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Dennis Lenahan, el saltador de palanca, solía contarle a la gente que, a veinticinco metros de altura, en el extremo de aquella escalera de acero, la piscina parecía una moneda de cincuenta centavos. La piscina propiamente dicha medía seis metros de largo y el agua nunca cubría más de dos metros setenta y cinco. Dennis decía que desde allí arriba a uno le daban ganas de dejarse de saltos y arrojarse al agua de pie, y que en el último momento se protegía las partes con las manos y apretaba el culo bien fuerte, porque si no era como meterse un enema de ciento cincuenta mil litros.

Cuando explicaba esto, las chicas que conocía en los parques de atracciones hacían un afectado gesto de dolor y le decían que era muy valiente. Pero ¿no es demasiado peligroso?, preguntaban entonces. Dennis respondía que uno podía romperse la espalda e incluso matarse, pero que merecía la pena por la sensación que producía. A aquellas veraneantes les encantaban los chicos lanzados, incluso los que les doblaban la edad. Gracias a ello, Dennis continuaba saliendo a tomarse unas cervezas y contar anécdotas tras bajar de la palanca situada a veinticinco metros de altura. De vez en cuando se pasaba enamorado todo el verano, o al menos una parte.

Desde hacía unos años Dennis actuaba en solitario los días laborables. El sábado y el domingo llamaba, cuando podía, a una pareja de saltadores jóvenes para ejecutar una serie de saltos humorísticos llamados «trastadas»: se tiraban los tres desde diferentes alturas haciendo el loco y caían al agua a la vez. Aquello suponía alojarse en moteles de mala muerte durante el verano y dormir en el camión entre espectáculo y espectáculo, una forma de vida que Dennis debía aceptar si quería seguir trabajando de saltador de palanca. Lo que ya no soportaba eran los parques de atracciones, con su aburrido ajetreo, sus olores, sus luces de colores y esos aparatos que daban vueltas y más vueltas al ritmo de los incesantes pitidos de las locomotoras.

Para escapar de eso se le ocurrió llamar a hoteles de centros turísticos situados en el sur de Florida y decirle a quien estuviera dispuesto a escucharle que él era Dennis Lenahan, saltador profesional de exhibición, y que había participado en los espectáculos de saltos más importantes del mundo, incluidos los que se organizaban en los acantilados de Acapulco. Lo que proponía era dos espectáculos diarios como atracción especial, con saltos a la piscina del hotel desde el tejado o desde su escalera de veinticinco metros.

Le pedían su número de teléfono y luego no le llamaban, o bien le decían «Anda ya», y colgaban.

En un hotel le informaron de que la piscina sólo cubría metro y medio, y Dennis respondió que eso no suponía ningún problema, que conocía a un tío en Nueva Orleans que saltaba desde nueve metros a una piscina en la que sólo había treinta centímetros de agua. ¿Que su piscina sólo cubría metro y medio? Estaba seguro de que lograrían llegar a un acuerdo.

Pero no, no llegaron a un acuerdo.

Dennis vio por casualidad un folleto publicitario en el que la localidad de Tunica, Misisipí, era descrita como «la capital del juego del Sur» y se mostraban fotografías de hoteles enclavados a lo largo del río Misisipí. Uno de ellos le llamó la atención: el hotel y casino Tishomingo. A Dennis le sonaba el nombre del director, Billy Darwin, de modo que telefoneó.

—Señor Darwin, me llamo Dennis Lenahan y soy campeón del mundo de saltos de palanca. Nos conocimos en Atlantic City.

—¿Ah, sí? —dijo Billy Darwin.

—Recuerdo que al principio pensé que usted era Robert Redford, sólo que mucho más joven. Usted dirigía la casa de apuestas deportivas del casino Spade’s. —Dennis esperó. Al no obtener respuesta, añadió—: ¿Qué altura tiene su hotel?

El tal Billy Darwin las cazaba al vuelo, pues preguntó:

—¿Quiere lanzarse del tejado?

—A la piscina —respondió Dennis—, dos veces al día como atracción especial.

—El hotel tiene seis pisos.

—Parece la altura perfecta.

—Pero se encuentra a unos treinta metros de la piscina. Tendría que coger mucha carrerilla, ¿no le parece?

En ese momento Dennis supo que llegaría a un acuerdo con el tal Billy Darwin.

—Puedo instalar mi piscina, llena hasta una altura de dos metros setenta y cinco, pegada al hotel y saltar desde el tejado. Haría una actuación por la mañana y otra por la noche iluminado con focos, siete días por semana.

—¿Cuánto pide?

