Uno de los arrumbadores se subió encima de la andana de las botas, que estaban superpuestas en tres pisos a todo lo largo de la bodega. Ahora estaban terminando de colocar la tercera fila. El arrumbador agarró la cuerda por un cabo y esperó a que se encaramaran los otros tres. Uno de ellos era gordo y bajito y sudaba por todo el cuerpo, exhalando el mismo enervante y encrespado olor que la bodega. Cuando estuvo arriba, se pasó el poderoso antebrazo desnudo por la frente. Le vacilaban las piernas, buscando equilibrio entre las panzas de los toneles.
—Ahí va una bota, pero ésa anda —dijeron desde abajo.
Y se reían con un desganado carcajeo. El arrumbador no respondió. Se agachaba para recoger el cabo de la otra cuerda. Detrás subieron los dos que faltaban, ágiles y como alardeando de su agilidad. Miraban con sorna al gordo mientras sostenían las maromas, una pareja de arrumbadores a cada lado. Las cuerdas estaban fijas por uno de sus extremos en la parte de atrás de la andana, enlazando la bota para que pudieran ir subiéndola por el plano inclinado de los puntales hasta la fila de arriba.
—Ea, faltan cuatro.
—Aquí el que saca tajada es el amigo Piña.
—Se echan músculos.
A veces se zafa una cuerda porque el barril está lleno de mosto y pesa un quintal. A los arrumbadores que los coge tirando no les suele ocurrir gran cosa. Se van de cabeza al suelo o se descoyuntan una pierna al dar el batacazo contra los otros barriles de la andana. Lo malo es para los que están empujando la bota desde abajo, ayudándola a subir. Si no se escapan a tiempo, siempre atrapa a alguno y ése ya no lo cuenta.
—Listo, jalarle.
—Música, maestro.
Los cuatro arrumbadores de arriba estiraban de las dos maromas, acompañándose con un estertor a cada nuevo impulso. Apoyaban los pies en los barriles de delante, con todo el cuerpo echado para atrás. La costra de las suelas de las alpargatas se pega bien a la mugre de la madera. Al gordo se le señalaba en la garganta un tendón del porte de la maroma. Los de abajo eran tres y rodaban la bota con un esforzado agobio, uno a cada lado y otro en el centro, empujándola con la espalda sobre los dos puntales. La bota subía a breves y lentos estirones, deslizándose por la rampa con una crujiente pesadez. Cuando llegó a la altura de la segunda fila, hizo un extraño y se encasquetó, atravesándose un poco al pisar la cuerda. Uno de los arrumbadores le metió un palo por detrás y hacía palanca. La bota no se movía.
—Cuidado ahí arriba, aguantar fuerte.
—Venga.
Cogieron dos tranqueros de calzo y volvieron a hacer la misma operación, ahora por los dos lados. Uno de los tranqueros debía de estar podrido porque se quebró con un desmenuzado gemir de astillas. El hombre que lo manejaba dio un traspié. Pero la bota ya se había desatascado y siguió la marcha. Ahora estaba en el peor momento, trepando por el último trecho de los puntales. Cuando rebasó la altura de la rampa, ya entró en vereda más fácilmente, resbalando por la comba superficie de la bota de arriba. Tardaron todavía más de media hora en colocarla en su sitio. La fueron rodando a lo largo de la andana hasta que la afianzaron con calzos junto a la que habían subido antes.
—Otra… Quedan cuatro de este lado.
—Y veintidós del otro.
Sonaba como un hervor que parecía reptar por el piso de la bodega.
—Ya van a dar las siete.
—Menos diez.
—Pues eso.
Los arrumbadores saltaron a tierra y se fueron al lado de un barrilito que se apoyaba contra una pilastra, al fondo de la bodega. El barrilito tenía un soporte en forma de catre, con una doble soga tendida entre las aspas. En la pilastra estaba colgada una repisa con unos vasos empañados. Bebieron uno detrás de otro, abriendo la espita, callados y como recuperándose del esfuerzo. Se tragaban el vino sin respirar, echando para atrás la cabeza con un brusco movimiento. Cada arrumbador se bebió dos vasos, menos el gordo, que le cogió las vueltas al capataz y se largó tres. Le hacían falta. Unos vasos de vino, aunque sean del vinagrón del gasto, entonan y meten en caja el cuerpo, que se ha quedado un poco desabrido con el corte del sudor. Dentro de la bodega no se nota demasiado el bochorno y el vino reconforta las trabajadas carnes. Los arrumbadores estaban echando horas extraordinarias, de cinco y media a siete, o a ocho, dependía del mosto que llegara de la viña.
