Llenó una jarra de agua y la echó por el agujero de arriba del tonelete. Se derramaba un chorrito a todo lo ancho de las duelas, envolviéndolas como una cincha. Un moscón verde y peludo se posó a la vera del agua, restregándose las patas delanteras y recorriendo una y otra vez el mismo camino, sin decidirse a meter la trompa de hongo en el deslizante frescor. La mugre del barril brillaba por el canalillo que iba dejando el agua al resbalar por la panza de roble. Una bombilla, adosada al tabique de panderete, iluminaba de mala manera el despacho de vinos. La otra parte de la tienda, el almacén de comestibles, quedaba a oscuras. Olía a sudor agrio y a sebo. Ayuso levantó el tonelete por el reborde de atrás, removiéndolo a duras penas y apoyando la barriga en la arandela de la bota de abajo. Luego sacó el embudo, puso el tapón de corcho encima del agujero y lo golpeó con el puño cerrado. Se fue para el grifo de la pileta a llenar de nuevo la jarra. Tenía los ojos soñolientos, fijos en la puerta cerrada de la tienda. Se pasó el revés de la mano por la boca. Cuando rebosó la jarra, se acercó otra vez donde los toneletes, que eran tres, dos calzados en el suelo y otro central encima, haciendo triángulo. Repitió la operación del agua con el barril de abajo, ahora con el de la izquierda.
—¡Marcelo!
La voz llegaba de la trastienda. Ayuso volvió la cara sin dejar de echar agua en el tonelete.
—¡Qué!
—¿Qué haces? —preguntó Consuelo con ronca premura.
—¿Cómo que qué hago? —contestó Ayuso—. Trabajando.
—¿Pero tú sabes qué hora es?
Ayuso se había levantado con las primeras claras. A veces se despertaba con una idea fija en la cabeza y ya no podía volver a coger el sueño. Cuando no le daba vueltas a las ganancias del día, se desvelaba calculando el aumento mensual de reservas o discurriendo algún nuevo trajín del negocio. Ahora había pensado que le iba a venir bien aligerar un poco la hechura del vino para lo de la comida a los pobres del Albarrán. Una jarra llena de agua son dos litros y medio de agua. Echando una en cada tonelete, resultaba un total de siete litros y medio más de vino. El litro de vinagrón, una clase con otra, viene a costar como a seis cincuenta. Es decir, que con el trasiego se sacaba de la manga cuarenta y ocho setenta y cinco. La operación no podía ser más rentable.
—Tú duérmete —dijo.
Se oyó un rebullir de telas mezclado con el crujido de las tablas de la cama. Ayuso se volvió por tercera vez al grifo. La boca de la jarra se había desviado del chorro y Ayuso la enderezó, aguantándola con una mano por el reborde. Del desagüe del fregadero salía un consistente tufo a estropajo podrido. Apareció Consuelo, en camisa bajera, recogiéndose el ralo pelillo canoso por detrás.
—Que todavía es de noche, hijo.
—¿Y qué? —dijo Ayuso sin mirar.
—Cuando te da el ataque…
—Más de cabeza habría que andar.
—No, si aquí, a las primeras de cambio, ya no va a poder una ni dormir.
—¿Te he dicho yo que te levantes?
A la mujer de Ayuso, la camisa le llegaba a media pantorrilla. Suelta como estaba, le caía sobre el cuerpo apelmazándolo en un solo bulto gelatinoso y contrahecho. Iba descalza y tenía los dedos de los pies como morcillas. Se los refregaba unos contra otros, echando fuera los rollitos de la suciedad. Ayuso cargó con la jarra y destapó el agujero del barril de la derecha. Consuelo se adelantaba torpemente para verlo hacer.
—Quita —dijo Ayuso.
—¿Otro chorreo?
—El vino lo agradece. Se enrancia.
—Claro.
—Y además, ¿tú qué tienes que meterte?
Se escuchaba el borbotón del agua dentro del barril, como si estuviese cayendo mucho más honda. El moscón ronroneaba por debajo de la bombilla: una verde gota metálica desplazándose por el aire apestoso, un ojo titilante, una alada llamita de fango colgada de las vigas, un rebrillo persiguiendo las miasmas que esparcía el agua por el barril. Consuelo se asomó un momento a la trastienda y se volvía pesadamente para Ayuso, las manos en las caderas.
—¿Tú sentiste llegar al niño? —preguntó.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo va a ser? Hace un rato.
—Me pareció.
—Te pareció, ¿verdad? Pues ahí lo tienes tan campante, desde las ocho que salió. Ésta es la hora en que se presenta.
—Así está luego por las mañanas —dijo Ayuso—, que no hay quien lo haga moverse.
