3

La tierra olía como si le hubieran abierto el vientre. Por el aire, por debajo de cada piedra, la tierra olía a fermentos estancados y a zumos en elaboración. Era un olor agobiante, mefítico, que parecía producirse por una especie de amalgama de todos los demás olores. De los entreliños, de los blancos y cuarteados terrones de albariza, subía un vaho denso y pegajoso, un enervante turbión de malsanos y turbulentos gérmenes que se había ido propagando como una desbocada nube de langostas. Entre las agrias vetas del mosto despunta a veces como un viscoso relumbre genital, como si algo estuviese engendrándose en el útero de la tierra. Cuando el mosto empieza a fermentar, se filtra por la madera de la bota un áspero barrunto a semen, a jugos de placenta, a entraña recién fecundada. Oliendo ese olor durante horas y horas se termina por no saber a qué huele. El aire va saturándose de una especie de principio embrionario de la borrachera que se asimila por todos los poros del cuerpo y va depositando en la memoria la vaga procedencia de los olores. De modo que huele a moho y a cera virgen y a sulfato de cobre y a fruta putrefacta y a ovario vegetal. Desde los lagares y los almijares se levanta como una hedionda y enloquecida algarabía de pájaros que vienen a posarse sobre el fétido paridero de la tierra.

—Huele a mosto que apesta.

Joaquín había sentido llegar toda esa embestida de olores desde un cuarto de la venta de la Damajuana. Al principio no se dio demasiado cuenta, pero luego fue empezando a notar una reseca comezón por la garganta abajo. Le sabía la boca a mosto y la misma espesa saliva que tragaba le producía una angustiosa sensación de sed localizada en las sienes, como una insufrible necesidad de meter la cabeza en una tinaja y que le entrase el agua hasta dentro, reabsorbiéndola por la piel. La venta tenía un rellano empedrado delante del paredón frontal. En el medio se levantaba un pozo chato y de grueso brocal de granito, enjalbegado hasta esa veladura azulenca que brota de la violencia de la cal. De un soporte de hierro colgaba la cubeta de latón, festoneada de desgarrones. Joaquín había tenido que salirse del cuarto.

—Con permiso, un momento.

Hacía un calor sofocante. Joaquín andaba como un sonámbulo. Se asomó dentro del pozo y notó como si de allí abajo subiera una oleada de mosto bullendo en el encierro de la bota. No había por aquellas trochas ninguna viña, de manera que resultaba poco probable que llegara hasta la venta el morboso exhalo de la fermentación del vino. Debía de ser un regusto del gas del estómago.

—Huele a mosto que apesta —había dicho antes de salir del cuarto.

—¿A mosto? —preguntó Julián Cobeña.

—¿No lo notas?

—Como no sea de tus eructos.

Joaquín se dobló todo lo que pudo sobre el brocal. El agua del fondo brillaba apagadamente, escarceando alrededor de la piedra verdinosa como una blanda lámina de uralita. Joaquín tiró un poco de la soga y luego la dejó deslizarse por su propio peso. La soga estaba húmeda y el esparto se desprendía al rozar velozmente entre los dedos. Al llegar al agua, la cubeta resonó con un lánguido repliegue, como si hubiera golpeado contra el mojado pellejo de un tambor; después, se hundió de costado. Joaquín empezó a izarla despaciosamente, sin quitar los ojos del quebrado claroscuro del fondo. La garrucha gemía a intervalos regulares, casi a compás de los grillos. Cuando la cubeta estuvo arriba, la apoyó en el brocal y metió la cabeza en el agua, arañándose con los rotos bordes de latón. Joaquín bebió ansiosamente, mordiendo el agua a bocados, y el agua le caía por los hombros, llegándole hasta la carne a través de la camisa empapada. Pensó de pronto que había un sapo en el fondo de la cubeta y que le había escupido en mitad de la cara. Miró un momento y luego levantó la cabeza y aspiró el aire, como venteando alguna aromática racha de fango de vino. Le caía el agua por el pelo y se pasaba la mano para escurrirlo, sacudiéndola después en el aire. Se sorbía el olor del forraje caliente, de la yedra que trepaba por el muro del rellano, del maternal estiércol amontonado junto al abrevadero. Llegaba ahora con toda claridad la conversación del cuarto, agudizándose entre las tenebrosas lindes de la noche. El eco venía de la parte de la vereda.

—Abre la ventana, tú.

—Con doscientas botas ya se saca tajada, eso levanta una bodega.

—Es una guitarra de las que ya no se fabrican. El tute que le doy y ni una queja.

