Lucas atravesó el patio a oscuras y llamó a una puerta del fondo, a la derecha. Sonaban las hojas de la raquítica palma, cabeceando a la altura de la galería con el rachear del viento. En un rincón del patio, amparada en el hueco de la escalera, una pareja susurraba con los cuerpos pegados uno contra otro. Lola abrió la puerta.
—Buenas noches, ¿está Joaquín? —preguntó Lucas.
—Salió hace un rato.
—Vaya, mala suerte.
—¿Querías alguna cosa?
—¿No han venido a traer una razón de parte de don Miguel Gamero?
—Que yo sepa, no. El que vino esta mañana fue ése, Cobeña…
—Es que me parece que nos van a ajustar en lo de don Pedro Montaña.
—Hombre, a ver si es verdad.
—En eso quedó don Miguel, iba a avisarnos aquí.
—Pues no ha venido nadie.
—Voy a dar una vuelta y luego vuelvo, por si acaso.
—Pasa.
—Bueno, un momentito.
Lucas entró en la habitación, que hedía a cuajada y a humo estancado. Lola lo dejó pasar y entornó la puerta detrás suyo.
—Siéntate, no hay mucho sitio —quitaba un canasto de encima de la silla.
—¿Sabes si Joaquín va a volver pronto?
—No, creo que no.
—¿Tenía algo?
—Una fiesta con don Gabriel Varela.
—Vaya gaita. Entonces, sabe Dios.
—Supongo.
Lola se había sentado al borde de la cama. Zurcía una camisa, con la tela casi pegada a los ojos. Subía y bajaba la aguja a lentos e indecisos estirones y se le resbalaba por el hombro el tirante de la bata.
—¿Y cómo va? —preguntó Lucas.
—¿Joaquín? ¿Cómo quieres que vaya? Como siempre.
—A ver si ahora nos arreglamos, Lola.
—Hasta que no lo vea, no lo creo.
—Cuando a uno le viene la mala racha…
—Ésa la tenemos nosotros de nativitate.
—Y yo, ¿qué? Ahora, al que no chupa del bote, se las dan una detrás de otra.
—Todas en el mismo lado.
Lola dejó la camisa sobre la cama y se levantó. Tenía la bata deshilachada por abajo y se le asomaba un dedo por la punta de la alpargata negra. Abrió el postigo, calzando el batiente con una piedra que estaba sobre el alféizar. El postigo daba a un callejón. Si pasaba alguien por fuera, sólo se le veía hasta la cintura. Lola cerró la puerta del patio para evitar la corriente y se volvió a sentar. Tenía los ojos ariscos y como acobardados.
—Ni de noche refresca —dijo.
Lucas se bajó un poco la cremallera de la cazadora, la vista fija en el fogón.
—Lo de ayer fue una guasa.
—¿El qué? —preguntó Lola sin mirar.
—Lo de Monterrodilla.
—Como no te expliques.
—¿No te ha dicho nada Joaquín?
—¿A mí? Si me da las buenas noches, ya voy bien servida. ¿Qué es lo que tenía que decirme?
Oscilaba el cordón de la bombilla, sombreando e iluminando alternativamente los rincones de la habitación. La luz parpadeaba como la balanceante llamita de una mariposa. Lucas cambió de postura, pasando el brazo por encima del espaldar de la silla.
—Bueno, yo no quiero meterme en camisa de once varas —dijo.
—¿Qué pasó?
—No, nada.
—Dímelo. Total, me voy a enterar por otro lado.
—Si no es eso.
—Que metió la pata con la borrachera, ¿a que sí? —se le apagaba la voz—. Como si no lo conociera yo cuando se toma tres copas.
—Verás, Lola, es que se nos puso el viento de mala manera.
—¿Y cuándo no es jueves?
—Nos fuimos a Monterrodilla a coger uvas.
