12

A las tres, a las cuatro, no se veía a nadie por la calle. El sol aparecía velado por una densa y violácea calina que se pegaba a la carne como si fuese una ardorosa pella de humedad. De cuando en cuando, algún difuso ajetreo doméstico rompía el algodonoso y desolado crujir del aire. Rafael Varela se detuvo en el cruce de dos desnivelados callejones. Vaciló un momento antes de subir por el de la derecha. Había salido de su casa hacía ya un buen rato, no sabía con qué rumbo. A la hora de la siesta se le metía en el cuerpo una tediosa desazón que lo empujaba invariablemente a la calle. No podía dormir ni hacer ninguna otra cosa que no fuese andar hasta que el calor empezaba a ceder. Vicente Corrales se había ido a las Talegas, ya no iba a poder verlo hasta la mañana siguiente. Rafael caminaba a la deriva, como parapetado en una calma agobiante: parecía que la gente había abandonado de pronto el pueblo. Pensó acercarse a la oficina de Miguel, pero cuando estuvo cerca se arrepintió. Seguramente iba a encontrarse con Perico Montaña y no tenía ganas de aguantarlo. Brillaban los adoquines como si los hubiesen restregado con cera. Empezó a crecer el estrépito de un carro que bajaba a trompicones por una calle lateral. Rafael volvió a salir por segunda vez a la plaza de la Rinconera. Su casa quedaba ahora cerca, al doblar la esquina, pero prefirió seguir adelante. A veces le producía una placentera sensación de dominio soportar el ahogo de la siesta sin meterse en la cama. Unos hombres cargaban escombros en una camioneta. Salían de un portal con unas esportillas aguantadas contra los muslos y las iban volcando por encima del tablaje del camión. Se confundía el polvo de la escombrera con la pegajosa bruma de la tarde. Rafael torció a la izquierda y se metió en un bar que quedaba un poco más abajo.

—Un coñac con sifón —pidió.

—¿Hielo? —preguntó el camarero mientras se metía por la parte de dentro del mostrador.

—Sí, gracias.

El bar estaba vacío. Rafael se sentó en un taburete de exagerada altura, los codos sobre la barra. El camarero le sirvió el coñac en una copa y el hielo en un vaso. Después colocó el sifón sobre el mostrador, probándole primero la fuerza del gas contra el latón de la pila. Rafael echó el coñac encima de los cubitos de hielo y luego le añadió un chorro de sifón. La botella estaba envuelta en una azulada redecilla de alambre. Salía el agua a gargajosos borbotones, trepando por las paredes del vaso.

—Usted qué dice, que llueve o que no —preguntó el camarero al tiempo que retiraba la copa vacía.

—Vamos a ver —dijo Rafael.

—De mañana no pasa, me apuesto algo.

—Con este levante…

—Bueno, para el caso es lo mismo, usted verá como luego protestan. Si llueve, que si se estaba soleando la uva, y si no llueve, igual, que si la poda o lo que sea. Ya se inventarán algo, el caso es protestar.

—Sí.

Rafael no tenía ganas de conversación. Removía el líquido dentro del vaso con un movimiento nervioso, al coñac le costaba trabajo enfriarse. El camarero se retiró un poco hacia el otro lado del mostrador, cambiando inútilmente de sitio unos servilleteros de anuncio. Volvía a la carga sin mirar a Rafael, como si formara parte de su obligación seguir hablando.

—Y creo que ha sido un año de los buenos, eso dicen. Aquí, el que no lo nota es el que se defiende por su cuenta, sin tener de qué, ¿no le parece?

—Claro.

—Lo que más deja hoy es un tabanco, nada de bares. Un tabanco es lo que más deja, seguro, un negocio saneado, sin complicaciones. Lo poco que se gana aquí se lo llevan los impuestos, lo comido por lo servido.

Rafael no contestó. Asentía con la cabeza mientras bebía un buchito de coñac, que ya estaba frío y sabía a corcho. El camarero parecía irse acalorando a medida que hablaba. Adoptó un tono confidencial.

