9

Se paró al lado de la pared para encender el faria. El primer fósforo se le apagó y, con el segundo, el puro no acababa de tirar por más que chupaba. Sacó un palillo de dientes del bolsillo de arriba de la chaqueta y se lo clavó al faria por la parte puntiaguda, empujándolo para adentro con la uña del dedo meñique. La uña del dedo meñique de Cobeña era un prodigio de conservación. Gorda y amarilla, con una longitud aproximadamente igual a la mitad del dedo, hacía las veces de herramienta indispensable para los más variados usos. El faria prendió a la tercera intentona y Cobeña siguió andando. Se había puesto negro el fondo del cielo por la parte del sur, que era la mala en setiembre. Cobeña atravesó la calle, una mano en la cinta de los tirantes, alargando el elástico hacia abajo. Miraba para un escaparate de maquinaria agrícola cuando le metieron un dedo por el costado.

—¿Cómo va esa vida?

Cobeña volvió la cara y se arrepintió de haber cogido por donde iba. El Cuba no era santo de su devoción y siempre prefería no encontrárselo. Le tenía un poco de miedo a su competencia en las chapuzas y a su ventaja con la boca.

Tirandillo

—¿Se descansó? —preguntó el Cuba.

—¿De qué?

—De la racha.

A Cobeña se le ofuscaban las entendederas más de lo normal hablando con el Cuba. Nunca sabía si le estaba tomando el pelo o si es que no llegaba a coger la hebra de lo que decía. Cobeña tenía ganas de despedirse.

—Sí —titubeó—. Bueno, me alegro de verlo.

—Pare usted la jaca, compadre.

—¿Diga?

—¿Y don Gabriel?

—Bien, por ahí.

—Pues abra usted los ojos, que le están pisando el terreno.

—¿Cómo dice?

—Que no se duerma, que se la van a jugar.

—¿A mí?

—A usted.

—Me extraña.

El Cuba se acercó más a Cobeña, cogiéndolo de un brazo y llevándoselo hacia la pared, fuera del paso de la gente.

—¿Hablamos de negocios? —preguntó.

—Usted dirá —dijo Cobeña.

—¿Cuánto podemos repartirnos si arreo otra vez para Monterrodilla al personal que se birló don Pedro Montaña?

—No entiendo.

—Pues más claro…

—¿Y eso cómo va a ser? No entiendo.

—Usted dígame lo que podría caer por el servicio.

—Ni idea.

—Pero ¿hace?

El Cuba arrinconaba más a Cobeña contra la pared.

—Es que no veo claro de lo que se trata.

—Pero, hombre, ¿usted no comprende que a don Gabriel le va a gustar más que el pan frito darle en la cara a Montaña?

—Me imagino.

—Pues eso.

Cobeña no miraba al Cuba de frente. Seguía dándole de sí a la goma de los tirantes.

—Sí —tartajeó—, si me hago cargo de la parte que a usted le toca, lo que no veo es qué pinto yo ahí.

—Espere que le diga —explicó el Cuba—. Verá, yo no aparezco para nada, ¿estamos?

—Estamos.

—Como si la cosa la estuviese usted trajinando por su cuenta.

Cobeña seguía sin entender.

—Don Gabriel, mayormente, no está así como para hacer tratos con don Pedro.

—Pero ¿no me está usted oyendo? El trato lo hace usted directamente, a través de un tercera persona, que soy yo y que ni mentarme para nada, porque entonces el asunto se iba a volver del revés.

—Sí, claro.

—Don Gabriel lo que paga aquí, aparte de que le hace falta la gente es el hecho de devolverle la cabronada a don Pedro, ¿me explico?

—¿Y cómo va a responder?

—¿Quién?

—Don Pedro.

—Eso es cosa mía —el Cuba se impacientaba—. Usted lo que tiene que hacer es sonsacarle a su don Gabriel lo que estaría dispuesto a soltar por la operación, eso es todo. De lo demás me encargo yo.

—Yo veré, mañana le digo cosas.

