3

Saltó, porque se moría de ganas de bajar de aquella palanca. Ejecutó para Charlie una carpa inversa, hizo una clavada sin ver el agua, emergió con la cara levantada para que se le pegara el pelo a la cabeza y oyó aplaudir a Charlie. Luego se encaramó a la pasarela que rodeaba la piscina, se sentó un momento en el borde y finalmente se dejó caer al suelo. Charlie estaba esperándolo en la penumbra del atardecer.

—Muy bonito, al menos lo que he podido ver. Hay que conseguirte un foco.

—Charlie, han disparado a Floyd —dijo Dennis mientras se pasaba las manos por la cara—. Se lo llevaron ahí atrás y le pegaron cinco tiros. Ha sido el pequeñajo. Llevaba una pistola del 22 que parecía una de esas de prácticas. —Charlie se limitó a asentir. Dennis insistió—: Puede que siga vivo.

Charlie hizo un gesto de negación.

—Si han venido a matarlo, estará muerto.

—Charlie, ¿tú conoces a esa gente? ¿Quiénes son?

Charlie parecía sumirse en sus pensamientos y no respondió.

—Ese del sombrero vaquero… —añadió Dennis—. Al principio me pareció que era un ayudante del sheriff o un agente de policía.

—Pues deberías verlo con el sable —dijo Charlie—, cuando se visten de confederados y reconstruyen batallas de la guerra de Secesión. Pero oye: tú no sabes nada de este asunto.

—Pero si ni siquiera sé de qué estás hablando.

—Estoy hablando de Floyd y de lo que has visto. Tú no estabas aquí, de modo que no has visto nada. Soy yo quien ha encontrado el cadáver.

—¿Quieres proteger a esa gente?

—Quiero evitar que se compliquen las cosas. Y que ninguno de nosotros corra ningún riesgo.

—¿Y si había alguien mirando por una ventana? ¿Y si me han visto en la palanca? ¿Y si los han visto a ellos? —Dennis echó un vistazo al hotel mientras hablaba.

—La gente viene aquí a jugar —respondió Charlie—, no a mirar por la ventana. Y si había alguien, ¿qué puede haber visto? Nada. Estaba oscuro.

—No tanto.

Charlie le puso una mano en el hombro.

—Venga, vámonos de aquí. —Mientras se dirigían al hotel, Charlie preguntó—: ¿Has visto alguna vez a alguien en la piscina del hotel? Pues claro que no, joder: todo el mundo está en el casino, intentando hacerse rico. En serio, no tienes de qué preocuparte.

Oyéndole hablar con su acento del Sur, él tampoco parecía preocupado. Pero esto no tranquilizó a Dennis.

—Pero tú conoces a esa gente. Matan a Floyd y tú vas y les preguntas si pretenden joderte el negocio.

—Me refería al hecho de que anduvieran por el hotel. Los conozco pero sólo porque es la clase de gente con la que es preferible que no lo relacionen a uno. A ver si me entiendes: no me enteré de que habían matado a Floyd hasta que ellos me lo contaron. Cuando los vi, pensé que igual habían venido para asustarlo, para recordarle que mantuviera la boca cerrada y punto.

—¿Sobre qué asunto?

—Sobre lo que sea. Yo qué sé, joder. —Charlie resopló, como harto del tema.

Dennis siguió insistiendo.

—Me dijiste que Floyd había estado en la cárcel, pero que no me preocupara.

Se detuvieron al final del patio.

—Me refería a la clase de persona que es. Mejor dicho, que era. Te conté que estuvo en Parchman por robo. Se dedicó a lamerles el culo a unos presos, pero lo consideraban un capullo y lo zurraban cuando les daba la gana. Así que pensé que, como no sabías nada del asunto, ni de la gente con que había tratado de relacionarse, no había por qué preocuparse.

—Charlie, la policía y el sheriff van a hacerme preguntas, lo sabes perfectamente. Ese hombre trabajaba para mí.

—¿Te habló alguna vez de su vida? ¿Te contó que era un delator, que estaba dispuesto a entregar a gente a la policía para que le redujeran la condena?

—¿Por qué me conseguiste a un tío de esa calaña?

