—Se complicó la cosa.
—Y tanto.
—¿Nos tomamos la espuela?
—No, ya está bien, me rajo.
En la Perla había movimiento desde un poco antes del amanecer. El negocio rendía más durante las primeras horas de la mañana que en todo el resto del día. Los que no se habían acostado desayunaban al mismo tiempo que los madrugadores, unos con aguardiente y otros con café. En la barra, por la parte perpendicular a la calle, un muchacho joven, de largo pelo ensortijado y descarada actitud, hablaba con otro de la misma pinta. El muchacho se echaba para atrás indolentemente, las dos manos por dentro del peto del mono azul mahón.
—Ahí los tienes —dijo meneando la cabeza.
—¿El qué? —preguntó el otro.
—Los señores, su copita antes de entrar en el tajo.
—Si sus medios se lo permiten… —soltó una estruendosa y extemporánea carcajada.
—¿Les sacamos el sobrante? —preguntó el del mono azul mahón.
—¿A ésos?
—Sí, la verdad es que tampoco son de los que se ponen a tiro.
Por detrás, en una mesa pegada a la pared, se despejaban del trajín de la noche con unas copas de anís don Gabriel Varela y don Felipe Gamero.
—Se complicó la cosa.
—Que era lo previsto.
—No, de verdad —dijo don Gabriel—, yo hoy pensaba echar un rato en la Damajuana y acostarme a una hora prudente.
—Las siete y pico, ¿más prudente?
—Venga, tómate otra copita.
—No, ya eché el cierre.
—Bueno, lo dejamos.
A don Gabriel no se le veían los ojos: toda la cara era una misma masa amoratada y como teñida de pimentón. Las bolsas de debajo de los párpados se le confundían con la parte de arriba de la nariz. Don Felipe estaba un poco menos derrumbado. A veces, la palidez, como el buen color, engañan.
—Va a llover —dijo don Felipe.
—Lo veo venir, no me hables.
—Bueno, todavía no has empezado en Monterrodilla, ¿no?
—Sí, pero un atraso ahora me hace un pie agua, imagínate.
Don Felipe estornudó sin que le diera tiempo a sacar el pañuelo. Se tapaba la boca con la mano.
—Habrá que irse —dijo—. Ya esto está dando las boqueadas.
—Espérate que me aclare un poco —dijo don Gabriel—, estoy muerto.
El muchacho del mono azul mahón se tomaba un vasito de cazalla. Había estado mirando todo el tiempo para la mesa donde estaban sentados don Gabriel y don Felipe. Ahora se volvió de espaldas, girando con una pausada impertinencia.
—Y Marcelo, ¿qué hizo? —preguntó.
—No sé —contestó el otro—. Creo que se quedó con Matilde.
—Ésa se la está dando.
—Y de qué manera…
—¿No estaba en lo de la Jeroma?
—Sí, si fuimos juntos. Pero en cuanto vio un hueco, se largó con la niña.
—Hablando de Roma —torcía la cabeza—. Ahí está el que le dio el repaso.
—¿Quién?
—Don Gabriel Varela, ¿Quién va a ser?
—La compaña tampoco se queda corta.
—Primero la madre y luego la hija, un lote bien administrado, el subsidio familiar.
En la barra no había ningún puesto libre, los que llegaban se iban quedando en segunda fila. Don Gabriel se pasaba una mano por la cara, como espantándose el brumoso envite del cansancio. El muchacho del mono azul mahón se acercó más a su amigo.
—Bueno, qué, ¿damos una cabezadita? —dijo entre bostezos.
—Yo no, hasta la tarde no me pongo horizontal.
—Suerte. No tengo más remedio que ir al mediodía a ver si coloco la brocha.
—Yo ya saqué para la semana —ponía cara de indulgencia—, y eso que no exigí.
Se espesaba el moscardoneo de las voces. Hacia el fondo había un par de mesas sin ocupar. Don Gabriel miraba a uno y otro lado con un sombrío gesto de ahogo.
—¿Y qué hubo de lo de Perico Montaña? —dijo don Felipe—. Te lo quería preguntar.
—¿De qué?
—Del lío ese que me explicaste.