—Unos borregos, eso es lo que somos, a ver si no. Nos sacan hasta el pellejo y como si nada, tenemos el rabo entre las piernas.

—Hasta que no se demuestre lo contrario —replicó Rafael casi sin darse cuenta de lo que decía.

—¿Y quién levanta la voz? Si yo tuviera veinte años menos, me iban a oír. Uno se mata trabajando y luego ¿para qué? Dígame usted para qué. El que sale de pobre es el que se maneja por la puerta falsa.

El camarero se quedó callado de pronto, como si hubiese perdido el resuello. Ya debía de andar por los cincuenta y cinco años. Se salió de detrás del mostrador, acomodándose en una silla de tubo al lado del balconcillo, con la espalda apoyada en el cristal.

—Vaya día —refunfuñó—. Calor es lo único que sobra.

Las cuatro y veinte, las cuatro y media, un largo espacio vacío mordiéndose la cola en sólo diez minutos. El gas del sifón remejiendo por las fosas de la nariz. A Rafael le daba asco el sifón, no sabía por qué lo había pedido. Un cigarrillo fumado hasta la mitad, dos chupadas de otro. El humo del tabaco de hebra hecho un mazacote de amargor en la garganta. A Rafael le pasó de pronto por la cabeza que podía haberse acercado hasta Monterrodilla, pero luego supuso que a lo mejor se encontraba allí con su padre. Hacía un rato que había visto a Mateo, solo en el pescante de la calesa. Según la dirección que llevaba, lo más probable es que fuese para la viña. Oyó que alguien siseaba desde la puerta, pero no se volvió a mirar. Se hacía el distraído a pesar de que estaba seguro de que lo llamaban a él, la única persona que había en el bar a excepción del camarero, que seguía imperturbable en su rincón del balconcillo, haciéndose el discreto. Una colección de banderitas, clavadas por las astas en una peana romboidal, la de España en el centro. Dos botellas de whisky convertidas en pie de lámpara, con unas etiquetas pegadas en la pantalla de pergamino.

—Sss…

Unos gallardetes colgados de su base a todo lo largo de un cordoncillo por encima del mostrador. La borrosa delincuencia de no hacer nada. Cuando terminase la vendimia, el hijo de Onofre iba a decirle a su padre que no iba a seguir trabajando en la viña. Sólo tenía por delante una semana, dos a lo sumo, para dejarlo todo listo. La estupidez de continuar apoyado en la barra, como si le diese apuro llamar al camarero para que le cobrase el coñac. Sisearon otra vez. Rafael miró de reojo.

—¿Qué haces, estás sordo? —preguntaron.

Era una muchacha de largo pelo suelto y piel aceitosa y oscura. Llevaba un vestido demasiado corto para su talla, exageradamente ceñido al cuerpo. Se asomaba al bar con un mal compuesto aire de descaro. Cuando Rafael se volvió, le sacaba la lengua. La muchacha sostenía entre el antebrazo y la cadera una caja de zapatos. La balanceaba sin atreverse a entrar, como si la caja fuese el motivo de su indecisión.

—Ah, ¿eres tú? —dijo Rafael.

—No se te ve nunca —dijo la muchacha.

Rafael se bajó del taburete y se acercó a la puerta. Sentía el estacionamiento de la sangre en la cara. El camarero se espabiló como para no perder detalle.

—No se te ve nunca —repitió la muchacha—. ¿Dónde te metes?

—Por ahí.

—Buen tunante estás tú hecho.

—¿Yo?

—Sí, tú, todavía te podía estar esperando.

—Verás, es que a última hora…

—Claro.

Rafael se sentía incómodo. Miraba a la calle por encima de la muchacha, como temiendo que llegase alguien. Se le iba desvaneciendo el sofoco de la cara.

—Bueno, ¿qué cuentas? —dijo.

—Voy ahí a la costurera, ¿me acompañas?

—Te vi anoche con ese amigo tuyo.