—Dímelo a mí.
—Ya le ajustaré yo las cuentas.
—¿Tú?
—Ése se ha creído que a mí me la va a dar.
Ayuso olisqueaba el último barril rociado. Consuelo se acercó a recoger la jarra, y la metió debajo del mostrador, entre unas garrafas sin funda.
—Ya terminaste, ¿no? —dijo al levantarse, las manos en las rodillas.
—¿De qué? —dijo Ayuso.
—Del enjuague.
—Sí.
—Mira que la horita.
—La que me parece.
Ayuso volvió a poner el tapón de corcho, encajándolo por el procedimiento del puño. Luego se secó las manos en un trapo que colgaba del panderete.
—Pues esas salidas se van a acabar —dijo—. Ya está ese niño levantando mucho el vuelo, me va a oír.
—Eso tú eres el que tienes que decírselo.
—Me va a oír, porque de la castaña que le doy…
—Y además, por lo que yo me huelo, salió al padre.
—¿Eh?
—Que ve unas faldas y no da pie con bola.
—¿Y eso a qué viene? —dijo Ayuso volviendo la cara.
—No, es que Lola me dijo que andaba con una furcia que vive en su casa.
—Hombre, me apuesto algo a que sé quién es. La Matilde, seguro, una niñata que se las traga dobladas.
—¿Y tú de qué sabes tanto?
—Ésa era un asunto de don Gabriel Varela.
—Vaya… Y el niño recogiendo lo que cae.
—Bueno, lo que te digo, que se acabaron las salidas.
Se filtraba una luz azulenca por encima de la puerta de la calle, entre el vacío rectángulo superior del marco.
—Yo me voy a la cama —dijo Consuelo.
—Eso.
—¿Y tú?
—No sé si llamar al niño.
—¿Ahora?
—Es que me está quemando la sangre —ladeaba la cabeza—, cuando yo me levanto, el señorito viene a dormir, después que ha hecho su noche, claro.
—Y otra cosa, ¿de dónde saca el dinero?
—Yo qué sé. Lo dicho, que se acabaron las salidas.
—A ver si es verdad.
Consuelo se metió en la trastienda y torció para el dormitorio. Al otro lado quedaba la habitación de su hijo. Consuelo se arrodilló en la cama y se fue echando por partes sobre el colchón. Ayuso entró detrás de ella.
—Que luego voy a salir a tomarme un café en la esquina.
—Pero ¿no hay hecho ahí? —preguntó Consuelo.
—No sé, me lo voy a tomar en la esquina.
—Qué ganas.
Ayuso se volvió a la tienda. Apretó el grifo, que goteaba sobre la mugrienta plancha de cinc, levantó la trampilla del mostrador y se acercó a la puerta de la calle. Ayuso vacilaba como una yegua de vientre a la que le han echado encima demasiado peso. Descolgó la barra transversal del cierre, hizo girar la llave, que estaba colocada en su agujero, y abrió una hoja de la puerta. Se metió en la habitación la primera cernida luz de la mañana, rastreando por los ladrillos y empolvando de una densa vaharada de lluvia el aire espeso de la tienda. Ayuso miró para la calle, que estaba vacía y humedecida por un cálido barrunto a tormenta. Dejó la puerta entornada y se volvió al mostrador, sujetando la trampilla mientras hacía pasar el cuerpo. La trampilla golpeó contra el panderete y Ayuso la dejó allí apoyada. Apagó la luz y se pasó a la otra parte de la tienda, la del despacho de ultramarinos, encendiendo la bombilla que pendía del techo. Repasaba con la vista las latas de conservas, los paquetes de fideos, los cartuchos de pan rallado. Debajo del cuarteado anaquel se abrían las casillas de la harina, del azúcar, de la sal gorda. Contra la pared, en un soporte de aspas, el bocoy del vinagre y, a su lado, sobre la tabla del mostrador, la pequeña bomba de aceite, con su pringoso depósito de cristal, el eje del émbolo como tomado de una costra de brea. La media barrica de las sardinas arenques quedaba de la otra parte, apoyada contra el panderete de separación, debajo de las tumefactas cuelgas de chacinas, que casi llegaban a confundirse con la negra tira de goma de las moscas. Ayuso contaba las latas de bonito apiladas sobre el estante, una lata menos por cada piso.
—Cuatro y tres, siete, siete y dos, nueve… —iba contando a media voz.