—¿Una bodega? Como no tiene bastante…

—Sí, no hay más que oírla, un piano.

Joaquín se volvió para dentro. Las voces lo desplazaban hacia el mismo entrevisto y desconsolado lugar de siempre. Al llegar al portalón se detuvo otra vez. Le pareció barruntar de nuevo el olor a mosto. Apoyó una mano en las jambas carcomidas. Notaba como un parpadeo de luciérnagas y pensó que se iba a desvanecer. Luego sintió un lento y movedizo escalofrío que le crispaba las ingles y le circulaba dolorosamente entre los muslos y las caderas. Huele a mosto y no hay una viña en toda la redonda. Y aspiraba con la boca abierta, apretando los ojos, viendo estallar rojas y momentáneas candelas en la negrura de las órbitas. Joaquín estuvo todavía un buen rato en aquella postura, tragando el aliento de la noche, el pastoso sabor del polvo, sintiendo que se le removían los intestinos y que le empezaban a punzar las mandíbulas, los atorados conductos de la saliva. De dentro llegó una voz farfullera.

—¡Eh, Guita! ¿Dónde coño te metes?

Joaquín no contestó. Oyó los pasos amortiguados de alguien que se acercaba y apareció en el quicio don Gabriel. Traía las manos metidas en los bolsillos del pantalón y se hurgaba allí dentro, subiéndose el talle y removiendo el cuerpo para encajar en su sitio el cinturón elástico.

—¿Qué, cogiendo lúas? —dijo don Gabriel.

Joaquín lo miró como si acabara de despertarse y la cosa no fuera con él. Don Gabriel tenía los ojos vidriosos, el colgante labio inferior mordiendo al superior, las sanguinolentas mejillas irritadas más de lo normal.

—Ya ve usted —respondió Joaquín sin mirar—, por aquí tomando un poco el fresco.

—Venga, para el cuarto, que me aburro.

—Usted perdone, don Gabriel, pero es que ahí dentro no se puede respirar. No me encuentro bien.

—¿Has vomitado?

—No, señor, ¿por qué?

—Pues vomita y para el cuarto.

—¿Eh?

—O tú te crees que te he traído de excursión.

Joaquín se fue detrás de don Gabriel tragándose la quina, conteniéndose como quizá nunca se había contenido. Cuando se aguantaba se ponía enfermo de rencor, se le enconaba en el pecho su temple humillado. Era lo de siempre, ya se lo sabía de memoria. Se acordó del alcalde de su pueblo. Don Gabriel era de la misma calaña. Ahora hubiera dado cualquier cosa por tener una última reserva de arrestos, como la noche anterior en el tabanco de Manuel, cuando buscaba la bronca incluso de una forma gratuita, para vengarse de la propia imposición de su cobardía. Soy un mierda, eso es lo que soy. Y ya entraban en el cuarto. El cuarto estaba lleno de humo. Habían abierto el ventanuco, pero el humo no se iba, tercamente aferrado a las pringosas paredes de almazarrón.

—¿Se te soltó el vientre, hijo? —preguntó Julián Cobeña.

Joaquín lo desafió con la vista sin contestarle. Alrededor de la mesa, con su largo tablero descolorido de lejía, estaban sentadas hasta seis personas: dos mujeres y cuatro hombres. Joaquín se volvía para don Gabriel.

—Si usted no manda otra cosa —aventuró—, un servidor va a retirarse.

—¿Cómo?

—Que me parece que voy a irme, don Gabriel. No me encuentro bien, ya se lo he dicho.

—Tómate una copita, titi —dijo una de las mujeres.

—Tú te quedas aquí hasta que yo te lo diga —dijo don Gabriel, desabrochándose el botón del cuello de la camisa.

—Mire usted…

—Ni mire usted ni nada. Tú te quedas aquí y no hay más que hablar, estaría bueno.

—Es que no me encuentro bien, me ha hecho daño…

—Siéntate, venga.

Joaquín estaba pálido. Se sentó en una silla del fondo, al lado del ventanuco. La anea de la silla se había desprendido por abajo y Joaquín arrancó un podrido y deshilachado cordón. Se lo metió en la boca y se quedó mirando una mancha que había en la pared, a la altura de sus ojos. Debía de ser una mancha reciente porque, según la miraba, parecía como si se le desprendiera un hilillo de humedad hacia abajo. La anea empezó a saberle agria y se le formaba en la boca como una pelota de saliva. Empezó a sentir vértigo y dejó caer la silla para atrás, hasta apoyarla contra el saledizo del ventanuco. Le costaba trabajo pensar en lo que iba a hacer.