—Buscabas un montador. ¿Qué te piensas, que es fácil encontrar montadores, joder? ¿Te habló de su vida, sí o no?

—Casi no abría la boca.

—Entonces no tienes nada que contar, ¿no?

—Sólo lo que he visto. Empezarán a hacerme preguntas. ¿Y si meto la pata y digo lo que no debo?

Saltaba a la vista que Charlie quería olvidarse del asunto y empezaba a perder la paciencia.

—Óyeme. Voy a entrar en el hotel y voy a llamar al 911. Va a venir la gente del sheriff y voy a enseñarles a Floyd. Diré que estaba buscándote y que me tropecé con él. Como es un homicidio, es posible que venga el sheriff en persona para que aparezca su foto en el Tunica Times con unas declaraciones. La prensa no dedicará mucha atención a Floyd. El asunto quedará olvidado antes de que te des cuenta.

—A mí también querían matarme, y tú lo sabes —dijo Dennis, que no quería ponerle las cosas fáciles a Charlie—. Pero ahora resulta que tengo que hacerme el mudo.

—Por lo que he oído, parecía que estaban jugando contigo, divirtiéndose.

—Tú no estabas en la palanca: allí no hay donde esconderse. Charlie, les he visto matar a un hombre. Puedo reconocerlos en medio de una multitud, y ellos lo saben.

Charlie meneó la cabeza. Era todo lo que se le ocurría.

—Mira, les he explicado que eres un buen tío y que trabajas para mí. Les he dicho que tú y yo íbamos a tener una conversación y que no habría ningún motivo para preocuparse. Oye, vete a casa. Toma mis llaves, a mí ya me llevará alguien más tarde.

—¿Ellos qué te han respondido?

—Saben que soy hombre de palabra.

—Sí, pero ¿qué te han respondido?

—Que más vale que mantengas la boca cerrada.

—Y si no lo hago, ¿qué?

—¿Quieres oír las palabras textuales? —Ahora Charlie parecía molesto—. Si no lo haces, te pegarán un tiro en la puta cabeza. No hace falta que te lo diga. ¿Por qué me lo preguntas?

—Pero ¿no decías que no tenía de qué preocuparme? Joder, Charlie…

Dennis le miró la camiseta, con la leyenda ¡PONGA A PRUEBA SU BRAZO! Cuando Charlie se volvió hacia él para responder, notó que el aliento le olía a tabaco:

—Les he pedido que se relajen —dijo ya más tranquilo—, que yo me ocupo del asunto. Mira, mi relación con la gente del sheriff viene de lejos. —Echó un vistazo al hotel y prosiguió en voz baja—. Una vez, cuando ya no era capaz de hacer mi superlanzamiento de ciento sesenta kilómetros por hora y había dejado el béisbol profesional (de esto hace mucho tiempo), traje alcohol de Tennessee a los condados de los alrededores donde regía la ley seca. También vendí whisky destilado de forma ilegal. Hay gente que puede comprar legalmente todo el whisky almacenado en depósitos que quiera, pero sigue prefiriendo el ilegal. Algunos utilizan las jarras para preparar melocotón en conserva. El que yo vendía era de primera calidad, no solía dar gato por liebre, pero había que beberlo agarrado a algo, para no caerte y golpearte en la cabeza. De vez en cuando me paraba la policía, pero nunca me arrestaron, porque durante los viajes acabé conociendo a los ayudantes del sheriff. La verdad es que esos chicos no cobran mucho por luchar contra la delincuencia y tienen que buscarse otras fuentes de ingresos. No van a pasarse todo el día pintando casas. Bueno, en cualquier caso, cuando vengan reconocerán a Floyd en cuanto lo vean. En sus antecedentes policiales figuran muchísimos más asuntos turbios que en los que he podido estar metido yo. Si quieren abrir una investigación, es cosa suya.

—¿Entonces sólo se trata de venta de whisky? —preguntó Dennis.

—Hombre, sólo, sólo…

—¿Quién es esa gente?

—Voy a explicarte con tres palabras por qué prefiero no contarte nada más sobre este asunto —respondió Charlie.

—¿Con tres palabras?

—Sí, con tres: mafia del Dixie.

