11

Tuvieron que hacer columpiar la bota sobre el cuerpo de Joaquín para quitársela de encima. Un puntal del carro se había desprendido de la hembra del enganche cuando subían los toneles, empujándolos a pulso por la rampa. La bota, que ya casi rebasaba la altura del carro, se vino a tierra de pronto y atrapó debajo a Joaquín, quedándose de pie sobre él con un imprevisto y estancado equilibrio. Parecía que Joaquín no había hecho nada por zafarse. Lucas estaba a su lado y se quitó a tiempo. Pegó un salto de costadillo y, cuando caía sobre el almijar, pudo entrever el cuerpo de Joaquín aplastándose con el tonel encima. Joaquín ni siquiera dejó escapar un quejido; tampoco se hubiese notado a través de la madera. Sólo se oyó el derrumbe de los huesos y una como silbante salida de líquido por los boquetes de las costillas. El reborde de la arandela de la bota se había incrustado dentro de la carne y tuvieron que ir tumbándola de un lado para liberar el cuerpo. De modo que el filo de hierro de la arandela estrujaba el vientre de Joaquín con el balanceo inseguro del tonel, que fue soltando un deslizante coágulo de sangre a medida que lo rodaban por el terrizo. La sangre se iba poniendo marrón. El vino, cuando se pudre dentro de la madera de la bota, también se pone marrón. Los demás cargadores, después de los primeros espantos, se habían quedado mudos. Lucas se agachaba sobre Joaquín, que permanecía con los ojos abiertos, un brazo encima de la boca. Lo zarandeó mirándole la cara.

—Joaquín —dijo por lo bajo, en un pujo de voz.

Joaquín tenía el pecho rojo y fruncido como un muñón. Le borbotaba desde dentro de la carne un sordo y espeso pálpito de sangre seca. A Lucas se le nublaba la vista. Se quedó de rodillas, mirando un momento para los demás. No le salía la voz.

—Usted, vaya a buscar a Serafín.

—Voy.

El arrumbador salió corriendo para el patio del caserío. Uno de los hombres se echaba agua en la nuca con el botijo. Se adensaba sobre el almijar el tormentoso vaho del aire. Parecía que las chicharras se habían puesto a hacerle son al burbujeo de la sangre engullida por el polvo. Un buitre empezó a sobrevolar la viña a pasadas lentas y amenazantes. Apareció Serafín, acelerando el paso todo lo que podía con un desgarbado trotar. Lucas se levantaba lentamente, los ojos en el terrizo.

—Cristo —dijo Serafín a medida que se acercaba.

Nadie le respondió.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Ahí lo tiene —dijo uno de los arrumbadores.

—¿Qué ha pasado?

—La negra, eso es lo que ha pasado.

—¿Está muerto? —preguntó Serafín.

—Usted dirá, con una bota encima.

—Pero ¿cómo es posible?

—El puntal, que se resbaló del enganche.

—¿Y él qué hizo?

—Nada.

—¿Nada?

—No hizo nada —dijo el arrumbador—. ¿Qué quería usted que hiciera?

—Cristo —volvió a decir Serafín.

Se acercaban los otros viñadores.

—Habrá que meterlo en el patio —dijo uno—. ¿Lo metemos?

—Sí.

—Vamos a llevarlo al patio.

Serafín miraba para el fondo de la viña con los ojos quietos. Entre las negras y aborrascadas nubes apuntaba un precario destello de sol. Dos hombres cargaron con el cuerpo de Joaquín y se iban para la puerta del patio, los pies del muerto por delante. Serafín volvió la cara.

—Coja usted la bicicleta y váyase a dar aviso al cuartelillo —le dijo a uno de los viñadores.

—De acuerdo.

—Pero volando.

—Ya estoy allí.

—Dice usted lo que pasa.

El viñador se adelantó a los que llevaban el cadáver. Serafín y Lucas se fueron también para el patio, seguidos de los demás. Cuando entraban, empezaron a salir de la bodega y de la cuadra de lagares los trabajadores de la vendimia. Serafín entró en la vivienda del capataz y salió con un retal de arpillera. Se lo pusieron encima al muerto, que habían dejado en el suelo junto a la tapia del patio. Un hombre espantaba a dos perros que embestían y aullaban como lobos, venteando el hedor. Uno de los perros era cojo y de color canela. Lucas salió otra vez al almijar. Tenía la garganta exprimida como una esponja.

