10

Las butacas de mimbre se alineaban a todo lo largo de la fachada, por debajo del toldo. Todavía quedaba sitio para que pasara la gente sin tener que bajarse de la acera. Un hombre de chaquetilla blanca recorría la fila pregonando mariscos frescos. Detrás iba un niño con una cesta de bolsas de patatas fritas. Las bocinas apagaban las voces de los vendedores. El aire de la mañana se movía como un velo mojado.

—Yo creo que puede resultar.

—¿Y de graduación?

—Dieciséis o cosa así, menos de diecisiete, desde luego.

Delante de algunas butacas estaban colocadas unas mesitas también de mimbre para las botellas y las copas. Miguel llamó al de los mariscos haciendo pitos con los dedos.

—¿Cómo están esas gambas? —preguntó.

—Vivas.

—Ponga una docenita.

El vendedor hizo un cucurucho de papel y dejaba caer dentro las gambas, soltándolas una a una desde lo alto. Luego colocó cuidadosamente el cucurucho encima de la mesita.

—Doce langostinos —dijo—, ahí están.

Miguel pagó. Le brillaba la ancha y pálida entrada del pelo como si le estuviese rezumando grasa por los poros. Se quitó un momento las gafas de sol. Tenía los ojos enrojecidos.

—¿Dónde se fue Jerónimo? —dijo Perico Montaña—. ¿Tú sabes?

—No —dijo Miguel—, me avisó que tenía que resolver un asunto, que después nos veríamos.

—Toca madera.

Pelaban las gambas. Llegaron unos socios y se sentaron en las únicas butacas que quedaban libres. El casino, de una a tres, tenía siempre el completo.

—Entonces vale la pena, ¿no?

—Ya te digo —insistió Miguel—, a mí me parece que no está mal, que se le puede sacar partido.

—¿Les diste un buen repaso a las botas?

—Hombre, las cincuenta no las probé.

—Pero ¿se veían parejas?

Miguel se volvió a poner las gafas de sol. Se le oía respirar.

—Sí, eso sí —dijo—. Yo le metí la nariz a unas cuantas y me gustó el percal.

—¿Y la boca?

—Bien.

—El precio es lo que me tiene mosca.

—Tampoco es una ganga.

—No es que sea una ganga, pero si las cosas son como tú dices, a eso se le podía sacar más jugo.

—Le hará falta el dinero.

—Todavía tengo yo que echarle un ojo.

Perico Montaña llenaba las copas. Su vecino de la derecha se inclinaba hacia él para hablarle.

—¿Terminó usted ya? —preguntó con un pegajoso tono de lisonja.

—¿De qué?

—En la viña.

—Sí, traerme la carga que queda.

—Pues lo felicito, porque va a estar lloviendo una semana.

—Parece.

El vecino de Perico hizo una pausa y volvió al ataque.

—Yo, este año, arrendé la pisa.

—Bien hecho.

—Uno se vuelve precavido. Cuando no es el tiempo, es lo otro —miró un momento para Miguel—. ¿No le parece?

—Claro —dijo Perico.

Miguel intervenía en la conversación por hacer algo, agachándose por delante de Perico para ver al que hablaba.

—¿Usted no usa tríbulis en la viña? —preguntó.

—¿Cómo dice?

Tríbulis, esa máquina que acaba de salir.

—Pues no sé.

—El invento del siglo, una especie de robot. Corta la uva, la solea, la pisa, la mete en la bota…

—¿Y no se la bebe? —interrumpió el vecino de Perico.

—… la trasiega y le acelera la fermentación.

El vecino de Perico se volvía hacia el amigo que estaba sentado a su derecha. Prefirió llevar las cosas por el lado de la broma, temiendo el patinazo.

—¿No estás oyendo? —le dijo—. Aquí, el señor Gamero, que tiene ganas de guasa.

—Creo que no me ha entendido bien —dijo Miguel—. Es un consejo con toda la seriedad que el caso requiere. Si está en sus posibles, introduzca el tríbulis, hace el trabajo de cien brazos.

—La era de la máquina —dijo Perico.

—Yo estoy de acuerdo con el progreso —dijo el amigo del vecino de Perico.

El vecino de Perico optó por reírse.

—Tiene gracia —comentó con afectada soltura.

—La revolución de la mano de obra —dijo Miguel.

—Bien hablado.

