6

La cuneta se abría entre la carretera y un senderillo aledaño que reptaba por los matorrales de vinagrera y de piorno. Empezaba a soplar una tenue y aliviadora brisa. Joaquín se remetía los faldones de la camisa mojada por dentro del pantalón. Batieron las alas de la lechuza entre el negro ramaje. Joaquín titubeó buscando el camino. El año pasado me zumbaron una perdigonada de sal en una pierna. Se resbaló por el desnivel de la medio tapada cuneta y se quedó sentado en el borde, de espaldas a la avenida, mirando para las cercas de los plantíos, para las tapias de las fincas, erizadas de sanguinarios pedazos de vidrio. Sacó la navaja del bolsillo. Fulgía la hoja azulada, recogiendo el brillo mate de la luna, que apuntaba por detrás de unas nubes veloces. Toda la noche en el bienteveo, acechando para que nadie se acerque. Dos años largos tiritando de miedo en las trincheras. Le vino a la memoria el gesto de don Gabriel, su cara abotagada y contrahecha, su manera de sonreír y de decir las cosas. Joaquín sentía por don Gabriel una especie de agobiante y angustioso rencor que llegaba a producirle náuseas. Ya me llegará a mí la vez. Y se dejó caer hacia atrás, buscando con la espalda el apoyo de un tronco de castaño, entreviendo desde el fondo de su miseria que nunca le llegaría la vez. Miraba para el hondón del cielo, que parecía deslizarse en el vacío como la superficie de un estanque, a turbias y superpuestas capas de limo. Quería pensar en algo que no sabía bien lo que era. Otra vez se le volvía todo irreal y absurdo, como hilvanado a un bramante que tiraba de él hacia una desconocida negrura, igual que cuando salió de su pueblo y no sabía qué hacer ni adónde ir. Ahora sentía un extraño alivio en el estómago. En la escuela, de niño, le robé uvas al Pitraco. Tenía un racimo guardado para el almuerzo y yo se lo robé, sin tener hambre siquiera. Ahora me pegan un tiro. Se acordó de Lucas, de la noche anterior, cuando fue con él a Monterrodilla. Se acordó de cuando trabajaba en el acarreo en la viña de don Andrés y de la tarde en que cogió a Lola por la cintura y ella le tapaba la boca con la mano sin decirle nada. Se acordaba de casi toda su vida, como si de pronto se estuviese proyectando junta sobre el lienzo roto de su memoria, sin solución y sin sentido. Su padre y su hermano y toda su familia haciendo escobas y sogas de esparto y cantando en el pueblo. Oía las perdigonadas de sal, el silbo de las balas en el frente de Málaga; primero, el tableteo del disparo por las lomas; luego, la mordedura de la candela por dentro de la sangre, el golpe del corazón cuando estaba de centinela y crujía la noche de pronto. Y sintió miedo, un miedo insano y agotador, como si ya no le quedara por delante más que aquel miedo. A los diecisiete años me fui al frente y tenía miedo, como ahora. Un palo detrás de otro. La hoja de la navaja estaba apoyada contra la yerba y se acercaba un escarabajo hacia el filo, sigilosamente negro y brillante. Joaquín lo clavó contra la tierra. El escarabajo soltó un líquido blancuzco y espeso y crujió como una castaña. Tengo treinta y nueve años y estoy hecho un guiñapo. Ya me llegará a mí la vez, tiene que llegarme. Pensó otra vez en Lola con una irritante ternura. Ahora estaría acostada en la inmensa cama de hierro, lo primero que metieron en la habitación cuando se fueron a vivir juntos. Al llegar le diría: «Se acabó Lola, ya no voy más a la venta; se me agría el vino en el estómago, estoy hecho un guiñapo». Lola se daría la vuelta, mirándolo con sus ojos entumecidos de sueño: «¿Y por qué bebes, di? También son ganas». Y él entonces se acercaría hasta sorber el tufo de las sábanas, entreviéndole los pechos aplastados que nunca tuvieron leche, las greñas mojadas de sudor. «A ver qué quieres que haga». Y Lola: «Anda, acuéstate». «Sí». Pasó un coche cerca. Los faros fueron encendiendo como una gigantesca hojarasca de verdor en torno a Joaquín. Joaquín se incorporó, apoyándose en el tronco y enderezándose por partes. Cerró la navaja y siguió andando con ella en la mano, apretando las cachas hasta que se le clavó el acerado reborde en los dedos. El senderillo salía otra vez de entre la yerba, ensanchándose por un calvero de grava. Yo me voy a cagar en el padre del que le eche agua al vino. Intentó imaginarse a la mujer de la taberna que tenía un hermano en Larache; no, en Melilla. Pero todo lo veía lejano y tupido de incongruencia. De modo que no podía pensar sin aburrirse de sus propios pensamientos, como si sorteara las piedras de un vado, temiendo estancarse en el fangal de su propia cabeza. Ladró un perro desde atrás de una cerca de tela metálica, con un refuerzo de alambres de púas en la parte alta. Toda la noche ladrando, no vuelvas por aquí, toma el billete del tren. Su hermano le había dicho: «Déjalo, las cosas tendrán que arreglarse». Joaquín se detuvo un momento mirando para lo oscuro. No se veía nada, pero el perro ladraba como a cinco metros. Empezó otra vez a andar, al borde de la cuneta, por lo más difícil. Notó que alguien venía detrás suyo ganándole terreno y haciendo resonar la yerba con el apresurado roce de los pies. Joaquín se rezagó un poco, esperando que lo adelantaran. Le pareció que había pasado mucho tiempo antes de que le dieran unas vigorosas palmadas en el hombro.