—En el frente de Málaga… En el frente de Málaga lo íbamos a matar sin saber que era él.

Lucas dio unos pasos hasta llegar a la pendiente de la vereda. Veía el carro junto a la puerta de la cuadra de lagares, con las dos mulas inmóviles como estatuas, el puntal todavía en el suelo, cinco botas arrimadas contra el tapial. A la izquierda, sobre el abrasado terrizo, aún estaba empapándose la mancha negra de la sangre de Joaquín. Pasó un minuto, una hora. Se acercó el perro canela husmeando con despacio, y luego hozaba con un indeciso jadeo entre la tierra húmeda. Lucas cerró los ojos y se volvió para el patio, adivinando la dirección. Tenía el cuerpo entumecido, con una especie de masa sólida removiéndosele por las entrañas, arriba y abajo, igual que un émbolo. Abrió otra vez los ojos y veía turbia la distancia. Se tapó un orificio de la nariz y sopló con fuerza, echando el moquillo al aire. Luego se tapó el otro y repitió la operación. Tiene agrio el aliento, se le agria el vino en el estómago. Se pasó el revés de la mano por los ojos. Le sabía amarga la boca. Entró en el patio y miró para el bulto de la arpillera.

—Me cago en los muertos —masculló en un hipo.

El personal de la viña seguía reunido delante de la mata del jazmín, por la parte de la vivienda del capataz. Algunos se agolpaban alrededor del cadáver. Lucas no se acercó. Ya verás tú como nos arreglamos ahora, Lola. Le dio la vuelta al pozo y se quedó apoyado de espaldas en el brocal. Nada, que fuimos a coger uvas a Monterrodilla. Lucas miraba para las copas polvorientas de las higueras. Sonó un trueno repechando por las colinas del fondo, desde la parte del sur. Vio a Serafín que venía hacia él.

—Usted lo conocía, ¿no? —preguntó Serafín.

—Sí.

—No llevaba aquí ni seis horas.

—Desde esta mañana.

—Se vinieron juntos, ¿verdad?

—Sí.

—Cristo.

—Los dos llegamos esta mañana.

Entraba en el patio el viñador que fue a dar parte al cuartelillo. Pedaleaba hacia el pozo.

—Que ya mismo vienen —dijo antes de llegar.

—¿Cómo? —preguntó Serafín—. ¿Andando?

—Es que tenían que esperar que trajeran la moto.

—Vaya… Pero ¿dijo usted lo que pasaba?

—Sí, por encima.

—¿Lo dijo?

—Habían salido con la moto —se interrumpió para tragar saliva, doblando el cuello—. Estaba allí uno del retén.

—¿Usted explicó que había un muerto?

—Sí, lo que me preguntó el guardia.

Serafín se dirigía hacia donde estaban los grupos de trabajadores. Parecía que la cercanía de la muerte le había metido en el cuerpo una desusada inyección de vitalidad.

—Venga, cada uno a su avío —ordenó.

Los hombres arrastraban los pies, remisos y murmuradores. No se decidían a marcharse. La desgracia goteaba su morboso incentivo sobre la rutina.

—Venga —repitió Serafín—, que aquí no se les ha perdido nada. Que se queden los que estaban cargando.

El patio tardó en despejarse. Algunos hombres se rezagaban a la puerta de la bodega. Lucas continuaba apoyado en el brocal del pozo. Iba y venía por el mísero tiempo de su memoria y cada vez se daba menos cuenta de lo que había pasado. Pensaba vagamente en Lola.

—Es que no tiene explicación —decía alguien.

—Unos, que la tienen sentenciada, maldita sea la hora.

—El sino de las personas. Luego una firma y ya está, por ahí te pudras, accidente de trabajo.

Serafín se acercó a uno de los que hablaban.

—Camacho…

—Diga.

—Váyase usted en el camión a casa de don Pedro —explicó Serafín—. Lo localiza y le cuenta lo que hay, ¿estamos?

—Estamos.