—¿Con quién, con Marcelo? Bah…

Hubo un silencio. Rafael pasó los ojos por las caderas de la muchacha, que parecían removerse por dentro igual que una masa que empieza a hervir. Se daba cuenta que el camarero lo estaba mirando por detrás y no podía sustraerse al influjo de esa vigilancia, que lo desconcertaba sin entender por qué.

—A lo mejor me voy a servir a tu casa, ¿lo sabías? —dijo la muchacha.

—Sí.

Rafael sacó otro cigarrillo. Luego rascó un fósforo, pero no logró encenderlo ni tampoco lo intentó por segunda vez. Las gafas empañadas, un golpe de enconado deseo en el pecho, una ira mezclada de miseria. Rafael se volvió un momento hacia donde estaba el camarero, como si repasara el local por hacer algo. El camarero seguía ojo avizor.

—¿Entro? —preguntó la muchacha.

—¿Cómo?

—¿Es que tampoco me vas a invitar?

—Ya me iba, Matilde.

—Bueno, gracias, generoso.

—Me tengo que ir, otro día nos vemos.

—¿Y tu padre?

—Bien.

—Oye, que de lo que tú te figuras ya no hay nada, ¿eh?

—Sí.

Rafael volvió a rascar el fósforo por segunda vez. Cuando no sabía qué decir, tenía que tener ocupadas las manos.

—Bueno, hasta la vista —dijo la muchacha—, y que sigas tan animado.

—Adiós.

Rafael se acercó al mostrador y terminó de beberse el coñac, que ya no era más que una agüilla amarga. Pensaba en lo que podía haberle dicho a Matilde y se había callado. Siempre pensaba en lo que se había callado, recomponiendo con una imprevista agilidad mental cualquier imaginaria y frustrada conversación. Veía a su padre persiguiendo a las criadas de su casa, con los ojos supurados de vino, la boca rijosa y despreciativa. Veía su propia y hereditaria lujuria rebuscando desconcertadamente por el cuerpo de Matilde. El implacable contagio que había tenido que ir extirpándose como un pus desde que era casi un niño. No podía soportar el recuerdo de lo que había visto en su casa, la inminencia de lo que todavía le quedaba por ver.

—¿Qué le debo? —preguntó volviendo la cara.

—Tres cincuenta.

El camarero se levantó y se acercó a Rafael, sin meterse por dentro de la barra. Rafael dejó cuatro pesetas encima del mostrador.

—Buenas.

—A seguir bien.

Cuando se disponía a salir oyó otra vez la voz del camarero.

—Oiga, perdone…

—Diga.

—No, verá, es que… —se pellizcaba la barbilla—. Bueno, mejor dicho, era por si le interesaba saber que tengo ahí un reservado para los clientes. Aquí se cierra a eso de la una, pero hasta las tres o las cuatro, estoy yo dentro. Una llamadita, usted me entiende.

—Sí, gracias.

—Nada, ya sabe, para servirle.

Rafael anduvo un buen trecho con los ojos semicerrados, escocidos por la polvareda. Sentía un golpe de humillado recato soliviantándole los intersticios del estómago. El cristal de las gafas parecía desmenuzar el crudo relumbre de la luz en mil distintas y coloreadas virutillas. Poco a poco se había ido descomponiendo la desolada apariencia de la calle. El calor arreciaba con un nuevo despliegue de vahos, como si estuviese colgada del aire una plancha de hierro al rojo y fuese soltando churretazos de vapor. Un hombre enroscaba el extremo de una manguera en la boca de riego de la esquina. Después la arrastró por el lado contrario mientras otro hombre hacía girar la palanca de la toma. El agua ascendió en una curva elíptica por encima de los plantones de acacia y luego se desvió hacia el centro de la calle. El surtidor subía limpio, dirigido por el dedo pulgar del que regaba, acortándose cuando pasaba algún coche como si fuera un abanico de elástico. Olía a sótano y a lana mojada. Por la acera de la sombra se veían algunas personas sentadas alrededor de los veladores. Rafael se detuvo un momento antes de cruzar, esperando que se alejara el chorro de la manguera. Un coche se paró a su lado. Chillaba el freno como una rata.

