13

El urinario no tenía techo. Una vallita circular de chapa metálica, con una abertura a cada lado, daba acceso a un angosto recinto también circular, con otras dos entradas dispuestas perpendicularmente a las exteriores. Ayuso salió del pequeño laberinto del urinario abrochándose la bragueta. La bragueta formaba una bolsa que le subía hasta medio pecho. Miró a derecha y a izquierda de la calle, como orientándose, y tiró en la misma dirección que había traído. La acera estaba encharcada y había que ir sorteando los lavajos para no mojarse. Ahora no llovía, pero el cielo continuaba aborrascado y amenazante. Unas veloces nubes negras se deslizaban por debajo de la brumosa masa del fondo. Cerca, por la parte del sur, seguía retumbando a intervalos regulares la tronada. Ayuso sentía la caliente humedad del aire remetiéndosele por el cuerpo. Pensaba en el domingo. Si seguía lloviendo, no iba a poder celebrarse la comida a los pobres del Albarrán. De todas formas, tampoco era cosa de suspender los preparativos. El corralón del Espolique estaría hecho un barrizal, pero había que correr el riesgo. Se imaginaba que don Andrés no iba a dejarlo colgado con los gastos y que ya habría tiempo de cubrirlos. Ayuso calculó que incluso iba a ser mejor suspender la comida por una semana. Llegado el caso, podría justificar con creces el desembolso y hasta doblar lo que perdiera en el tejemaneje de la cocina. No le diría nada a don Andrés. Cien duros por un lado y lo del monto de las pérdidas si llovía, ya era un asunto. Ayuso llegó a un cruce desde el que se abrían en abanico cuatro calles. Tiró por la más estrecha, que quedaba encajonada entre dos altos y pretenciosos edificios de nueva planta. Ayuso caminaba como un autómata, casi sin darse cuenta por dónde iba. Probablemente se orientaba por el olor. Se acordó que había dejado en el Espolique a su mujer y a su hijo. Cuando faltaba de la tienda, nunca estaba tranquilo, lo reconcomía el temor de que hicieran algún desaguisado. Torció a la derecha, atravesó a la otra acera y se entró a la izquierda. Tenía los calcetines mojados y se ahogaba con la tormentosa calentura del aire. El callejón subía haciendo eses hasta un espacioso rellano flanqueado de casas de un solo piso. La grisura de la luz barnizaba de un acuoso y fantasmal tinte la graciosa disposición de los enjalbegados muros. Ayuso se metió en la taberna del Troncho.

—A las buenas tardes —saludó desde la puerta.

El Troncho parecía un tubo. Esmirriado y bajito, de piel seca y plomiza, calvo y desdentado, era difícil averiguar la edad que tendría. Se agachaba en aquel momento al lado de una bota, colocando una tina de madera negra debajo de la espita.

—Buenas —ladeó la cabeza sin levantarse.

—Aquí a ver si hacíamos negocio —dijo Ayuso.

El Troncho se incorporó. Hablaba como un viejo y se movía como un chiquillo. La taberna era amplia y de noble aspecto. Tenía una cierta traza de sacristía, con sus limados muros de piedra sin blanquear y sus altos ventanales labrados. Por el techo corrían las telarañas y el verdín, a franjas paralelas, como siguiendo la dirección de la corriente de aire que circulaba entre la puerta y una de las ventanas del fondo. Ayuso se fue para la otra parte de la andana de las botas, que dividía la taberna en dos mitades, la de delante el doble de ancha que la de atrás. El mostrador quedaba frente a la puerta, un poco a la derecha. El Troncho iba a la zaga de Ayuso. No había nadie más en la taberna. Ayuso se sentó en un taburete, junto a una desvencijada mesita de cocina.

—¿Quiere usted un vasito? —preguntó el Troncho.

—Venga. ¿Tiene ahí todavía ese vinillo de sobretabla?

—Sí, ¿le echo un vasito?

—Vamos a probarlo.

El Troncho se fue al mostrador a buscar un vaso.

—Vamos a probarlo —repitió Ayuso—. Estaba bueno.

Las moscas revolaban entre las botas huyendo de la lluvia. En setiembre, el olor multiplica las moscas, todo el pueblo se llena de moscas. Pero ya no duran demasiado; a la semana de estar oliendo a mosto, no lo resisten y se mueren a montones. El Troncho no tenía que agacharse para meterse por detrás del mostrador. El mostrador no era más que una mesa como de carpintero tapada por el frente y pegada a la pared por un lado; el de la izquierda quedaba franco. El Troncho abrió la espita de un barril que goteaba a la espalda de Ayuso. Volvía con el vaso, espumoso por arriba como si fuese cerveza. Lo colocó sobre la mesita.

