Perico Montaña procuraba seguir a rajatabla su particular sistema para beber aguantando firme. El procedimiento no presentaba mayores problemas. Cuando veía rondar la medianoche, cambiaba de vino. Era una medida plausible que mantenía en regla el cuerpo y que, salvo alguna que otra excepción, siempre le había producido excelentes resultados. Si estaba bebiendo fino, se pasaba al oloroso, y al revés. A veces, cuando ya estaba embalado y metido en faena, solía olvidarse de las ventajas del cambio y entonces las cosas no iban todo lo bien que podía esperarse. Pero lo más frecuente, de todas formas, era que se acordara.
—A mí tráeme ahora oloroso —le dijo al conserje.
—Sí, señor.
—Eso debería estar prohibido —dijo Jerónimo el Cuba.
—No sé por qué, me cae de perlas —dijo Perico—. Yo me paso al oloroso.
—Todo lo que sea rebujar, para mí es un error.
—Ya entrarás por derecho, espera que te des cuenta.
Miguel estaba recostado en un butacón de fuelle, de espaldas al balconcillo, las manos cruzadas delante de la boca.
—¿Tú qué dices? —le preguntó el Cuba.
—¿Eh?
—Que si te sienta cambiar de aguas.
—No sé, qué más da —contestó desganadamente Miguel—. Yo bebo lo que me echen.
—Pero aparte —dijo Perico.
—Primera calidad, eso es lo que cae bien.
—Por ahí —dijo el Cuba.
—Aunque, bien mirado, una noche a mosto tampoco me destempla. Se duerme más.
—Como ayer, sin ir más lejos —dijo Perico.
Ya volvía el conserje con las copas. Las colocaba cuidadosamente en la mesita, recogiendo las dos que estaban vacías, un dedo dentro de cada una. A la de Miguel todavía le quedaba un resto y el conserje la apartó sin retirarla.
—Que te quedas atrás —dijo el Cuba.
—Ya estamos con las carreras —dijo Miguel—. Tú de lo que cambias es de velocidad.
Se callaron un momento. Al otro lado del vestíbulo del casino había dos grupos charlando, repantigados en unos tresillos de cuero. En la sala de dentro, como todas las noches, ya le estaban dando al mus y al bacarrá. Se oían las voces sordas del juego y el apagado arrastre de las cartas y las fichas.
—¿Qué, una partidita? —preguntó el Cuba.
—Por mí, hecho.
—Yo no trago —dijo Miguel.
—Venga hombre, un par de manos.
—No.
—Déjalo —dijo Perico—, se enrola una pareja por ahí.
—Eso.
—¿Por qué no echas un vistazo?
—Ahora —dijo el Cuba.
—Anímate, Miguel.
—No, de verdad, me voy a ir pronto.
—Te noto rarillo, tú.
—Como no sea del agua que va a caer.
—Puede —dijo Perico.
Miguel se incorporó un poco y terminó de beber el resto de la copa que llevaba de atraso.
—Yo no me acosté hasta después de almorzar —dijo el Cuba.
—Tú eres así.
—Me eché una siesta y a la calle.
—Oye, a propósito —preguntó distraídamente Miguel—, ¿no me telefoneaste esta tarde?
—Ah, sí, se me había olvidado.
—Te llamé a eso de las tres y media, pero no estabas.
—Sí, hombre, mira que dije que me despertaran si eras tú —se estiraba un calcetín—. Esa vieja no entiende ni de reloj.
—¿Querías algo?
—Aprovechando que está Perico, mejor.
El Cuba se incorporó para sentarse en el borde de la butaca. Le costaba trabajo salir del fondo de la blandura.
—Nada —dijo—, que tengo ahí un negocio que puede interesar.
—¿Otro camión?
—En serio. Cincuenta botas del año pasado que quien sepa aprovecharlas…
—¿A cuánto? —preguntó Perico.
—Eso hay que trabajarlo todavía —dijo el Cuba—. El precio del lote no está arreglado, no corres tú poco.
—¿Entonces, qué?
—Un tanteo. A mí me consta que el tío que las vende te las daría a ti antes que a otro cualquiera. Vamos, que ajustaría la cosa todo lo posible.
—¿Se pueden ver?
—Claro, cuando se tercie. Mañana mismo.
—Tú perdiendo el culo, ¿no?
—No, si yo ahí no voy a pagar ni los gastos.
—Por amor al arte.
—Joder, Perico, que parece que lo que quiero es liarte.
—¿Vas tú a verlas? —se volvió.
—De acuerdo —dijo Miguel—. ¿A qué hora?
—¿A las once? —dijo el Cuba.
—A las once y media.
—Hablando se entiende la gente.
—Tú me recoges.
—Perdona el madrugón —dijo Perico.
