12

A la altura de la azotea, de parte a parte del patio, estaban tendidos los alambres del toldo. Había que tirar de las cuerdas que pasaban por las garruchas, al pie del canalillo, para descorrerlo. El agua abombaba la parte central de cada una de las dos mitades de la lona; mientras recogían el toldo se iba derramando sobre el patio el crecido depósito de la lluvia. Las dos muchachas bajaron de la azotea empapadas. Don Gabriel había estado mirando la operación desde la galería, las manos en los bolsillos de la bata, torvo el ademán, como si se le estuviese despellejando algún recóndito pliegue de la memoria. Hacía escasamente una hora que se había levantado. La casa parecía llenarse de la violenta lividez del chaparrón. Se metía el estruendo por las habitaciones como una chorreante tremolina de encono. Don Gabriel pensaba en Monterrodilla. Los gajos de uva machacados contra la tierra, el cañizo del bienteveo pudriéndose, los tortuosos brazos de las cepas hundidos en los charcos de la albariza. Veía la vereda batiéndose como una quebrada sobre el viñedo, llevándose por delante las estacas del portalón, las bardas de adobes, los lienzos de muro de la cancela. Veía la acequia saliéndose de madre, despeñada por el almijar abajo, sacando de sus goznes la puerta de la cuadra de lagares. Toda la viña junta bogaba a la deriva como por detrás de una inmensa cortina de desolación. A don Gabriel la resaca le ponía una nube en cada ojo. No sentía la momentánea frescura de la lluvia; sudaba por la frente y le subía un ácido ahogo hacia la boca, burbujeando por los bronquios arriba. Removió la cabeza. Petra le había llevado el almuerzo a la cama. A Mateo ni siquiera lo llamó. Llegaba ahora un murmullo de voces desde la sala de la chimenea. Don Gabriel se volvió a su cuarto y tocó el timbre. Crujía la madera del espaldar de la cama. Las lluviosas estrías de los cristales parecían deformar el contorno de los muebles. Petra tardó en aparecer.

—Perdone usted, me puse pingando en la azotea.

—¿Y la señora? —preguntó don Gabriel.

—Me parece que está abajo. ¿La llamo?

—No. Tráeme un café.

—Sí, señor.

Petra tenía el pelo húmedo y se le pegaban los mechones por las sienes.

—Oye —llamó don Gabriel cuando la muchacha se iba.

—Dígame.

—¿Está ahí el señorito Rafael?

—Salió hace un rato.

—De pesca.

—¿Cómo dice, señor?

—Nada.

—La señorita Gloria está en la chimenea con la señorita Tana.

—Tráeme el café.

Petra salió ajustándose el lazo del delantal. Don Gabriel no tenía ánimo ni para mirarle las piernas. Tampoco le pasó por la cabeza preguntarle por Matilde. Monterrodilla estaría encharcada, con los racimos arrastrados por los crecientes canales de la acequia. La uva no se estaba soleando todavía en el almijar, pero para el caso era lo mismo. Un nuevo plazo para garantizar la pérdida, un nudo de la madera del zócalo adquiriendo relieve y tomando forma de ojo de caballo. Don Gabriel parpadeó y se acercó al balcón. La segunda cortina de organdí estaba echada, pero se entreveía el iracundo festón de la lluvia horadando la grisácea espesura del aire. Don Gabriel se volvió hacia la consola y se miró al espejo, componiéndose el peinado y volcando la barriga sobre el mármol de rosadas aguas. Luego abrió la puerta y salió otra vez a la galería. Volvía a oír el agudo murmullo de unas voces que llegaban de la sala de la chimenea. Mateo apareció por la parte de la escalera. La lluvia afinaba los ruidos, como dándoles una especie de elástica solidez.

—Buenas tardes —dijo Mateo—. ¿Se descansó?

Don Gabriel soltó un gruñido.

—Que vino mi padre hará como dos horas.

—¿Y qué? —masculló don Gabriel.

—No, que como estaba usted dormido, que volvería luego.

Don Gabriel se separaba de Mateo sin hacerle caso. Le lastimaba en la nuca su voz.

—La torda quedó chachi —dijo Mateo.

—¿Eh?

—La llevé a herrar, lo que usted me dijo. Le han hecho un trabajito curioso.

Don Gabriel seguía dándole la espalda a Mateo. Se fue para el salón sin contestarle y abrió la puerta. Tana, la hija mayor de don Felipe, hablaba con Gloria. Don Gabriel entornó los ojos.

—¿Cómo están estas parlanchinas? —preguntó.

—¿Qué hay, papá?

—Pues aquí sacándole punta a la gente —dijo Tana.

—Vaya tiempecito, hay que ver la broma.

—Como siga así, voy a tener que pedir posada.

—No va a escampar en un mes, un contradiós —dijo don Gabriel—. Tu padre también estará muy contento.

—Supongo —dijo Tana.

—De ésta perdemos hasta la camisa.

—Llueva o no llueva se llena la cueva.