Charlie dijo que iba a contarle a Billy Darwin lo ocurrido y que luego llamaría a la policía. Dennis respondió que tenía que ir a recoger su ropa. A Charlie no le hacía gracia que volviera allí. A Dennis tampoco, pero explicó que no era muy normal que se dejase la ropa allí después de trabajar. Charlie se mostró de acuerdo y le dijo que iba a darle tiempo para marcharse antes de ir a hablar con Billy Darwin y hacer la llamada. Añadió que se fuera a casa, pero que no se lo contara a Vernice y le pidiera que le preparase uno de sus combinados.

Dennis cruzó el césped hacia la piscina de líneas onduladas y la escalera, que se recortaba contra el cielo nocturno. Tenía las zapatillas mojadas, pero habían dejado de rechinar.

Los vaqueros, la camiseta y los calzoncillos estaban colgados de una barra del andamio, a la altura de la cabeza, pero no impedían ver a Floyd Showers, tumbado boca arriba, con su raída americana de espiguilla de algodón marrón. Joder, pobre diablo, pensó Dennis. Lo miró con calma: era el tercer cadáver que veía de cerca. No, el cuarto. El primero fue el del saltador que se había golpeado contra las rocas en Acapulco. Luego, los dos operarios del parque de atracciones muertos al caerles encima unos cables de alta tensión. También había visto cómo le pegaban un tiro en la cabeza a un caballo cojo: el cerebro se le había salido como crema de trigo teñida de rojo. Floyd era el primer muerto por arma de fuego que veía. También era la primera vez que veía a unos asesinos. Había pasado un fin de semana en una celda con un tío que había matado de un tiro a un hombre durante una pelea en un bar, pero ése no contaba. Había sido en Panama City (Florida), después de que le registraran la camioneta en busca de hierba o algo por el estilo. El tío de la celda seguía con ganas de pelea. Es decir, tenía una borrachera de órdago. Dennis tuvo que darle una paliza —los ayudantes del sheriff no fueron a ayudarle— y estrellarle la cabeza contra la pared para que se relajase. Pero el tío era una fiera: no tuvo suficiente con unos cuantos golpes y le vomitó encima, conque a Dennis no le quedó más remedio que lavarse la camisa y los pantalones en el retrete. Se acordaba de que a la mañana siguiente tenía una pinta horrorosa, aunque el juez estaba más que acostumbrado a ese tipo de cosas. Cuando le pusieron en libertad, Dennis le dijo al ayudante del sheriff que había tenido que soportar de todo a pesar de que él no había hecho nada. El otro respondió que o cerraba la boca o volvía a encerrarlo.

Por eso le costaba hablar con la policía: siempre jugaban con ventaja.

Mientras se vestía dio la espalda al cadáver de Floyd, pero siguió visualizando a los dos tipos que lo habían mirado cuando estaba en la palanca. Luego se imaginó al del sombrero con un sable en la mano: se acordaba de las palabras de Charlie, del tono con que había hablado por un instante, de cómo se había reído de él. «Deberías verlo con el sable», le había dicho, para luego contarle que se vestían de confederados y recreaban batallas de la guerra de Secesión. Entonces se acordó de un cartel que había visto en Tunica en el que se anunciaba la recreación de una batalla.

Las luces del puesto de lanzamiento seguían encendidas.

Dennis regresó al hotel pensando que no debía perder tiempo. Tenía que cruzar la zona de empleados y llegar a la puerta de servicio. Su camioneta se encontraba en el extremo opuesto del aparcamiento. Quería irse a casa y pasar la noche tranquilamente con Vernice, pensar en lo que iba a contar sobre lo ocurrido y en la cara de sorpresa que iba a poner cuando le interrogasen los ayudantes del sheriff.

En el patio había un individuo.

Era negro. Pero no trabajaba en el hotel. No, era un joven bien plantado, delgado, de la misma complexión que él. Llevaba un pantalón plisado, una camisa oscura, como de seda, medio desabrochada, y una cadenilla. Esbozó una sonrisa. Dennis pensó en decirle hola y seguir su camino. Pero el individuo le dijo:

—Te he visto saltar.

Dennis se detuvo.

—¿Ah, sí? ¿Dónde? ¿En Florida?

—No, hombre. Aquí mismo. Hace unos minutos. Te he puesto un diez.