—¿Vas para tu casa? —preguntó don Felipe Gamero asomándose a la ventanilla.

—¿Cómo? —reaccionó—. Pues no, ahora no.

—Si ves a tu padre, dile que a eso de las nueve le caigo por el casino. ¿Se fue a la viña?

—No lo sé, creo que sí.

—Se lo dices cuando vuelva.

—De acuerdo.

—¿Cómo te va, Rafaelito?

Al lado de don Felipe, en el asiento delantero, iba su hija. Rafael tuvo que agacharse un poco para poder verla.

—Hola.

—¿Te llevamos?

—No, gracias, voy ahí a un encargo.

Don Felipe ya había puesto otra vez el coche en marcha. Las salpicaduras del agua le había acribillado la capa de polvo de la parte baja de la carrocería. Arrancó como si le hubiesen dado un empujón por detrás.

—Chao.

—Adiós.

Rafael atravesó a la otra acera. Don Felipe Gamero era igual que su padre, no había más que verlo. Los dos hombres de la manguera cargaban ahora con ella como con una boa camino de la siguiente boca de riego. Rafael se acercó al escaparate de una droguería, donde estaban expuestos en forma de pirámide unos botes de pintura, de mayor a menor. A cada lado había una fila de baldes de plástico, distribuidos simétricamente por colores. Un poco más arriba, quedaba un caserón de altivo empaque, con una espaciosa taberna en la planta baja y las oficinas del Instituto Nacional de Colonización en el piso principal, el asta de la bandera sujeta a los hierros del balcón. La colección de banderitas del bar, un recuerdo que se confundía con otro y luego con otro y otro más, hasta llegar al ridículo o al límite de un odioso aburrimiento. Una peonza bailando vertiginosamente y reproduciendo una serie de absurdas imágenes en cada vuelta. Rafael tiró por la calle en sentido contrario al que había traído. Andaba más aprisa. Lo deprimía aquel escenario, repetido de mil modos iguales dentro de su memoria hasta donde más podía estirarla. Pensó otra vez en Matilde. Veía la oscilación de sus caderas como si no perteneciesen al cuerpo de la muchacha, sino como un movimiento aislado, blando y al mismo tiempo consistente, que bullía desde el fondo de la visión sin referencia alguna con la realidad. Se podía haber ido con ella. Recordaba la maloliente habitación de Matilde, en una casa de vecinos del Angostillo, donde también vivía la tía de Vicente Corrales. Una noche, Matilde le dijo que fuese a verla, que se iba a quedar sola desde las nueve. Y Rafael fue a verla porque no podía hacer otra cosa que ir, sin saber todavía que su padre andaba detrás de ella. Se le empañaban de nuevo las gafas. Le vino a la memoria el diario esfuerzo que había tenido que hacer, casi como una previsible y vengativa reacción contra lo que le rodeaba, para sobreponerse a sus más atenazantes inclinaciones. Veía otra vez a su padre jadeando con la barriga llena de vino, lo oía entrar en su casa cuando él se levantaba, olía la fetidez a pachulí y a una mezcla de nicotina y de mosto que quedaba un momento en la galería. La propensión alcohólica, el largo repecho de latrocinios que se le habían revelado instintivamente, el deseo de acostarse con cualquier mujer fustigándole la razón, el despertar de la modorra cuando comprendió que tenía que escaparse como fuese de todo aquello. Rafael casi tropezó con unos muchachos que estaban parados en mitad de la acera.

—Hombre, llegas a tiempo —dijo el que parecía llevar la voz cantante.

—Qué hay…

—Nada, aquí este majareta que dice que al Barbosa lo que le hace falta es un extremo izquierda, ¿tú qué opinas?

—Hombre, no sé.

—Pero tú qué dirías si te preguntaran. ¿Le hace falta un extremo izquierda o un entrenador que conozca el punto flaco del equipo?

—Un entrenador, depende.

—¿Lo estás viendo? —se dirigía a otro del grupo, que usaba cachimba.