Lola levantó los ojos de la costura. Tenía una ingrata y desvaída mirada de sorpresa. Lucas se rascaba un pie con el talón del otro. Llevaba unas botas de lona salpicadas de churretes de alquitrán.
—¿A coger uvas? —preguntó Lola.
—Una tontería de las gordas. Anoche.
—Pero ¿será posible? Claro, a mí qué me iba a decir ése.
—Se le habrá pasado, mujer.
—¿Pasado? La cuenta que le trae.
—Es que tampoco es así una noticia como para pregonarla.
—Ya hasta eso —volvió a mirar la costura con desconcertado enojo—. ¿Y a quién se le ocurrió?
—Qué más da, a nadie. Si fue una estupidez, ya te digo.
—Lo que hay que oír.
—Tú sabes cómo andamos, Lola.
—Dímelo a mí —se le saltaban las lágrimas—. Estoy ya más harta de todo.
—Uno empieza a dar trompicones y cuando menos se lo espera…
—Te meten preso.
Lucas escarbaba en el bolsillo de la cazadora, reuniendo un montoncito de tabaco. Se inclinaba hacia la tulipa de papel para separarle las pelusas y las migajas.
—Ahora se van a arreglar las cosas —dijo a media voz.
—Por ese camino…
—Se acabó, ya verás. Contando con don Miguel…
—Yo, en su lugar, os mando a freír espárragos.
—Que no es para tanto, tú.
—¿Y dónde está la uva?
—¿Qué uva?
—La de anoche.
—Ah, si no sacamos ni un racimo. Además eso.
—En fin, lo uniquito que me faltaba.
Lucas había terminado de liar el cigarrillo. El tabaco no había dado más que para una especie de pajilla de sorber, con las puntas vacías y dobladas para afuera.
—¿Tienes candela?
Lola se acercó al fogón y sacó unos rescoldos con la paleta, metiéndola por la ventanilla de abajo.
—Toma.
Lucas chupó, barrenando las cenizas en busca de alguna brasa. El cigarrillo chisporroteaba cuando se le quemó el papel sobrante. A Lucas se le había metido el humo en los ojos.
—Gracias —dijo pestañeando.
Se entraba una nubecilla de polvo por el postigo abierto. Lola dejó la paleta al lado de la hornilla, vertiendo la ceniza sobre el carbón, y recogió otra vez su costura. El péndulo de la tulipa trazaba ahora un arco más extenso, columpiando las sombras a uno y otro lado de la habitación. Llegaban unas voces y como un arrastre de latas por la parte del patio. A Lucas se le secaba la garganta y carraspeó con un apagado gruñido.
—Bueno —dijo—, me voy.
—Yo le avisaré a Joaquín.
—Volverá de madrugada, ¿no?
—Seguro, ya te lo dije.
—Sus veinte duros no hay quien se los quite hoy.
—A ése le quitan hasta la camisa.
—No se te pasa una.
—Hombre, tú dirás, con la propina que me traes.
Lucas se levantó de la silla, estirando el cuello y ajustándose en el hombro la sucia cazadora. La bombilla le caía a la altura de los ojos y él se desviaba para poder ver a Lola.
—Ya me daré mañana una vueltecita a ver si don Miguel ha dejado alguna razón.
—De acuerdo.
—Hasta mañana.
—Con Dios.
Lola no levantó la vista. Lucas abrió la puerta y la volvió a cerrar detrás suyo, golpeándola dos veces sin conseguir hacer encajar el pestillo, que no tenía hembra. El patio seguía medio a oscuras, apenas alumbrado con algún cernido resplandor que salía de las habitaciones y se destazaba contra la negrura de los ladrillos húmedos. La pareja seguía arrinconada en el hueco de la escalera, achuchándose a favor de las sombras. Sonaba una radio en la galería alta, aumentando de pronto de volumen como si se hubiera abierto la puerta que interceptaba la música. Cuando Lucas pasó al lado de la pareja, lo llamaron.
—Lucas…
Lucas se volvió. No veía bien la cara del que hablaba. Sentía por medio una especie de tul de vapor caliente.