Seguía sonriendo. Dennis se volvió para mirar la escalera.

—¿Has podido ver algo? Está bastante oscuro.

—Sí, sí que está oscuro.

—Mañana colocaremos las luces.

—Colocado es como tendría que estar yo para lanzarme desde esa altura. —Parecía simpático: hablaba con espontaneidad y tono cordial—. Me he fijado en los carteles: «Dennis Lenahan, campeón del mundo. Desde los acantilados de Acapulco hasta Tunica, Misisipí.» Conque es a esto a lo que te dedicas, ¿eh? —Le tendió la mano—. Me llamo Robert Taylor. Encantado de conocerte. Haciendo lo que haces, tienes que ser un tío alucinante.

—Hace tiempo que me dedico a ello.

—Bueno, espero que no lo dejes.

Dennis empezaba a tener la sensación de que aquel tío era alguien importante.

—¿Estabas aquí fuera? —quiso saber.

—¿Cuando has saltado? No, estaba en mi suite.

Dennis preguntó:

—¿Mirando por la ventana? —Se dio cuenta de que era una pregunta estúpida.

Robert se le quedó mirando y esbozó una sonrisa.

—Sí, estaba vistiéndome y miré por casualidad. Te vi subido a la palanca, cuando estaban mirándote aquellos dos paletos, y pensé que igual les hacías una demostración.

—Ah, los dos tíos que estaban ahí… —dijo Dennis.

—Sí, miraban hacia arriba, como si estuvieran hablándote.

—Ya. —Dennis hizo una pausa y añadió—: Querían que realizara un triple salto mortal.

Se encogió de hombros y se ordenó relajarse, joder. Mientras tanto Robert Taylor siguió mirándolo con expresión cordial.

—Pero tú esperaste a que se marchasen. No me extraña, colega. Es un trabajo peligroso y no es como para hacerlo gratis.

No se podía decir que estuviera sonriendo. Era su tono de voz, sereno y sociable, lo que le hacía pensar que se trataba de alguien importante y que sabía algo.

—Me pagan por semana o por temporada —explicó Dennis—, pero tienes razón; uno no puede hacer una demostración para el primero que pase casualmente por ahí. —Guardó silencio por unos segundos y añadió—: Por ejemplo, esos tíos. No los había visto en mi vida.

Dennis esperó a que Robert le dijera que los había visto por ahí o saliendo del hotel. Sin embargo, lo que dijo fue:

—En cambio sí has hecho una demostración para Chickasaw Charlie.

Dennis rogó que aquellos dos individuos no volvieran a salir en la conversación.

—Pues sí, Charlie es un buen tipo —dijo—. ¿Ya has puesto a prueba tu brazo?

—He hecho algunos lanzamientos. Pero creo que ese radar que tiene le favorece a él. ¿Sabes lo que quiero decir? Aunque no sé cómo puede trucarlo y subir la velocidad cuando va a lanzar él, así que le concedo el beneficio de la duda y acepto que el viejo sigue capaz de lanzarla como es debido. Hasta que me entere de cómo lo hace.

—¿Vas a quedarte aquí una temporada?

—No he decidido cuánto tiempo. Vengo de Detroit.

—A probar suerte, ¿eh?

—En Detroit también tenemos casinos. No; hace falta una buena razón para venir a Misisipí, y perder dinero no es una de ellas.

No dio más explicaciones, pero Dennis prefirió no indagar, pese a lo mucho que deseaba saber a qué se dedicaba aquel tío. Le daba mala espina.

—¿Sabías que Charlie lanzó para Detroit en las series mundiales?

—Ajá, eso me ha contado. Entró y eliminó a todo el equipo.

—Oye, tengo que irme —dijo Dennis—. Ha sido un placer conocerte.

Se estrecharon la mano y Dennis se alejó. Cuando iba a entrar en el hotel, oyó a Robert a sus espaldas.

—Quería preguntarte una cosa. Tú no duermes en el hotel, ¿verdad?

Dennis sostuvo la puerta para que pasara.

—Tengo una habitación alquilada, en Tunica.

—Pensaba que a lo mejor dormías en la ciudad. ¿No conocerás por casualidad a un tal Kirkbride?

—Sólo llevo una semana aquí.