Ayuso cortó un pedazo de papel de estraza y sacó un cabo de lápiz del bolsillo del pantalón. Apuntaba las existencias. Cuando las latas se van vendiendo, es lo que pasa, que hay que hacer un nuevo pedido. Las latas de conservas no se pueden hinchar, como el contenido de un tonel de mosto, estirándole el tope con agua. Ayuso, después de un complicado balance, calculó que iba a tener que desembolsar a fin de mes como unas seiscientas cincuenta pesetas. No había otro remedio. La cuestión de los comestibles tiene su lado malo, cosa que no ocurría con el vinagrón. Había que renovar las existencias, ir tapando los huecos a medida que se presentaban. Ayuso pensó que tardaría dos meses en duplicar el importe de la inversión. De todas formas, tampoco tenía quejas de la marcha del negocio. Un mes con otro, le sacaba sus buenas cuatro mil pesetas libres, que siempre eran una ayuda. Ayuso terminó con sus apuntes, se guardó el trozo de papel en el bolsillo y metió el lápiz en el cajón de los cuartos, entre las hojas de una libreta escolar. Luego apagó la luz y se fue para la trastienda. Forcejeaba con la puertecilla del corralón, intentando abrirla. Se oyó gruñir a Consuelo en el cuarto de al lado. Ayuso se acercó a la emporcada caseta del retrete. Ya era de día. Después entró en el dormitorio y descolgó su chaqueta. Consuelo estaba desparramada boca arriba cobre el camastro, una monstruosa pierna al aire, las sábanas reliadas en los pies, descubriendo la tela zurcida del colchón.
—Ahora vengo —dijo Ayuso.
Consuelo se dio la vuelta sin contestar. Ayuso atravesó la tienda, mientras se ponía la chaquetilla de mil rayas, y salió a la calle. Cerró la puerta golpeándola sin ningún miramiento y haciendo girar dos veces la inmensa llave herrumbrosa. Debían de ser como las seis y media. Seguramente ya estaría abierto el café de la esquina y, si no, el de la Perla, que se ponía a funcionar con el alba, aprovechando los estertores de las juergas. Cruzaban por la acera de enfrente unos hombres, silenciosos y con prisas, los canastos del almuerzo en la mano. Ayuso tiró para la izquierda, hasta llegar a la esquina de la calle. La mañana se presentaba con una mansa y rosácea pesadez, deslizándose por las blancas paredes como un tobogán ensabanado de musgo. El café de la esquina estaba abierto. Ayuso no tuvo que alargarse hasta el de la Perla, que quedaba bastante más arriba. En el angosto local había poca gente: tres hombres apoyados en la barra y una pareja sentada al fondo, desayunándose sin perder puntada con churros y café con leche.
—Buenos días.
—Pues ya está aquí la tormenta —decía uno de los hombres, la boina debajo del brazo; en el suelo, sosteniéndolo entre los pies, un capacho cubierto con una servilleta.
—Mañana —contestaba otro, interrumpiendo sus sorbetones de café, sin levantar la cabeza.
—¿Mañana? Antes de la tarde, ya verás.
—No creo, ha refrescado.
—Bueno, lo que te decía, que entonces fue Grajales y le dijo: ¿a mí con ésas?, tú te has equivocado de número, y el otro, como si le hubiesen mentado a la madre, fíjate, saltó y le metió un viaje a Grajales en semejante sitio. ¿Y tú crees que hizo algo?, pues nada, como si no fuera con él.
—¿Y qué esperabas tú que hiciera ese chivato?
El camarero le sirvió a Ayuso una copa de aguardiente y un vaso de café sin que los hubiera pedido. Se conoce que ya sabía sus costumbres. Ayuso se bebió la copa de un trago, como si fuera agua; luego vertió las escurriduras sobre el café.
—No, claro, un gallina —dijo el hombre del capacho—. Y además, bien empleado, se lo merecía, ¿miento?, a un hombre que le dan en la jeta, lo menos que hay que pedirle es que se porte, o sea, que no se quede así como un pasmado, sin demostrar que los tiene en su sitio.
—Me acuerdo de otro caso por el estilo y Grajales lo mismo, un maricón, ése es el nombre. Por cinco duros vende a quien sea, no se para a distinguir.
Ayuso miraba para la pareja que estaba sentada al fondo. La muchacha era casi una niña. Llevaba el pelo suelto y la boca mal pintada por fuera de los labios. Comía con una ansiosa torpeza; mojaba los churros en el vaso y se le escurría el café con leche por la barbilla. Su acompañante podía ser como diez años mayor y ahora estaba fumando sin hacerle caso a la muchacha. Tenía traza de peón de albañil. Ayuso pensó que se habrían acabado de levantar. Los dos hombres de la barra seguían dándole a la lengua. El tercero permanecía distanciado, vuelto de espaldas al mostrador, como haciendo tiempo. Alguien entró en el café y se puso al lado de Ayuso. Ayuso se separaba para mirarlo.