—Este año se forra, vaya empujón.
—Una vendimia a modo, vete fijando lo que se entra por esa puerta.
—¿Nos jugamos un tute donde el Troncho?
—Ayer, cuarenta y seis botas, un chorrito.
—Voy a pasarme ahora por la cooperativa, a eso de las nueve te caigo por allí.
Don Andrés entraba en aquel momento en la bodega. Llevaba un bastoncito de bambú, con puño de marfil. Golpeó una bota con la contera. El capataz no lo había visto. Un arrumbador le dio con el codo y el capataz salió al galope para la puerta.
—Don Andrés…
—¿Qué cuentas?
—Ahora se daba de mano. Colocando el mosto en tercera.
Don Andrés miraba para el techo de la bodega. El techo estaba trazado sobre dos caídas laterales a partir del vértice central, formando cuatro distintos planos cubiertos por un entramado de vigas tiñosas. Cada intersección de los desniveles se sostenía por una fila de pilares enlazados por arcos, de modo que la bodega quedaba dividida en cuatro naves, igual que la planta de una iglesia. Don Andrés se apoyaba lánguidamente en el bastoncito, arqueándolo con el peso. Su camisa celeste hacía juego con el pañuelo que le asomaba por el bolsillo de la chaqueta.
—¿Siguen trayendo la carga de las Talegas? —preguntó.
—Sí, señor, cada día.
Los arrumbadores saludaron desde lejos. Sonaba un pito con una furiosa y aguda insistencia. Primero, un mugido inicial corto y luego dos largos. Los arrumbadores se fueron para la salida. Llegaron otros más y el gordo se reunió con ellos. Titubearon un poco cuando vieron a don Andrés, pero se acercaron al barrilito y se bebieron sus vasos. Miraban para atrás cuando salían. Se azulaba la lenta caída del atardecer por los rugosos paredones del patinillo.
—Oye, tráeme un sillón, que me voy a sentar un ratito —dijo don Andrés—. Aquí da gusto.
—Ahora mismo.
—¿Ha venido Ayuso?
—No, señor, yo por lo menos no le he visto.
—Bueno, tráeme el sillón.
El capataz se fue por detrás de la andana. Era un hombre de cierta corpulencia, calvo y amoratado como una manzana que se empieza a pudrir, con ese buen color que tiene a veces la mala salud. Entre los arrumbadores se decía que no había tragado nada sólido desde hacía veinte años. Pero el cálculo no se correspondía exactamente con la realidad. Además del vino, se metía en el cuerpo sus buenas dosis de ensalada de lechuga y tomate. Dos copas de vino alimentan lo mismo que un par de huevos, o más, depende de los años que tenga el vino. El vino se incorpora la nutritiva entraña del roble de la bota, asimila la glucosa de la uva, absorbe los gérmenes del aire. Un hombre alimentado a base de vino vive cien años gordo. Con la sangre saturada de alcohol, el cuerpo puede conservarse como si estuviera metido en un frasco. Las carnes se ponen fofas y huelen a algo parecido a la lejía, se agrietan en miles de virutas violáceas, pero eso se alivia con vino. A veces se pudre por dentro el bofe y se va asomando poco a poco al sanguinolento vidrio de los ojos, a los labios tumefactos, a la deforme masa morada de la nariz. Pero el cuerpo pide más vino y, si no revienta, aguanta cien años con una abotagada lustrosidad. Todo es cuestión de irse acostumbrando.
—Me sienta. Y además, ¿qué hace uno?
El capataz llevaba veinticinco años en la bodega y casi no había pisado la calle en todo ese tiempo. Al caer la noche ya no había quien lo moviera y se echaba en su catre hasta la mañana siguiente. Ahora volvía cargado con el sillón, las patas verdes para delante. Caminaba como sin vista. El sillón tenía unas florecillas blancas mal dibujadas en las tablas del espaldar. El capataz lo colocó al pie de la andana, junto a una puerta que se abría a un corral con arriates de geranios y unas pilas de duelas bajo el cobertizo del fondo. Don Andrés se paseaba entre las botas.
