Ya hacía más de un año que había terminado la guerra y el verano se metía como una exhalación por las viñas, preñando las cepas y abriendo de par en par el inmenso horno de los gredales. Perico Montaña y yo nos íbamos a pasear al caer la tarde por el camino del Retén o por la hijuela del Temple. A Perico le gustaba calcular el número de cepas que tenían las viñas y las carretadas de uvas que iban a dar, según estaban de cuajados los troncos. Se había acostumbrado a medir las aranzadas de tierra contando primero a ojo los entreliños. El invierno había pasado por el pueblo como una plaga. En el Albarrán estuvieron siete meses largos comiendo cardos borriqueros y algarrobas. La aranzada, por estas trochas, viene a tener unos 4750 metros cuadrados y las posturas de una aranzada oscilan entre las 1800 y las 2000 cepas. Las cosas iban de mal en peor, eso decían, pero entonces se presentó una regular cosecha de maíz y la gente pudo comer frituras de maíz y parece que el hambre amainó un poco. Una buena viña produce más de ocho carretadas de uvas por aranzada: las medianas dan seis o siete, y las de poca monta menos de cinco. Yo me iba enterando de las cosas del campo porque me gustaba enterarme y porque el campo era para mí como una entrañable aventura que había vivido desde niño. Labrar una viña, pagando un jornal decente, cuesta dinero y muchos viticultores preferían suprimir la faena y recoger menos uva, salían ganando. La epidemia de tifus no llevaba camino de arreglarse. El piojo verde había hecho su agosto y por todas partes se veían gentes con el cuerpo acribillado por el exantema. Hasta que no llegaba la vendimia, a finales del verano, los trabajadores del campo lo pasaban mal. Algunos habían hecho la siega, pero la siega deja los riñones desguazados y ponerse a cortar uva después de haber estado cortando trigo, es una labor que no todo el mundo puede aguantar. En Valdecañizo, la viña del padre de Perico, iban a recoger, sobre poco más o menos, diez carretadas por aranzada, que ya estaba bien. En una carretada entran unos 700 kilos de uvas. Los brazos de las cepas habían roto las estacas que los apuntalaban, rendidos con el peso de los opulentos racimos. Claro que todavía había que contar con que el tiempo se portase. Por detrás del cuartel de la Atarazana la gente hacía cola para recoger las sobras del rancho. Esperaban turno desde el mediodía hasta el anochecer, con sus cacharros de lata en la mano, los ojos ariscos y como vacíos. La vendimia no tiene una fecha fija para empezar, depende de cómo esté la uva de madura y del tiempo que haga. Pero a principios de setiembre ya hay que ir pensando en meterse en faena. Perico me decía que aquel año iban a recoger en Valdecañizo alrededor de las quinientas toneladas de uvas. Algo que no sabía lo que era me empezaba a zaherir entonces por dentro de la memoria. Nunca me sentía tranquilo, ésa era la verdad, como si hubiese hecho algo de lo que no podía liberarme hasta que no lo pagara de alguna forma. Perico quería casarse al año siguiente. El padre de la novia tenía la mejor bodega de almacenado de la comarca. La novia de Perico se llamaba Inés, como mi hermana. Yo no veía con buenos ojos que Perico se casara, me parecía que era como traicionar de alguna forma ese tácito acuerdo que nos había mantenido unidos desde el colegio. Su novia era muy amiga de la prima Lupe y, algunas veces, al caer la tarde, paseábamos los cuatro por la trocha del Temple o por el camino del Retén. El mosto que se saca de los primeros prensados de la uva se va trasegando a las botas y se deja fermentar sin moverlo durante tres meses. Yo le decía a Perico que iba a pedirle al tío Felipe lo poco que había logrado salvar de la herencia de mi madre, para poner algún negocio por mi cuenta, un depósito de alcohol o una tonelería, ya habría