—De ranas —dijo don Gabriel volviéndose—. Bueno, os dejo el campo libre.

—¿No te sientas? —dijo Gloria.

—Estuve trabajando hasta tarde, voy a ver si me echo un ratito.

—Nosotras estamos aquí arreglando el mundo —dijo Tana.

—Pues buena mano —se registraba las encías con la lengua.

—Hasta ahora.

Don Gabriel dejó a Tana y a su hija en el salón. Tana era huesuda y pecosa, de pechos altos y ojos grandes. Debía de tener como veinte años, dos menos que Gloria. Gloria llevaba unos ajustados pantalones a cuadritos y una blusa de seda verde sacada por fuera. Era algo más baja que Tana, pero también era más airosa de aspecto.

—Pues lo que te estaba diciendo —dijo Gloria—, yo no lo pienso más, ya está la cosa resuelta.

—No, si te alabo el gusto —dijo Tana—. Qué más quisiera yo sino poder decir otro tanto de lo mismo.

—¿Y por qué no convences de una vez a tu padre?

—¿A mi padre? Ojalá. Ya sabes que por ese lado voy a conseguir muy poco.

—Yo no sé en qué siglo viven.

—Eso me pregunto.

Tana se levantó y se estiró el vestido para abajo. Estaban sentadas en unas butaquitas de madera amarillenta, forradas de terciopelo malva. La tela formaba unos rombos de tornasol.

—Hija, ¿qué haces para estar tan delgada? —preguntó Gloria.

—No me hables, que las hambres que paso.

—Yo he engordado un poco y estoy otra vez con el alma en un hilo.

—Ponte a régimen, una cuestión de voluntad.

Tana se volvió a sentar lánguidamente, ahora en el sofá isabelino que hacía juego con las butaquitas. Sostenía una horquilla entre los labios, mientras se arreglaba el corto pelo rojizo. Luego se metió la horquilla por debajo de las crenchas. Seguía sonando la lluvia como un torrente.

—Por lo que se ve, a ti no te ha costado demasiado trabajo.

—¿El qué? —preguntó Gloria.

—Lo de la Base.

—¿Que no me ha costado trabajo? Te querría haber visto en mi lugar, fue una verdadera odisea.

—Nadie lo diría.

—Pues ya ves. Todo el verano con lo mismo, dale que te pego.

—¿Y tu madre?

—Mi madre era la primera que no quería ni oír hablar del asunto. Y mi hermanito Rafael, bueno, eso más vale dejarlo.

—Rafael desde luego es don misterios, ¿qué es lo que hace?

—Vete a saber. A mí me huele que está hasta metiéndose en esos líos de la política.

Tana ofreció un cigarrillo a Gloria. La pitillera era de oro calado, con una piedrecita roja en el centro. Se quedaron unos momentos calladas mientras encendían. El mechero era de mesa y tenía forma de alcuza.

—Pues la verdad, Gloria, yo no sé de qué te quejas.

—Ah, es que todavía no te he contado ni la mitad.

—¿De qué?

—A cuenta de lo del trabajo en la Base, he tenido que prometerle a papá romper con Ramón, tú date cuenta.

—No me digas.

—Tal como lo oyes.

—¿Y a santo de qué?

—Papá no quiere ni oír hablar de los Montaña. Yo no sé qué ha pasado con Perico y con tu primo Miguel.

—Ni idea. Ésos, sabe Dios.

—Algo gordo habrá sido.

—O el negocio o lo que no es el negocio. —Tana sacó un pie del zapato—. Bueno, ¿y tú qué actitud tomaste?

—¿Con lo de Ramón?

—Sí.

—¿Qué actitud querías que tomara? Que bueno, que de acuerdo. Luego ya haré yo por mi cuenta lo que me dicte el corazón, ¿no te parece?

—Claro, vaya dilema.

—Le dije a Ramón que cuando yo empezara a trabajar que ya arreglaríamos las cosas para vernos. A mí que no me vengan con imposiciones.

—¿Y empiezas pronto a actuar?

—El quince de octubre, correspondencia inglesa, vaya postín.

—Qué suerte, hija, se me ponen los dientes largos.

Gloria aplastaba el cigarrillo una y otra vez contra el cenicero que quedaba al lado de la butaquita, sobre un soporte de madera torneada.

—Venga, Tana —dijo inclinándose hacia adelante—, a ver si te dejan a ti también.

—Si es que no hay forma, ya lo he intentado por todos los medios. Incluso se lo dije al padre Ignacio, para que me aconsejara.

—Cuéntame.

—Pues eso, primero le expliqué que yo no creía que fuese justa la oposición de los padres a que las hijas trabajaran.

—Lógico.

—El padre Ignacio me contestó que sería por mi bien —bajó los ojos—, que quién sabe los peligros que me estarían esperando en la Base.

—También son ganas de sacar las cosas de quicio.

—La impresión que me dio.