—Se llama Walter Kirkbride. El tío tiene un negocio en Corinth: construye caravanas, pero no de las que sirven para viajar. Las llaman casas manufacturadas: te entregan las piezas y tú la montas en tu terreno o donde sea. Hay una que se llama Vicksburg que en la parte trasera tiene unos cuartos que parecen dependencias de esclavos, para guardar el cortacésped y mierdas por el estilo. Hay otra que es una cabaña de madera. Podrían haberla llamado «la cabaña de Lincoln», pero ese tío es un sureño de pies a cabeza.

Robert le contaba todo esto mientras le seguía por un pasillo trasero.

—Si vive en Corinth… —puntualizó Dennis.

—Se me ha olvidado decirte que está construyendo una especie de urbanización de casas prefabricadas cerca de Tunica llamada Ciudad del Sur. Es para la gente que trabaja en los casinos. Kirkbride vive en la misma que utiliza como oficina.

—¿Quieres hablar con él de trabajo?

—¿Tengo pinta de clavar clavos o de hacer trabajos manuales?

Había cambiado de tono. Ahora parecía un negro susceptible que cree que le están faltando al respeto. Dennis juró para sus adentros. La reacción le había sentado mal. Lo único que estaba haciendo era darle conversación. Cuando llegaron a la salida de servicio no lo miró. Empujó la puerta de cristal pero no la sostuvo, pese a que Robert venía detrás de él.

En la acera, Dennis se volvió hacia él bajo el alumbrado y le espetó:

—Estoy dispuesto a creer cualquier cosa que me digas, Robert, porque me importa una mierda por qué estás aquí, ¿vale?

Lo observó atentamente: los pantalones amarillo claro; la camisa como de seda, color marrón oscuro y estampada con un motivo que parecía chino; el pecho desnudo; la cadenilla de oro… Robert lo miró con expresión astuta y dijo:

—Has reaccionado, ¿eh? Ha salido el auténtico Dennis Lenahan. —Robert volvía a mostrarse afable—. Cuando estábamos hablando ahí dentro, te he notado reservado y me he preguntado cómo es posible que a un tío capaz de arriesgar el pellejo cada vez que salta de la palanca le preocupe alguien como yo. ¿Será por lo que he visto? Me has preguntado si estaba mirando por la ventana y si he visto bien a los que estaban observándote…

—Yo no te he preguntado eso.

—Pero era tu intención. Querías saber cuánto he visto de lo que ha ocurrido. Hay una cosa que me ha llamado la atención. ¿Sabes el hombre que se ha pasado todo el día trabajando contigo? He visto que acababa la jornada. Me meto en el cuarto de baño, me ducho rápidamente y, cuando salgo, ya no está. Ahora resulta que hay unos auténticos paletos junto a la piscina hablando contigo. Y me pregunto: ¿qué ha sido de su ayudante? ¿No quiere verle saltar?

—¿Sabes quién es? —preguntó Dennis, tanteando el terreno, pero dispuesto a delatar a los dos individuos si era preciso.

Robert negó con la cabeza.

—Nunca lo había visto.

—Entonces ¿por qué preguntas por él?

—Me ha extrañado que desapareciera.

—Ya que no haces trabajos manuales —dijo Dennis—, ¿te importaría decirme a qué te dedicas?

Robert volvió a sonreír, pero no se dio prisa en contestar.

—Piensas que soy un pez gordo, ¿eh? Que no soy un vulgar ayudante del sheriff, sino un agente del FBI, quizás, alguien de la brigada de estupefacientes que ha venido a husmear. Vamos, hombre, no es mi intención meterme en tus asuntos. Te he visto lanzarte al agua, colega, y me inspiras respeto. —Hizo una pausa y añadió—: Oye, me he encontrado en tu situación en varías ocasiones. Sabes lo que quiero decir, ¿verdad? Creo que a los dos nos han tocado las narices alguna vez. Tú me preguntas si ando buscando trabajo y yo salto, porque no estoy buscando empleo. Tengo mis prioridades, da igual la circunstancia. Como cuando te he preguntado si conocías a ese tal Kirkbride.

—Tienes toda la razón —dijo Dennis—. Me largo.

—¿Quieres tomar una copa?