—Bedoya debe estar en el almacén, se lo dice usted de mi parte.

El arrumbador se alejaba, el sombrero de deslucido fieltro en la mano. Serafín se fue otra vez hasta donde estaba Lucas.

—Oiga, perdone —dijo—, ¿usted sabe si ese muchacho llevaba encima sus papeles?

—¿Cómo? —preguntó Lucas.

—La documentación. Habrá que dársela a los guardias.

—No tenía papeles.

—Algo que lo identifique.

—No tenía papeles, no los tenía desde la guerra.

—Pues eso va a ser una complicación.

—¿Y a mí qué me cuenta? Ya no lo joden más.

Atravesaban el patio el viñador y el chófer del camión que iban en busca de don Pedro. Se oía entonces el tableteo de un motor subiendo por la pendiente de la vereda. Serafín se fue para la puerta del almijar, a zancadas torpes y vacilantes. Le dio un golpe de tos por el camino y escupía la flema trabajosamente. Se le había enfriado su transitoria racha de vitalidad. La moto se detuvo en la linde de las higueras morochas. El cuerpo de Joaquín llevaba ya más de dos horas debajo de la arpillera. La arpillera estaba mojada de sangre por la parte de arriba. Dos hombres montaban guardia a su lado para evitar que se acercaran los perros. Brilló un relámpago y detrás el bronco responso del trueno. Del cuartelillo habían mandado a un cabo primera y a un número. El cabo primera era un hombre ya maduro, retostado y serio, con aspecto de lo que era. Hablaba con la voz de la autoridad. El número tenía cara de haberse acabado de levantar de la siesta.

—Bueno, bueno, vamos a ver —dijo el cabo—. ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Serafín iba por delante y se acercaron a la tapia. El cabo levantó la arpillera por una punta.

—Uff, si hubiese hecho sol este desgraciado se agusana —comentó mientras dejaba caer la arpillera con gesto de asco.

—Lo trajimos aquí, que hace menos calor.

—Pero ¿han cambiado ustedes de sitio el cadáver? —dijo el cabo.

—Sí, señor —dijo Serafín—. Aquí no hace tanto calor.

—¿Y usted no sabe que el cadáver no se puede levantar hasta que el señor juez lo ordene? ¿O es que no conoce su obligación?

—Yo creí que era una barbaridad dejarlo ahí afuera.

—De modo que usted cree que lo que manda la ley es una barbaridad.

—Sí, señor, es decir, que no caí.

—¿Y dónde estaba?

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? La víctima.

—En el almijar, eso es un horno, ya le digo.

—Bueno, como primera medida usted no es nadie para decidir por su cuenta. Me parece a mí, ¿no?

—Sí, señor.

—Y ahora vamos a ver qué dice el señor juez de todo esto.

Se volvió para la mata del jazmín. El número se sacó del hombro el mosquetón y lo llevaba en la mano, cogido por la parte más estrecha de la culata.

—Los testigos no se habrán ido, ¿verdad? —preguntó el cabo.

—No —contestó Serafín—. ¿Quiere usted que los llame?

—Luego… Pero que no se muevan.

—Ahí los tiene —Serafín señalaba a la pared frontal.

Tres viñadores permanecían a la espera, amparados en el cobijo de los porches y mirando para los guardias con un receloso desconcierto. Los otros dos seguían al lado del cadáver. Lucas no se había movido del pozo.

—Bueno —dijo el cabo—, ¿y cómo fue la cosa?

Serafín se adelantaba para ofrecerles unas sillas.

—Siéntense.

—Ahora, gracias —dijo el cabo—. ¿Cómo ocurrió el accidente?

—Pues verá. Estaban cargando el mosto. Claro que yo me acerqué luego, pero parece que estaban cargado el mosto.

—Mire usted —interrumpió el cabo—, aquí el número y un servidor venimos en representación de la ley. De modo que a ajustarse a los hechos. ¿Usted fue testigo?

—No, señor, testigo no fui.

—Bueno, pues lo primero que hace falta es la declaración de un testigo presencial.

Serafín le hizo seña a uno de los viñadores, que se acercó a paso ligero, una mano metida por la cintura del pantalón.

