a la policía?
Era la parte que le interesaba: lo ocurrido a continuación.
Charlie respondió que había llamado al 911. Los ayudantes del sheriff habían tardado unos veinte minutos en llegar. Luego habían aparecido un par de agentes, también de la oficina del sheriff, seguidos de los investigadores de la policía judicial y de los sanitarios. Habían enredado y hecho fotos. Cuando los sanitarios iban a llevarse a Floyd, les habían dicho que esperasen. Uno de los agentes había echado la bronca a un ayudante por llamar a la policía estatal sin preguntar. Era un tío nuevo, dijo Charlie, uno al que no había visto nunca. Habían tenido que esperar más de una hora a que la AIC —esto es, la Agencia de Investigación Criminal del Departamento de Seguridad Pública de Misisipí— llegara de Batesville, la oficina de distrito más cercana, situada a ochenta y tres kilómetros.
—Llega el investigador —explicó Charlie—, me dice que se llama John Rau y empieza a hacerme las mismas preguntas que la policía estatal: que cómo he encontrado el cadáver, que qué hacía Floyd aquí, etcétera. Echa un vistazo al lugar de los hechos y pregunta si le han tomado las huellas. Uno de los hombres del sheriff dice: «Ya sabemos quién es. ¿No lo conoce usted o qué? Es Floyd Showers. Se lo han cargado por delatar a alguien.» El investigador este, John Rau, iba con chaqueta y corbata, y se le veía muy desenvuelto. Se mostró reservado y no levantó la voz ni una sola vez. Pidió que le mandaran las huellas a Jackson, es decir, al Centro de Información Criminal. Luego me dijo que ahora tienen un nuevo método para investigar las huellas: las meten en una máquina y salen los antecedentes del tío.
—¿Cómo es que te acuerdas de todo eso? —preguntó Vernice.
—Uno se acuerda de lo que quiere. —Charlie se volvió hacia Dennis y añadió—: Uno de los gilipollas de aquí le dijo: «Podemos contarle lo que usted quiera sobre este cagarro de perro.» John Rau se lo quedó mirando y le respondió: «Quiero que me envíen sus huellas.» En resumen —agregó sin dejar de mirar a Dennis—, que no se fiaba de la versión de los hombres del sheriff de Tunica. Tampoco actuaba como si se creyera superior a ellos. Como he dicho antes, no levantó la voz, ni siquiera habló mucho. Pero dejó claro que él estaba al frente de la investigación y que más les valía hacer lo que les indicara. Es discreto y listo, la clase de tío al que no conviene perder de vista.
—¿Por qué le cuentas todo eso? —quiso saber Vernice.
Charlie llevaba encima de la camiseta una camisa desabrochada. Sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la dio a Dennis.
—Es este tío. Quería venir esta noche a hablar contigo. Le dije que lo dejara para mañana, que estabas hecho polvo porque te habías pasado doce horas trabajando para preparar el espectáculo y que de todos modos no sabías nada. También le conté que fui yo quien llamó a Floyd para que trabajara para ti. —A continuación le explicó a Vernice—: Se apellidaba Showers, o sea ducha, pero daba la impresión de que no se había duchado en su vida. Daba pena verlo; hacía años que no tenía remedio.
Dennis dejó de mirar la tarjeta de visita.
—¿Dónde tengo que ir a hablar con él?
—Al hotel. Pasará mañana por la mañana. Le dije que volviese por la tarde para no perderse el espectáculo.
—¿Y qué respondió?
—Que lo más probable es que pase a eso de las once. —Charlie entornó los ojos—. Oye, he conocido a un tío negro que se aloja en el hotel. Robert Taylor se llama, y no tiene mal brazo. Está en la 720. Quiere que le llames mañana. ¿Lo conoces?
—Me vio cuando me lanzaba al agua —respondió Dennis sin dejar de mirar a Charlie—. Estaba asomado a la ventana y me vio cuando me lanzaba.
Vernice estaba suscrita al National Enquirer, porque le gustaba más que los periódicos sensacionalistas que vendían en los supermercados. Según ella, profundizaba en las historias y estaba mejor escrito. En el porche guardaba números atrasados que no había tenido tiempo de leer. «Llega cada semana, pero cualquiera diría que llega cada día.»
Dennis se preparó en el microondas dos raciones de Cocina Ligera para cenar —ambas de pollo, pero distintas la una de la otra— y salió al porche a hojear unos ejemplares del Enquirer. Se sentó junto a una lámpara a leer, sin saber muy bien si el ruido que tenía en el oído era el zumbido que le producían los saltos —un sonido constante cuando se paraba a pensar en ello— o el de los insectos en el jardín. A veces pensaba que se parecía al vapor que emitía un radiador. Ya había leído varios artículos, acababa de terminar uno titulado «Jennifer López avisa: Deja en paz a mi Puff Daddy», y estaba empezando otro, «Jane Fonda encuentra a Dios», cuando Charlie salió al porche.
—Conque ese Robert Taylor te vio cuando saltabas, ¿eh? ¿Y qué más?
—Vio a Arlen Novis y al otro tío… ¿Cómo se llama?