—De acuerdo. Y a no irse de la lengua.

—Hasta mañana.

Cobeña se quedó parado viendo alejarse al Cuba. Cobeña no sabía qué pensar de su propuesta. En principio no le parecía que la cosa fuese como para desecharla sin más, pero no veía muy claro el trapicheo. El Cuba lucía un elegante traje claro de verano y una altiva desenvoltura, como de llevar llena la cartera. El Cuba era amigo de don Pedro. Claro que el Cuba se la jugaba a su padre si se pusiese a tiro. Cobeña siguió andando por la parte de dentro de la acera, casi rozando las paredes. Le gustaba mirar los escaparates: un reluciente lavabo de porcelana verde, un maniquí con cara de mimbre, un candelabro, un equipo de pesca submarina, un juego de bandejas repujadas, un reloj. Cobeña se veía reflejado en los cristales. Una máquina de coser, una pierna ortopédica. El Cuba tenía buena facha y los trajes le caían bien al cuerpo. Cobeña, de joven, no era mucho más delgado que ahora y todo le sentaba mal, hasta la gorra. Antes de traspasarle el Espolique a Marcelo Ayuso, intentó rebajar carnes, disminuyendo las ya escasas dosis de garbanzos, pero no hubo forma: un vaso de vino lo engordaba como si fuese grasa. Cobeña desvió los ojos del cristal del escaparate. «Dr. Francisco P. Vaquero. Especialista en dentaduras parciales sin ganchos de metal. Extracciones sin ningún dolor o fastidio que da la extracción». Torció a la derecha y luego a la derecha otra vez. Anduvo un buen trecho antes de meterse en un portal. Del portal salía un cálido y húmedo chorro de aire. Se acordó de cuando fue a avisar a Joaquín el día anterior. Si se lo encontraba, no iba a saber qué decirle. Cobeña se acostó relativamente pronto, cuando salieron de la Damajuana. Don Gabriel y don Felipe se habían ido a terminar la noche por su cuenta. En el patio, cuatro mujeres hacían cola al lado del grifo. Una niña, sentada en el suelo, rellenaba de tierra algo que debía de haber sido una muñeca de trapo. Cobeña se acercó a una puerta de la derecha, por la parte de la entrada. La puerta estaba abierta, pero la cubría una cortinilla de tela de colchón.

—A los buenos días —dijo Cobeña.

Apareció un muchacho en camiseta y con unos andrajosos pantalones azules de deporte hasta las rodillas.

—¿Quería algo? —preguntó.

—Matilde Escobar, me hace el favor.

—Esa puerta.

El muchacho volvió a echar la cortina, casi metiéndosela a Cobeña por la cara. Cobeña supuso que el muchacho le había indicado la puerta de más arriba, que estaba igual que la anterior: abierta y con un pedazo de colcha lila tapando el hueco. Cobeña se inclinaba.

—Buenas —llamó.

Una vieja asomó la cabeza por el espacio que quedaba entre la cortinilla y el quicio.

—Diga…

—Perdone, ¿vive aquí Matilde?

—Sí, ¿qué se le ofrece?

—¿Está ella?

—¿La madre o la hija?

—La madre.

—Espere un momentito.

La vieja retiró la cabeza dando un suspiro. Cobeña miraba para la puerta de Joaquín, que quedaba al fondo, bajo el desguazado alero de la galería alta. Una de las dos mujeres que hacía turno junto al grifo hablaba con otra señalando a Cobeña. La vieja volvió a aparecer.

—Que de parte de quién —preguntó con voz temblona.

—De parte de don Gabriel Varela, una razón que tenía que darle.

—Pase usted.

Cobeña entró en el cuarto, que era interior y apenas si se distinguían los contornos. En la pared del frente un marco se abría a una segunda habitación, también sin ventanas.

—Pase —repitió la vieja.

—Con permiso.

—Espere usted y le enciendo.