—Ah, la cabronada de los cortadores, ¿no?
—Sí.
—Nada, que me la jugó con todas las de la ley.
—Se necesitan ganas de camorra.
—Pues le voy a dar gusto.
—Entre el tontaja ese y mi sobrino Miguelito…
—Que también se las trae.
Don Felipe se refregaba la nariz con el pañuelo.
—Cuéntamelo a mí —dijo—, lo que he tenido que bregar. Yo ya lo mandé a hacer puñetas hace tiempo.
—Se veía venir, claro.
—Me tenía hasta los mismísimos. Y eso que tú no sabes ni la mitad de la segunda parte.
—Los dos se creen que son mírame y no me toques. Pues tú veras, tiempo al tiempo.
—A mi sobrino le salió el tiro por la culata.
—El otro día lo vi con mi hijo Rafael —hizo una pausa—. No me cabe en la cabeza.
El amigo del muchacho del mono azul mahón se escarmenaba el pelo con un peine desdentado, ahuecándoselo, y agachándose para verse en el espejo que servía de fondo a las botellas. Don Gabriel cada vez hablaba con mayor dificultad. Había que levantar la voz para entenderse. Ahora entraba un grupo de nuevos parroquianos. El muchacho del mono azul mahón se sacó un papel del bolsillo. El amigo lo cogió y le echó un vistazo.
—Ah, sí —dijo.
—¿De acuerdo?
—Sí.
A don Gabriel le había dado parlanchina.
—No te conté que Cobeña se pegó a una que organizaron en Valdecañizo, a ver si sacaba algo de lo de la cuadrilla.
—¿Y qué? —dijo don Felipe.
—Nada, ya te lo puedes figurar, borrachera que te crió.
—Eso estaba dentro del programa, adoración nocturna.
—Cobeña dice que le metió el diente al capataz, un tanteo, pero que estaba sin vista y no cogía hebra, vete tú a saber. Total, que no le sacó del cuerpo ni media palabra.
Don Felipe hablaba con el pecho pegado a la tabla de la mesa.
—Es que ese secretario que te buscaste también es como para un apuro.
—No, no creas. Cobeña, según para qué cosas, tiene su ojo.
—Conoce el ganado.
—Eso fijo —se buscaba con el dedo gordo por dentro de la nariz—. Pero es que además, cuando las cosas estaban más peliagudas, a mí me hizo un servicio que no fue manco. Con lo del trigo, ya tú sabes.
—Sí, eso también es verdad.
Alguien había hecho estallar un paquete, echándole aire con la boca y golpeándolo contra la tabla del mostrador.
—¡Fuego! —gritó el muchacho del mono azul mahón.
El camarero ponía cara de autoridad. No era el que estaba allí la tarde anterior, cuando entraron a tomar café Miguel y Lucas; era otro más viejo y bastante más activo.
—Usted, que despierta al vecindario —dijo.
—Si era la diana —dijo el amigo del muchacho del mono azul mahón.
El camarero colocó unas tazas y unas copas encima de la bandeja. Por fuera de la barra, esperaba el que servía en las mesas contando las fichas del importe.
—El bicarbonato —pidió.
—¿Hace o no hace? —le decía un hombre con facha de conserje a una mujer que había llegado hacía poco.
—Olvídame, muñeco.
El hombre llevaba gafas de motorista. Se oyó un estruendo de cristales, como de vasos rotos. El muchacho del mono azul mahón intentaba pegarse a un grupo de gente ruidosa y bien vestida, que estaba dándole duro a la cazalla.
—Nosotros nos conocemos —le sondeaba al que parecía llevar la voz cantante—. En alguna parte nos hemos visto.
—Perdone, no recuerdo.
—¿Usted no es amigo del Cuba?
—Yo no, gracias.
—Pues en alguna parte nos hemos visto.
—Bueno, tómese una copita para celebrar el encuentro.
—Estoy ahí con un amigo.
—Que se agregue, un día es un día.
—¡Anselmo!
