La piscina, pintada de azul claro con unas ondulantes líneas blancas que semejaban olas —la idea había sido de Billy Darwin, aunque a Dennis no le pareció mal—, ya estaba en el césped, colocada en su sitio. Al final Dennis prefirió no usar el agua del río, pues venía llena de limo. Habló con Darwin del tema y éste pidió a los bomberos de Tunica que llenaran la piscina con una boca de incendios que había junto al hotel, por lo cual dio a cada bombero una ficha de cien dólares para canjear o utilizar en el casino. Dennis estaba seguro de que los bomberos optarían por jugar y esperaba que ganasen.
Fue el ex jugador de béisbol y relaciones públicas del hotel y casino Tishomingo, Charlie Hoke, quien le encontró alojamiento. Se trataba de una casa particular donde alquilaban una habitación por cien dólares a la semana. Sin comidas, aunque Dennis podía cocinar si después limpiaba.
—Vernice está a régimen y ya casi no cocina, joder —le dijo Charlie.
Vernice, una pelirroja atractiva aunque un tanto regordeta —a Dennis eso no le importaba, ya que le gustaban las pelirrojas—, era la dueña de la casa. Ésta contaba con una planta, tres habitaciones y un porche con mosquitero, y se encontraba en School Street, Tunica, entre la escuela y dos oficinas de fianzas. Vernice trabajaba de camarera en el Isle of Capri. En teoría Charlie Hoke era su pareja y vivía con ella, pero en realidad tenía su propia habitación, por lo que Dennis no sabía muy bien a qué atenerse. Cualquiera hubiera dicho que llevaban veinticinco años casados. Después de que Dennis echara un vistazo a la habitación y decidiera quedársela, Vernice dijo:
—Eres el primer saltador que conozco. ¿Da miedo?
Dennis pensó que podría intentarlo con Vernice sin romperle el corazón a Charlie.
Fue también Charlie quien le encontró un montador.
El individuo en cuestión se llamaba Floyd Showers y era de Biloxi. Se trataba de un tipo flaco de cincuenta y tantos años, con la boca hundida y maneras de barriobajero. Siempre llevaba una pinta de Maker’s Mark y colillas en el bolsillo de la americana raída que se ponía sobre el mono incluso durante el día, cuando apretaba el calor. Floyd había trabajado en ferias de campo en la costa del golfo de México y demostró que sabía fijar y enganchar tensores, y ajustar la roldana y la cuerda de una polea para levantar entre veinte y treinta kilos de peso. Charlie comentó que Floyd había estado en la cárcel por robo, pero añadió que no había por qué preocuparse, que Floyd no tenía tendencia a meterse en líos.
El último día trabajaron hasta tarde para acabar de instalarlo todo. Dennis, con un bañador rojo, se encontraba en la palanca de arriba —más abajo, a doce metros y medio de altura, había un trampolín—, mirando cómo Floyd enganchaba el último cable. Dennis apretó el cabo y comprobó que estaba tirante.
Atardecía. El sol estaba poniéndose sobre Arkansas, al otro lado del río. Cerca de la piscina no había nadie, y el patio se encontraba ahora en penumbra. Una hora antes Dennis había visto a Vernice, vestida con el uniforme rosa de camarera del Isle of Capri, hablando en el césped con Charlie. Le había sorprendido verla allí, en el Tishomingo. Antes de marcharse, ella le había mirado para saludarle con la mano. Charlie había regresado a la extraña atracción en que trabajaba y aún seguía allí. Se trataba de un recinto cercado con una alambrada, semejante a media pista de tenis y con un cartel que rezaba:
PUESTO DE LANZAMIENTO
DE CHICKASAW CHARLIE
¡PONGA A PRUEBA SU BRAZO!
Lo que Charlie tenía allí, dentro del puesto de lanzamiento, era una plataforma y, colgada a dieciocho metros y medio de distancia, una lona con una zona de strike pintada. Cuando se lanzaba una pelota de béisbol, un radar calculaba cuánto tardaba en golpear la lona y mostraba la velocidad en una pantalla sujeta a la alambrada. El lanzamiento costaba cinco dólares. Si uno metía tres seguidas dentro de la zona de bateadores, ganaba tres lanzamientos gratis. Con un lanzamiento a ciento sesenta kilómetros por hora o más, el lanzador se llevaba un premio de diez mil dólares. También podía uno competir con Chickasaw Charlie. Si el robusto ex jugador de béisbol no mejoraba el lanzamiento con sus cincuenta y seis años y su barriga de bebedor de cerveza, el premio era de cien dólares.