—Me voy a casa —respondió Dennis. Se palpó el bolsillo del pantalón y masculló—: Mierda.

—¿Qué pasa?

—Debía coger el coche de Charlie, pero se ha olvidado de darme las llaves.

—Si vas a casa, te llevo.

—Tengo la camioneta allí —explicó Dennis mirando la parte del aparcamiento reservada al personal del hotel. Bajo el alumbrado brillaban varias filas de coches y camionetas—, pero no puedo dejarla delante de casa. A Vernice le daría un ataque.

—No me extraña —dijo Robert—: es fea con ganas. Vamos, he dicho que te llevaba.

Dennis dudó. Quería largarse de allí, pero prefería evitar volver a la parte delantera del hotel, porque podía encontrarse con Charlie y quizá también con la gente del sheriff.

—Te lo agradezco —respondió—, pero ¿podrías coger el coche y recogerme en el camión? He de sacar una cosa.

Robert le dijo que no había problema.

No conseguía adivinar de qué año era el coche de Robert: se trataba de un Jaguar sedán negro, nuevo o casi. Lo tenía impecable y brillaba bajo el alumbrado. Cuando se acercó, Dennis aún estaba preguntándose a qué se dedicaría aquel tipo.

Guardaron silencio mientras se alejaban del hotel y dejaban a sus espaldas el neón, un neón que, según Dennis, no era tan agotador como el de los parques de atracciones, sino discreto. Entre el oscuro y cómodo cuero y el lujoso resplandor del salpicadero, empezó a relajarse y cerró los ojos. Los abrió al cabo de un instante, al oír hablar a Robert.

—La vieja 61. Sí, señor… —Y dobló a la derecha para tomar la carretera en dirección sur—. Ahí está el famoso cruce. —Y preguntó—: ¿Te gusta el blues?

—Algo —respondió Dennis mientras trataba de acordarse del nombre de algún músico.

—¿Cómo que algo?

—Me gusta John Lee Hooker. Me gusta B. B. King. A ver, que piense: también me gusta Stevie Ray Vaughan…

—¿Sabes qué dijo B. B. King la primera vez que oyó a T-Bone Walker? Que creía que el mismísimo Jesucristo había vuelto a la Tierra para tocar la guitarra eléctrica. John Lee y B. B. molan, y Stevie Ray no está mal. ¿Sabes de dónde son? ¿Qué les influyó? El Delta. El blues, tío, nació aquí mismo. Charley Patton era de Lula y vivía en un algodonal. Son House vivía en Clarksdale, en esta carretera. —Robert acercó la mano al salpicadero y apretó un botón—. Si no te gusta esto, es que no entiendes de blues.

Parecía un disco rayado: una guitarra marcaba el ritmo.

—Joder, ¿de cuándo es esto? —preguntó Dennis.

—La grabación es de hace setenta años. Fíjate, es Charley Patton, la primera gran estrella del blues. Escúchalo: duro y bronco, tío. Parece que estuviera pegándote. Esto que suena se titula High Water Everywhere. Va sobre la inundación de 1927, la que cambió la geografía del Delta en esta zona. Escucha: «Me habría ido al monte, pero no me dejaron pasar.» La ley le prohibió el paso: la zona alta estaba reservada en exclusiva para los blancos. Componían canciones sobre las cosas que ocurrían, sobre su vida, sobre cómo les jodía la ley, o sobre las mujeres, las mujeres que los abandonaban. Todas las letras van sobre hombres y mujeres, sobre la vida en los algodonales, en las granjas de trabajo, en las cuerdas de presos… En el estilo de este tío, Charley Patton, se basa el de Son House y en el de Son House, el del cantante de blues más grande que haya existido nunca, Robert Johnson. De Robert Johnson salieron Howlin’ Wolf y todos los chicos de Chicago. Ellos han influido en todo lo que ha habido hasta ahora, incluidos los Stones, Led Zeppelin, Eric Clapton… Eric Clapton solía decir que si alguien no conocía a Robert Johnson, él ni le dirigía la palabra.

Dennis tuvo que hacer memoria para recordar si había oído hablar de Robert Johnson.

—Siguiendo por esta carretera —continuó Robert Taylor—, a sesenta kilómetros de distancia, pasando Tunica, se encuentra el famoso cruce… —Robert guardó silencio y luego exclamó—: ¡Mierda!