—La cosa vale la pena, de verdad. Yo ya probé el vinillo y da gloria —dijo el Cuba juntando los dedos y acercándoselos a los labios.
—¿Están parejas?
—¿Las botas? Como un buche.
—Bueno —dijo Perico—, viéndolas nada se pierde.
Miguel se levantó de la butaca, respirando hondo, con la copa en la mano. Bebía mientras andaba alrededor de la mesita. Cuando vio pasar al conserje lo llamó.
—Oye.
—Mande.
—Que me hagan una tortilla.
—¿Sola? —preguntó el conserje.
—Sí —se volvía—. ¿No tomáis algo?
—No, gracias.
—Yo también me apunto a la tortilla —dijo el Cuba.
—Dos, y rápidas.
—Bueno, tú —dijo Perico—, a ver si reclutas a alguien para jugar.
—A ver.
El Cuba se levantó y se fue para la otra parte del vestíbulo, donde estaban sentados los habituales contertulios de cada noche, entre adormilados y jacarandosos.
—¿Quién quiere perder la camisa? —se le oyó pregonar.
Perico se volvió para Miguel.
—¿Fuiste a lo de los almanaques?
—Sí, ya te lo dije.
—¿Y qué?
—Me aseguraron que el martes estarían listos quinientos.
—Hay que estar encima.
—Sí.
Un moscardón chocaba una y otra vez contra los cristales del balconcillo.
—Tú tienes esta noche asunto con Encarna —dijo Perico—. ¿A que sí?
—¿Eh?
—A mí me vas a contar que las prisas son para meterte en la cama, ¿no? Menos cuentos.
—Es una solución.
Se acercaba otra vez el Cuba, mordiendo y escupiendo la punta de un puro.
—No hay quien se atreva —dijo—, les tenemos comida la moral.
—Vaya —dijo Perico—, ¿ya sacaste un puro?
—Me lo debían.
Miguel buscaba al conserje, volviendo la cabeza. No lo veía y tocó el timbre que estaba al lado del balconcillo.
—Se está nublando —dijo Perico.
—Sí —dijo el Cuba—, parece que cambió el viento.
—No sé qué es peor.
—A ti no te coge. Ya soleaste la uva, ¿no?
—Sí, yo me libro por tablas.
—A quien vaya atrasado, y no hay que decir nombres, el peor momento.
—Se lo buscó —dijo Perico.
Apareció un camarero, con chaquetilla blanca y una servilleta en la mano. Se cuadraba como un recluta.
—¿Llamaban, don Pedro?
—Tráete media botella —dijo Miguel.
—Sí, señor.
El camarero se retiró y se iba metiendo la servilleta por la cintura. Cuando llegó a la marquesina se paró a hablar con don Andrés, que salía en aquel momento del salón. Don Andrés llevaba un bastoncillo de bambú debajo del brazo. Saludó de lejos a Perico y se acercó.
—¿Cómo está la juventud? —preguntó antes de llegar.
—Bien —dijo Perico—, siéntate.
—¿No habéis visto por aquí a Gabriel?
—Yo no lo olí al entrar —dijo el Cuba.
—Hijo, Jerónimo, tú no te cansas.
—¿De oler?
—Creo que se fue para la Damajuana —dijo Perico.
—Sí, yo iba a acompañarlo, pero la verdad es que tampoco tenía muchas ganas —miraba a Miguel—. Me parece que se llevó a tu tío Felipe.
—Buen cambio —dijo Miguel.
—¿Eh?
—Que vaya pareja.
—¿Cuál?
—¿Y tú cómo perdiste el tren? —dijo Perico.
—Los quebraderos de cabeza, que no me dejan vivir.
Se acercó otra vez el camarero a traerle una copa a don Andrés. Don Andrés alargó la mano.
—Gracias.
—¿Y las tortillas? —preguntó el Cuba.
—Ahora mismo.
—Oye, Andrés —dijo Perico—, que ya nos hemos enterado que vas a echarles de comer a los del Albarrán.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Un espía.
—Eso es cosa de Ayuso, que tiene una lengua…
—Lo estaban comentando antes por ahí.
—Mira que quería que no se supiese, pues nada, ha faltado tiempo.
—Hombre, el asunto merece campanas —dijo Miguel.
—Cuando se hace una caridad, no se pregona. Mi lema.
—Depende —dijo Perico.
—Depende ¿de qué?
—De la casa patrocinadora.
—Además, eso debe saberse —dijo Miguel—, es un ejemplo para la sociedad.
—Ya empiezo a no enterarme de lo que habláis.
—Yo es que estoy ronco —dijo el Cuba.
Don Andrés no se dignó hacerle caso. Se dirigía a Perico.