Cobeña miraba a uno y otro lado intentando acostumbrarse a la penumbra. Se encendió la luz y entró en un cuarto diminuto y cuadrado como un cajón. Una mujer medio vestida y con las ropas y los pelos en desorden se incorporó cansadamente de la revuelta suciedad de un catre. Se sostenía la sábana por encima de los pechos.

—Buenos días, perdone —dijo Cobeña.

—Buenas.

—Perdone la molestia, no sabía que estuviese acostada.

—Nada, siéntese.

—Un minuto, sólo venía a darle un recado de parte de don Gabriel Varela.

La mujer miró para la vieja, que se había quedado a la entrada del cuarto, las manos cruzadas por delante.

—Abuela, ¿por qué no va usted por el aceite?

—Ya, ya me voy —refunfuñó la vieja—. A lo que hemos llegado.

—Venga…

—A una la echan, eso es, no tiene que enterarse de las cosas que pasan.

La vieja salió sin interrumpir la cháchara. Andaba escorada del lado de la pequeña corcova que le irrumpía a media espalda. La mujer se sentó en el catre, apoyando la espalda contra la pared, las manos sobre la barriga.

—La abuela —dijo—, que ya está chocha.

—Los años —comentó evasivamente Cobeña.

—Bueno, ¿decía?

—Que don Gabriel me manda preguntarle que qué pasa con la niña.

La mujer se remetía la sabanilla por debajo de las piernas. Miraba al techo.

—No se figure que estoy en la cama por flojera —dijo—. Hasta las tres trabajando.

—Ya.

—Bueno, a la niña la dejó en la calle, ¿no?

—¿Diga?

—Que le dio con la puerta en las narices, ¿o no es verdad?

—Es que eso era una complicación, usted lo sabe mejor que nadie.

—Sí, ya lo he oído veinte veces, pero ahora es a mí a quien no le da la gana de pasar por el aro.

—En casa de don Gabriel va a estar mejor que en ningún sitio.

—Pero si es que eso es una cosa que no cabe en la cabeza de nadie.

—Pues su sobrina Petra dijo que iba a irse uno de estos días.

Cobeña sintió que algo le estaba estirando de los pantalones por debajo de la silla. Primero un roce y luego una ligera presión hacia atrás. Cobeña prefirió hacerse el distraído.

—¿Y quién es Petra para decidir lo que tiene que hacer la niña? —dijo la mujer—. Vamos, me parece a mí.

—No sé, eso dijo.

—Estaría bueno.

Cobeña dio un respingo. Un bulto cubierto por un saco se arrastraba ahora por delante de sus piernas. La mujer se agachó sobre el catre para mirar. Cobeña se retiraba andando de espaldas.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Niño —gritó la mujer—, como te coja otra vez haciendo gracias te pongo el culo como un tomate. Venga, al patio y que no te vuelva a ver por aquí.

El niño se levantó y se quitó el saco de encima con una atropellada seriedad. Salía con gesto compungido. No debía de tener más de cuatro años.

—Pues eso, que no camelo —dijo la mujer.

Cobeña se volvió a sentar, tragando saliva y mirando para el suelo con desconfianza.

—Bueno, usted sabrá lo que hace —dijo—. Aquí le dejo este sobre.

—¿Qué sobre? —preguntó la mujer.

—Tome, ábralo.

Cobeña se había sacado un sobre azul del bolsillo de dentro de la chaqueta y se lo alargaba a la mujer. La mujer se apoyó con una mano en la barra del catre, echándose para adelante. Cogió el sobre y lo ahuecaba, mirando minuciosamente el contenido sin sacarlo fuera.

—Éstas son palabras mayores —dijo.

—Y tan mayores.

—Bueno, la niña está con su tía desde el miércoles.

—¿Y qué?

—Que vamos a ver si ahora es ella la que no quiere.

—Usted la trabaja.

—No sé.

Se oía rebullir en la habitación de al lado. Cobeña miraba para el suelo. La mujer sacó las piernas de debajo de la sábana y se levantó. Era todavía joven y de cierta desaliñada prestancia, pero andaba como si tuviera sesenta años. Se asomó a la otra habitación.