—Eso —dijo el vecino de Perico—. Ahora nos vamos a tomar media botella por eso del tri… ¿qué?

Tríbulis: trí-bu-lis —dijo Miguel.

—Pues por el invento ese.

Miguel se aburría de su propia burla. Se echó para atrás y se tomó la última gamba. Perico seguía hablando con su vecino. Luego se levantó. Un botones recogía una de las tres partes del toldo, haciendo girar la manivela con una sola mano. Se oía el chirrido del eje enrollando la lona. Perico se dirigió a su vecino.

—Lo siento, pero tengo que irme.

—Espérese, que nos tomamos esa media botellita.

Miguel se levantó también.

—Otra vez será —dijo.

—Bueno, la invitación queda pendiente.

—De acuerdo.

—No se preocupe usted, señor Gamero —dijo el otro socio—, que ahora vamos a brindar por el tríbulis.

—¿Por qué tríbulis? —dijo Miguel.

Y ya seguían la línea de las butacas de mimbre. El botones los adelantó al trote, con la barra en la mano, enganchándola en la argolla de otra franja del toldo. No se movía ni una hoja.

—¿Adónde vamos?

—Yo tengo que ir a almorzar con Ramón —dijo Perico.

—El rosario en familia.

—¿Y tú qué haces?

—No sé, para casa.

Cruzaron a la otra acera. Andaban despacio, Miguel con las manos en los bolsillos y Perico balanceándolas con cierta enfática energía. Los saludaron desde la terraza de un bar. Era una pareja ya un poco metida en años. La mujer miraba fijamente para Miguel. Miguel se hacía el desentendido.

—Ésos no se casan —dijo Perico mientras se alejaban del bar.

—No sé.

—Pues tu prima Lupe ya no es ninguna niña.

—Sí.

—A lo mejor todavía la tienes esperando, ¿te acuerdas?

Miguel no contestó. Sentía un súbito ramalazo de rencorosa memoria zumbándole por dentro de la cabeza. Le pasaba con frecuencia, cuando menos lo esperaba. Había muchas cosas que le hacía daño recordar, no sabía bien por qué. La depresión se le presentaba como un morboso aguijón que no conseguía sacarse hasta que no encontraba la causa, que tampoco obedecía siempre a una realidad concreta. Era como si se le reavivase una dormida y gratuita irritación contra sí mismo y contra todo lo que le rodeaba. Miguel se sentía bastante más viejo de lo que era, como si ya hubiese terminado de vivir lo más sombrío y ahora tuviera que ir doblando penosamente los vericuetos de un tiempo inane y caduco, carente del menor síntoma de esperanza.

—¿Te acuerdas?

La memoria del frente de Málaga, de los desmanes del tío Felipe, de la finca que tuvo su madre por la trocha del Temple, de Encarna, de la prima Lupe, del diario tobogán del vino y del aburrimiento. La memoria de la estafa y del fracaso. Las iracundas espiras de vacío de sus cuarenta años de vida. Todo eso junto y nada. Nada.

—Tú, ¿estás sordo? —dijo Perico.

—¿Eh?

—Que si te acuerdas de lo de tu prima Lupe.

—Sí.

—Vaya, hombre.

Caminaron en silencio hasta doblar una esquina. La calle empezaba a vaciarse un poco de gente. Acababan de regar, pero parecía que había llovido.

—No hables tanto, que mareas —dijo Perico.

—Es que dormí mal.

—Claro, se te ocurre meterte en la cama con las gallinas.

—Debo tener cambiadas las horas.

Se detuvieron a pocos pasos del chaflán. Perico miraba para arriba.

—Oye, ¿y tú qué líos te traes con el niño de Gabriel Varela? —bajó los ojos y los fijaba en las gafas de sol de Miguel—. A ver si nos enteramos.

—Nada, ¿por qué?

—Ya te he visto dos o tres veces con él y con ese perito agrícola, el de las Talegas, otro misterio de los tuyos.

—Ahí no hay misterio que valga, una amistad.

—Bueno, yo me quedo aquí —se separaba—. Nos vemos a la tarde, a eso de las cinco caigo por la oficina.

—Hasta luego.

Perico Montaña entró en un amplio portal con piso de mármol y blanca cancela interior. Miguel desanduvo parte del camino y torció por una calle lateral antes de llegar a la terraza donde estaba su prima Lupe. Seguía con las manos metidas en los bolsillos. Se notaba cansado y con sueño. El irritante escozor de la memoria. La calle desembocaba en una anchurosa avenida sombreada de naranjos. La depresiva sensación de no ir nunca a ninguna parte. Oyó que lo llamaban desde la puerta de un bar.