—Aquí tiene —dijo.

Ayuso no bebió en seguida. Cambió de sitio el vaso y le daba vueltas, arrastrándolo sobre la tabla. Miraba los mojados e incompletos círculos que se iban quedando señalados en la madera.

—Pues verá —dijo—, venía a ver si arreglábamos ahí un asuntillo, como cosa de nada.

—Usted dirá.

Ayuso corrió un poco el taburete para dentro, acercándose a la mesita. El Troncho se sentó al otro lado, a horcajadas sobre una silla de tijera puesta del revés, los brazos cruzados sobre el indeciso espaldar. Ayuso no quitaba los ojos de las mojaduras que iba absorbiendo la madera.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó.

—Vaya, más mal que bien —se pasaba los dedos a contrapelo de la crecida y canosa barba—. ¿Y la tienda?

—Igual, eso no se mueve —dijo Ayuso—, eso está igual.

—Es otra cosa, claro. Una tienda se defiende de otra manera.

—Con el almacén es con lo único que se cubren un poco las espaldas. Lo del vino no da ni para pipas.

—El vino, como no sea al por mayor. Y ahora, ni eso.

—Mucho personal en la vendimia, se nota, ¿no?

—Sí, siempre se nota algo.

Ayuso le pegó un sorbetón al vaso y lo vació hasta la mitad. Se limpió los labios con el dedo índice, chascando la lengua.

—Está bueno —dijo.

—Ya lo creo que está bueno. Ese vino, por el precio que yo lo doy, no se encuentra.

—Además de verdad, sí, señor. De clase y de precio.

—Por suerte o por desgracia, yo tengo ahí mis reservas. Cuando veo que se está remontando, pues le paro los pies, eso es lo que hago —señalaba con la cabeza para la andana—. Ahora me van a traer un par de botas de este año para rociar la criadera.

—Ésa es la única forma, claro —dijo Ayuso cambiando de postura—. Bueno, a lo que iba, usted tiene ahí unas sillas, ¿no?

—¿Unas sillas?

—Verá, a ver si nos ponemos de acuerdo —volvió a acomodarse en el estrecho taburete—. El domingo me van a hacer falta como unas cien sillas, es para un convite, o sea, para una comida de la parroquia. Yo tengo en el Espolique cerca de cuarenta, pero me van a hacer falta alrededor de las cien.

—Ya —dijo el Troncho—. ¿En qué puedo servirle?

Ayuso le dio otro sorbo a su vaso, pero esta vez no tragó tanto como antes. Parecía que había tomado fuerzas para arrancar.

—¿Por cuánto me alquila usted seis docenas de sillas, en números redondos?

—Hombre, Ayuso, no sé —se rascaba el cogote—. Yo las tengo ahí, usted las ha visto, pero alquilarlas, no sé…

—Es para un día, venir por ellas el sábado a última hora y el domingo por la tarde están aquí.

—Sí, si no es por eso, yo no las necesito mayormente. Es que ya le digo, alquilarlas es una cosa que no cae dentro de mis cálculos, no las he alquilado nunca.

Ayuso terminó su vaso. Todavía con el buche en la boca vio entrar al hijo de Onofre. El Troncho se levantó, sacándose la silla de entre las piernas con una imprevisible agilidad. Se acercó al mostrador.

—Hombre, ¿cómo le va? —saludó.

—Bien —contestó el hijo de Onofre mientras se secaba el agua que le caía del pelo—. ¿Qué hay de nuevo?

—Ya ve usted, tirando.

—Por aquí, una vueltecita.

—Ya hace no sé el tiempo que no se dejaba ver.

—La vendimia.

El hijo de Onofre miró a Ayuso de pasada. Ayuso se había levantado del taburete y se alejaba hacia el fondo de la bodega, con las manos metidas en los bolsillos, estirándose del pantalón hacia los lados. Detrás de un tabique de lona enyesada se veía asomar una pila de sillas de tijera. El Troncho seguía hablando con el hijo de Onofre, la tabla del mostrador de por medio.

—Y tu padre, ¿cómo anda?

—Regular —contestó el hijo de Onofre—. Regular nada más, le pesan los años.

—Una viña come mucho.

Se oían las lentas y pastosas pisadas de Ayuso.

—¿Me da usted una copita de coñac? —pidió el hijo de Onofre.