—Bueno, anímate —dijo el guitarrista—, que parece que estás traspuesto.

—Tú ocúpate de lo tuyo —dijo Joaquín.

—No, si encima vamos a estar pendientes de cuando a ti te dé la vena.

Una de las mujeres, la más jovencita, hablaba con don Felipe, haciéndole carantoñas con una interesada y empalagosa ostentación. Don Felipe estaba en el casino cuando don Gabriel andaba reclutando personal para la juerga. Una juerga individual no es lo mismo que una juerga con dos concurrentes por los menos. Don Andrés, a última hora, había fallado.

—Yo soy muy cariñosa —dijo la mujer—, tú no me conoces.

—Se te ve —dijo don Felipe.

—Tú no me conoces.

—Todo se andará, no empujes.

—Te quedas conmigo, ¿sí?

A don Felipe Gamero ya se le había pasado la edad, pero sobaba a su pareja por partes, como cumpliendo un obligado rito. La mujer era bastante joven todavía. Tenía el gesto crispado, rígido el ademán, palpitantes y grasosas las aletas de la nariz; parecía que siempre estaba a punto de dar un salto. Le brillaba en los ojos un imperceptible azogue de premeditada violencia, como poniéndose de antemano a la defensiva de lo que pudiera suceder. Don Felipe le dio un pausado sorbetón a su copa de anís.

—¿Tú sabes cuánto tiempo llevo yo en la vida? —preguntó la mujer.

—No sé —contestó don Felipe—. ¿Desde hoy?

—Dos meses no hace, vete fijando.

La otra mujer era ya madurita y hablaba sin pronunciar la erre. Se movía con un fingido aire de melindre. Llevaba el pelo teñido de azafrán y soltaba una carcajada a cada paso, sin motivo aparente, acompañándose con varias sonoras palmadas en el aire. Se le desataban las opulentas formas con las acometidas de la risa. Julián Cobeña se levantó y le tiró un viaje al escote cuando se acercaba a don Gabriel. Don Gabriel se había quedado de pie a la entrada del cuarto.

—Las manitas quietas —dijo la del pelo de azafrán.

—Tú —dijo don Gabriel.

—Dígame —contestó Cobeña.

—Buen ojo, ¿eh?

—¿Con qué?

—Con ese muerto del Guita que te has mercado.

—Me extraña, la verdad —dijo Cobeña, encogiéndose de hombros—. Usted lo ha visto otras veces. Es un muchacho que cumple.

—Pues lo que es hoy me está dando la noche. Lo mando al cuerno ahora mismo.

—No sé, desde luego es una guasa, él sabrá lo que tiene.

Don Gabriel cogió su copa de encima de la mesa.

—Ah, tú, ¿te dije lo del hijo de Onofre?

—No.

—¿Con qué te crees que me ha salido?

—Ése, sabe Dios.

—Que ni hablar de quedarse de capataz, tú fíjate bien dónde tendrá la cabeza ese muchacho.

—¿Así?

—Así. Ya hablaremos de eso.

—Hombre, don Gabriel, ya sabe usted lo que yo le dije sobre el particular.

El de la guitarra se limpiaba el sudor de las manos con un enorme pañuelo de yerbas, restregándoselas alternativamente una y otra vez. Era un hombre gordo y cetrino, ya entrado en años, con la piel verdosa y brillante como una botella. De cuando en cuando se metía un dedo entre las muelas, se lo miraba atentamente y se lo volvía a chupar, limpiando con los dientes los restos de comida que se habían quedado en la uña. Hablaba ahora con el gitano que hacía las veces de animador a sueldo.

—Ese canino del Guita nos la va a jugar, ya verás.

—¿De qué de cuándo? Nosotros, a lo nuestro.

—Don Gabriel se está poniendo de mala leche, mira que el plan. ¿A quién se le ocurrió traerse a ese cencerro?

—Ustedes no ser tontos —dijo la del pelo de azafrán.

—No, claro, yo la noche no la pierdo.

—Es que tampoco es el caso —dijo el gitano—. ¿Nosotros qué tenemos que ver con que ese tirilla tenga almorranas?

Joaquín seguía apoyándose con la silla en el saledizo del ventanuco, los ojos idos. Se espesaban las volutas del aire saturado de humo y de calentura. Don Gabriel miraba a todos aburridamente, con una destemplada y retadora impertinencia. Vacilaba al dejarse caer de lado contra la pared.

—A ver, tú —ordenó al de la sonanta—, toca algo.