—¡Miguelito!

Miguel volvió la cabeza y se acercó de mala gana.

—Tómate una copa y no seas descastado.

—Venga —dijo Miguel.

Don Andrés entró primero y buscaron un sitio por la rebosante barra del bar. A Miguel no le gustaba aquel sitio. El bar estaba anexo al local de una peña de cazadores. En el extremo más alejado de la puerta había un hueco. Don Andrés apoyó la contera de su bastoncito de bambú sobre el mostrador, como señalando el descubrimiento.

—Dos de Doña Blanca —pidió—, que esté fresco —se volvía hacia Miguel—. ¿Y cómo va ese valor?

—Vaya.

—Oye, una cosa que quería decirte, ¿tú sabes lo que me han contado del hijo de Ayuso?

—¿De quién?

—Del hijo de Ayuso, el del Espolique.

—Sí.

—Pues agárrate.

La barra tenía forma de u, la parte abierta pegada a la pared. Miguel se distraía mirando para los clientes que quedaban del otro lado.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Ayuso, bueno, el padre, me arregla a mí de vez en cuando algunos asuntillos.

—No sé.

—Me hace así algunas chapuzas —bajaba la voz—. Pues el niño, por lo visto, se entrompó anoche en la venta de la Jeroma y empezó a decir que yo estaba envenenando al capataz de la bodega echándole matarratas al vino, date cuenta. Y que su padre era un cómplice que yo me había buscado. Hasta ahí lo que me han dicho, figúrate tú el disgusto.

—Pero eso es una broma, hombre.

El camarero dejó las dos copas encima del mostrador. Las copas estaban mediadas y el vino parecía espesar su opalina transparencia bajo la quieta grisura de la luz. Don Andrés esperó que el camarero se retirara para seguir hablando.

—Si, sí, una broma que me puede costar muy cara.

—¿Y eso por qué?

—Porque yo tengo mi reputación como el primero y ésas son las cosas que lo hacen a uno andar en boca de la gente.

—Venga ya, no digas tonterías.

Alguien saludó desde el otro flanco de la barra. Don Andrés no se dio por aludido.

—Una tontería que no la consiento —dijo—. Deja tú que yo coja a Ayuso y le pida explicaciones.

—Tú sabrás.

—Me va a oír, porque todavía no me ha visto enfadado de todas todas. Se la buscó.

—¿Por qué no te llevas la pistola?

—¿Qué pistola?

Miguel se mareaba. A veces tenía la impresión de que si soportaba a don Andrés era porque ya se había acostumbrado a soportar toda una diaria cadena de despropósitos. Su incongruencia mental siempre terminaba por provocarle una insufrible exasperación.

—Un nueve largo —dijo.

—¿Un qué…? —entornaba los ojos—. Mira, Miguel, cuando uno empieza a no entenderte, sabe Dios.

—Pues hablo castellano.

Miguel se bebía la copa. Don Andrés continuaba con la suya en la mano izquierda, oliéndola una y otra vez.

—Entonces ¿tú crees que no debo denunciarlo? —preguntó sin levantar la vista del vino.

—Tú entérate de todas formas en el cuartelillo, es la vía legal para la declaración jurada.

Don Andrés terminó su copa y pidió otras dos.

—Un lío, ¿no? —cambió de conversación sin variar el tono—. ¿Qué te parece el vinillo?

—De primera.

—Pues ya verás el año que viene, a lo mejor voy y lo embotello.

—Es verdad, no había caído —dijo Miguel—, ¿y cómo lo tienen ahora en el bar?

—Yo, que mando una damajuana para mi gasto. No se lo sirven a nadie, eso desde luego.

—Claro.

—¿Y sabes lo que me cobran por la copa? —hizo una pausa—. ¿Sabes lo que me cobran? Pues seis pesetas, barato, ¿no?

A Miguel se le acrecentaba su incapacidad para entender a don Andrés. El camarero volvió a servir el Doña Blanca. Se había llevado las copas adentro y las traía llenas, sin que se viera de dónde sacaba el vino. Miguel observaba al camarero.

—Es una comodidad —dijo.

—¿Verdad que sí? —recalcó don Andrés.