—¿Del barril?

—Sí, es lo mismo. Y un vaso de agua.

El Troncho llenó la copa, abriendo la llave de canuto de un barrilito, y la puso sobre el mostrador.

—¿Ha venido por aquí don Miguel Gamero? —preguntó el hijo de Onofre.

—Ah, sí —contestó el Troncho mientras colocaba un vaso de agua al lado de la copa de coñac—. Hará como una media hora.

—Vaya.

—Que si venía usted, que iba a un encargo y que ya estaba aquí.

—Voy a esperarlo un ratito.

Ayuso se paseaba ahora a todo lo largo de la andana. El trueno saltó encima mismo de la bodega, parecía que se iban a venir abajo las paredes. Seguía tableteando el eco cuando habló el Troncho, la voz gutural y temblona.

—Qué tiempo, esto no puede ser bueno.

—Se veía venir.

—Va a hacerle daño al campo, ¿no?

—Usted dirá, bueno no es.

—¿No querían que lloviera? —levantó la mano—. Pues con más ganas…

—Al que esté metido en faena, a ése es al que le toca la peor parte.

El Troncho se disponía a acercarse a Ayuso, que estaba ahora parado de cara al mostrador.

—Un momento —se excusó.

—¿Usted conocía a Joaquín? —preguntó el hijo de Onofre.

—¿A Joaquín?

—A Joaquín el Guita.

—Sí, ¿por qué? —dijo el Troncho.

—Se ha matado esta tarde, hace un rato.

Ayuso se adelantó corriendo. Cuando le hacía falta, tenía el oído de una liebre.

—¿Qué? —exclamó.

—En Valdecañizo, una desgracia —repitió el hijo de Onofre—. Lo aplastó una bota.

—¿A Joaquín?

—Me acabo de enterar cuando venía, una desgracia.

—Pero si esta mañana… ¿Usted se refiere a Joaquín Navarro?

—Creo que se llamaba Navarro. Al Guita.

—¿Será posible?

—¿Tenía hijos? —preguntó el Troncho.

—No.

—Bueno, menos mal.

—Si esta mañana vi a Lucas —dijo Ayuso—. Se fueron juntos a Valdecañizo.

—Cuando menos se piensa… —dijo el Troncho.

—¿Y cómo fue?

—Creo que estaban cargando el mosto y se le vino una bota encima —dijo el hijo de Onofre—, un caso de mala suerte.

—La tenía sentenciada, maldita sea la hora.

Ayuso se pasó una mano por la frente. El hijo de Onofre se bebió la copa de coñac de un trago, como para no cogerle el sabor, empujándola con un buche de agua. Ponía cara de no gustarle.

—Cuando menos se piensa… —repitió el Troncho.

—¿Y lo sabe Lola? —preguntó Ayuso—. ¿Se lo han dicho?

—¿La mujer? No sé, supongo que ya lo sabrá, habrán ido a avisarla.

—Maldita sea la hora.

Se quedaron callados los tres. El hijo de Onofre sacó un paquete de Ideales amarillos y ofreció. Ayuso no quería. Empezó otra vez a diluviar, no se veía la pared de enfrente de la calle. El agua se metía dentro de la taberna, saltando como si fuese granizo.

—No me lo puedo creer, es una cosa que no me la puedo creer —dijo Ayuso—. La tenía sentenciada —fue bajando la voz—. Lola estuvo en el Espolique…

—La vida —dijo el Troncho—. La puñetera vida. Está uno tan fresco y cuando menos se piensa, zas, se acabó.

—¿Y está todavía en Valdecañizo? ¿No lo han traído?

—No sé —contestó el hijo de Onofre—. Me imagino que hasta que no vaya el juez no lo traerán.

—Habrá que acercarse por su casa.

—Sí.

—A lo mejor Lola no se ha enterado todavía.

—A lo mejor, no hace ni tres horas.

—Un mal trago —dijo el Troncho—. El que tenga que darle la noticia a la mujer, un mal trago.

—Pobre muchacha —dijo Ayuso—. Es que no me cabe en la cabeza, maldita sea la hora.