tiempo de decidirlo. En el invierno de 1937 nos habíamos ido los dos al frente de Málaga. Perico ya había cumplido los dieciocho años, a mí me faltaba poco. La guerra nos cogió cuando terminamos el bachillerato y, entre una cosa y otra, no pudimos estudiar Derecho, que era lo que teníamos pensado. A mí me gustaba más hacerme médico, pero Perico me lo quitó de la cabeza. De todas formas, daba igual. Cuando han pasado tres meses desde la pisa, el mosto ya está limpio y se traslada a otros barriles, separándolo de las heces del fermento y subiéndole la graduación con alcohol. De modo que no fuimos a la universidad a estudiar Derecho. Al volver del frente, cada uno se dedicó a lo suyo. Nos daba la impresión de que no valía la pena empezar una carrera, que se nos había pasado la edad. Perico todavía tardó tres años en casarse. Primero se puso al tanto de los asuntos de la viña y después también llevaba los negocios de la bodega del suegro. Una vez que se ha añadido alcohol al mosto limpio, hay que esperar cuatro o cinco meses para que se asimile bien asimilado y luego ya todo es cuestión de tiempo; el vino se hace solo, siempre es una ventaja. El tío Felipe me había dicho que lo de la universidad era una cosa que convenía, que no lo negaba, pero que tal como estaba el cotarro, lo mejor era meterse a ganar dinero con los negocios. Si no se tenían demasiados escrúpulos, uno podía hacer una regular fortuna en un par de años, de lo único que se trataba era de saber cogerles las vueltas a las oportunidades. El tío Felipe me aconsejó que me pusiera a trabajar con él, ayudándolo en el asunto de los molinos harineros o en la compraventa de remesas de mosto. A mí, lo del trigo no me gustaba ni poco ni mucho, no lo veía claro, pero me decidí por probar suerte en el negocio del vino. Había que seleccionar y catar las partidas, combinar los mostos y luego venderlos al cabo del año. Perico y yo acabábamos de volver del frente. Almacenar el vino y saber darle salida en su momento, si se lleva con vista, produce un buen margen de ganancias. Yo me puse a trabajar con el tío Felipe porque ni siquiera se me ocurrió que pudiera escoger otro camino. No se me había olvidado el día en que fue a decirme que habían vendido la finca de mi madre y me escapé del colegio. El tío Felipe, a la mañana siguiente, fue por mí al campo y me castigó sin vacaciones, me quedé interno todo el verano. Pero yo no le guardaba rencor entonces. A los orujos que quedan después de la pisa se los somete a un más avariento prensado, hasta sacarles los últimos jugos. A este nuevo coletazo de la uva se le suele llamar apretón y se destina a las mezclas de vino de bajo precio. Por aquellas fechas fue cuando empecé a beber más de la cuenta. Al principio, era cuestión del negocio, tenía que probar las remesas, no había otro remedio que conocer la calidad del vino. Los catadores prueban un buchito y lo escupen, con eso saben cómo está. Pero para llegar a tales sutilezas se necesita haber estado tragando vino durante muchos años. A veces, un catador tiene que probar cien botas en un solo día; si no escupiese el vino, reventaba como un globo. Pero yo, sin ir tan lejos, me metía entre pecho y espalda bastante más vino del que podían aguantar sin resentirse mis escasos veinte años. El tío Felipe no le prestaba mayor atención al hecho de que me estuviese envinando como una bota. Los trabajos de la vendimia se hacen a destajo. Los pisadores y tiradores de uva rinden hasta cinco carretadas por día, unas tres toneladas y media; los mosteadores y maquineros, igual, cinco carretadas, y los metedores, diez. Por las mañanas, me despertaba con el pulso temblón y lo único que me hacía entrar en caja era desayunarme con un par de copas de aguardiente de orujo. Nadie me dijo que lo que estaba haciendo era una barbaridad. Sólo