El de la sonanta empezó a afinar las cuerdas con una solícita atención, apretando y aflojando las clavijas. Escupió entre las piernas, bebió un sorbito de su copa, puso la cejilla en el tres, bebió otro sorbito e inició el compás. La funda de la guitarra permanecía erguida por detrás de la silla, un poco entreabierta, parecía un ataúd deforme y vacío. Joaquín la miraba. Ahí se está depositando el fúnebre olor a mosto. El brusco son de la música se descomponía en un tumulto de acordes y el guitarrista levantó la cabeza hacia Joaquín, dándole la entrada. Le caía un churrete de sudor por la mejilla. Todos esperaban que Joaquín se arrancase. Pero Joaquín estaba mirando ahora por el ventanuco, como sin darse cuenta de nada.

—Alguien ha vomitado mosto —dijo—. Huele a mosto que apesta.

El guitarrista interrumpió el toque y se pasó el revés de la mano por la nariz, sorbiéndose el moquillo. Volvió a escupir por delante de su panza de pera.

—Qué te parece —rezongó meneando la cabeza.

Don Felipe se desabrochó la chaqueta y miró para Joaquín. Era un hombre de porte rudo e impertinente, con el pelo blanco amarillento y la sórdida mirada del que siempre tiene la razón. Olía invariablemente a colonia y a anís.

—¿Qué pasa? —preguntó sujetándose una rodilla con las manos.

Hablaba con una gangosa aridez, como sobreponiéndose a la torpeza alcohólica de su voz.

—¿Qué pasa? —repitió.

—No me encuentro bien —dijo Joaquín—. Estoy malo.

Don Felipe se volvió para su pareja sin contestar. Parpadeaba la luz, como si se hubiesen soltado los filamentos de la bombilla. Don Gabriel bebió de un trago y se sirvió otra copa, cogiendo la botella por el gollete. Se le mojó la mano y se la restregaba por detrás del pantalón. Nadie decía nada. Parecía que el aire se iba enrareciendo cada vez más. El gitano rompió el fuego.

—¿Y si nos tomáramos un pescadito frito, a ver si ése come caliente una vez en su vida?

Don Gabriel tardó en contestar. Tenía el gesto bronco y se le avivaban las venitas de los carrillos bajo la titubeante y pajiza luz del cuarto. Tartajeó un poco.

—Tú ya te estás callando —se volvió lentamente hacia Joaquín—. ¿Y a ti qué te ocurre? Estoy harto, ¿te enteras?

—No me siento bien, don Gabriel, ya se lo he dicho. ¿Qué quiere usted que le haga?

Don Gabriel tocó las palmas y apareció el ventero. Parecía que había estado esperando detrás de la puerta.

—¿Llamaban?

El ventero era un hombrecillo calvo, seco de carnes, con una temerosa mirada de mochuelo acosado. Llevaba una sucia camisa sin cuello, con la tirilla atravesada por un pasador de metal. De la faja marrón, subida hasta el pecho, le colgaba un paño de cocina. Se secaba las manos en él mientras esperaba que don Gabriel le hablase. Don Gabriel no lo miró.

—¿Hay citrato? —dijo.

—¿Cómo dice? —preguntó el ventero.

—Que si hay citrato.

—No; citrato, no, señor.

—¿Cómo que no?

—Usted se refiere al citrato, citrato, ¿no?

—Claro, ¿a qué va a ser?

—Pues no, señor, citrato no puedo servirle, lo siento.

—A ver, que vayan a una botica por citrato.

—¿Ahora, don Gabriel?

—Di que es urgente —intervino don Felipe—, que hay un enfermo.

El ventero se separó un poco de don Gabriel y miraba de hito en hito para los demás, entornando los ojos sin párpados, como buscando al enfermo. No sabía si reírse. Iba a decir algo pero don Gabriel lo atajó, torciendo la cabeza para fuera.

—Tráete otras dos botellas, de momento.

—Y otra media de anís —añadió don Felipe.

—Ya están aquí —se volvía—. ¿Corto un poco de jamón?

—Corta lo que quieras, venga.

El ventero se fue dando saltitos; Joaquín se levantó de la silla, apoyándose con las manos sobre el espaldar en una forzada e indecisa posición. Hablaba todavía con el cuerpo inclinado para adelante, los ojos fijos en la solería.

—Con permiso, me voy a ir.

Don Gabriel lo miraba ahora de frente.

—Venga, a la calle. Y no vuelvas por aquí, no se te ocurra.