Ayuso se acordaba del kilo de habichuelas que no le quiso fiar su mujer a Lola. Por primera vez desde hacía muchos años, Ayuso tenía el corazón en un puño. Refregaba la punta de la mojada bota negra contra la pared baja del mostrador. La bota tenía dados de sí los elásticos de los lados y a Ayuso se le salía el talón. No sabía qué lo desazonaba más, si la repentina muerte de Joaquín o el miserable concomio de su avaricia. Sentía otra vez un oscuro desprecio por su mujer, como cuando la vio por la mañana barriendo la puerta del Espolique. Brilló un relámpago. Se acordó de las sillas. A lo mejor, el Troncho se las prestaba sin más. En todo caso, podía proponerle lo que tenía decidido: dos garrafas viejas de a dos arrobas a cambio del préstamo. Escupió y pensó otra vez en Joaquín. Lola iría al Espolique a pedirle ayuda. Le daría lo que hiciera falta, tenía que dárselo. Ahora no era como antes. Pisó el escupitajo para no levantar la vista del suelo. El Troncho hablaba con el hijo de Onofre, pero Ayuso no oía lo que estaban diciendo. A fin de mes iba a tener que desembolsar unas seiscientas pesetas para reponer existencias. Había que ir rellenando los huecos de los comestibles a medida que se presentaban. Retumbó otra vez el trueno. A Lola iba a darle lo que hiciera falta, de eso estaba seguro. Sonó el motor de un coche deteniéndose en la puerta de la taberna. Ayuso seguía con los ojos pegados al suelo. Claro que también era posible que Lola no tuviese más remedio que volverse a las Talegas con su cuñado. Pensó que podría hablar con don Andrés para que estuviese al quite. Ayuso tampoco se encontraba en disposición de cargar con un nuevo gasto.

—Buenas tardes —dijo Miguel mientras se sacudía los mojados pantalones con una mano, todavía en la puerta.

—¿Cómo va eso? —dijo el hijo de Onofre.

—Buenas tardes —respondieron a la vez Ayuso y el Troncho.

—Ahora te cuento —dijo Miguel dirigiéndose al hijo de Onofre—. Tuve que recoger el coche de Montaña.

—¿Vas a volver a la oficina?

—A dejar el coche. Montaña se ha tenido que ir a Valdecañizo, vinieron en el camión por él.

—Lo de Joaquín, ¿no?

—¿Te has enterado?

—Me encontré a un cargador de Valdecañizo que iba a dar parte.

—Lo que son las cosas, ayer estuve hablando con Lucas. Se fueron a la viña por mí.

—Ya ves.

—También es mala suerte, qué mierda.

Ayuso y el Troncho se habían acercado a la puerta a ver llover. Se volvían: el Troncho hacia la andana de las botas y Ayuso hacia el mostrador. Ayuso se llevaba nerviosamente dos dedos a la sien en señal de saludo.

—Usted perdone, don Miguel —dijo.

—¿Qué hay?

—¿Ya sabe lo de Joaquín?

—Sí.

—Yo no acabo de creérmelo, no me cabe en la cabeza, es como si me hubieran dado un trancazo.

—Una desgracia —dijo el hijo de Onofre.

—El sino de las personas, ahí está. Ese muchacho lo llevaba escrito.

El Troncho se acercaba.

—¿Lo han traído? —preguntó Ayuso—. ¿Sabe usted si lo han traído?

—Yo creo que hasta que no vaya el juez… —dijo el hijo de Onofre.

—Entonces está todavía en el campo, ¿no?

—Además, a su casa no lo van a llevar.

—¿Y eso?

—Como ha sido un accidente —dijo el Troncho.

—Claro.

—Un accidente siempre es un engorro.

—¿Y Lola? —dijo Ayuso.

—Don Pedro iba a ir a verla —dijo Miguel—, bueno, luego vamos a ir los dos.

—Figúrese usted cómo estará, una lástima, y encima, eso. Joaquín tenía la negra.

Se quedaron callados. Miguel se colocó en un extremo del mostrador, de cara a la pared.

—¿Me da usted una copa de ginebra? —pidió.

—Sí, señor —dijo el Troncho.

—¿Tomas algo? —le preguntó Miguel al hijo de Onofre.

El hijo de Onofre no quería. Estaba encendiendo otro cigarrillo. Miguel se dirigió a Ayuso.

—¿Y usted?

—Muchas gracias, don Miguel. Un vasito.

—¿Le gusta ésta? —preguntó el Troncho enseñándole a Miguel una botella de ginebra.

—Vale, da igual.

Miguel no conseguía tranquilizarse. Algo que no sabía bien lo que era se le venía encima como una losa. La muerte de Joaquín le producía una desconsolada sensación de inseguridad. Tenía la memoria como atiborrada de una tediosa y depresiva virulencia. Lo zahería de desconcierto la inminente necesidad de mirar para adelante.

—¿Y Vicente? —preguntó el hijo de Onofre.