Dennis vio que aparecían unas luces largas en la oscura carretera secundaria por la que circulaban. Junto con los faros se aproximó el aullido de las sirenas de la policía, y un par de coches del sheriff pasaron a toda velocidad en dirección al complejo hotelero.

Robert miró por el retrovisor.

—A mí no me buscan. ¿Y a ti?

Dennis hizo caso omiso y se volvió para mirar las luces traseras de los coches hasta que se perdieron de vista.

—Seguro que tarde o temprano me hacen parar porque, en vez de encontrarme en el campo recogiendo algodón, estoy conduciendo un Jaguar S-Type —dijo Robert, silabeando la marca del vehículo. Volvió a mirar el espejo y quitó la música—. Seguro que ha ocurrido algo gordo. ¿Conoces al encargado de seguridad del hotel? Pues he hablado con él. Es un hermano mío: antes trabajaba para la policía de Memphis y me ha contado que en el Isle of Capri ha habido dos atracos. Aparecieron dos tíos con gafas de esquí, aquí, en Misisipí, se llevaron trescientos mil dólares de la caja, y las cámaras de seguridad lo grabaron todo. Se largan, se encuentran con un control de carretera, y a uno lo matan de un tiro. En cuanto al segundo golpe, la prensa insistió en que había sido un trabajo poco profesional. Tres tíos se agencian cien mil dólares y desaparecen en plena noche. Para eso no hace falta ser un profesional, ¿no crees? Un tío robó en los dos casinos de Harrah, el domingo en el viejo y el miércoles en el nuevo, y se llevó sesenta mil pavos. Los testigos dicen que tenía insignias de oro. Claro: el tío es un triunfador. Pues sí, así son las cosas en el condado de Tunica, Misisipí —concluyó—. Antes era el condado más pobre de Estados Unidos. Jesse Jackson decía que era nuestra Etiopía. Todavía trabaja gente en granjas… Mira en el asiento trasero, todos los folletos y las mierdas que he recogido. Si no recuerdo mal, en uno pone que en Tunica la simpatía de la gente de campo constituye todavía una forma de vida. Siempre y cuando no te atraquen, te roben el coche o te cuelen dinero falso. A los falsificadores les encantan los casinos, tío. —Dennis quería preguntarle varias cosas, pero guardó silencio y siguió escuchándole—. ¿Has oído hablar del sheriff anterior? Lo llevaron a juicio por extorsión: aceptaba sobornos de los camellos y las oficinas de fianzas. Le cayeron treinta años. A un ayudante también lo llevaron a juicio, pero llegó a un acuerdo con el fiscal, declaró en contra del sheriff y le rebajaron la pena de cinco a dos años. Luego está lo del tío que quería ocupar el cargo del sheriff que estaba en chirona. Lo encontraron muerto en una zanja con un tiro en la cabeza. Después eligieron a un hermano mío y ahora da gusto: por lo menos ya no son los malos de la película los que llevan la insignia.

Dennis empezaba a sentirse cómodo con el tal Robert Taylor de Detroit. Era un tío con estilo y, como decía, tenía sus prioridades. Tal como le contaba las historias, daba la sensación de que podía decir lo que le viniese en gana. Luego Robert lo interpretaba como quería y soltaba alguna gracia, y así podían seguir hablando tranquilamente.

—¿Te has enterado de todo esto por el encargado de seguridad del hotel?

—De una parte me he enterado por él. De otra me he enterado por mi cuenta.

—Mientras planeabas el viaje.

—Exacto.

—Querías ver qué se ofrece por aquí.

—Quería echar un vistazo.

—Y te has informado de cómo está la delincuencia por estos parajes.

—Toda prudencia es poca.

—¿Y de los lugares de interés histórico?

Robert se volvió para mirarlo.

—Tú ríete, pero la historia puede servir de mucho si uno sabe usarla.

Dennis se quedó perplejo.

—¿Andas buscando oportunidades para montar un negocio?

—Más o menos.

—Con caravanas que no sirven para viajar, por ejemplo.

—Joder, tío —exclamó Robert, sonriéndole en medio de la oscuridad—. Eres más espabilado de lo que pensaba.