Parecía fácil.
La primera vez que Dennis dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ver en qué consistía aquello, Charlie le dijo:
—Míralos. Estos granjeros jóvenes son unos gallitos: vienen pensando que tienen buen brazo. Fíjate en ese chico, el ancho de hombros. —Llevaba una gorra de John Deere vuelta hacia atrás—. Si lanza a más de cien por hora, le doy un beso en la boca.
El chico se estiró, acercó la pelota al pecho, la sostuvo con ambas manos y la lanzó, según Dennis, con todas sus fuerzas. La pantalla del radar marcó ochenta y siete kilómetros por hora. Charlie dijo:
—¿Qué te he dicho? —Y, dirigiéndose al chico, exclamó—: Chaval, mi hermana mayor lanza con más fuerza que tú. ¿Has visto alguna vez lanzar un nudillo? A ver, que te enseño. Fíjate, la coges con la yema de los dedos. —Charlie subió a la plataforma, se estiró y lanzó. La pelota salió disparaba hacia la lona, hasta que cayó en picado al suelo y la pantalla indicó ciento seis kilómetros por hora. Charlie le explicó a Dennis—: Tiran con el brazo en vez de usar el cuerpo entero. ¿Tú juegas?
—No desde que me subí a la palanca. Estoy al tanto de la liga americana —respondió Dennis—. De vez en cuando apuesto por los Yankees, a menos que jueguen contra Detroit.
—Eres listo, ¿sabes? ¿Qué me dices de la final del 84?
—¿Quién jugaba?
—Se la ganó Detroit a los Padres. ¿No te acuerdas? —No, pero daba igual: Charlie siguió hablando—: Yo jugaba con los Tigers y lancé en lo que acabó siendo el partido definitivo. Entré en el quinto y eliminé a todo el equipo. Conseguí que a Brown y Salazar les cantaran tres strikes. Le pegué a Wiggins por error, acabé con él, y logré eliminar al gran Tony Gwynn con nudillos de noventa y cinco por hora. Me tocó la segunda y la tercera entrada, hice veintiséis lanzamientos y sólo cinco fueron bola. Le di a Wiggins con una cuenta de cero dos, así que, evidentemente, no lo hice aposta. Se la lancé ajustada, pero me pasé un pelo. A mí nunca me dio miedo lanzarlas muy ajustadas. Eliminé a Al Oliver, a Bill Madlock, a Willie McGee y a Don Mattingly. A Wade Boggs lo eliminé dos veces en el mismo partido. No sé si estos nombres significan algo para ti.
Más tarde, Billy Darwin salió a ver cómo le iban las cosas a Dennis. Él y Floyd Showers ya habían instalado cuatro tramos de escalera y el andamio de metal que sostenía una palanca a tres metros de altura, sobre la parte trasera de la piscina. Dennis le dijo al jefe que un día más y ya habrían acabado y luego se puso a hablar de Charlie Hoke, asombrado de que un hombre de su edad todavía pudiese lanzar tan fuerte.
—¿Te ha hablado de todos los bateadores a los que eliminó y del tipo de lanzamientos que hacía? —dijo Darwin.
—Me sorprende que nunca haya oído hablar de él —comentó Dennis, y vio que Darwin esbozaba su habitual sonrisa de superioridad.
—¿Te ha contado dónde les daba?
—¿Dónde? —preguntó extrañado—. No sé de qué estás hablando.
—Pregúntaselo —dijo Darwin.
Dennis estaba pensando en eso cuando miró hacia abajo desde la palanca. El sol ya se había ocultado tras el horizonte. Podía ir a tomar una cerveza con Charlie y oírle contar historias de béisbol. Se imaginó que se encontraría todavía en su puesto de lanzamiento, al otro lado del césped. No le había visto marcharse, aunque no era fácil saberlo, ya que tras la alambrada, que era verde oscuro, había una arboleda. Podía darle un grito para que saliese y, cuando apareciera, deslumbrarlo con un mortal inverso.