—¿Diga?
La muchacha se había quedado en lo oscuro, sin moverse del sitio en que estaba cuando llamaron a Lucas.
—¿Venías por Joaquín? —preguntaron.
—Ah, Piña, no te había visto. Aquí, lo que es ahorrar luz…
—No estaba, ¿verdad?
—¿Joaquín? No, había salido.
—Me lo encontré hace un rato por la Rinconera.
Dos hombres cruzaban el patio hablando a media voz. Se fueron para la puerta de la calle sin saludar. Ahora se había abierto una ventana bajo el voladizo de enfrente y se proyectaba una débil luz pajiza contra la escalera.
—Ya lo veré —dijo Lucas.
El que hablaba con Lucas se volvió para la muchacha, que quedaba ya dentro de la pálida zona del resplandor.
—Acércate, niña.
La muchacha se acercó, una mano en la espalda, con las prietas y perfiladas carnes retemblando a compás de sus pasos. Llevaba una verde y descolorida bata de algodón, suelta por las caderas y oscurecida por los bajos. Dentro de su morena suciedad parecía agazaparse una desconcertada hermosura de animalillo. Le salía de los ojos un titilante destello marrón.
—La conoces, ¿no? —preguntó Piña, el muchacho que estaba con ella.
—De vista —dijo Lucas.
—Mercedes… Aquí, un amigo.
—Tanto gusto —dijo la muchacha, alargando tímidamente la mano y acercándose más a Lucas.
—El gusto es mío.
—Una artista —dijo Piña—, que si quisiera se comía el mundo.
—No te diviertas de mí, tú.
—Ya había oído hablar —dijo Lucas.
—Claro, la fama. Tiempo al tiempo.
—Además, que no me dejan —dijo la muchacha.
—Y qué, ¿estás con la vendimia? —le preguntó Piña a Lucas.
—Mañana me voy a lo de don Pedro Montaña, bueno, me parece. A eso venía.
—Pues yo no me muevo de la bodega. Allí me tienes rodando botas para abrir el apetito.
La muchacha se arreglaba el pelo, levantando los dos brazos desnudos con una inquietante naturalidad. Le brillaba por la cabeza revuelta como una veta azul de mercurio. Lucas sentía brotar de cada axila de la muchacha un oscuro y cálido vaho de lujuria. Le costó trabajo desviar los ojos hacia Piña, que lo observaba incluso con beneplácito.
—Tú sigues jugando en el Barbosa, ¿no? —preguntó por no quedarse callado.
—Hombre, eso no se pregunta, mi puesto.
—Claro.
—Mira, Lucas, el fútbol es lo único que vale hoy la pena, pero lo único fetén, ¿estás de acuerdo?
—Sí, teniendo afición.
—¡Mercedes! —gritaron por la galería de arriba.
—¡Voy!
—Anda ya para dentro, que te gusta a ti más una casapuerta.
Mercedes se volvió para Piña. Tenía los labios mojados.
—Tengo que irme, tú.
—Espérate un ratito, ahora subes —dijo Piña.
—No puedo, ya lo estás oyendo.
—También tu madre es que no te deja ni respirar —agudizó el tono—. El hecho de que estemos aquí hablando no es ninguna cosa rara, ¿no?
La muchacha le dio otra vez la mano a Lucas y se la soltaba poco a poco al alejarse.
—Tanto gusto.
—Buenas noches.
Subió las escaleras atropelladamente, el bulto del cuerpo elástico balanceándose entre los estrechos tabiques del hueco. No se despidió de Piña. Cuando llegó arriba, se asomó al barandal de madera de la galería, echando el cuerpo para fuera, una pierna brillando en el aire mate.
—Adiós.
La muchacha bajó la voz, poniéndose las dos manos en la boca como una bocina.
—¿Vienes mañana?
—Sí, a eso de las siete te caigo.