la prima Lupe, alguna vez, intentaba meterme en vereda sin demasiado convencimiento, pero eso era otra cosa. Yo vivía entonces en casa del tío Felipe, que era hermano de mi padre. En la familia, por lo común, siempre había laberintos y peleas entre unos y otros. Yo me acostumbré a desentenderme de todo aquello, me parecía que no iba conmigo, que no tenía nada que ver con lo que pasaba en mi familia. El recuerdo de la guerra todavía seguía sin sedimentar del todo. De cuando en cuando, bajaba desde la sierra como una avalancha de rencor. Una mañana apareció un hombre muerto en una esquina, con una cartilla de racionamiento en blanco enrollada y metida por la boca. Otro día, de noche, entró un arrumbador en una taberna, se bebió una botella sin pestañear y sacó un cuchillo. Dijo que quien le llevase la contraria iba a tener que entendérselas con él. Nadie le llevó la contraria y entonces el arrumbador se metió el cuchillo por la barriga y se mató. A mí, todo aquello se me enconaba por dentro de la cabeza, sin que supiera exactamente qué era lo que me ocurría. El tío Felipe me dijo que iba a echarle mano a una parte de la herencia de mi madre para hacer un negocio, que iríamos a medias en las ganancias. Yo no sé qué pasó, pero tuve que firmar un papel donde reconocía las pérdidas del dinero que había empleado. Lo de la venta de la finca del Temple voló junto con lo que me correspondía de la bodega de almacenado del abuelo. Pero todavía podía disponer de la renta del corcho, que siempre era una entrada. Entonces me fui a vivir a la casa de la parte vieja del pueblo, que estaba cerrada desde que murió mi madre. Quería pedirle al tío Felipe lo que me había quedado para establecerme por mi cuenta. La casa tenía tres pisos y yo me instalé en el de abajo, los dos de arriba no me hacían falta. Ya había pasado un año desde que terminó la guerra. El tío Felipe se fue desentendiendo poco a poco de mí y yo tampoco hacía nada por verlo. El pueblo me deprimía, pero un venenoso y ya difícilmente domesticable prurito de beber me iba liberando de todo lo que me repugnaba. El hígado empezó a quejarse, no era cosa nueva, ya me dolía desde niño, pero ahora tenía siempre la bilis como más arriba que antes, al filo de la garganta. El vino, para beberlo, se echa en una copa de cristal fino y se mira al trasluz y luego se mete la nariz dentro de la copa. El vino tiene que brillar y oler antes de darle el primer sorbito. Es una fórmula que requiere su natural aprendizaje. Muchas veces me cogía el amanecer en las ventas, sin comprender del todo qué era lo que estaba haciendo allí. Pero ya sabía de sobra que no podía acostarme si no me había bebido lo que me hacía falta beber. Poco después de empezar la guerra, el tío Felipe montó un negocio de molinos harineros con un asociado que se llamaba Gabriel Varela y parece que se forraron a base de acaparar el trigo y vender luego la harina al triple de la tasa o a más, dependía del hambre. El vino de apretones que se echa en un vaso turbio y se bebe sin más, no es sino un vino genízaro, a ése no hay que pedirle que se porte porque tampoco se le trata con una mínima consideración. Al principio, siempre se piensa así, se hace una previa selección de clases de vino, incluso del cristal que le corresponde a cada clase, uno se fija en el aroma y en el tono, hay que ser respetuosos con la tradición. Perico Montaña me dijo que el tío Felipe me había engañado, que le pusiera un pleito por estafa, pero yo no quise ni oír hablar del asunto, la sola idea del pleito me producía una aburrida impresión de agobio. Lo único que iba a hacer era pedirle al tío Felipe lo poco que me quedaba y poner algún negocio de tonelería o de alcoholes, si es que daba para eso. Luego, sin darme cuenta, me fui comiendo el resto de la herencia y, cuando quise frenar, ya lo