Tras dudar por instante, Charlie respondió:
—Junior Owens; pero lo llaman el Bicho.
—Es el tío que lleva el garito —aclaró Dennis—. Aunque en realidad el dueño es Arlen.
—Joder, ¿te ha contado Vernice todo lo que pasa por aquí? Pues sí que le gusta el sonido de su voz.
—Charlie, Robert no ha visto más que a dos tíos hablando conmigo cuando me encontraba en la palanca. Cuando le dispararon a Floyd no estaba mirando.
—Pero ha salido con el resto de la gente a ver el lugar del crimen. —Charlie estaba ronco, pero hablaba en voz baja—. Sabe qué ha ocurrido y puede relacionarte con el asunto.
—No lo hará.
—¿Y tú qué sabes?
—Robert tiene sus prioridades.
—¿Qué demonios significa eso?
—Tú fíate de mí —respondió Dennis, pues no quería sacar el tema de Kirkbride y los bisabuelos—. Robert no es la clase de tío que suelta información porque sí. Estábamos hablando y yo me sentía nervioso. Imagínate, después de lo ocurrido. Pues bien, me ha dicho que no era su intención meterse en mis asuntos.
Charlie pareció pensárselo dos veces antes de hablar.
—Has dicho que viste a Arlen. ¿Estás seguro de que él no te ha visto a ti en el coche de Robert?
—Es imposible que me haya visto.
—¿Estás seguro de que era él?
—No, al que vi salir de casa era el Llanero Solitario. Joder, ¿cómo no voy a estar seguro? ¿Es que no te lo ha contado Vernice? Quería hablar contigo sobre los uniformes. No le hace gracia que le hayas salido yanqui.
—Eso me ha dicho ella.
—¿Te disfrazas y juegas a las guerras con esa gente? ¿Hacéis como que os pegáis tiros unos a otros? Me cuesta imaginarlo.
—Porque no tienes ni idea de qué va el asunto.
—Recuerdo que cuando te comenté que uno me parecía un ayudante del sheriff o un agente de policía, respondiste que debería verlo con el sable. No sabía de qué me estabas hablando. Pero luego viene Vernice y me cuenta que Arlen y toda su banda participan en ello, que todos juegan a las guerras. —Se daba cuenta de que a Charlie no le gustaba su manera de hablar, pero le daba igual. Entonces le preguntó—: ¿Vas a dejar que te convenza de que no te disfraces de yanqui?
—Pues sí que te has vuelto chulo desde la última vez que he hablado contigo.
—Estoy intentando olvidarme de lo ocurrido. Como resulta que estaba presente.
—Mejor, porque Arlen acaba de llamar.
—¿Por lo del uniforme?
—¿Quieres olvidarte ya del puto uniforme? —exclamó Charlie con tono irritado—. Quería contarme que si han matado a Floyd es para evitar que hablara, no porque hubiera hablado ya. También ha dicho que, como le contemos a alguien que se encontraba allí, acabaremos en una zanja.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Que se mantenga alejado de nosotros. Y me he tomado otra copa.
—¿Qué vas a hacer?
—Andarme con mucho ojo, joder. ¿Qué crees que voy a hacer?
Dennis pensó en Robert Taylor, pensó en su voz en la penumbra del coche, cuando le había animado a avisarle si ese hombre venía a joderle. Dennis no sabía qué hacer, pero continuó mirando a Charlie. Entonces dijo:
—Sigo pensando en lo ocurrido, en cuando estaba en la palanca. ¿No hubieran podido irse del hotel sin verme?
—Era imposible que no te vieran.
—Entonces les daba igual que hubiera un testigo. No habrían dejado de matar a Floyd por ese motivo.
—No eras más que un colgado subido a una escalera —repuso Charlie—. Seguro que han lamentado no llevar un fusil.
—Les divertía hablar del asunto —dijo Dennis—. Estaban apostándose si uno de ellos me daba o no. Era el Bicho, el repeinado. Dijo: «A que le doy cuando está en el aire.»
—Les oí —comentó Charlie—, pero no entendía lo que decían.
—Ahora cada vez que lo pienso me cabreo —dijo Dennis—. No significaba ningún problema para ellos. ¿Quién es ese tío del bañador rojo?, se habrán preguntado. ¿Qué tío? El que está subido a la escalera. Un colgado, que le den… ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Tú no te cabreaste cuando Arlen te amenazó por teléfono?
—Pues claro… —Dennis vio que Charlie se miraba sus grandes manos. Años atrás era capaz de lanzar con la izquierda una pelota de béisbol a ciento sesenta kilómetros por hora—. Claro que me cabreé.
—Tú vales más que él —dijo Dennis.
—Sí, es cierto —aseguró Charlie levantando la vista—. Cuando él era un ayudante de tres al cuarto y yo hacía contrabando de alcohol, lo sobornaba por una miseria.
Dennis estaba sentado en una silla del jardín con varios números del National Enquirer sobre el regazo.
—¿Sabías que Tom y Nicole dejaron de quererse mucho antes de que Tom pusiera fin a la relación?
—Me lo figuraba —respondió Charlie—, pero no estaba seguro. ¿Una cerveza?