Piña cogió del brazo a Lucas y salieron a la calle. Entraba en aquel momento una vieja, con una lechuga en una mano y una botella en la otra. Soltó un gruñido al pasar.
—¿Nos tomamos un vasito? —dijo Piña.
—Pues la verdad —dijo Lucas—, estoy a dos velas.
—Yo te invito, hombre.
—Muchas gracias.
—Nada, no faltaría más —lo empujaba con brusca simpatía—, vamos ahí a lo del Troncho.
Empezaba a salir la luna por encima de los paredones, agrisando como si fuera borra la turbia y nubosa pesadumbre del cielo. Quemaba la humedad del aire, que embestía de cuando en cuando contra la calma crispada de la noche. Pasó un niño con un palo y lo golpeó contra los barrotes de un cierro. Se oyó un tableteo de matraca. Una mujer asomó las greñas por el ventanuco del quicio.
—¿Por qué no te das en la cabeza, gracioso?
El niño se volvió a mirar pero no dijo nada.
—¿Qué te pareció la Mercedes? —preguntó Piña.
—De primera.
—Y sin estrenar, un mirlo blanco.
—Pues paga extraordinaria.
—Y ahí donde la ves —levantaba la mano con el dedo pulgar y el índice unidos—, no tiene ni esto de malicia.
—Se le nota.
—Lo del baile es lo que la trae tarumba.
—Ya me dijo Joaquín que podía hacer carrera. Es la niña de la Panocha ¿no?
—¿Tú la has visto bailar?
—No.
—Lo que te pierdes. Ésa levanta los brazos y dice aquí estoy yo y se acabaron todas las que andan por ahí presumiendo de artistas, más verdad que Dios.
—¿Y no se lanza?
—Mira, yo en eso todavía no me aclaro, cada cosa a su tiempo —se metió el dedo meñique por la oreja, removiéndolo violentamente—. Además, que tampoco hace mucho que estoy detrás de ella, un ten con ten, tú me entiendes.
—Claro.
—Vale lo que no está en los escritos.
—No, la muchacha es un monumento, eso indudable.
—Tú te has fijado, ¿no? Bueno, pues lo que lleva encima es la bata y pare usted de contar, qué cosa.
Sonaba la bocina de un coche por la calle lateral. Lucas y Piña se detuvieron en la esquina.
—Has tenido buen ojo, desde luego —dijo Lucas.
—Y tú, ¿qué haces?
—¿Yo? ¿De qué?
—De mujeres, ¿de qué va a ser?
—A mí se me pasó la edad.
—Bueno, no es que vayas a casarte así por suerte o por desgracia, entiéndeme, pero un roneo…
—Yo estoy como para pensar en roneos, me cago en Sanani.
—¿Qué pasa?
—Nada, hombre, lo de siempre, ¿qué va a pasar?
—¿No va bien la cacerola?
Piña había cogido a Lucas del brazo y siguieron andando por la calle arriba.
—Este pueblo, que ya me tiene hasta donde dijimos.
—Y si te largas, ídem de ídem.
—Sí, seguro, el mismo panorama, pero a lo mejor no apesta.
—El trabajo está igual en todas partes, eso ya se sabe.
—Uno tampoco pide un cortijo, Piña. Pero que le den lo que tienen que darle, ¿o no es así?, qué menos.
—Mira, yo he pasado más hambre que un galápago, pero me metí ahí en la bodega y ya ves, me voy defendiendo con eso y con las primas del equipo.
—¿Y cuántos sois en tu casa, di?
—Sí, también es verdad, que cada uno mete lo suyo, ¿no?
—A eso iba, no es el mismo caso. Tú fíjate la parte que me toca, te echas a la calle, de acuerdo, y se te va el día de la ceca a la meca y no sacas ni buenas palabras.
—Y si lo coges por el otro lado, igual. Porque date cuenta que tampoco es vida estar trabajando diez horas como mínimo —le puso una mano en el hombro a Lucas, como para que lo mirase más atentamente—. Además, toma nota, en mi casa hasta mi madre la pringa, un detalle, y con todo y con eso a lo más que se llega es a comer caliente.