único que tenía era la casa. Un hombre que no tiene dinero para más se mete en un tabanco y se bebe diez vasos de vino agrio, uno detrás de otro, con los ojos cerrados, a setenta y cinco céntimos la medida, tragando sin oler, sin cogerle al vino su disimulado gusto a azufre. Lo que realmente importa es engullirlo como sea para que recaliente la barriga vacía. Entonces vivía solo en el piso bajo de la casa que me dejó mi madre. Lupe era la única de la familia que venía a verme a escondidas. Mi hermana Inés se había casado poco antes y se había ido a vivir a Cartagena. Pero la prima Lupe seguía estando conmigo, como cuando nos íbamos a escarbar madrigueras por el coto de la finca. A mí me preocupaba lo que estaba pasando entre los dos, pero tampoco me hacía a la idea de no verla. Perico Montaña, aquel mismo año, en abril de 1940, organizó una agencia de exportación de vinos con un inglés, un tal Whyte, y me colocó allí para llevar la propaganda, hasta que decidiera lo que iba a hacer. Yo cumplía, creo, pero estaba borracho por las tardes. Me acostumbré a trabajar estando borracho, sin que se me notara demasiado. Eso no es difícil, depende del hábito que se tenga. El vino que se saca de una bota de solera con cien años de telarañas, y se venencia alargando el chorrito desde la cazoleta a la copa de cristal, ése es un vino que exige respeto en el trato. De manera que hay que olerlo despaciosamente, una y otra vez, primero con un agujero de la nariz y luego con el otro, hasta que el aroma se meta por la garganta abajo. Después hay que situar la copa de forma que le entre la luz por detrás, para que se transparente y se le destaquen al vino sus propiedades de limpieza. Luego se gira la mano, se guiña un ojo, se acerca y se separa la copa con el fin de que se le puedan coger las vueltas a la diafanidad. Algunas noches, cuando me metía en la cama relativamente pronto, se me caía el alma a los pies. Me revolvía contra mí mismo y contra la estupidez que me rodeaba. Siempre pensaba igual: irme de allí de una vez. Me sentía como metido en una cueva que tenía franca la salida y de la que no sabía ni quería escaparme. Le echaba la culpa de mi cobardía a aquel sórdido ambiente en el que me habían venido engañando desde que estaba en el colegio y el tío Felipe vendió la finca del Temple. Un vaso turbio de vino bajo no necesita más que un sorbetón y una boca acolchada que trague los buches. No hace falta mirarlo ni olerlo, se perdería lamentablemente la ocasión de beberse dos vasos en el mismo tiempo que uno, pero para darse cuenta de eso es indispensable haber bregado mucho con el vino. Hay que entrar en el tajo dentro de un cuarto de hora, hay que meter la cartulina con el nombre de uno en el reloj que marca la hora de entrada, hay que irse a acostar para levantarse a las seis, tirando corto. Las mañanas me las pasaba en la cama, sólo trabajaba por las tardes, de tres y media a siete y media. Empecé a pensar por mi cuenta y a perderme en el callejón sin salida de mi incapacidad para entender lo que pasaba. Algo se me removía por dentro con una sublevada fe en un porvenir que yo no sabía exactamente en qué consistía. Cuando se ha mirado y se ha olido convenientemente el vino viejo, se sorbe un poco del borde de la copa de cristal fino, chupando imperceptiblemente unas gotas, no más. Luego se hace recorrer la diminuta dosis arriba y abajo de la lengua, pegándola y despegándola del paladar. Después se deja deslizar por la garganta la saliva tinta en vino, para que el vino se agarre poco a poco al gusto. Perico Montaña no me entendía, no estaba de acuerdo casi nunca con lo que yo pensaba, creía que todo era cuestión de mayor o menor resistencia alcohólica. Él resistía más que yo. A los veinte años se resiste bastante bien si uno no le pide al vino más de lo que el vino puede