Dennis dejó de mirar el puesto de lanzamiento y los árboles y se fijó en un campo de labranza vacío que se extendía hasta el complejo de hoteles. Parecían fuera de lugar. El hotel de al lado invitaba a sus clientes a disfrutar del «esplendor caribeño», pero se llamaba Isle of Capri. Lo mismo ocurría con el bar del patio del Tishomingo, que recordaba más a los mares del Sur que a un ambiente indio.
En el bar había dos individuos en mangas de camisa, uno de ellos con sombrero. Dennis no había reparado en ellos hasta entonces. Parecía un sombrero de vaquero.
En cambio, cuando el hotel trataba de recrear un ambiente indio —por ejemplo, con el mural de recepción, en el que se veía a unos indios de las llanuras con penachos de guerra cazando búfalos—, se equivocaba. Según Charlie, aunque cabía la posibilidad de que el jefe Tishomingo y los chickasaws vieran búfalos en Oklahoma tras ser enviados allí, estaba claro que no habían visto ninguno en Misisipí. Además Tishomingo ni siquiera había llegado a Oklahoma. Charlie también decía que era descendiente directo del viejo jefe, que había nacido al este, en Corinth, a veinticinco kilómetros del condado de Tishomingo.
Los dos tipos se encontraban ahora al final del patio, a un lado de la piscina del hotel. En efecto, el sombrero era de vaquero y de color claro.
Dennis iba con zapatillas de deporte y un bañador rojo, pero no llevaba camiseta ni calcetines. Miró hacia abajo y vio a Floyd Showers encorvado, encendiendo una de las colillas que solía guardar. Dennis se lo había encontrado en un par de ocasiones fumándose un porro bajo el andamio, detrás de la piscina. No había dicho nada, y Floyd tampoco: ni siquiera le había ofrecido una calada. Tampoco es que le molestara, pues no estaba seguro de si le apetecía fumar después de que el porro hubiera pasado por su boca. Floyd apenas hablaba a menos que se le hiciera una pregunta: en ese caso respondía y punto. Dennis echó un vistazo a sus zapatillas, se acercó al borde de la palanca y miró el trampolín situado a media altura, el flexible, y la piscina a la que tenía que lanzarse. El diminuto círculo de agua estaba tan sereno que la piscina parecía vacía. Para los saltos nocturnos pensaba iluminar el agua. Necesitaría a alguien que le presentase, una chica mona en bañador que tuviera el valor de subirse a la estrecha pasarela apoyada sobre el borde de la piscina. Anunciaría los saltos y agitaría el agua si a él le resultaba difícil diferenciar la superficie del suelo. Estaba pensando que sería una suerte si se pudiese saltar con zapatillas cuando alzó la mirada y vio que los dos individuos cruzaban el césped en dirección a la piscina.
El sombrero vaquero, de un tono blanco tirando a tostado, tenía el ala curvada del lado por donde lo cogía su dueño. Éste caminaba muy erguido con unas botas de aspecto campero, las largas piernas embutidas en unos tejanos negros ceñidos y una camisa blanca aparentemente almidonada, abotonada hasta el cuello y bien remetida en el pantalón. Entre los andares y las gafas de sol que llevaba bajo el ala del sombrero, parecía un auténtico militar, aunque también habría pasado por un agente de policía en su día libre. El otro individuo era más menudo, iba con ropa holgada, y llevaba la camisa por fuera y el escaso pelo que le quedaba peinado hacia atrás.
Dennis esperó a que mirasen hacia arriba con intención de saludarles. Pero ellos pasaron junto a la piscina y se dirigieron hacia Floyd Showers. Éste, que sostenía una colilla con la punta de los dedos, levantó la mirada cuando el repeinado lo llamó por su nombre. Dennis lo oyó igual que cuando se encontraba cayendo, juntando las piernas para hacer una carpa inversa, y oía una voz, una palabra…
—¿Floyd…?
Floyd tenía la misma cara que pone uno cuando lo deslumbran unos faros y se queda de una pieza. El pobre tío estaba encorvado, enfundado en aquella americana demasiado grande, con un brazo levantado para sujetarse a un tensor.