—También se va a correr la voz de lo otro, me lo estoy temiendo.
—¿Has abierto la alcancía?
—Déjate de bromas, es una obligación. Lo que esté en mi mano remediar…
—¿Y de qué se va a correr la voz?
—No, de nada.
—Que se sepa —dijo el Cuba—. Se le hace propaganda rápido.
—Pues que voy a comprarle un manto a la Verónica, eso es —reconcentraba el gesto—. Pero no quiero que lo comentéis con nadie.
El Cuba imitó el repique de los tambores a paso lento. Se acompañaba con las manos, golpeando en el aire a compás.
—Pum…, purrruuum…
—Mira, Jerónimo —dijo don Andrés.
—¿Qué?
—Nada, que conmigo menos confianzas, ¿tú te estás enterando?
—¿Yo?
—Sí, tú.
El Cuba puso cara de sorprendido. Iba a decir algo pero lo cortó Perico.
—Te vas a gastar un dinero —dijo dirigiéndose a don Andrés.
—Es que hay que hacerse cargo de las cosas, ¿o no es verdad?
—Claro.
—Tú no puedes ni imaginarte la miseria que hay por ahí, da miedo.
—No cabe debajo del manto —dijo Miguel.
—Eso qué es, ¿una gracia?
—Una comparación, coño.
Llegaba el conserje con las tortillas y la media botella. Miguel cogió su plato y se lo colocó encima de las piernas. El Cuba se arrimaba a la mesita, arrugando la alfombra al correr la butaca.
—¿Algo más? —preguntó el conserje.
—No, gracias.
—¿Jugamos una partidita? —le propuso Perico a don Andrés.
—¿Con quién?
—Nos agregamos a una mesa.
—Me acabo de levantar de perder mi sueldo, no doy pie con bola.
—Un problema.
Miguel y el Cuba seguían sin intervenir en la conversación, dedicados a la tortilla.
—Ah, oye, que tengo que hablar contigo un momentito —dijo don Andrés.
—Tú dirás.
Don Andrés se levantó. Le hizo señas a Perico para que hiciera lo mismo y se alejaron unos pasos hacia la entrada.
—Ya me he enterado que Gabriel está hecho una fiera contigo.
—Eso creo, ¿y qué?
—Pues que tenéis que hacer las paces —dijo don Andrés.
—¿Qué paces? En todo caso el que está enfadado es él.
—Y con razón.
—¿Cómo que con razón? ¿A ti qué te ha dicho?
—Tú sabes que lo has metido en un berenjenal.
—Pero, vamos a ver, ¿a ti qué te ha dicho?
—Pues eso, que te levantaste a no sé cuántos viñadores de Monterrodilla sin más ni más.
—Una trola.
Don Andrés se apretaba la nuca.
—Ya estoy con la jaqueca —se quejó.
—Una trola —repitió Perico—. ¿O es que se cree que yo ando por ahí con una escopeta cazando personal?
—Yo ni quito ni pongo, lo que me contó.
—Mira, a mí, Gabriel me la trae floja, de modo que ya se lo puedes ir diciendo.
Perico se acaloraba. Don Andrés se llevó la mano a la cadera, apoyándose con la otra en el bastoncillo. Tenía los ojos hundidos y como extraviados.
—Se te ocurren unas cosas…
—Se fueron para Valdecañizo porque les dio la gana. Allí no se arrea a nadie con un látigo, no es costumbre.
—¿Y tú qué les diste, además de eso?
—¿Además de qué?
—Además del cebo.
—Árnica.
—¿Eh?
—Se corrió la voz de que estaban pagando más.
—¿Lo estás viendo? Y de la contrata, ¿qué?
—Ésas son cosas de Serafín, aquí la única contrata es la del que cumple —se restregaba un ojo—. Yo no me dedico a quitarle al prójimo lo suyo, no me va lo de estraperlista.
El Cuba se levantó y se acercaba con el puro a un lado de la boca, los dedos gordos enganchados en los bolsillos del pantalón.
—¿Privado? —preguntó.
—Sí —dijo don Andrés.
—Es que no vi el cartelito, perdón.
—Ahora voy —dijo Perico.
El Cuba dio media vuelta. Miguel no se había movido. Miraba evadidamente a un punto fijo de la alfombra, un codo en cada brazo de la butaca.
—No se pierde una —dijo don Andrés.
—Falta de sueño.
—Bueno, que tenéis que arreglar eso, hombre.
—Yo no pienso mover ni un dedo.
—Hijo, tú también eres especial —se golpeaba la pierna con el bastoncillo—. Lo has dejado colgado y encima…
—Nada, si se pica que se rasque.
—Yo ya he hecho lo que tenía que hacer, que quede claro.
—Estaría bueno.