Dennis no se anduvo con chiquitas. Al fin y al cabo, estaba hablando con alguien que trataba con grandes jugadores.

—Quinientos diarios.

—¿Por cuánto tiempo?

—Por el resto de la temporada. Pongamos ocho semanas.

—¿Vale usted veintiocho mil dólares?

Qué rapidez: lo había calculado al instante.

—Hay que tener en cuenta los gastos de montaje: tengo que pagar a un montador e instalar un sistema para filtrar el agua de la piscina. Al cabo de unos días le sale verdín.

—¿No actúa durante todo el año?

—Si trabajo durante seis meses, me doy por satisfecho.

—¿Y luego qué?

—He sido profesor de esquí, camarero…

Billy Darwin le preguntó con voz queda:

—¿Ahora dónde se encuentra?

—En una habitación del motel Fiesta, Panama City, Florida —respondió Dennis—. Salto todas las noches en el parque de atracciones Miracle Strip. El contrato me obliga a quedarme hasta fin de mes —añadió—, pero se acabó, ya estoy harto… La verdad, no creo que sea capaz de aguantar otro verano entero en un parque de atracciones.

Se produjo un silencio. Quizá Billy Darwin quería saber por qué no era capaz, pero no tenía suficiente curiosidad para preguntárselo.

—¿Señor Darwin…?

Y éste dijo:

—¿Puede escaparse antes de que venza su contrato?

—Siempre y cuando pueda volver la misma noche, antes de la actuación.

Seguramente era lo que Darwin quería oír.

—Vaya a Memphis en avión —dijo—. Tome la 61 en dirección sur y al cabo de media hora estará en Tunica, Misisipí.

—¿Está bien la ciudad? —preguntó Dennis.

Pero no obtuvo respuesta. Darwin había colgado.

En aquel viaje Dennis no llegó a ver Tunica, ni siquiera el gran Misisipí. Cruzó el Sur por tierras de labranza hasta que empezó a divisar a lo lejos unos hoteles que se elevaban en medio de campos de soja. Pasó por cruces con señales que indicaban el camino del Harrah’s, el Bally’s, el Sam’s Town y el Isle of Capri. Entonces reparó en una valla publicitaria con un indio de gesto serio que apuntaba con el arco y la flecha hacia una carretera que conducía hasta el hotel y casino Tishomingo. El establecimiento contaba con una estructura semejante a un tipi que se alzaba sobre la entrada a una altura de más de tres pisos, de hormigón prefabricado y con tubos de neón tendidos hacia arriba y hacia los lados. Dennis se preguntó si no sería una choza de indios.

Aún no habían abierto. Todavía estaban ajardinando el terreno, plantando arbustos y poniendo césped a los lados de un riachuelo que corría hasta un montón de rocas y luego caía en cascada. Dennis aparcó el coche que había alquilado entre unos camiones cargados de plantas y árboles jóvenes, bajó y de inmediato vio a Billy Darwin hablando con un hombre. Lo reconoció por el pelo: lo llevaba como Robert Redford, por lo que aparentaba menos años que los cerca de cuarenta que tenía. Ambos rondaban la misma edad y eran de complexión delgada, morenos y bien plantados. De aspecto tranquilo y con gafas de sol, la única diferencia entre ellos era que Dennis tenía el cabello castaño y más largo, casi hasta los hombros. Darwin estaba volviéndose para alejarse cuando Dennis le dijo:

—¿Señor Darwin?

Darwin lo miró en silencio por un instante y preguntó:

—¿Usted es el saltador?

—Sí, señor. Dennis Lenahan.

—Lleva bastante tiempo en el negocio, ¿eh? —dijo Darwin con un gesto parecido a una sonrisa, aunque Dennis no habría podido asegurarlo.

—Me hice profesional en el 79 —explicó—. El año siguiente gané el campeonato mundial de saltos que se organizó en Suiza, en un lugar llamado Ticino. Hasta el río la caída es de casi veintiséis metros.

Aquel hombre no parecía sentirse impresionado ni tener ninguna prisa.

—¿Nunca se ha hecho daño?

—Uno puede pegársela, basta con que caiga en el agua un tanto desequilibrado. El público se piensa que ha salido perfecto, que ha sido una clavada.

—¿Tiene seguro?

—Suelo firmar uno. Si me rompo el cuello, a usted no le costará nada. Sólo he necesitado atención médica la primera vez que salté en Acapulco. Me rompí la nariz.

Le pareció que Billy Darwin lo estudiaba y esbozaba una sonrisa casi imperceptible al decir:

—Le gusta correr riesgos, ¿eh?