—Hombre, Guita, ¿qué hay? —preguntaron con familiar desplante.

Joaquín torció la cara.

—¿Eh?

—¿Para dónde vas?

—Pues ya ves —dijo Joaquín—, para casa.

—¿No estabas con don Gabriel Varela?

—He tenido que venirme, no me encuentro bien.

—Vaya, el estómago, ¿no?

—Eso.

—Pues yo también me voy para la cama, aquí ya nadie sabe gastarse los cuartos. En la venta de la Jeroma no había más que tres perlanas de los de media botellita. El niño de Ayuso y un grupito de ese corte, figúrate qué porvenir.

—Cuarenta arrobas de mosto —murmuró Joaquín.

—¿Cómo?

Joaquín dio un traspié. Estoy borracho; me he bebido cuatro copas y estoy borracho, como anoche. ¿O tú te crees que se puede cantar en seco? Joaquín no hubiese querido encontrarse con Paco Tenazas. Paco Tenazas tenía una salud de hierro. Era un hombre bajito y esmirriado, de una edad indefinida, que no se cansaba nunca. Siempre estaba dispuesto a aceptar lo que cayera, aunque fuesen cuernos. Después de andar toda la noche intentando buscárselas con el cante, se iba a la estación a esperar la llegada del rápido. Hacía portes en una carretilla alquilada y luego trabajaba de albañil a destajo. No se sabía cuándo dormía. Pensando en eso, Joaquín se sentía como un tullido. Duerme de pie, como los búhos, silbando y con los ojos abiertos. Duerme dentro de un lagar, bebiéndose la uva que pisa cada noche. El Tenazas sacó un cuarterón del hondo bolsillo de la chaqueta. La chaqueta le venía un poco grande, le colgaba por detrás como la cola de una levita deforme.

—¿Qué decías?

—No, nada —dijo Joaquín.

—¿Un cigarro? —ofreció el Tenazas.

—No.

—Venga, hombre, echa un cigarro —le ponía el paquete delante de los ojos—. Es bueno, de contrabando.

—No, gracias.

Paco Tenazas hurgó con el dedo pulgar dentro del cuarterón, rascando la dureza de la pastilla. Después se volcó en la mano el tabaco y cerró el puño.

—¿Quieres que te diga lo que tenemos que hacer los artistas? —preguntó—. Pues levantar el vuelo, fíjate. Dime tú si no lo que se hace aquí, morirte de asco.