darle. En el pueblo, suponiendo que hubiese dos mil hombres de veinte años, se tomarían dos mil botellas diarias de vino por término medio, unos más y otros menos. Perico y yo nos vendríamos a beber una botella larga cada uno, pero había muchos que no pasaban de la media botella. Al mediodía, antes de comer, nos citábamos en el casino. Yo me acababa de levantar y ya entonces empecé a no poder resistir la luz. Me escocían los ojos y me lloraban como si tuviese tracoma. No me podía quitar las gafas de sol. En el casino se hablaba invariablemente de negocios y de otros ambiguos escarceos comerciales. A veces también se discutía de deportes y de faldas, o de las noticias del día, que cambiaban poco. Cuando uno entraba en el casino era como si hubiese atravesado una barrera que interceptaba la visión de la realidad. El pueblo era entonces algo lejano y turbio, apestoso y desapacible, cubierto por una contagiosa nube de tifus exantemático y de milanos de cardo. Nadie se encontraba en disposición de franquear esa barrera, de asomarse un momento al exterior. No estaba bien visto. Hasta al menos humilde le hubiese parecido ostentoso. La buena educación era una cosa y el pedirle peras al olmo era otra. Con un vaso turbio, lleno de vino genízaro hasta arriba, no se puede hacer más operación que tragárselo lo antes posible, cerrar los ojos, rascarse la costra de la erupción del piojo verde, sentir que se va calentando el estómago, pedir otro vaso de lo mismo. El hombre que bebe vino en un vaso de vidrio turbio es muy distinto al que lo bebe en una copa de cristal fino. Tampoco cuesta igual. Pero eso es cuestión de costumbre. A la larga, el mosto agrio también sirve. El que no se justifica bebiendo es porque no quiere justificarse. Perico no estaba de acuerdo. Pocas veces estábamos de acuerdo, ésa era la verdad, pero se nos hacía difícil pasar un día sin que nos reuniéramos para discutir juntos de cualquier cosa o para recordar los tiempos de la guerra. Nuestros paseos de cada tarde, camino del Retén o por la salida del Temple, se habían convertido en una necesidad de la que no podíamos prescindir. Era como darle una tregua al vino. Si no íbamos con Inés y con la prima Lupe, íbamos solos, que era lo más frecuente. Una vez, al volver de la viña de Perico, nos encontramos con Encarna. Estaba sentada con un hombre ya mayor junto al tronco de un eucalipto, los pies dentro de la cuneta. No la había visto desde la noche en que me escapé del colegio y me quedé a dormir en la finca de mi madre. A mí me dio un salto el corazón, no pude contenerme. Ya sabía que Onofre había vuelto al pueblo hacía más de un año y que estaba de capataz en Monterrodilla, la viña que había comprado durante la guerra Gabriel Varela, el socio del tío Felipe. Encarna me miró y volvió la cara. Yo también me hice el distraído, pero ya no me la saqué de la memoria en toda la noche. Estuve con la prima Lupe en el cine y ella me apretaba la mano contra su pecho y yo me acordaba de Encarnita. Al día siguiente, por la mañana, me fui a Monterrodilla. Yo no había querido ver a Onofre ni a Ana ni a ninguno de la familia, no me gustaba remover el recuerdo de la finca del Temple, que tanto había significado para mí y que todavía me lastimaba por dentro. La presencia de Encarna me había vuelto a echar encima ese difuso y tortuoso lastre moral que he venido sacándome de la conciencia durante todo este tiempo. Sentía una morbosa necesidad de agarrarme a mis quince años, como si desde entonces no hubiese vivido del todo y me hiciera falta saturar de experiencias, aclarar de alguna forma los espacios oscuros que había ido dejando atrás. De modo que me levanté bastante más temprano de lo previsto y me fui a Monterrodilla. El campo, por la mañana, parecía un fanal lleno de mil coloreadas vetas en ebullición. A medio