—Iba a ir a casa a las siete con Rafael —dijo Miguel.

—Sí, en eso quedamos. Rosalía también estará.

El hijo de Onofre pellizcaba las hebras que se salían por la punta del cigarrillo.

—Cuando termine la vendimia, nos vamos de Monterrodilla —dijo.

—Ya lo sé, no te preocupes.

—No me preocupo, tenía que hacerlo.

—Algo saldrá.

Miguel, delante del hijo de Onofre, se sentía siempre un poco como si lo hubiesen cogido en falta. Muchas veces había pensado hablar con él de lo de Encarna y nunca le pareció oportuna la ocasión. Ahora ya era todo distinto, pero seguía sintiendo el mismo vergonzante resquemor por lo que no había sabido ni tampoco había querido remediar. Amainaba la lluvia poco a poco, dejando en el aire una bochornosa pestilencia a fango. El hijo de Onofre, desde los viejos días de la finca del Temple, había sido para Miguel una especie de inveterada representación de la hombría. Sin proponérselo, el hijo de Onofre le había ido enseñando algo cuya importancia adivinaba, pero que siempre estuvo como envuelto en una vaga referencia con la realidad. Oyó maldecir a Ayuso. Miguel sentía ahora como nunca el violento deseo de que el hijo de Onofre no estuviese al tanto de sus andanzas con la hermana.

—Y si no, nos volvemos a la sierra.

—Algo saldrá, ya verás —dijo Miguel—. Seguro que sale algo.

—Lo único que quería era irme, tú sabes que tenía que hacerlo.

—Lo sé.

Miguel pensaba en Joaquín y en Encarna y en Lucas y en la mujer de Joaquín. Una red de desolados canales conduciendo al mismo sitio. Le bullían delante de los ojos como luciérnagas las horas de los dos últimos días. Se acordaba de la noche anterior en Valdecañizo, no, de la noche anterior no, de la otra, cuando se metió en el lagar rebosante de uvas, y de aquel mediodía, cuando estuvo con don Andrés en el bar. Miró para Ayuso. Ayuso tenía el ademán compungido, su vaso de sobretabla a medio terminar en la mano. Don Andrés le iba a levantar la veda a Ayuso por lo de la calumnia del matarratas. Perico Montaña ya habría llegado a Valdecañizo. Miguel no lo quiso acompañar, no iba a servir de nada. Luego iría a ver a Lola con Vicente Corrales y con Perico. Lola era cuñada del padre de Vicente, el capataz de las Talegas, la viña de don Andrés. Ayuso hablaba ahora con el Troncho y con el hijo de Onofre. Miguel se acordó de los cortadores que le había pisado Perico Montaña a Gabriel Varela. Si eran los del segundo turno, habrían visto cómo se le caía encima la bota a Joaquín. La ginebra estaba amarga y sabía a perfume barato. Veía el almijar de Valdecañizo, la uva sobre los redores, el pozo del patio, las dos lindes de higueras morochas. Veía las bardas de Monterrodilla, la loma desde la que se empinaba el bienteveo, la cancela de tejas esmaltadas. Joaquín había ido con Lucas a robar uvas a Monterrodilla. Algo se le abría a Miguel por delante igual que una puerta que podía franquear cuando quisiese dejando fuera el hediondo lastre de toda su memoria. Ya había terminado de llover. Chorreaban las goteras de las cornisas y de las grietas de los canalillos. Le pasó por la cabeza un fugaz vislumbre del frente de Málaga, cuando se encontró allí con Lucas. Joaquín estaba del otro lado. Lo empezó a marear la vespertina punzada del hígado.

—¿Nos vamos? —preguntó el hijo de Onofre.

—¿Eh?

—Ya ha escampado.

—Vámonos, sí.

Miguel pagó. Cuando el Troncho iba a darle la vuelta, ya se había separado del mostrador.

—Gracias —dijo el Troncho echando las tres cincuenta que sobraban en una cajita de puros.

—Hasta luego.

Miguel y el hijo de Onofre salían ya de la taberna.

—Bueno, de las sillas, ¿qué? —le preguntó el Troncho a Ayuso.

—Ahora vengo.

Ayuso se fue detrás de Miguel. Miguel abría la puerta del coche. Estaba más pálido que de costumbre. Ayuso se acercó con gesto vacilante.

—¿Va a ir usted a ver a Lola? —preguntó.

—Sí, a la noche —dijo Miguel.

—Allí nos veremos, yo voy a acercarme también.