El amigo del muchacho del mono azul mahón se acercó a los que invitaban. Don Gabriel se había levantado para poderse meter la mano en el bolsillo del pantalón y sacar el dinero. Uno de los del grupo que estaba bebiendo cazalla se arrancó de pronto a cantar, un brazo en el hombro de su compañero, pegando un desafinado y agrio quejido. Don Felipe se adelantó a don Gabriel y pagó la cuenta. El camarero que estaba por detrás de la barra se encaró con el del jipío.
—¿No ha leído usted el cartelito? —preguntó.
—¿Qué cartelito? Yo no leo ni el periódico.
—Lo dice claramente, ¿no?
El camarero señalaba por encima del quicio de una puertecilla baja, donde estaba colgado un letrero con marco marrón.
—¿Y usted cree que eso está bien escrito? —dijo el cantante.
—Eso es una orden de la policía —dijo el camarero—, para que se vaya enterando.
—¿De la qué? A mí no me prohíbe cantar ni el obispo.
—En su casa; en la mía se lo prohíbe un servidor y si no, ya sabe, la puerta está abierta.
Se apelotonaban los clientes.
—Oiga, un café solo, y van tres veces que se lo pido.
—Se prohíbe fumar.
—¿Y en el urinario? ¿Se puede cantar en el urinario?
—Yo pago para hacer lo que me dé la gana —remachó el que se había lanzado al cante—. Éste es un sitio público.
—Lo será —dijo el camarero—. Pero aquí no se alborota, y no hay más que discutir.
—Ya ni cantar, terminantemente prohibido —dijo el que había introducido en el grupo al muchacho del mono azul mahón—. El código de los mierdas.
Cuando don Gabriel y don Felipe salían, ya se había organizado un abigarrado tumulto en la Perla. Pero eso era lo habitual y rara vez llegaba a mayores.
—Eso lo será usted.
—¿Me da el café o no?
—Venga, vámonos a un sitio decente, que esto huele a cuarto bandera.
—Si doy parte al cuartelillo, se va a acordar.
El sol horadaba con un algodonoso estilete de destellos el entoldado cielo de la mañana. Don Felipe y don Gabriel le dieron la vuelta al chaflán y se metieron en el coche, que habían dejado arrimado a un paredón de la calle lateral. Don Felipe se puso al volante.
—¿Adónde vamos?
—A casa, ¿no?
A don Gabriel le caía un hilillo de baba sobre la camisa. Cuando ya se han rebasado los cincuenta y cinco años, las trasnochadas no suelen caerle bien al control de la saliva. Cabeceaba a uno y otro lado, por tiempos, igual que un oso. Don Felipe estaba pálido como un muerto, pero se mantenía un poco mejor que don Gabriel, a pesar de que por ahí se andaban en edad. El coche atravesó la Rinconera, cruzó una plaza de terrizo y luego se desvió hacia la izquierda un largo trecho. Don Felipe frenó con una torpe violencia frente al portal de la casa de don Gabriel. Don Gabriel se espabiló con el encontronazo y manipulaba con la puerta sin conseguir abrirla. Don Felipe levantó el botoncito del seguro y don Gabriel se bajó, sacando trabajosamente las piernas de dentro del coche. Dio un traspié al subir el escalón de la acera.
—Uff, hasta luego.
—Que descanses.
Don Gabriel atravesó el zaguán y se metió en el patio. La cancela de hierro estaba abierta. Una muchacha fregaba el suelo de los porches y se volvió a mirar a don Gabriel mientras mojaba el cepillo en el verdoso balde de plástico. El toldo estaba descorrido y en el patio se agolpaba una claridad más intensa y lechosa que la que se diluía por la calle. Don Gabriel subió las escaleras agarrándose al pasamano con una indolente pesadez. Mateo estaba sentado en una banqueta forrada de damasco, ojeando un periódico, unas correas de estribo dobladas sobre la rodilla. Se levantó apresuradamente.
—Buenos días —dijo.
—¿Y ese madrugón? —preguntó don Gabriel.
—Como cada día.
Mateo seguía la marcha de don Gabriel, casi rozándolo por detrás. Don Gabriel no se había detenido y doblaba ahora la esquina de la galería, procurando mantener el equilibrio sin salirse de la moqueta central. Mateo parecía imitarlo.
—¿Me va a necesitar esta mañana? —preguntó.