camino había que torcer por una trocha polvorienta, abierta entre dos lindes de agaves. Fui en la bicicleta del botones de la oficina. De todas formas, Monterrodilla no estaba muy lejos, a unos tres kilómetros. Cuando enfilé la vereda del caserío me encontré al hijo de Onofre, que subía por la cuesta, un azadón en la mano. El hijo de Onofre no me conoció. Yo le dije: «Soy Miguel Gamero, ¿no te acuerdas?». «Sí, hombre, claro, dichosos los ojos», me contestó. «Todos los días queriendo venir a saludar a la familia», dije. «Las cosas que han pasado desde que no nos veíamos, ahora va a hacer cinco años que vendió tu tío lo del Temple». «Cinco años», repetí. Y ya entrábamos por el almijar. Yo nunca había estado en Monterrodilla. Era una viña hermosa, tendida sobre tres extensas colinas, con un inmenso caserío rodeando un bien trazado patio central. Aquello debió costar una fortuna, se conoce que los molinos harineros habían rendido lo suyo. Yo iba a decirle al hijo de Onofre que había que ver qué viña, pero me callé. Perico Montaña hubiese calculado: «Ciento cuarenta aranzadas, unas trescientas mil cepas». El hijo de Onofre se adelantó a llamar a su madre. La señá Ana tampoco me reconoció. Onofre tardó en aparecer, estaba dando una vuelta por la parte de abajo de la viña. Yo no me atrevía a preguntar por Encarna. «Tu tío Felipe y don Gabriel tuvieron buen ojo», comentó el hijo de Onofre. «Desde luego», dije. «Yo no quería venirme, me vine por mi padre», añadió. «La misma canción, hijo», terció la señá Ana. Entonces me decidí y le pregunté a la señá Ana por Encarna. Me dijo que había ido a las Talegas a ver a la cuñada de Corrales, el capataz. «A ver si no vuelve», dijo el hijo de Onofre. Y nos quedamos callados los tres. Luego llegó Onofre y me cogía de los brazos con sus dos manos recias, el gesto tímido y afable. «Por fin se acuerda de nosotros», dijo, «ya era hora». «La de veces que estaba pensando venir», dije yo. Hablamos de muchas cosas, no me acuerdo. Di una vuelta por el caserío de la viña. Habían dejado en la cuadra de lagares unas botas de mosto del año anterior. El mosto estaba un poco dulzón de boca, pero entraba bien. Encarna no volvía. Me quedé a comer allí, pero Encarna no apareció. A las dos y media regresé al pueblo. Pensé acercarme al camino de las Talegas, pero hacía mucho calor y me empecé a arrepentir de aquel absurdo paseo. En la oficina, estuve toda la tarde acordándome de Encarna y, cosa rara, aquella noche me acosté pronto y no bebí casi nada. La prima Lupe me había telefoneado y yo quería verla pero tampoco me pareció que de verdad quería verla entonces. A la mañana siguiente se presentó Encarna en casa. Era lo que menos podía imaginarme. Serían como las diez y yo todavía estaba en la cama. «Venía a devolverte la visita», me dijo como si hubiésemos estado juntos el día anterior. «Te vi antier», le dije yo. Tenía la sensación de que era la cosa más natural del mundo que Encarna estuviese allí. «Ya sé», dijo. No parecía la misma de hacía cinco años. Realmente, no había cambiado, coincidía en todo con la imagen que yo conservaba de ella, pero no parecía la misma. Tenía un extraño y desmedido descaro, como si hiciese esfuerzos por reírse de su sombra y lo consiguiera con escasa habilidad. «¿Por qué fuiste a la viña?», me preguntó. «Quería verte», dije. «Pues aquí me tienes». Hablamos de todo lo que había pasado desde la última vez que nos vimos, hacía ya cinco años. Me acordaba de la noche en que dormí en la finca del Temple y ella también se acordaba, estoy seguro, aunque no hablamos de ello ninguno de los dos. Yo sentía la misma desazón que entonces. Poco a poco, Encarna se me iba haciendo más familiar, sobre todo su manera de crispar la boca y el tono de su voz. Desde aquel día, unas temporadas más y otras menos, ya no dejé de verla. Al