Joaquín se acercó hacia la puerta medio tambaleándose. Se volvió de pronto en un rápido e imprevisto giro, dando una camballada grotesca. Tropezó con las piernas de la muchacha que llevaba dos meses en el trajín.

—Tú ¿es que no ves? —dijo la muchacha.

Don Gabriel lo cogió de un brazo. Intentaba reírse con una indigna mueca de fastidio.

—¿Es que no ves? —repitió.

Joaquín no lo miraba. Sentía un ahogo de sangre agolpándosele por la nuez, como si le subiera del pecho un empellón de rabia dolorosa. Las piernas de la muchacha le habían obstruido la fugaz liberación de su conciencia. Volvió a notar una especie de vértigo que lo desvinculaba de la realidad, acobardándolo a fuerza de ira. Pensó en su navaja y era como si esa sola idea se le hubiese materialmente endurecido en cada articulación. Un fragmento de un bloque de sal, el sapo del pozo comiéndose el esparto de las alpargatas, un hombre con las tripas fuera colgando de un árbol. Ahora lo único que quería era salir de allí. Pero don Gabriel no lo soltaba. Sentía su mano apretándole debajo del sobaco. La mujer del pelo de azafrán le ofreció una copa.

—Toma, a ver si te espabilas.

—Déjalo que se vaya y que no fastidie más, ya está bien —dijo el guitarrista.

—Qué tío —dijo el gitano.

La mujer volvió a poner la copa sobre la mesa, encogiéndose de hombros. Julián Cobeña se acercó a don Felipe, que seguía trajinando a su pareja con una babosa cochambre. La mujer le ponía un codo en la rodilla.

—¿Vas a quedarte conmigo?

—No da coba ese cuerpo.

—Ese muchacho está mal —dijo Cobeña.

—Que se largue —dijo don Felipe.

—No me lo explico, yo nunca lo había visto así, que un hombre llegue a eso.

El de la sonanta hablaba en voz baja con el gitano, que bebía como un pajarito, a sorbos pequeños y continuos, levantando el gaznate de cuando en cuando. Se echó un rizo para atrás. Don Gabriel se encaró otra vez con Joaquín.

—Que no se te ocurra volver, ¿eh? Tú ya te puedes ir despidiendo de estos trotes.

—Aquí no hay pienso —dijo el gitano, sonriéndole a don Felipe como para congraciarse.

Joaquín se soltó, sacudiendo el brazo, y salió sin despedirse. Se cruzó con el ventero, que llevaba dos botellas en una mano y media de anís y un plato de jamón en la otra. Cuando llegó al rellano se escuchaba el alboroto del cuarto, las voces de la del pelo de azafrán y del guitarrista más subidas de tono que las otras. Un escarabajo trepaba por un tablón podrido.

—A mí me gusta alternar con personas de educación, mejorando los presentes.

—Ése ya hizo su agosto, hay que darse cuenta del numerito.

Y la guitarra marcó unos inciertos compases. Joaquín se fue otra vez hacia el pozo. Que no se te ocurra volver, no vuelvas por aquí. Le parecía que cada golpe de guitarra era como un hacha despiadada que estuviese resquebrajando la mansa madera de la noche. La cubeta seguía sobre el brocal. Joaquín volvió a meter la cabeza dentro y bebía con la misma ansia que antes, pensando en el imaginario y gelatinoso reptar del sapo. Las voces salían de la venta como un infecto reguero de saliva de sapo. Huele a mosto que apesta. Y se volcó sobre el pilón, vomitando a violentas y convulsas tarascadas. Después se enjuagó, echándose en la cara el agua negra del abrevadero y secándose con los faldones de la camisa. Se metió sin darse cuenta en el estiércol. A través de los ojos mojados, veía la pared frontal de la venta formando un balanceante ángulo agudo con el limoso empedrado. La guitarra seguía embistiendo al bulto de la noche con un patético y quejumbroso resoplido.

—Eso es…

Joaquín salió al camino, atravesando la portada de tablas verdes. La luna parecía una antorcha reverberando por detrás del toldo de nubes. Tiene la risa teñida de azafrán. Debía de ser más de la una. Se escuchaba el hondo y aborrascado estertor de la noche, la redonda negrura del marjal, que fue engullendo los últimos ecos furiosos de la guitarra. Le zumbaban los oídos, como si se le desenroscara dentro de la cabeza, cada vez más vertiginosamente, la cuerda de un trompo. Soy un mierda. A lo lejos, sobre la línea de la arboleda baja, titilaban los primeros lejanos fusilazos de la tormenta. Joaquín no sabía bien por dónde iba.