—No, pero no te muevas de aquí.
—Iba a ir donde el herrero.
Don Gabriel no le contestó. Su hijo salía en aquel momento de una puerta del fondo de la galería. Don Gabriel se afanaba por corregir su descompuesto ademán. Su hijo fingió no haberlo visto y se iba hacia la parte contraria del corredor, como para no encontrárselo.
—¡Rafael!
Rafael se volvió con desgana y se acercó lentamente hasta donde estaba su padre. Rafael tenía siempre la misma circunspecta y deportiva actitud del que sabe lo que quiere. Llevaba una carpeta de cartulina azul en una mano, con la otra se ajustaba las gafas en la nariz.
—Buenos días, ¿no? —dijo don Gabriel.
—Buenos días.
—Estudiando duro, ¿a que sí?
—Vaya.
—Eso está bien.
Rafael estiraba del cordón de goma de la carpeta. No miraba de frente a su padre.
—Eso está pero que muy bien —repitió don Gabriel.
—Me examino el veinticuatro.
Don Gabriel dio unos pasos para situarse de espaldas a la luz. Su hijo intentaba alejarse otra vez.
—Oye.
—¿Qué?
—¿Y la niña?
—No sé, no la he visto.
—A ésa no le gusta madrugar como a ti.
—Es temprano.
—Las ocho y diez —dijo Mateo, que permanecía a la expectativa.
Don Gabriel no le hizo caso.
—Pues ahora vengo yo de Monterrodilla, hay trabajo para parar un tren —se subía los pantalones—. Y como no se esté al pie del cañón…
—Bueno, voy a ver si desayuno —dijo Rafael.
—Come mucho, que el estudio desgasta el fósforo.
Rafael no le contestó a su padre. Don Gabriel lo veía atravesar el corredor, como haciendo alarde de la seguridad de sus pasos. Le dieron ganas de llamarlo otra vez, pero se encogió de hombros y se fue para la puerta de su cuarto, que quedaba detrás de donde estaba Mateo.
—Entonces ¿me va a necesitar? —volvió a preguntar Mateo.
—¿Eh?
—Que si llevo a herrar a la torda.
—Vete donde te parezca, y no marees.
Don Gabriel abrió la puerta y se deslizó en su habitación sin hacer ruido. Su mujer dormía sosegadamente, tapada hasta medio cuerpo con la sábana. Don Gabriel empezó a desnudarse. La habitación estaba casi a oscuras, pero se entraba por entre las cortinas del balcón un fugaz rebrillo que hacía resaltar los muebles en la sombra. Don Gabriel tropezó con un taburete. Notó que su mujer se había despertado y que intentaba mirar entre la penumbra.
—¿Qué hora es?
—Tarde —contestó don Gabriel.
—Qué barbaridad.
—Tuve que irme otra vez para Monterrodilla.
La mujer de don Gabriel encendió la luz de los apliques de encima de la cama. A cada lado, cinco velas de cristal con unos colgantes en forma de goterones. La mujer de don Gabriel se levantó y se puso una bata de seda acolchada. Era delgada y de regular estatura, con el pelo teñido de un pálido tono azulenco.
—¿Ya te levantas? —preguntó don Gabriel.
—Para no verte.
—Primero el niño y ahora tú, estamos listos.
—¿Qué pasa con el niño?
—Nada, que a ése le voy a arreglar yo sus insolencias.
—El quinario que estoy pasando.
—Déjate de sermones, ¿eh?
Don Gabriel se quitaba los zapatos con un esforzado jadeo, sentado en una butaquita al lado de la consola y abriendo las piernas para poder colocar la barriga. Su mujer entró en el cuarto de baño, abriendo la puerta disimulada en el zócalo. Se oía silbar desde la calle y toda la mañana sonaba como si fuese a llover. Don Gabriel se ponía el pijama cuando su mujer volvió a aparecer y salía de la habitación sin decir nada. Don Gabriel tenía la lengua como hinchada por el regusto pastoso del anís, le sabía agria la boca. Se dejó caer pesadamente encima de la cama deshecha. A los cinco minutos escasos, Mateo lo oyó roncar desde la galería.