—Nada, ni entrenador ni nada. Un extremo izquierda, lo mantengo aquí y donde haga falta —contestó el de la cachimba.

—Venga ya, hombre, tú no sabes del pie que cojea el Barbosa. Chano ha tenido sus tardes malas, como cualquiera, no te lo niego, pero es un elemento de primera, rinde lo suyo.

—Que se vea, jugando es como hay que verlo. Ni una tarde ni dos, la temporada. Al final era un estorbo, tú verás cuando empiece la leña, a ése se le pasó la oportunidad.

Rafael permanecía al lado del grupo por inercia, sin saber exactamente por qué no se iba. Apenas si se enteraba de la discusión. Vicente Corrales iba a avisar a Rosalía y al hijo de Onofre para que fuesen a casa de Miguel al día siguiente. Los muchachos que hablaban de fútbol eran tres. El que llevaba la voz cantante estaba picado de viruelas. Rafael los conocía desde niño, de verlos a todas horas y en todas partes. Estaba seguro que ya se iba a poder contar con Miguel. Necesitaba convencerse de que Miguel cumplía cuando había que cumplir. Ahora la cosa iba en serio.

—Escucha a éste, Rafael. ¿Chano es un jugador de primera o no? Díselo tú.

Rafael entendió vagamente lo que le preguntaba el picado de viruelas.

—Sí —contestó.

—¿Cómo que sí? —dijo el de la cachimba—. Ése ve un balón y no sabe ni de lo que se trata, se hace un lío. Rapidez tendrá, de acuerdo, pero de vista, lo que se llama hacerse cargo de la situación, de eso, cero.

—Chano juega —dijo el que no había hablado todavía, que bizqueaba de un ojo.

—A los bolindres —dijo el de la cachimba.

—Chano juega, te lo digo yo.

—Mira, tú, esas cosas hay que plantearlas sobre el terreno —insistía el picado de viruela—. Sobre el terreno es como hay que plantearlas. Tú échate al campo y ponte de extremo izquierda, a ver qué haces.

—Para jugar al fútbol lo primero que hay que tener son dos dedos de frente —dijo el de la cachimba.

Rafael iba a ensayar una escapada cuando vio venir a Julián Cobeña por la otra parte de la calle. Se volvió de espaldas, colocándose al lado contrario del grupo, como si se interesara en la conversación. No podía evitar una especie de obsesiva repulsión física cada vez que veía a Cobeña. Soplaba el viento con un inusitado coraje, a bruscas avalanchas, resonando igual que un inmenso mugido por los callejones aledaños.

—Ahí está —dijo el picado de viruelas—. Se resentía de la lesión.

—Pues entonces lo que tenía que haber hecho es no salir. Si salió es porque se encontraba en forma, lógico. Un fallo del entrenador como una casa.

—No, en eso te doy la razón, la verdad, pero si se queda en el vestuario, ¿a quién ponen? Dame tú una alineación.

—A Cortina, o a Piña, a cualquiera primero que a ése.

—Peor —dijo el bisojo.

Julián Cobeña pasaba ahora por el lado del grupo. No vio a Rafael, iba mirando los escaparates a paso lento, el ademán soez y baboso, una mano en cada bolsillo del pantalón. De perfil, tenía pinta de tentetieso. Mordía un desliado colillón de faria con la boca entreabierta. Se detuvo un poco más arriba frente a un anuncio que estaba pegado en la pared, como deletreando lo que decía. Rafael se fijó también distraídamente en el anuncio. Una frondosa viña perdiéndose en un fondo azul y, en primer plano, la silueta de un campesino con sombrero de paja y camisa roja, levantando sonrientemente un saquito y señalándolo con el dedo. En el saquito ponía: «CAMPOSAN. Asegura la vid del peligro del mildiu». A Rafael se le revolvía en el estómago la sola presencia de Cobeña, no podía evitarlo. Se imaginaba que debía tener todo el cuerpo atacado por el hongo del mildiu.

—Bueno, mira —dijo el picado de viruelas—, vamos a dejarnos de discusiones, es perder el tiempo. ¿Tú sabes lo que hacía yo con la directiva del Barbosa, hablando pronto y claro?