—¿Ya? —dijo.

La vieja no contestó. Recogió el jarro del palanganero y salió al patio. Lloraba un niño en alguna parte, arrancándose la garganta a cada nuevo berrinche. La mujer se volvía otra vez para Cobeña.

—Hecho.

—Usted se lo manda decir a Petra, ¿le parece?

—Sí, pero que conste que yo no le doy seguridad de nada.

—Bueno, ya ve lo que hay —dijo Cobeña colocándose por detrás de la silla—. Y lo que va a caer.

La mujer miraba para el sobre, que había dejado sobre la cama. Lo recogió y se lo metió por el escote doblándolo en cuatro dobleces. Cobeña era bastante duro de nariz, pero ahora olía a sumidero.

—Por mí no va a quedar —dijo la mujer.

—Eso es ponerse en razón.

—Hágase usted cargo de que como una no escarbe aquí y allí —se golpeaba el vientre con la palma—, no le entra en la barriga ni polvo.

—Bueno, pues me voy.

—Recuerdos.

—Igualmente le digo, buenos días.

Cobeña salió al patio. Al lado de la puerta, la vieja estaba hablando con Lola. Lola pareció sobresaltarse.

—¿Cómo está usted? —preguntó Cobeña.

—Bien, gracias —contestó evasivamente Lola.

—¿Y Joaquín?

—En el campo.

—¿En el campo?

—Sí, ¿le parece raro que una persona trabaje?

—No, es que no lo sabía.

La vieja miraba alternativamente para Lola y para Cobeña, el jarro del palanganero a sus pies.

—Pues sí, señor —dijo—, ganándose su jornal.

—Enhorabuena.

—Y no como otros que yo conozco.

Cobeña intentaba sonreírle a la vieja, que recogió su jarro y se fue para el grifo, con el niño del saco agarrado a su falda.

—Con Dios —dijo Lola.

—¿Y adónde ha ido Joaquín? —preguntó Cobeña.

—A lo de don Pedro Montaña.

—Pero hoy es el primer día, ¿no?

—Sí.

—Vaya, vaya.

Lola se volvía para su puerta. Cobeña dio unos pasos detrás suyo.

—¿Quería usted algo? —preguntó Lola deteniéndose.

—No, que me alegro de lo de Joaquín. Le hacía falta.

El hijo de la Panocha atravesaba la galería de arriba con una garrafa en la mano. Se asomó al barandal.

—¡Julián! —gritó.

Cobeña levantó la cabeza. Lola aprovechó el descuido para meterse en su habitación.

—¿Qué hay? —dijo Cobeña.

El hijo de la Panocha no tardó en aparecer por el marco de la escalera, saltando los últimos peldaños sobre el barandal de cemento.

—¿Salía? —preguntó.

—Sí.

—Lo llevo en la carretilla.

—Mira qué gracioso —se aclaró la garganta—. A ti no te han dicho…

—Era una broma, ¿es que no se le puede gastar una broma?

—No.

—Bueno, ahora sin cachondeo, su amigo el Guita se fue al campo esta mañana, ¿eh? —balanceaba la garrafa—. Quién iba a decirlo.

—Sí, eso me ha contado Lola.

—Había que verlo.

—¿El qué?

—Vino ese muchacho, Lucas, por él, y no se tenía.

—Es que anoche estaba como si le hubiera dado una cosa rara.

Salía ahora de su habitación la madre de Matilde. Miró para Cobeña y le echó una sonrisa de despedida. Al hijo de la Panocha no se le escapó el detalle.

—Qué, ¿hay asunto? —preguntó.

—A ti te gusta mucho enterarte de lo que hace el prójimo, ¿no?

—Curiosidad.

Cobeña enfiló la puerta de la calle seguido de cerca por el hijo de la Panocha.

—¿Le interesa a usted comprar medio ciento de damajuanas? —preguntó el hijo de la Panocha.