—En algunos de los equipos con que he actuado siempre era yo el que los corría —respondió Dennis. Tenía la sensación de que con aquel hombre podía hablar con franqueza—. Tengo una tabla de ochenta saltos desde diferentes alturas, y la mayoría puedo hacerlos incluso con resaca, por ejemplo el mortal inverso en el aire, que es el típico salto de palanca. Pero no sé qué salto voy a hacer hasta que llego arriba. Depende de la gente, de cómo vaya la actuación. De todos modos, una cosa es cierta: cuando uno se encuentra en la palanca, a veinticinco metros del agua, sabe que está vivo…

Darwin asintió con la cabeza y apuntó:

—Y que las chicas están mirándolo.

—Eso también. La gente contiene la respiración.

—Y luego usted sale de la piscina chorreando agua y con el pelo echado hacia atrás…

¿Adónde quiere ir a parar con estos comentarios?, se preguntó Dennis.

—Entiendo por qué se dedica a esto; pero ¿hasta cuándo? ¿Qué hará luego para lucirse?

El tal Billy Darwin estaba muy seguro de sí mismo y decía lo que le venía en gana.

—¿Cree que me preocupa? —repuso Dennis.

—Desesperado no está —admitió Darwin—, pero seguro que ya anda buscando algo. —Dio media vuelta y añadió—: Vamos.

Dennis lo siguió hasta el hotel. Cruzó el vestíbulo, que estaban enmoquetando, y entró en el casino. Como todos los casinos en que había estado, tenían las mesas de juego a un lado del pasillo central y al otro un millar de máquinas tragaperras. Aunque se encontraba detrás de Darwin, Dennis le dijo:

—En Atlantic City fui a la escuela de directores de juegos de casino. Conseguí trabajo en el Spade’s cuando usted se encontraba allí. —Esto no dio pie a comentario alguno—. No me gustaba cómo tenía que vestir —agregó—, conque lo dejé.

Darwin se detuvo y se volvió un poco para mirarlo.

—Pero le gusta jugar.

—De vez en cuando.

—Aquí tenemos a una persona que trabaja de relaciones públicas —dijo Darwin—. Se llama Charlie Hoke. Chickasaw Charlie, para ser exactos; dice que es medio indio. Se pasó dieciocho años en el béisbol profesional: lanzó para Detroit en las series mundiales del 84. Le he hablado de su llamada y me ha aconsejado que lo contrate. En su opinión, un hombre al que le gusta el alto riesgo acaba dejando el sueldo en una de estas mesas.

—Chickasaw Charlie se llama, ¿eh? —dijo Dennis—. Es la primera vez que oigo hablar de él.

Salieron por la parte de atrás al bar del patio y la piscina, diseñada como una laguna, con rocas y grandes plantas frondosas. Dennis levantó la vista para fijarse en el hotel, vio que había balcones hasta el último piso y, cuando llegó al cielo con la mirada, dijo:

—Estaba usted en lo cierto: tendría que salir disparado de un cañón. —Volvió a fijarse en la piscina del hotel—. De todos modos, no cubre lo suficiente. Lo que puedo hacer es poner mi piscina cerca del edificio y lanzarme verticalmente.

Darwin también miró el hotel.

—Cuidado, no vaya a pegarse contra los balcones.

—Me lanzaría de la esquina.

—¿Cómo es su piscina?

—Como el día de la Independencia: blanca con estrellas rojas y azules. Lo que puedo hacer —añadió en tono inexpresivo— es pintarla para que parezca de corteza de abedul y colgarle pieles de animal del borde.

Darwin lo miró por un instante y se volvió hacia el césped que se extendía hasta el Misisipí y que se perdía de vista tras una pequeña elevación. Se quedó con la mirada clavada allí, sin decir nada, de modo que Dennis trató de tirarle de la lengua.

—Es el lugar perfecto para una escalera de veinticinco metros. Hay sitio de sobra para los tensores. Se ponen cuatro por cada sección de escalera, que mide tres metros y pico.

Dennis esperó algún comentario de Darwin.

—¿Treinta y cuatro tensores?

—Nadie se fija en ellos. Son cables blandos de calibre doce. Apenas se ven.

—¿Y lo trae todo usted, la piscina y la escalera?

—Todo. Tengo una camioneta Chevy con ciento noventa mil kilómetros y un remolque de gran tamaño.

—¿Cuánto tardará en instalarlo todo?

—Unos tres días, si consigo encontrar un montador.