Paco Tenazas sacó el papel de fumar y liaba el cigarrillo con una lentitud exasperante, apretando el tabaco una y otra vez, enroscándolo y desenroscándolo entre los dedos.

—¿A que no sabes lo que saca un cantaor en Madrid? —seguía argumentando—. Pues cincuenta machacantes una noche con otra, para que te enteres.

—Ya.

Paco Tenazas cogió el cigarrillo por una punta, lo sacudió varias veces y le pasó la lengua de arriba abajo. Se detuvo y encendió un fósforo. Ahuecó las manos, formando con ellas un habilidoso cuenco, y metió el cigarrillo entre el índice y el pulgar, por el único orificio que quedaba practicable. La llama del fósforo le lamía los dedos, pero no parecía causarle mayor molestia. Empezó a chupar y a echar humo. Joaquín no lo miraba. Se encogía hacia el suelo, haciendo rodar una piedrecita bajo la podrida suela de las alpargatas. Paco Tenazas le dio un codazo y prosiguieron la marcha. Torcía la cabeza hacia Joaquín.

—Aquí ya no hay ambiente, hombre. A ver: ¿cuándo has visto tú que te tengan toda la noche a dieta, y que patatín y que patatán, y que luego te suelten veinte pavos? Claro, si es que te los sueltan, porque a veces ni eso. Vamos, que es lo que yo te digo, que hay que ahuecar el ala. Y mientras antes, mejor.

—Eso.

—Y si no vete fijando tú en lo que pasa. ¿Cuántas veces se atrinca una buena reunión, lo que se dice una fiesta a modo? Pues de higos a brevas, ¿no? Los demás días rascándote la barriga —se la rascaba—. Y menos mal que yo me defiendo por ahí con alguna que otra chapuza y con lo que mete Encarna por su cuenta, no hay más narices, ¿no te parece?

—Sí.

—Bueno, lo que te decía, que el asunto del cante, lo que es por mí, cruz y raya —daba hachazos al aire con la mano abierta—. ¿Tú qué dices?

Joaquín respondió con algo parecido a un eructo.

—A ver —prosiguió el Tenazas—. Te tomas dos o tres copas y, de postre, mojama, adiós muy buenas, recuerdos a la familia. Que no, hombre, que no. De la guerra acá las cosas han cambiado mucho. No hay gusto, se ha perdido el gusto, qué quieres que te diga. A todos esos señoritos muertos de hambre me los paso yo por la entrepierna, ¿estamos?

La voz de Paco Tenazas le sonaba a Joaquín como un zumbido que se iba repartiendo en mil zumbidos más, descoyuntados y sordos como una tolvanera de virutas. Veía los árboles como si estuviesen cambiando de sitio.

—Huele a mosto, ¿no? —preguntó casi sin darse cuenta.

Paco Tenazas pareció no oírlo. Seguía dándole vueltas a lo suyo.

—Un poner: ¿tú te acuerdas del Insurrecto? Sí, ¿no? ¿Pues sabes lo que hizo? Najarse, y eso que aquí sacaba lo suyo. Que había una fiesta en Sevilla o donde fuese: allí estaba el Insurrecto, capitán general. Pues con todo y con eso, se fue a Madrid, mira tú por dónde. Me dice: ¿yo qué hago aquí, perdiendo un chorro de billetes todos los días? Y se fue, le alabo el gusto. Si es que no… En Madrid corre el dinero que no veas, como en Barcelona, igual.

Joaquín notó que se le iba la cabeza otra vez. Cogió del brazo a Paco Tenazas.

—Espera —dijo.

—¿Qué pasa? —preguntó el Tenazas al tiempo que se detenía.

—¿No hueles a mosto?

Paco Tenazas levantó la cabeza y husmeó en todas direcciones, resoplando como un becerro. Le temblaban los orificios de la nariz, parecían dos tubos de goma.

—¿A mosto? —dijo—. Yo no huelo.

—Pues huele.

—No te digo que no, pero yo no huelo. Será de ahí, de la Sacristía. Vamos, me figuro.