—Explíquele usted aquí al cabo cómo fue lo del accidente —dijo Serafín.

El cabo ponía cara de estarse acordando de algo. El viñador miraba para el suelo.

—Yo no me di cuenta —tartamudeó—. Cuando se zafó el puntal me eché para atrás.

—Bueno, vamos a ver —dijo el cabo—. Ustedes estaban subiendo las botas en el carro, ¿no es eso?

—Sí, señor —dijo el viñador—, la segunda carga.

—¿Y qué más?

—Se le cayó encima, yo no me di cuenta.

—De lo que se tiene que dar cuenta es que esto es una declaración ante la autoridad y que hay que reconstruir los hechos con sus pelos y señales.

—Lo dicho, el puntal se salió del enganche, y claro, no hubo manera de aguantar la bota.

—¿Y la víctima?

—Ahí está —señalaba para la tapia, hacia donde estaba el cadáver de Joaquín.

El cabo tamborileaba con los dedos sobre el correaje, como haciendo acopio de paciencia.

—Que qué hizo cuando se le cayó la bota encima.

—No sé, yo me eché para atrás.

—O sea, que no presenció el momento del accidente.

—Presenciarlo sí lo presencié, de lo que no me di cuenta es de cuando el tonel atrapó a ese hombre. Yo estaba de espaldas.

—Sí, ya me he enterado. ¿Y luego?

—¿Luego? Una bota llena de mosto pesa más de quinientos kilos, usted dirá.

El número liaba un cigarrillo. No debía de tener más de veinte años y parecía sufrir por el tormentoso calor y por las diligencias que se avecinaban. El cabo escupió y se volvía al número con enojoso ademán de fatiga.

—Tómele usted la filiación al testigo.

El número guardó el cigarrillo y sacó un cuaderno con tapas de hule de la faltriquera. Se mojaba la punta del lápiz en los labios.

—¿Nombre? —le preguntó al viñador.

—Manuel Cortina.

—Bien —le dijo el cabo a Serafín—. El señor juez se personará en el lugar del suceso a las dieciocho quince.

—Sí, señor.

El cabo esperó a que el número terminara con su interrogatorio.

—¿Ya? —se impacientaba.

—Un momento. ¿Profesión?

—El campo —contestó el viñador—. También soy interior izquierda del Barbosa.

—Vaya usted anotando ahora lo que se diga —advirtió el cabo cuando el número cerraba su libreta.

—A sus órdenes.

—¿A qué hora ocurrió la desgracia?

—A eso de las tres —calculó Serafín mirando para el viñador—. Un poco antes quizá, ¿usted qué dice?

—Sí, a eso de las tres —dijo el viñador.

—¿Seguro? —dijo el cabo.

—La sombra estaba a unas dos varas del arriate —miró para la puerta del almijar—. Debían ser las tres, o sea, un poco antes de las tres.

—Apunte usted las tres, con la aproximación del caso —le dijo el cabo al número.

—Las tres —repetía el número separando las sílabas a compás de su trabajosa escritura—. Día de autos, el de la fecha, hoy catorce de setiembre de mil novecientos sesenta.

El cabo se sentó en una silla de anea, debajo de la mata del jazmín. Se quitó el tricornio y se pasaba el pañuelo por la frente.

—Ya está ahí la tormenta —dijo.

El número se dirigía a Serafín.

—Hace usted el favor de un poco de agua.

—Tráigase el botijo —le dijo Serafín al viñador—. ¿Le hace mejor un vasito de mosto? —se volvía al cabo—. ¿Se le apetece?

—No, gracias —dijo el cabo—. Las ordenanzas.

—Un día es un día.

—Lo tenemos prohibido.

El viñador se fue por el botijo. Nadie decía nada. El botijo estaba colgado de un cáncamo, por la parte del porche. El viñador lo descolgó y se lo acercaba al número. El número agarró el botijo del asa con una sola mano y se volcó el chorrito sobre la boca, separando el pitorro a medida que tragaba. Se le movía la nuez como un hisopo, sonándole con un violento engullir de cañería.

—Los testigos que no se me vayan hasta que llegue el señor juez —repitió el cabo.

—Descuide —dijo Serafín.

—Y dígame, ¿el carro era de la pertenencia de la viña?