principio, cuando menos lo pensaba, venía a casa por las noches. Luego, me dejaba un papel por debajo de la puerta y así yo sabía cuándo iba a ir. «Claro, a ti te da azaro que te vean conmigo», decía. Yo no quería entonces que me vieran con ella, después ya me daba igual. Cuando uno se acuesta borracho, si todavía no tiene el cuerpo suficientemente escurrido por el alcohol, lo más seguro es que le den vueltas las paredes y le flote la cama como una barca. No hay otro remedio que vomitar, eso alivia. Luego, a medida que uno va familiarizándose con el vino o, al revés, desde el momento en que el vino se identifica con uno, ya no molesta el vértigo ni hay nada que vomitar. Sólo se ve un gran vacío, un oscuro e inmóvil hueco no desagradable del todo. A veces, pulula por esa tiniebla algún objeto difícilmente reconocible, que escarba por el fondo de los ojos pero que también termina por amodorrar, es como un sedante. Las cosas rodaron de tal manera que yo me acostumbré a aquellas espaciadas pero nunca interrumpidas visitas de Encarna como a un recurso a la vez gustoso y mortificante. No me cabía en la cabeza ni seguir el rumbo que llevaba ni dar marcha atrás. Lo que iba a ocurrir al día siguiente no lo sabía la noche anterior, no me importaba saberlo. Me habían enseñado a dejarme llevar por lo que fuese, eso era todo. Encarna me contó con pelos y señales su vida en la sierra, aquel gratuito terraplén por el que se había ido sintiendo empujada sin saber cómo. «Qué más da», decía ella. «Nos tocó lo peor», pensaba yo en voz alta. «¿Por qué?», preguntaba ella. «No sé, por todo», decía yo. «Cada uno es cada uno». No he acabado de entender qué es lo que me unió desde entonces a Encarna. Nunca habló en serio de nosotros, tampoco quería nada concreto, ni siquiera hizo la menor alusión a lo que le había pasado con el tío Felipe. Andando el tiempo, cuando Encarna se casó con Paco Páez, un vivalavirgen que se agarraba a lo que fuese y al que seguramente por eso le decían el Tenazas, Encarna seguía viniendo a verme como si tal cosa. Lo de su imprevista boda me dejó desconcertado, creo que se casó para compensar un poco los malos ratos que le había hecho pasar a su madre. El cuerpo termina por envinarse después de unos diez años de haber estado metiéndole dentro alcohol. El hombre que se ha pasado diez años bebiendo vino sin parar y para de pronto, empieza a ajarse y acaba convirtiéndose en una cotufa. El cuerpo no aguanta la abstinencia de vino si ha estado ininterrumpidamente lleno de vino durante diez años. Hay que saber ir recogiendo amarras, un fallo puede ser fatal, aunque lo más frecuente es que ya sirva de poco. Cuando Encarna hablaba de su marido, parecía que estaba refiriéndose a alguien que conocía de vista. Su marido tampoco parecía darse cuenta de las idas y venidas de Encarna. Perico Montaña me decía que qué me pasaba, que si me había vuelto loco. La prima Lupe no me habló más que una sola vez de todo aquello, pero después no volvió a preguntarme. La prima Lupe fue un poco como el recuerdo de la guerra, no tuve más remedio que desandar el camino de otra forma. Para labrar una viña a brazo hacen falta muchas peonadas de labor. Primero hay que abrir los hoyos y echar el estiércol, luego hay que podar y limpiar las cepas, desbragar y sacar las sierpes, cavar, castrar y recastrar. Eso, como primera medida. Lo del azufre y el sulfato viene después. Lo cierto es que, a partir de aquel mes de junio de 1940, Encarna fue para mí como una especie de vengativa escapada hacia no sabía dónde, como algo sucio pero verdadero a pesar de su aparente suciedad. Me daba la impresión de que así vivía todo lo que me habían negado antes. No tenía demasiado sentido, lo sé, pero tampoco le encontraba otra explicación. Luchar contra lo establecido era como resarcirme de mi fracaso.