—Una enemistad por una tontería tan grande.
—¿Te mandó de sonda?
—¿Cómo de sonda?
Se acercaba Miguel, una mano agarrada a la solapa de la chaqueta, a pasos lentos y como embarazados.
—Me voy —dijo.
—¿Ya? —preguntó Perico.
—No me encuentro en forma.
—Los misterios de Miguelito Gamero —dijo don Andrés.
—Ya quedé con Jerónimo a las once y media.
—De acuerdo —dijo Perico—. A ver qué sacas en limpio.
—Por la tarde hablamos.
—Oye, Miguel, ¿y a ti qué te pasa con el niño de Corrales? —preguntó don Andrés.
—¿Por qué?
—No, que ya te he visto con él dos o tres veces, una cosa que me trae intrigado.
—Negocios.
—Vaya negociante que estás tú hecho. Igual que Rafaelito Varela.
Miguel se volvió para Perico.
—Bueno, hasta mañana.
—Hasta mañana.
—Que descanse ese cuerpo.
Miguel se fue para la puerta. Antes de abrirla, se detuvo un momento como si fuera a dar marcha atrás, pero pareció arrepentirse y salió. La calle estaba negra y compacta como un charco de alquitrán. A Miguel le dolía el hígado. Le dolía desde que tenía quince años, no era cosa de ahora. Cuando estaba en el colegio, de pronto, le daba una especie de flato y se lo aguantaba sin decírselo a nadie, unas veces por un morboso prurito de vanidad y otras porque le tenía miedo a que lo metieran en la enfermería y tuviesen que abrirle la barriga, como cuando se le hinchó el apéndice a Perico Montaña. El alcohol no había hecho después otra cosa que aumentarle la frecuencia de las punzadas y los vómitos de bilis. De ahí no habían pasado los arrechuchos. Unas nubes rastreras corrían por delante de la luna, trazando una deslizante tiniebla sobre el tormentoso sopor de la madrugada. Miguel iba por el borde de la acera y alguien se bajó para dejarle paso.
—Adiós, buenas noches.
—Buenas.
Miguel no recordaba al que lo había saludado. Repasó mentalmente los sitios donde podía haberlo visto: la barra de un bar, la tipografía, el cuarto de una venta, la oficina, la bodega, el laberinto de los hostiles días en blanco. Hizo un esfuerzo para pensar en otra cosa. Torció por una calleja con unos arcos tendidos sobre las dos filas de tejados y salió a una placita sombría, limitada por tapiales de piedra sin argamasa. En la esquina del frente, por donde proseguía la calleja, se levantaba un solemne caserón de labrados pilares y macizas puertas de caoba. De los guardapolvos de pizarra colgaban las violetas y aromáticas crenchas de la buganvilla. Miguel siguió el rumbo que llevaba y luego dobló el chaflán del café la Perla. Las cortinas metálicas estaban a media altura y se salía a la acera la cuadrada luz del interior. Sonaban voces y como un ronco y contenido canturreo. Un poco más largo, en la inmediata espesura de la calle, dos hombres hablaban a la puerta de un almacén.
—Eso se carga en un par de horas —decía uno.
—Echando el bofe.
Miguel atravesó a la angosta acera del otro lado.
—¿Tienes ahí la libreta?
—Yo no me comprometo. Toma.
—Bueno, ponle tres horas.
Miguel se desvió a la izquierda. El ojo de la cerradura, con los dientes del reborde esperando para interceptar la llave temblona; el corto pasillo oliendo al neutro olor del hábito de Sole; la estantería con sus tres desiguales anaqueles repletos de libros viejos que no había leído nunca; el retrete para echar la bilis; la falta de sentido de la butaca, con una mancha oscura en el sitio de apoyar la cabeza y un rozado lamparón en cada brazo; el siempre igual y odioso dibujo de las losetas. Miguel ya había llegado a su casa. Abrió con una deprimente sensación de irse a recluir en una forzada guarida. Luego miró al suelo, como buscando algo que hubiesen echado por debajo de la puerta, pero no había nada. Hoy no veré a Encarna, es mejor que no la vea. Sole le había dejado la cena fría en la mesita baja de la sala, los platos cubiertos por una servilleta. Miguel levantó la servilleta y la volvió a dejar caer. Abrió la ventana del patio, descorriendo los visillos. Luego sacó un sobre de un cajoncito de la parte baja del estante y se fue para su cuarto, quitándose la chaqueta por el camino. Antes de desnudarse se tomó una píldora. Tengo que hacer algo, de mañana no pasa. Tengo que ver a Vicente. Cuando se acostó apagó en seguida la luz. Sentía la urgente y deleitosa necesidad de ponerse a pensar a oscuras. Empezó a caer un estruendo de agua por una cañería.