—No —contestó Cobeña.

—Precio tirado, mercancía superior.

—No.

—Pero ¿no quiere ni verlas?

—¿Para qué?

—Hombre, es una oportunidad que no se presenta todos los días, se lo digo yo.

—¿De quién es el material?

—Como si fuera de este cura.

—Vaya garantía.

—Una muestra, mire.

El hijo de la Panocha le metía a Cobeña por la cara la garrafa que llevaba en la mano. Cobeña le tanteó el forro de cañilla.

—Esto está tirando a podrido —dijo.

—¿Tirando a podrido? Usted no ha visto damajuanas.

—Será eso.

Se habían parado un momento en el portal. El hijo de la Panocha se adelantó para colocar la garrafa en la carretilla.

—Usted se lo pierde —dijo.

—Cuatro billetes te doy por todo. Es decir, si el lote está en buenas condiciones.

—Me pone un telegrama.

El hijo de la Panocha empujaba la carretilla, una mano en cada vara. Traqueteaba la llanta de hierro contra las piedras. Cobeña iba a su lado, bordeando torpemente el filo de la acera mal enlosada.

—Bueno, ya hablaremos de eso con más calma.

—Esta tarde van a ir a verlas —aclaró el hijo de la Panocha—. Pida usted número.

Cobeña jadeaba siguiendo la marcha de la carretilla. Anduvieron un trecho en silencio.

—Oye, me han dicho que tu hermana se decide por el baile, ¿no?

—Un magué —contestó el hijo de la Panocha, dejando la carretilla en el suelo.

—Hombre, si vale, no veo que eso tenga nada de malo.

—Mientras yo sea quien soy, ésa no baila ni el trompo.

—No lo entiendo, la verdad.

—Un bailecito y una copa y un gachó que está a la expectativa de lo que caiga —se bajaba el párpado con un dedo—. Que no, vamos.

—Eso deja hoy una renta.

El hijo de la Panocha empujaba otra vez la carretilla. No se volvió para contestarle a Cobeña, que seguía otra vez su marcha.

—¿Una renta de qué?

—Cuando una mujer se quiere defender, se defiende ella solita, eso indudable.

—Sí, pero como la cosa no va por ahí.

—¿Eh?

—Que mientras más corto se amarre el ganado, mejor.

Cobeña optó por abandonar la persecución. Todavía era muy temprano para el trote que llevaba.

—Hasta luego —se despidió.

—Que le vaya bien —contestó el hijo de la Panocha sin detenerse—. Y si se decide a echar un parrafito sobre lo de las garrafas, de cuatro a ocho en el almacén.

Cobeña se fue quedando atrás. Sacó del bolsillo la colilla de un faria y la volvió a encender, rascándole primero la ceniza con la uña del dedo meñique. Por allí no había escaparates. Cobeña miraba para el fondo de los portales de las casas: unas macetas de geranios, un pozo con tapadera de tablas, un grupo de niños jugando a las canicas en un patio, una mujer preñada hablando con una vecina de carnes secas, el cobrador de las reproducciones en bromóleo hojeando el taco de recibos. Cruzó una vistosa muchacha con un capacho en la mano. Un chorrito de agua sucia cayendo de un balcón, una niña mordiendo una cáscara de sandía, un hombre todavía joven agarrado al barrote de una ventana, la chaquetilla colgada de un hombro, la cabeza oscilante. Cobeña lo miraba todo. Le gustaba leer los anuncios, como para asegurarse que no se había olvidado de las letras. La «r» la confundía con la «p», pero casi siempre sabía distinguirlas según el significado de la palabra. Miraba para la cornisa de un garaje. «SERVINAUTO». Iba torciendo la cabeza. «Reparaciones en general. Pintura al duco. Servicio de grúa. Lubricación especializada». Se oía un agobiado ronroneo de voces y trajines bajo el sofoco plomizo del cielo. La calle parecía un corredor recién fregado. Cobeña se fue para casa de don Gabriel.