—Es que ya olía en la Damajuana.

—¿Y qué?

—No, que todavía se nota.

—Lo raro sería que oliera a leche.

—Se nota mucho.

—Qué manía, tú. Pues si huele, olerá.

—En el pozo habían pisado uva.

—¿Eh?

Joaquín bajó la voz.

—Huele a mosto que apesta.

El Tenazas lo miró con cierta precaución y lo empujaba aparatosamente, como para hacerse el tranquilo con su propia y confianzuda actitud.

—Venga ya…

Siguieron andando. Ya estaban frente a las primeras casas del pueblo. La carretera se alargaba en línea recta hasta una plaza mal iluminada, en forma de hexágono, con un jardincillo central limitado por balaustres de piedra, una farola de tenue fulgor en cada esquina. Al fondo, en la linde de una calle transversal, la carretera tenía ya más traza de avenida y se bifurcaba en dos direcciones, abriéndose en ángulo. La desviación de la derecha se estrechaba y subía en una suave pendiente hasta una difusa arboleda de troncos encalados. Cuando llegaron al cruce, Joaquín se detuvo como si lo paralizase una brusca ansiedad.

—Bueno, hasta la vista.

—Pero ¿no vas al Angostillo? —dijo el Tenazas.

—Sí —dijo Joaquín—. Es que voy a coger por aquí arriba.

—Tú sabrás, que te vaya bien. Ya no te veré hasta después de la vendimia. Mañana nos vamos a Monterrodilla, a echarles una mano a los suegros. A la Encarna no le tira mucho el campo, pero hay que aprovechar lo que caiga, ¿no te parece?

—Claro.

—Y tú, ¿arreglaste algo de lo tuyo?

—No.

—Espabílate, hombre, que la vida está cada vez peor.

Joaquín se quedó parado en el chaflán. El aliento de la lluvia lejana sabía a boñiga y a flores muertas.

—Bueno, adiós —dijo el Tenazas—. Lo dicho.

Joaquín veía al Tenazas desaparecer entre las sombras cambiantes de la avenida, bajo unos aleros de tapia baja. Se acercó a un banco del jardincillo, por el lado que daba a la calle en cuesta. El banco era de cemento, con el barandal de hierro colado. El cemento estaba tundido de grietas y manchas de moho y le asomaban por las hendiduras los verdes gusanos del liquen. Joaquín se sentó, dejándose caer poco a poco. Sentía como una metálica humedad en las caderas y le ardían las rodillas igual que si se las hubiese estado refregando con estopa. En alguna parte sonaron unas campanadas, parecía que se estaban abriendo paso con un punzón por la espesura tormentosa del aire.

—Otra noche perdida —dijo en voz alta.