Lucas se detuvo de pronto, mirando para un hombre que cruzaba la calle en dirección contraria.
—Espera —dijo.
—¿Qué?
—Es que me parece que ése está empleado en la oficina de don Pedro Montaña.
—¿Lo conoces?
—Nos iba a mandar recado a Joaquín y a mí.
—¿Eh?
—Es para lo de Valdecañizo. Me voy a acercar otra vez a ver qué hay.
—Bueno. ¿Vienes luego a lo del Troncho?
—Sí.
—Allí estoy, te espero —señalaba con el pulgar—. Y suerte.
—Hasta ahora.
Lucas se fue otra vez para casa de Joaquín. Andaba despacio, como haciendo tiempo. Volvía a notar que se le estaba secando la garganta. Tragó saliva varias veces. La saliva remoja el hambre en el estómago. Lucas se metió la mano en el bolsillo de dentro de la cazadora. Sacó un rollito de billetes envolviendo algunas perras. Había dejado un duro guardado en la habitación para imprevistos. Contó lo que tenía, parándose un momento contra la pared. Dos billetes de una peseta, una monedita también de peseta y cuarenta céntimos en calderilla. Con tres cuarenta, uno puede comprarse una barra de pan y un octavo de resto en una freiduría. Si el resto de pescado está empezando a apestar, cuesta un poco menos y a lo mejor las tres cuarenta dan también para un vaso de mosto. El mosto hincha el pan en la barriga y el hambre ya no da empujones hasta la mañana siguiente. Lucas se volvió a meter el dinero en el bolsillo, reliando los billetes con las perras por dentro. Siguió andando hasta llegar a la puerta de Joaquín. Cojeaba levemente de la pierna derecha. Se asomó al patio y vio a Lola recortada contra la penumbra de la habitación. El hombre con el que se acababa de cruzar hablaba con ella. Lucas salió otra vez a la calle y empezó a ir y venir por la acera, un poco separado de la casa. Un niño tiraba una piedra, no se sabía a quién, y se escondía entre las sombras de la esquina. La piedra rebotó con un desolado estrépito por los romos y desguazados adoquines. Mañana tendré dinero. Si hoy me prestara alguien cinco duros, me los gastaba con Piña o con quien fuese. Una semana… Lucas vio al hombre salir. Se apresuró y entró en el patio casi a renglón seguido. Volvió a llamar a la puerta de Joaquín.
—¿Quién? —preguntó Lola desde dentro.
—Soy yo, Lucas.
Lola abrió la puerta, masticando algo en la boca. Encima de la mesa camilla había un plato de coles. A Lucas le dolía aquel olor en el estómago.
—Otra vez —dijo—, dispensa, es que vi entrar al de la oficina.
—Que mañana a las ocho sale el camión, que estéis en la bodega.
—Ya sabía yo que don Miguel no me fallaba.
—Ahora tú verás Joaquín, con la que traerá esta noche.
—Yo me encargo de venir por él, no te preocupes.
—No estaría de más, a ver si por hache o por be…
—¿Te das cuenta cómo se arregló la cosa?
—A ver lo que dura.
—Alegra esa cara, Lola.
—Sí.
—Bueno, hasta mañana, yo vengo por Joaquín.
—Hasta mañana, Lucas.
Lucas volvió a salir a la calle. Primero andaba deprisa y luego frenando el paso. La noticia del trabajo en Valdecañizo empezaba a producirle una fatigosa sensación de desesperanza. Ayer a estas horas, me tiraron una perdigonada de sal. Lucas no fue a buscar a Piña al tabanco del Troncho. Se acercó a una freiduría a gastarse sus tres cuarenta. Las freidurías no las cierran hasta tarde. El pescado no estaba demasiado fresco. A Lucas le sobró para beberse un vaso de mosto.