—Sí.

—Pobre muchacha.

—Hasta luego.

—Con Dios.

Miguel subió al coche por una puerta y le abrió la otra al hijo de Onofre. El rellano estaba enfangado y salpicaba el agua a violentos churretones contra los guardabarros. Bajaron la cuesta de la calle del fondo y luego torcieron a la derecha. La plaza del urinario parecía un desierto. No se veía a nadie por ninguna parte, daba la impresión de que estaba amaneciendo. Enfilaron la avenida. La parte de atrás del coche rozó con el bordillo de la acera. Un guardia de impermeable blanco se aburría bajo el alero de un quiosco. Miguel iba callado, mirando al frente sin pestañear. El hijo de Onofre sacaba y metía el cenicero. Cuando llegaron a una esquina de la avenida, vieron a Vicente Corrales y a Rafael Varela guarecidos contra la pared. La agencia Whyte & Montaña, Cía. Ltda. quedaba en el vecino callejón, que era de circulación prohibida. Miguel arrimó el coche a la acera, pegándolo al chaflán todo lo que pudo. Vicente se adelantó.

—Te estaba esperando —dijo inclinándose hacia la ventanilla.

—¿Qué hay, Tico? —dijo Miguel.

Se bajaron del coche. Rafael se acercó al hijo de Onofre.

—No voy a poder ir a tu casa —dijo Vicente.

—Supongo —dijo Miguel—. ¿Lo sabías ya?

—Sí, avisó Montaña a mi padre.

—Pobre Joaquín, y de esa forma…

—Voy a ir a ver a mi tía Lola.

—Yo también había pensado ir.

Se fueron hacia la puerta de la agencia. Rafael y el hijo de Onofre iban detrás. Las bocas de las alcantarillas se habían atascado y el agua corría por el medio de la calle como por una quebrada.

—Parece que van a molestarla en la policía —dijo Rafael.

—¿En la policía? —preguntó el hijo de Onofre.

—No estaban casados.

—Ya.

—Y luego lo de los papeles de Joaquín…

—Vamos a acercarnos a su casa —dijo Miguel—. Algo se podrá hacer.

Se detuvieron bajo la marquesina de una tienda de tejidos, al lado del portal de la oficina.

—Ya sabía yo que iba a terminar mal —dijo Vicente—. No lo dejaron ni respirar.

—¿Lo sabe tu padre? —dijo el hijo de Onofre.

—Sí, ya te digo, le mandó aviso Montaña.

—Lucas habló ayer conmigo —dijo Miguel—. Yo fui el que los metió en Valdecañizo, quién me lo iba a decir.

—Era lo mismo —dijo Vicente.

—Qué mierda.

—Era lo mismo, no lo dejaron ni respirar.

Estaba empezando a llover otra vez. Pasó un grupo de muchachos por la esquina de la avenida.

—Anoche estuvo con mi padre —dijo Rafael—. Mateo me ha contado lo que pasó. Joaquín se tuvo que ir de la Damajuana.

—Le tocó a él —dijo el hijo de Onofre—, la culpa es de todos.

Se abría un claro entre las nubes, como anunciando los cada vez más distantes repiques de la tormenta.

—Mañana hablaremos —dijo Vicente—, hoy no va a poder ser.

—Sí, claro.

—Ya le avisé a Rosalía.

—De acuerdo —dijo Miguel.

Un hombre arreglaba el escaparate de la tienda de tejidos, vistiendo a un maniquí con una tela estampada. Tenía un alfiletero de pinza sujeto en el antebrazo. Miguel se metió en el portal de la oficina.

—Un momento —dijo—, ahora bajo.

—¿Vas a tardar? —preguntó Rafael.

—No, dejar las llaves del coche —volvía la cabeza sin pararse.

Alguien silbaba una marcha militar por el otro extremo del callejón.

—Voy a ver si se quiere venir a las Talegas —dijo Vicente.

—¿Lola? Tendrá que irse, qué va a hacer.

—Es lo mejor —dijo el hijo de Onofre—. Lo pasado, pasado.

—Mi padre se lo iba a decir, él estaba conforme.

—Claro, tendrá que irse —repitió Rafael.

Se quedaron callados un momento. Chorreaba el canalón del tejado a unos pasos del escaparate.

—Vamos —dijo Miguel volviendo a aparecer en el portal.

—Vamos.

Cuando llegaron al Angostillo ya había empezado a anochecer.

Sant Telm (Mallorca), setiembre de 1959 - Bogotá (Colombia), diciembre de 1960.