Dennis le explicó que primero se ponía la piscina y que las secciones iban unidas por vástagos de acero, igual que cuando se coloca una puerta, añadió. Una vez montada la piscina, se le ata un cable alrededor, bien prieto. A continuación se extienden en el fondo unas diez pacas de heno para que sea mullido, se sujeta el forro de plástico con cinta adhesiva y finalmente se llena de agua. El forro se mantiene en su sitio gracias al agua. Dennis dijo que la bombearía del río.

—Total, si está aquí al lado…

Darwin le preguntó de dónde era.

—De Nueva Orleans. Todavía tengo algunos familiares y a mi ex mujer allí. Se llama Virginia. Nos casamos demasiado jóvenes y yo me pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. —Ésa era su versión habitual de los hechos—. Aunque seguimos siendo amigos…, por así decirlo.

Dennis esperó. Darwin no hizo más preguntas, por lo que continuó explicándole cómo se instalaba todo. Le dijo cómo se levantaba la escalera y cómo se encajaban las secciones de tres metros unas en otras y se aseguraban individualmente con los tensores a medida que uno iba subiendo. Se usaba un aparato llamado cabria, que se enganchaba y funcionaba con una polea. De ese modo se podían subir una a una todas las secciones. Se encajaban y se aseguraban con los tensores antes de pasar a la siguiente.

—¿Cómo se llama la parte desde donde se lanza?

—Palanca.

—¿Dónde se pone? ¿Arriba del todo?

—Se engancha al quinto peldaño contando desde arriba, para que haya algo a lo que agarrarse.

—Entonces, en realidad no salta desde una altura de veinticinco metros —precisó Darwin—, sino de veintitrés.

—No, porque cuando uno se pone de pie en la palanca —explicó Dennis—, su cabeza se eleva hasta los veinticinco metros, y allí es donde se encuentra uno, créame: en la cabeza. Ya no piensas en la chica del tanga con que has estado hablando hace un momento, sino única y exclusivamente en el salto. Hay que tenerlo todo bien claro antes de lanzarse, para evitar pensar y hacer cambios de última hora, cuando se está cayendo a casi diez metros por segundo.

Se levantó una leve brisa. Darwin se volvió para que le diera en la cara y se mesó su mata de pelo. Dennis dejó que la brisa alborotara el suyo.

—¿Se pega alguna vez contra el fondo?

—El momento decisivo del salto es cuando uno penetra en el agua. Hay que caer con el cuerpo en la postura correcta, lo que se llama posición de cuchara. Se parece a cuando uno está sentado con las piernas extendidas. Así es posible corregir el rumbo. Si se cae bien, se llama clavada.

Dennis pensó en explicárselo con mayor viveza, pero se dio cuenta de que Darwin iba a hablar.

—Le doy doscientos diarios por dos semanas fijas y luego ya veremos cómo va la cosa. Le pago el montador y los gastos de instalación. ¿Qué le parece?

Dennis sacó del bolsillo de los vaqueros el medio dólar de Kennedy que solía llevar y lo tiró al brillante suelo de losas del patio. Darwin miró la moneda y Dennis le dijo que así se veía la piscina desde lo alto de la escalera de veinticinco metros. A continuación le contó lo demás, incluido el modo de evitar la sensación de que uno se ha metido un enema de ciento cincuenta mil litros.

—¿Qué tal trescientos diarios durante las dos semanas de prueba? —propuso.

La moneda de medio dólar brillaba al sol. Billy Darwin levantó por fin la vista, asintió y respondió:

—¿Por qué no?

Pasaron casi dos meses hasta que Dennis volvió al hotel e instaló sus cosas para el espectáculo.

Tuvo que acabar las actuaciones en Florida, desmontar la escalera y la piscina, y conseguir que todo el equipo cupiera en el camión. Luego tuvo que detenerse en Birmingham, Alabama, para recoger quinientos cincuenta metros más de cable. Y cuando se le averió la puta camioneta en la carretera tuvo que esperar más de una semana a que llegaran las piezas de recambio y terminaran de una vez la reparación. La última vez que llamó a Billy Darwin desde la carretera le dijo:

—Sacarle las tripas al motor son palabras mayores.

Darwin no le preguntó qué problema había. Lo único que le dijo fue:

—Así que la vida de los chicos lanzados como tú no consiste únicamente en conocer chicas monas y follar.

Dennis pensó que Darwin iba de simpático, pero luego le ponía a uno en su sitio y despreciaba su modo de ganarse la vida.

El nunca había hablado de follar. Lo que correspondía ahora era preguntarle a Billy Darwin si le apetecía subir a la escalera. A ver si tenía el valor de saltar desde allí arriba.