—Sí, señor, el del turno.

—Usted es el capataz, ¿no?

—Para servirle: Serafín Benítez Lozano, veintidós años de servicio.

El cabo arrastró un poco la silla en dirección a Serafín.

—¿Y usted tiene un cálculo de los motivos del accidente? O sea, que si aparte de que fue casual, la justicia tendría que estar en antecedentes de alguna otra cuestión.

—¿Cómo dice? —preguntó Serafín.

—Que si se debió a ocasión fortuita o anda por ahí algún asunto que no esté todo lo claro que tiene que estar, ¿usted me entiende?

—Yo creo que más claro, el agua.

—Verá: el señor juez tiene que investigar los pros y los contras, es decir, que no hay que dejar ningún cabo suelto. Por eso le preguntaba, usted sabe que por aquí ha habido sus más y sus menos. ¿Me explico?

—Sí, señor, la culpa fue de la hembra del enganche.

El cabo volvió a resoplar. Se acordaba del vaso de mosto que le había ofrecido Serafín. Cuando estaba amenazando la tormenta se le secaba la boca. Prefirió cambiar de tema.

—¿Y tenía familia?

—Mire usted —dijo Serafín—, yo no lo conocía.

—¿Cómo que no lo conocía?

—No había venido con los de la contrata, hoy hacía el primer turno.

—¿Y eso?

—Hacían falta cargadores. A última hora…

—A última hora, ¿qué?

—Siempre se presenta alguno nuevo a última hora.

—Así, por las buenas.

—Hay gente que lo pasa mal, se les echa una mano. El señorito me mandó hoy a los dos.

—¿A qué dos?

—Al pobre hombre ese y a un compañero.

Serafín volvió la cabeza hacia el porche, buscando a Lucas. Lucas se había sentado en el suelo, en la linde de las higueras aledañas al pozo. Serafín tardó en descubrirlo.

—Oiga —gritó—. ¿Quiere venir?

Lucas se levantó lentamente y se acercaba con la cabeza baja, los dedos gordos colgando de los bolsillos. Se quedó un poco separado del grupo.

—Mande —dijo.

—Aquí que querían hablar con usted —dijo Serafín.

—¿Conocía al muerto? —preguntó el cabo.

—Sí —dijo Lucas.

—¿Tenía familia?

—Lola, su esposa.

—A ver, acérquese, que aquí no nos comemos a nadie.

Lucas dio unos pasos y se entró bajo la mata del jazmín.

—Diga.

—¿Sabe usted el domicilio de la víctima? —preguntó el cabo.

—Tenía un cuarto en el Angostillo.

—¿En qué calle?

—La calle no sé decirle. Entrando por el Albarrán, a mano derecha.

—¿Vivía con algún familiar?

—Con su esposa, ya le digo.

El cabo se quedó un momento callado.

—¿Desde cuándo estaba trabajando aquí? —volvió a preguntar.

—Hoy era el primer día.

—De modo que hoy era el primer día…

—Sí, hoy era el primer día, nos vinimos en el camión esta mañana.

—¿Y cómo se llamaba la víctima?

—Joaquín.

—Joaquín, ¿qué?

—Le decían el Guita. De apellido, Navarro.

Lucas se mareaba. Oía la voz del cabo como si estuviese llegándole a través de un tabique. Pensaba otra vez en Lola y en alguien que no sabía quién era pero por el que sentía en aquel momento una extraña e inexplicable sensación de odio. Retumbó el trueno sobre la viña, tableteando entre los muros del patio como una traca. El número se volvía al cabo.

—Ya la tenemos encima.

—Lo que yo dije.

Serafín miraba al cielo meneando la cabeza.

—Se lió la cosa —corroboró.

—¿Estaba usted tomando nota, Becerra? —preguntó el cabo.

—Sí, es decir, lo que voy cogiendo.

—Bueno, luego le vuelve usted a pedir la declaración a este hombre.

—De acuerdo.

El cabo se levantó. Estaba cansado, pero hacía esfuerzos por no perder su autoritaria compostura. Volvió a tronar con un nuevo y más brusco redoble.

—Becerra… —llamó el cabo.

—A sus órdenes.