—Hombre —saludó—, ¿te has caído de la cama?
Lucas le pidió al camarero un café doble antes de contestar. Llevaba una bolsa de lona al hombro.
—Ya ves —contestó—, al campo.
—¿Al campo? —dijo Ayuso.
—¿Qué pasa? —dijo Lucas—. ¿Te parece raro?
—No, nada, es que como andabas ahí con no sé qué líos.
—Don Miguel, que nos buscó un hueco en lo de don Pedro Montaña.
—Pues enhorabuena.
—Vamos a ver, falta hacía.
Ayuso se había guardado en la chaqueta el paquetito del azúcar. Abrió una cajita de tapa corrediza y echó en el vaso una pastilla. La diabetes ya le había dado más de un susto y, con la vejez, le había cogido miedo. El azúcar no lo probaba, como no fuese el que tenía dentro el mosto.
—¿Has visto últimamente a Joaquín? —preguntó.
—Ahora voy por él —dijo Lucas.
—¿Y eso?
—Nos vamos los dos a Valdecañizo.
—Pues me alegro de verdad, créeme —se refregaba el dedo meñique por el lagrimal—. Precisamente yo había pensado darle un toque a don Andrés a ver si lo metía en alguna parte. Ese muchacho va de mal en peor.
—Desde luego.
—Y tú sabes que es oro de ley, lo que se dice una buena persona, se le aprecia de verdad.
—Sí.
—Las faenas que le han hecho, que se cuentan y no acaban, tú sabes por dónde voy.
El camarero le trajo a Lucas su café doble. La pareja se había levantado y el muchacho se acercó al mostrador a pagar, mientras su amiga lo esperaba en la puerta, un bolsito de plástico rosa entre las manos. Lucas removía su café. Cuando la pareja salió, los dos hombres que estaban charlando en la barra se asomaron a la calle.
—Una paloma.
—Con plomo dentro.
Lucas se bebió su café y puso sobre el mostrador el duro que se había reservado para imprevistos. Se acomodaba la bolsa de lona en la espalda.
—Me voy —dijo.
—¿Ya?
—Tengo que ir por Joaquín, el camión sale a las siete y media.
—Hay tiempo, hombre —dijo Ayuso—. Dio la nota, ¿eh?
—¿Quién?
—Joaquín, en lo de Manuel Contreras.
—No, qué va, le hizo daño en el estómago…
Lucas recogió las dos cincuenta que le devolvía el camarero.
—¿Tú estabas con él? —preguntó Ayuso.
—Sí.
—¿Y qué pasó? Ya me he enterado que hubo bronca.
—Nada, que le hizo daño algo que se tomó —Lucas se impacientaba—. Si no nos bebimos ni media botella.
—Bueno, hombre, a ver si os arregláis ahora y os dejáis de tangos.
—A ver.
—Suerte.
—Adiós.
Cuando Lucas salía entraban dos arrumbadores. Ayuso se acercó a la puerta y miraba para lo alto, las manos cogidas por detrás. El cielo estaba brumoso y corría un vientecillo fresco y como aromado de yerba mojada. Ayuso volvió la cabeza y se dirigió al camarero sin acercarse, levantando un dedo.
—Apunta.
—Café y aguardiente, ¿no?
—Sí.
—Hasta luego.
Ayuso salió a la calle y desanduvo a paso lento el camino hasta su casa. Vio de lejos a su mujer, barriendo la acera por delante de la tienda, y se acordó de Lola, de cuando fue el día anterior a pedir fiado un kilo de habichuelas y Consuelo se lo negó. Sentía una especie de repugnancia por algo impreciso que le martilleaba por dentro, sin una concreta relación con nada. Pensó en la comida que le iba a dar don Andrés el domingo a los pobres, y en las trasnochadas de su hijo con la Matilde, y en el representante de las latas de conservas, y en los asquerosos pregones de su mujer. No comprendía por qué lo impacientaba ahora todo aquello, olvidado de tan sabido, y que era parte de su propia miseria desde hacía más de veinte años. Por el fondo de la calle se acercaba a todo meter un motocarro de tosco y desencajado armazón. El estruendo se metía por los oídos como una perforadora. La conciencia de esponja de Ayuso luchaba con su letárgica y nada frecuente disposición para echarle una mano a un amigo. Tratándose de Joaquín, Ayuso sufría sin darse cuenta cada vez que su instinto de avaro le había dado una nueva larga a sus deseos de ayudarlo un poco, aunque fuese fiándole un kilo de habichuelas. Por el bordillo de la acera se iba ennegreciendo el blanco ribete de las florecillas que caían de las acacias. Ayuso llegó al Espolique y entró sin saludar a Consuelo.