—Aquí se respira —dijo el capataz—, el único sitio.
Don Andrés se sentó y sacó una pitillera de oro. Tomó delicadamente un cigarrillo. El cigarrillo tenía una boquilla también de oro, haciendo juego.
—¿Quieres? —le ofreció al capataz.
—No, muchas gracias.
Don Andrés volvió a cerrar la pitillera y golpeaba el cigarrillo contra la tapa.
—Vete a la portería y di que estoy aquí.
—Sí, señor —dijo el capataz.
—Es que Ayuso no va a saber ni buscarme.
—Sí, señor.
El capataz andaba como un gorila, las manos colgantes y a ras de las rodillas, la espalda doblada hacia el suelo, con el cuello sumido en los hombros. Atravesó todo lo largo de la andana y torció a la derecha. Don Andrés miraba el humo del cigarrillo. Se sacudió la solapa de la chaqueta con el revés de la mano y se levantó. Pasaron otros arrumbadores por el fondo de la bodega, sin mirar a don Andrés. Don Andrés rascaba el terrizo con el bastoncito, dibujando rayas paralelas. Tiró el cigarrillo y lo aplastó, restregándolo con la punta del zapato blanco contra la regada arenilla del piso. Y ya se acercaba otra vez el capataz, a lentas y torpes zancadas, un cabo de tiza en la mano. Don Andrés volvió a sentarse, cruzando los antebrazos sobre los muslos.
—Avisado —dijo el capataz.
Empezaba a oscurecerse la bodega. Se repartían las sombras entre las botas, arrastrándose como bultos parejos y hacinados. Hacía más calor que antes.
—Sácame una copa —dijo don Andrés.
—¿Del Doña Blanca?
—¿Todavía no lo sabes?
—Sí, señor.
El capataz cogió una venencia que estaba colgada por el gancho en la arandela de una bota. La venencia tenía una cazoletita plateada en un extremo de la cimbreante varilla negra. El capataz destapó un barril y metió la venencia por el agujero de arriba. Le dio un golpe seco y sonó como un hondo y pastoso borbotón. Tiró de la varilla, impulsándola y cogiéndola en el aire más abajo, y apareció la chorreante cazoleta. El capataz alcanzó una copa de un estante con puertas de celosía. La sostuvo por el pie y vertió sobre ella el contenido de la cazoleta, separando la venencia a medida que se llenaba la copa. El chorrito de vino hacía una curva en el aire y terminaba exactamente dentro del cristal. No se derramó ni una sola gota, cosa que no parecía previsible para un pulso como el del capataz.
—Aquí tiene.
—Gracias.
Don Andrés olió el vino y se lo bebía con un parsimonioso deleite, removiéndolo en la boca una y otra vez.
—Hay que rociarlo, ¿no? —dijo.
—¿Usted cree?
—Pregunto.
—Yo lo dejaría.
—¿Cómo está la bota?
—Dos tercios.
—¿Y las demás?
—Por ahí se andan —se mordía la yema del dedo gordo—. Los trescientos litros largos.
—Más a mi favor.
—Diga.
—Que no me fío, yo le daré un repaso.
Don Andrés terminó de beber y le alargó la copa al capataz. El capataz dio un bandazo cuando la dejaba encima de la bota. Todavía le faltaban un par de horas para entrar en barrena. Miraba a lo hondo de la bodega por encima de don Andrés.
—Vaya vendimia —dijo.
—¿Verdad?
—Nadie va a sacar lo de las Talegas, me pongo lo que haga falta.
—Bueno, tú, enciende, ¿qué esperas?
—Sí, señor.
El capataz se acercó a una pilastra y juntó dos cables que pendían de la pared. Se encendieron unas altas y turbias luces sobre sus cabezas, esparciendo una especie de polvillo amarillento alrededor. El resto de la bodega se volvió más tenebroso.
—Échame otra copa, anda —dijo don Andrés.
—Sí, señor.
El capataz volvió a hacer la misma operación que antes, pero esta vez se reservó para él la primera carga de la venencia. Ya tenía otra copa preparada junto al tapón de la bota. Don Andrés entornaba los glaucos ojillos sin vida, mirando para la puerta del fondo, la que daba al corral. Tenía cara de recién levantado.