Gloria se levantó de la butaquita. Tenía los pantalones arrugados por los prietos muslos. Tocó un timbre que estaba disimulado en el resalte de mármol de la chimenea.

—Perdona, Tana, se me había ido el santo al cielo. ¿Qué quieres tomar?

—No te molestes, a estas horas… Una taza de té, si acaso.

—Como quieras, ahora lo traen.

—Gracias.

Gloria se acercó al balcón. Abría hasta el tope las cortinas, que hacían juego con el tapizado del tresillo. Se volvía abrochándose el botón de abajo de la blusa.

—¿Has visto a la pandilla?

—No, desde antier —contestó Tana.

—No hay nadie, qué aburrimiento.

Se abrió silenciosamente la puerta de la sala que daba a la galería. La puerta estaba acolchada, con los rebordes enmarcados en una línea de oro. Apareció una muchacha bastante mayor que Petra, de cofia y uniforme negro. No se la sentía andar sobre la alfombra.

—Señorita…

—¿Quieres servir el té, por favor?

—Sí, señorita.

—Gracias.

La muchacha se volvió a marchar en silencio. Tana se estiraba de la combinación metiéndose la mano por la cintura de la falda.

—¿Te gusta el vestido? —preguntó sin mirar.

—Precioso, sí. ¿Quién te lo hizo?

—En Neira, me lo traje de Madrid.

—Te cae muy bien.

—¿Os vais otra vez a la playa?

—No, hija, qué más quisiera. La dichosa vendimia.

—El mismo caso, aquí encerrada.

Gloria se volvió a sentar en la butaquita, los brazos colgando por fuera. Mugía el agua volcándose por el canalón del patio.

—Yo ahora ando metida con el equipo para la Base. No me decido por nada, es un problema.

—Tendrás que hacerte muchas cosas, claro —dijo Tana.

—No creas, sport.

—Favorecer, favorece, desde luego.

—Mira, no sé qué decirte. Ahí tienes a Angelita Roncal, sin ir más lejos.

—Es que ésa con tal de enseñar… Hay que ver las blusitas que se gasta, da vergüenza.

—Pues andaba detrás de mi hermano, no deja uno.

—¿De Rafaelito?

—Tal como lo oyes.

—Qué valor.

—Claro que Rafael, con sus cosas, ni se entera.

—Desde luego tu hermano es un caso psicológico.

Llegaba la muchacha con el té. Acercó la mesita de ruedas hasta colocarla delante del sofá.

—¿Quieres encender?

—Sí, señorita.

—No se ve ni torta, qué tiempo —dijo Tana—, parece que no ha llovido nunca.

—A mí la lluvia me pone mala.

—¿Algo más, señorita? —dijo la muchacha.

—No, gracias. Espera —se dirigía a Tana—. ¿Quieres una copa?

—Te lo agradezco, no.

La muchacha volvió a salir. Gloria se levantó para servir el té.

—¿Nos vamos al cine? —preguntó mientras llenaba las tazas.

—Sí, va a ser una solución.

—¿Viste Las noches de Cabiria?

—No me hables, qué tostón.

—Un argumento de lo más desagradable, ¿verdad?

—Esas cosas deberían prohibirlas en el cine.

Bebían a pequeños sorbitos de las tazas. Gloria dejó la suya vacía en la bandeja y se sirvió otra.

—Te doy la razón —volvía la cabeza—. ¿Quieres más té?

—Bueno, gracias.

—Una mujer de la vida que parece que no ha roto un plato y hay que ver.

Parecía que la lluvia había amainado un poco. Un opaco y pegajoso silencio se deshilachaba como un fardo de borra por todos los rincones de la habitación.

—Bueno —dijo Gloria—, si me esperas me arreglo en un momento.

—No tardes.

—Cinco minutos. Ahí tienes unas revistas, acabo de recibirlas.

—A ver si veo algún traje bonito.

—En ésa viene la colección de otoño.

Tana cogió una de las revistas y la hojeaba distraídamente.

—¿A quién se parece ésta? —preguntó—. Mira…

Gloria se acercó por detrás.

—No sé —dijo.

—A Lupe, ¿no?

—Sí, quizá, con veinte años menos.

—Yo le encuentro parecido.

—Oye, ¿y no se casa?

—Se le pasó la época, a mí que no me digan. ¿Cuántos años lleva ya de novia con ése del Instituto?

—Otra que tal, también es más rara.

—Dicen que sigue estando loca por mi primo Miguel.

—Bueno, Tana, ahora vengo. En seguida estoy lista.

Gloria se fue dando saltitos. Tana se levantó un momento y se volvió a sentar. Cogió una revista, pero no la abrió. Se quedó mirando para la chimenea, de donde parecía exhalarse el cálido y desolado aliento de la lluvia. Luego sacó el espejo del bolso y se arreglaba el lacio pelo rojizo, ahuecándoselo por la nuca. Brilló un relámpago y Tana se quedó esperando el trueno. Pero el trueno no sonó esta vez.