—¿Por qué no va usted por la moto y la pone al resguardo?

—Ahora voy.

El número se levantó y se ajustaba las deformadas cartucheras. Se puso en bandolera el mosquetón y ya se iba para los arriates del pozo. Lo cogió la lluvia por el camino. Se había puesto negro el cielo y el agua caía a chorros, tapando el aire con una inusitada violencia, a furiosas y estruendosas acometidas. El patio sonaba como si se hubiera roto de pronto una represa y se vaciara el tumulto de la corriente sobre la viña. Los dos hombres que estaban velando el cadáver corrían hacia los porches. Serafín y el cabo se entraron en la vivienda del capataz. Lucas miraba desde la puerta el bulto del cuerpo de Joaquín. Vio al número meterse bajo los porches empujando la moto a la carrera. Lucas se volvió para el cabo sin franquear la entrada, señalando con el brazo en dirección al cadáver.

—¿Y si lo metiéramos en la bodega? —dijo.

—¿De qué se trata?

—Habrá que quitar de ahí el cadáver, ¿no le parece?

—Lo siento —dijo el cabo—, pero se tiene que quedar donde está hasta que el señor juez ordene el levantamiento.

—¿Se va a quedar ahí?

—Sí, se va a quedar ahí, ¿pasa algo?

—Lloviéndole encima como a un perro.

—A callar, y no vuelvo a repetírselo, ¿eh?

Lucas le volvió la espalda al cabo y se apoyó en el quicio, sin entrar en la habitación. Se le mojaban los pantalones con las salpicaduras de la lluvia. El número llegó empapado y casi atropella a Lucas. La habitación estaba blanqueada y en desorden. Lucas olía la tierra mojada como nunca la había olido.

—El muerto se está lavando —oyó decir al número—. También es mala suerte.

—¿Eh? —preguntó el cabo.

—Que ya no se entera el pobre de la que le está cayendo encima.

Lucas se volvió de repente, separándose un poco de la puerta hacia el interior de la habitación.

—¿Y si el que estuviera ahí fuera su padre? —dijo con voz temblorosa.

El número miró primero al cabo y luego se sacó el mosquetón del hombro. Se oía rebullir la tos en el pecho de Serafín. El cabo se adelantó al mismo tiempo que el número le metía a Lucas la culata por el vientre. Lucas se había echado para atrás y el golpe no le dio de lleno, pero tuvo la impresión de que algo se le había descolgado de su sitio por dentro. El cabo agarró a Lucas de la pechera de la camisa, zarandeándolo y empujándolo hacia fuera. Lucas no hacía nada por defenderse.

—Pero ¿usted qué se ha creído? Ya verá cómo se le quitan las ganas de faltar a la autoridad.

Serafín ya había conseguido sacarse la flema. Miraba a Lucas por encima del hombro del cabo, los ojillos nublados de temor. El número se había quedado detrás. Le temblaban las manos y estaba blanco como el papel.

—Pero ¿usted qué se ha creído? —repitió el cabo—. Si no cumplo ahora mismo con mi deber es por respeto a la ocasión.

El cabo soltó a Lucas, dándole un empujón hacia la puerta. Lucas no perdió el equilibrio: se quedó debajo de la mata del jazmín, mirando al cabo con evadido mirar. Sentía en el vientre el golpe del culatazo como una candela.

—Quédese ahí sin moverse hasta que venga el señor juez —dijo el cabo—. Sin moverse, ¿estamos? —se volvió para el número—. Becerra…

—Diga.

—Vigile usted a este sujeto y si se mueve de donde está, lo autorizo para que lo meta en vereda.

—Déjelo usted de mi cuenta —respondió el número.

Y se le entrecortaba la voz. Lucas no oía. Empezó a chorrearle el agua por la cara. No recordaba que Joaquín estaba muerto, mojándose por debajo de la arpillera, con el pecho estrujado y encharcado. Lucas no veía, sólo tenía miedo. No sintió llegar a dos de los cargadores, que se quedaron mirándolo con extrañeza antes de entrar en la vivienda del capataz. A Lucas se le metía la lluvia por la boca. Retumbó un trueno y luego otro. La noche se había echado encima antes de tiempo.