—Está bien pensado, a mí no se me hubiera ocurrido.

Don Andrés se quedó un poco cabizbajo.

—Hoy es viernes, ¿no? —dijo sin mirar.

—Todo el día.

—No sé si suspender la comida que pensaba darles el domingo a los pobres del Albarrán.

Bebieron al mismo tiempo.

—¿Y eso? —preguntó Miguel.

—Porque iba a celebrarse en el Espolique y me parece que ya le voy a levantar la veda a Ayuso, se colmó el vaso. Claro que los pobres tampoco tienen la culpa.

—La caridad es una cosa y el matarratas otra.

—¿Ya vas a empezar?

Miguel cogió a don Andrés de un brazo.

—¿Quieres que te recomiende una solución?

—Pero ¿en serio?

—Como si me fuera a morir.

—A ver…

Miguel se quitó las gafas de sol.

—Pues que a mí me parece que todos esos desbarajustes tuyos se te iban a arreglar con un raspado de matriz.

Don Andrés se quedó mirando fijamente a Miguel, el puño del bastoncillo de bambú debajo de la barbilla.

—No tiene ni pizca de gracia —dijo.

—Gracia no tendrá, pero la debilidad de la médula lo agradece.

Don Andrés llamó al camarero.

—Juanito…

El camarero acudió apresurado y solícito, inclinándose sobre la barra.

—Don Andrés…

—¿Cuánto te debo?

—Tres copas de antes y cuatro de ahora, cuarenta y dos pesetas.

Don Andrés entreabría los departamentos de su billetera de piel de cocodrilo. Miguel observaba la operación en silencio. Don Andrés dejó sobre la barra un billete de cincuenta pesetas.

—Toma —dijo—, está bien.

Don Andrés volvió a plegar y a guardar la billetera. Miró a Miguel como si se lo acabara de encontrar.

—Buenas tardes —dijo.

Miguel no contestó. Don Andrés atravesaba el bar a pasitos menudos y diligentes. Miguel lo veía alejarse. Sintió una especie de conato de risa nerviosa atosigándole la garganta. Después, cuando don Andrés salía, notó otra vez la morbosa acometida de la depresión desalojándole de sosiego la cabeza. Le dieron ganas de correr detrás de don Andrés, pero se contuvo. La iracundia contra todo lo que le rodeaba. El empellón de vacío de la mendacidad y de la vergonzante abdicación de los días. Miguel apoyó desganadamente los codos sobre el mostrador, la vista fija en los anaqueles de las botellas. Le daba pereza pensar. Una etiqueta escrita en inglés, un gollete ahorcado con un cordón amarillo, el ruido del bar, el aire cargado de sofoco. Empezó a sentirse desplazado hacia una serie de absurdos comportamientos mentales. La dolorosa, martirizante obsesión de buscar una salida, el pensamiento mordiéndose la cola, la atrofia ganando terreno. Le balbucía en la memoria, a fugaces ráfagas de incertidumbre, una especie de inconcreto centelleo, como si algo que no le hubiese pertenecido nunca estuviese usurpándole ahora un rincón de su conciencia. Miguel veía turbio el fondo del bar. Pensó que le iba a pedir al camarero una copa de palo.

—Una copa de palo —pidió.

—Sí, señor.

Rondaba por su cabeza la compañía del cuerpo de Encarna, tan sucesivamente salido de la prostitución con una verdad que había que ir cancelando de antemano, como para que no alterase el hipócrita orden establecido; la compañía de su hermana Inés, a la que no había visto desde que se casó y se fue a vivir a Cartagena y que tan junta estaba a su porvenir de aquellos días de antes de la guerra; la compañía de su prima Lupe, cayéndose y levantándose desde lo que no fue nunca más que una resignada y tácita negación familiar, perseguida y rehuida secretamente a cada hora. El bar se iba despejando.

—¿Quiere llenar?

Miguel se tomó otras dos copas antes de salir. Tengo que hacer algo. La calle estaba casi vacía. Eran cerca de las tres. Una luz borrosa y como aplastándose contra la calentura del aire bajaba desde las turbulentas nubes. Con el alcohol, la claridad se recrudece, se hace más penetrante y cuajada dentro de los ojos. Miguel no tenía ganas de irse para su casa, pero pensó que le vendría bien descansar un rato antes de la hora de la oficina. Perico Montaña no iba a aparecer hasta las cinco.