A Dennis no le parecía que aquellos individuos pudieran ser amigos. Si acaso se había imaginado al del sombrero de vaquero sacando unas esposas. Era el otro quien llevaba la voz cantante, pero no entendía lo que decía. Dennis vio que Floyd negaba con la cabeza y le dio la impresión de que se erguía. El repeinado sacó una pistola de debajo de su holgada camiseta. Tenía el cañón largo y delgado; a Dennis le pareció una Sportsman —una pistola de prácticas de calibre 22— o una similar. El del sombrero de vaquero y gafas de policía contemplaba el jardín como si aquello no fuera con él. Pero cuando el repeinado cogió a Floyd por el cuello de la americana y se lo llevó detrás de la piscina, donde no podían verlos desde el hotel, los siguió.
Ahora se encontraban debajo del andamio, justo a veinticinco metros de donde estaba él.
Se volvió sobre la palanca, en dirección a la escalera, y vio el río Misisipí, Arkansas y a lo lejos, en el horizonte, un brochazo de color cada vez más tenue. Quería saber qué ocurría abajo, pero no quería asomar la cabeza sobre el peldaño superior de la escalera para encontrarse con que estaban mirándolo. Esperaba que hubieran cruzado el césped desde el hotel sin advertir su presencia. Le habría gustado lanzarse de la palanca y caer en el agua a tres metros de ellos con una clavada tan perfecta que no produjese el menor ruido, y luego salir disimuladamente de la piscina y echar a correr como un loco. Oyó la voz de Floyd. Le oyó jurar por Dios y después se produjo una especie de estampido, un disparo o un ruido como el que produce un clavo clavado de un solo martillazo, un ruido seco que llegó hasta sus oídos y luego se extinguió. Dennis esperó sin dejar de mirar hacia Arkansas. Luego oyó tres estampidos más, muy seguidos uno tras otro. Se produjo un silencio y Dennis pensó que ya había acabado todo, pero entonces volvió a oír el ruido, el ruido seco. Pasó un minuto. Luego los vio salir por un lado y alejarse de la piscina.
Ahora estaban mirándolo.
Dennis se volvió lo suficiente para verlos. Hablaban entre ellos, pero no logró entender su conversación hasta que las palabras empezaron a formarse en sus oídos. No dejaban de mirarlo.
—¿Crees que no soy capaz de darle?
—Depende del número de disparos.
Esto lo dijo el de sombrero y gafas de sol, que estaba mirándolo fijamente.
—Te apuesto a que le doy cuando está en el aire, joder.
—¿Cuánto?
—Diez dólares. Oye, chico —dijo el repeinado levantando la voz—, a ver si saltas.
—¿Vosotros saltaríais desde aquí?
Hablaron de nuevo entre sí.
—Yo sí.
—Y una mierda.
—Cuando era pequeño saltábamos de un puente que había en el río Coosa.
—¿Desde qué altura? ¿Seis metros?
—No estaba tan alto como esto, pero saltábamos. —Volvió a levantar la voz—. Vamos, chico, salta.
—Dile que haga un mortal.
En esto precisamente estaba pensando Dennis: en hacer un triple agrupado, el blanco más pequeño que podía ofrecerles. Luego, cuando cayera en la piscina, tendría que quedarse bajo el agua. Era la única oportunidad que le quedaba y tenía que aprovecharla ahora, antes de que empezaran a disparar. Se volvió hacia la piscina y levantó los brazos, pero en ese momento se encendieron las luces al fondo del césped, en el puesto de lanzamiento.
Primero vio encenderse las luces y luego a Charlie Hoke salir al césped con la camiseta blanca con la leyenda ¡PONGA A PRUEBA SU BRAZO! A continuación oyó cómo les gritaba a los dos tíos:
—¿Qué coño hacéis aquí, colgados?
Por su forma de gritar, parecía que eran amigos suyos.
Ellos se volvieron y echaron a andar hacia él. Mientras tanto Charlie exclamó:
—¿Qué pretendéis? ¿Joderme el negocio?
Dennis ya no pudo oír nada más.
Los tres se dirigieron al puesto de lanzamiento. Charlie escuchaba al del sombrero vaquero, que ahora parecía llevar la voz cantante. Dennis se quedó mirándolos, incapaz de moverse de la palanca, sin lograr entender cómo era posible que dos conocidos de Charlie hubieran disparado al hombre que éste había llamado para trabajar en el hotel. Siguieron hablando junto al puesto de lanzamiento un par de minutos más. Luego los dos individuos se dirigieron hacia el hotel y Charlie volvió a salir al césped.
Antes de llegar a la piscina le gritó a Dennis:
—¿Vas a saltar, sí o no?