—¡Cómo está de nariz! —dijo el capataz al acercarse con la copa.
—A lo mejor lo embotellamos el año entrante. La solera da.
—Da de sobra —se rascó la nuca—, pero eso no hay quien se lo beba, don Andrés.
—¿Por qué no? Mira que la idea.
—Mucho vino, eso no hay quien se lo beba.
Don Andrés metía la nariz en la copa. Sus fugaces ráfagas de entusiasmo tenían la virtud de deprimir a los demás.
—Se le arregla la graduación —dijo sin dejar de oler el vino.
—Una botella de Doña Blanca no tiene precio. ¿Quién la paga?
—Cualquiera, ¿no? Yo no creo que eso sea un problema.
—Cualquiera que escarbe.
—¿Eh?
Don Andrés se bebía la otra copa. Luego la puso en el brazo del sillón. Se sacó el pañuelo celeste y se mojó una punta en la saliva de la lengua, refregándose una gotita que le había caído en la impecable camisa.
—¿Eh? —volvió a gruñir mientras se limpiaba.
—El mosto va a salir con doce grados —dijo el capataz.
—Cuando esté caído, que lo dejen hasta que yo lo vea, ¿estamos?
—Se oye fermentar desde la puerta, un puchero.
Se acercaba entonces Ayuso, balanceándose como de costumbre. Registraba con su mirada de perro de presa por entre las botas. Ayuso tenía el mismo aire que el capataz, no tanto por lo tripón como por lo colorado.
—Don Andrés… —dijo antes de llegar—. Lo estuve buscando por ahí fuera.
—¿No te dijeron que estaba aquí?
—Entendí mal.
—Como siempre. ¿Y qué hay de nuevo?
Ayuso saludó militarmente al capataz antes de responder.
—Pues ahora venía de hablar con el cura párroco.
—¿Qué te ha dicho?
—Que de usted tenía que salir esa idea de la comida, que Dios se lo pague.
—¿Va a ir?
—¿Mande?
—El cura, que si va a ir a la comida.
—Ah, que sí, que lo mejor es prepararla para después de misa de doce.
Don Andrés estaba encendiendo otro cigarrillo. Se lo dejó colgando de los labios y le daba vueltas al mechero de oro sobre el muslo.
—¿Y lo del manto? —preguntó frunciendo las cejas.
—De eso todavía no he podido hacer nada.
—Ya vamos a empezar con tu flojera.
—Don Andrés, fíjese usted que es que tengo veinte cosas.
Don Andrés se levantó. El capataz se había separado un poco, asomándose a la puerta del patinillo, y ya se volvía para Ayuso.
—¿Cómo va esa vida? —preguntó.
—Ya ves —dijo Ayuso—, de cabeza siempre.
—Bueno, tú —dijo don Andrés—, lo del manto, ¿qué pasa?
—Mañana me pongo.
—Mañana me pongo… Y mañana, que pasado.
—Descuide usted, don Andrés. Lo de la comida tiene su trabajo. Dése usted cuenta que voy a prepararla en el Espolique.
—¿Y qué?
—Que siempre es un engorro. Alquile usted los servicios, póngase a ver lo de las mesas y luego, lo principal, el tanteo de la cocina.
—¿Cuántos pobres te dijo el párroco que irían?
—Pues tenía que hacer un cálculo. Así por encima echó la cuenta de unos cien, no llegaban. En el Albarrán, claro.
—¿Tan pocos?
—Hombre, pocos no son, don Andrés —carraspeó—. Según como usted lo mire.
—¿Y van a ir mujeres?
—El cura párroco dijo que era mejor que hombres nada más.
—No le veo la razón.
—Eso me dijo.
—La idea es que coman todos los que lo necesiten.
—Claro.
—Bueno, él sabrá.
Se quedaron un momento callados. Trascendía del húmedo terrizo un descompuesto hedor, entre gustoso e insufrible, a fruta fermentada.
—Si van cien, eso le va a costar a usted como dos mil quinientas pesetas, salvo imprevistos —dijo Ayuso.
—Mira, no vayamos a empezar con tus cuentas, que no tengo ganas de laberintos, qué lata.