Empezaba a caer un penetrante y delgado relente. Sobre el polvo de los adoquines se extendía como una sólida película de brillantez. De la parte del campo llegaba a intervalos iguales el trepidante ruido de un motor. Cantó un gallo por la carretera. Joaquín notó una reconfortante y febril sensación de descanso, como si la carencia de fatiga, la brumosa evasión hacia el fantasmal y desarticulado fondo de los objetos, lo desvinculara momentáneamente de todo sentido… Y ahora estaba allí la noche terca y despiadada hedionda y caliente de cieno rezumando un miserable sopor por todos los rincones del caserío apestosamente agazapada en cada agrio conducto de la saliva en cada vomitado charquito de mosto no como una acechanza más de la sombra sino como una terrible víbora que espiaba el paso del caminante para abalanzarse sobre él y morderle la garganta el supurado dolor del estómago sorbiéndole hasta la última gota de hambre y al otro lado hacia la parte de las bodegas también estaba la noche incorporándose al nauseabundo fermento del vino a la descomposición de la madera de los barriles socavando los cristalitos de la glucosa y las ardientes estrías del alcohol amasando las últimas migajas de pan con el estiércol de los abrevaderos mientras exprimían la uva robada en la boca de alcantarilla de los acaparadores mezclando las perdigonadas de sal con los vigilantes escupitajos de tiña y también estaba la noche rondando el pasajero dormir del pueblo el lóbrego relámpago de las guitarras la trinchera del miedo de morirse la mesa de la alcaldía el mostrador de la taberna un solo plato de coles descuartizándolo todo en dos bandos materiales de ira persiguiendo a la muchacha a quien le han roto el virgo a cambio de un puesto en una bodega de embotellado y al niño harapiento que juega a cara o cruz en la rampa de una iglesia y al hombre al que ya no le queda sino un siniestro frasquito para guardar el sudor y también estaba la noche debatiéndose entre las mugrientas sábanas de la cama inhóspita auscultando el más imperceptible quejido de protesta del vientre la derrota de la úlcera de presidiario metiendo en un mismo saco de basura el rodar de las botas sobre la tela caqui del almijar el cuerpo del centinela colgado de un árbol por los pies y con la barriga reventada a palos los pechos secos de la mujer que no pudo reunir suficiente desesperación como para tener un hijo… Joaquín oyó una bocina cerca. Antes de oírla, tuvo la impresión de que un haz de luz lo borraba todo. Dio un brinco. Miró a uno y otro lado, sin ver más que un resplandor que no lo dejaba ver, una violenta bocanada de luminosidad que lo lastimaba por dentro. Parpadeó varias veces, defendiéndose de la luz con las manos, agachando la cabeza como si algo estuviese a punto de caérsele encima. El relumbre se desplazó ahora un poco a la izquierda y ya el coche aceleraba hacia el fondo de la avenida. Alguien gritó desde lejos, asomándose a la ventanilla.

—Eh, tú, primo, que se te va a cortar la digestión.

Le pareció reconocer la voz del gitano que estaba en la venta de la Damajuana. Joaquín se apretó las cuencas de los ojos con los nudillos, que se le quedaron untados de la espesa agüilla del lagrimal. Apoyó las manos en el herraje del banco y se levantó. Anduvo un buen trecho sin volver del todo a la realidad, arrimado a la pared, con los ojos semicerrados, adivinando los sitios por donde tenía que atravesar la calle. Le giraba dentro de la cabeza un hiriente y miserable torbellino de vacío. Llegó al rellano del final de la cuesta, con sus anémicos árboles encalados hasta media altura. Mi primo José colgado de un árbol y lo vareaban como a una aceituna, hasta que se le salieron las tripas. Ahora sólo quería poder acostarse, sentir a su lado el mutuo espacio de despego entre el cuerpo de Lola y el suyo. Intuía un indiferente paraíso de descanso, hostil y sin piedad alguna, donde todo lo que ocurriera tendría ya necesariamente una fatal y gustosa desesperanza. Que no me echen una mano, no quiero que nadie me eche una mano, que me dejen dentro de un pozo vomitando vinagre. Se cruzó con un guardia de la inspección nocturna. Iba montado en una bicicleta pintada de negro, de alto manillar niquelado. Conducía con la mano derecha; la otra la balanceaba en el aire como un muñón. Una libélula dentro de una garrafa de espirriaque. Volvió a cantar un gallo, desencadenando como un rumor de agua a ras del suelo. Joaquín escupió contra la pared. Sonó el golpe del cierre de una cisterna y otro cacarear más lejano. Pasaba un camión vacío camino de la trocha del Temple. La pared estaba pintarrajeada con carboncillo. «Tomasito es más gordo que un melón. Panadería de rosca. Mis carnes». Y arriba, unas confusas iniciales negras de molde partidas por un desconchón. Retemblaban contra los adoquines las ruedas de un carro. De un ventanuco salía un delgado humillo de fritanga. El orden público; lo primero, el orden público, la bicicleta de la libélula del orden público. Lucas en un lado y yo en el otro, apuntándonos con un fusil sin saberlo. Joaquín tropezó con el partido reborde de la acera. Recuperó el equilibrio y se apretaba el bajo vientre con la palma de la mano. Cuando llegó al Angostillo, ya había terminado de caer la luna por detrás de los tejados.