—Se lo digo porque por menos de cinco duros por boca…
—Y dale. Que te pague Revilla lo que sea, ¿no te lo dije?
—Sí, señor.
—Siempre con lo mismo, hijo.
Ayuso intentaba meterse la gorra por el bolsillo del pantalón. La doblaba en tres pliegues y no le cabía. Luego se ayudó con las dos manos y la logró encajar, dejando la mitad fuera.
—La familia, ¿bien? —preguntó el capataz.
—Bien jodida —dijo Ayuso.
—Oye —dijo don Andrés—, acuérdate que mañana me lleven una arroba del Doña Blanca.
—Sí —dijo el capataz—, a primera hora.
—Bueno, mejor dicho, que manden una a casa y otra al bar de Juanito.
—De acuerdo, sí, señor.
Una rata salió de debajo de los barriles. Se quedó quieta un momento antes de dirigirse pausadamente hacia la puerta del patinillo. El capataz fue el único que la vio pero no dijo nada. Se conoce que ya estaba acostumbrado.
—¿No te tomas una copita? —le preguntó don Andrés a Ayuso.
—Venga, muchas gracias.
—¿Fino? —dijo el capataz.
—Bueno es.
—Tráeme a mí otra —dijo don Andrés entre dos suspiros.
Cuando el capataz se alejaba con la venencia, don Andrés le hizo señas a Ayuso, que ojeaba unas anotaciones escritas en una laminilla de pizarra.
—Oye.
—Diga.
Ayuso se acercó, rascándose por el cuello.
—¿Le dijiste eso a tu niño?
—Ah, vi esta mañana al amigo en el Espolique.
—¿Y qué?
—Lo que usted me encargó.
—Pero ¿en qué quedó el asunto?
—Que iría a su casa.
—¿Seguro?
—Hombre, eso me dijo, que sin falta.
—Me fío yo menos.
Volvía el capataz con una copa en cada mano y se las acercó a don Andrés y a Ayuso. Ayuso agarró torpemente la suya, subiéndola y bajándola.
—A su salud.
El capataz iba ya de capa caída. Se le confundía el amoratado humor del blanco de los ojos con el iris negrucio. Sudaba vino por la nariz. Dio dos bandazos más, el segundo más aparatoso que el primero.
—¿Ya estamos borracho? —preguntó don Andrés.
—No, señor, la fatiga —se pasó la lengua por el labio superior—. Es que trajinando de la mañana a la noche, uno no sabe lo que bebe, claro.
—Y tan claro, no hay más que verte.
Ayuso bebía con la cabeza echada para atrás, escurriendo las últimas gotas de la copa. El capataz se apoyaba en la pilastra. Dio un sorbetón y luego escupió.
—¿Qué hora es? —preguntó don Andrés.
Ayuso se sacó un reloj plateado con doble leontina del bolsillo del pantalón, atolondrándose con la copa en la mano.
—Las ocho menos diez tengo yo —se ponía el reloj en la oreja.
—Bueno, me voy.
—¿Va usted para su casa? —preguntó Ayuso.
—No. ¿Por qué?
—Por si me hacía el favor de acercarme, si no es molestia.
—Anda, te dejo en el camino.
—Muchas gracias.
Don Andrés se fue para el otro lado de la andana, seguido de Ayuso y del capataz. Parecía una borrosa procesión de cabezudos. El capataz ya no se podía tener. Se despidió a la entrada de la otra bodega, encendiendo las luces del corral que las comunicaba. A la derecha, debajo de una techumbre de uralita y sobre unos pilares blanqueados, se veían unos viejos aparatos de destilación. El capataz tenía la voz estropajosa, como si las sombras de la nave se le enroscaran en la lengua.
—Con Dios.
—Hasta la vista.
Don Andrés no se despidió. Al salir de la bodega ya era noche cerrada. El chófer estaba leyendo una revista de historietas con un codo apoyado en el volante, la cabeza vuelta hacia la luz. Cuando oyó la verja se bajó apresuradamente del coche para abrirle la puertezuela a don Andrés y a Ayuso, la gorra en la mano. Olía a una abigarrada mezcla de flores podridas y vinagre. Tres niñas subían haciendo el tren por el pino y polvoriento callejón.