—Di.

—Presos, los metía presos a todos.

—Carajo, Diego —dijo el de la cachimba—, que tampoco es para tanto.

—Eso —dijo el bisojo.

—Yo pago mi cuota, ¿no? Bueno, pues si yo pago religiosamente mi cuota un mes detrás de otro —se golpeaba con el puño la palma de la otra mano—, tengo derecho a exigir, es lo menos.

Rafael empezaba a marearse. El coñac no le había caído bien, tenía la boca amarga y pastosa. Se le pegaban los pies al cuero húmedo de las sandalias.

—Fíjate en el Industrial, sin ir más lejos. Ahí tienen dos o tres fulanos que apoquinan los traspasos de su bolsillo. ¿Sabéis lo que van a hacer ahora? Pues irse a Madrid por un par de figuras, la única manera.

—Bueno, os dejo —dijo Rafael.

—Espérate, nos vamos juntos —dijo el picado de viruelas—. ¿Tú eres socio?

—¿Cómo?

—¿Tú eres socio del Barbosa?

—No.

Empezaron a caminar por la acera recién regada, entre las paredes y los veladores. El levante seguía arremetiendo a todo lo largo de la calle, remontando la basura como si estuviese soplando a todo soplar por debajo de las piedras.

—En el campo del Industrial, veinticinco mil espectadores —aclaró el bisojo sin que se supiera a santo de qué.

—¿El domingo? —preguntó el picado de viruelas.

—No, en general. Lo digo porque eso es un campo.

—No me hagas reír —dijo el de la cachimba—. Ni siquiera se les ha ocurrido pensar en un estadio que esté a la altura de la afición. Lo único que les interesa es forrarse con la taquilla, ni una reforma ni un miramiento con el público. Forrarse es lo único que quieren, ¿me equivoco?

—Eso la prensa es la que tenía que moverlo —dijo el bisojo.

—¿La prensa? La prensa menea lo que le conviene menear. Un caso: a mí me consta que en la Base estaban dispuestos a costear una ampliación, esa gente es así. Bueno, ¿se ha publicado algo? No se enteró ni el Papa, en ésas estamos.

Rafael se paró cuando atravesaban una calle lateral. Dejó paso a los tres muchachos y levantó una mano con gesto de prisa, como si se acordara de pronto de algo.

—Bueno, hasta luego —dijo.

—¿Te vas?

—Sí, tengo que hacer, hasta luego.

—Adiós.

Rafael se apresuró por el cruce de la derecha. El silbo del viento apagaba todos los demás ruidos. Unos niños salieron de estampía de un portal, persiguiéndose en silencio con unas espadas de palo. El atardecer se empezaba a echar encima antes de lo previsto. En setiembre, por lo común, no anochece hasta eso de las ocho, pero ahora la calina parecía engullir la luz a bocanadas. Rafael sentía una creciente ira contra sí mismo. Como las más de las veces, se arrepentía de haber perdido la tarde en aquel absurdo ir y venir, del que nunca sacaba otra cosa que un cansado sentimiento de inutilidad. Pensó irse a su casa, aun sabiendo que tampoco iba a poder aguantar mucho tiempo encerrado en su cuarto. Se detuvo frente a una puerta giratoria y luego entró en una sala de billares, que ocupaba toda la planta baja de un inmenso edificio medio arruinado. Titubeó un momento, mirando a una y otra parte repetidas veces. En la sala había cuatro mesas, colocadas irregularmente de modo que los tacos no tropezasen con la pared ni con el descabellado laberinto de columnillas. En una de las mesas estaban jugando al chapó; las otras tres permanecían cubiertas con unas remendadas fundas de sarga. Rafael descubrió el teléfono al lado de la puertecita del retrete. Sólo se oía el entrechocar de las bolas, nadie decía nada. Por un ventanal enrejado y sin puertas se veía un corralón de altas paredes grises que debía hacer las veces de basurero. Rafael se acercó el teléfono. Sacó una ficha del bolsillo de la cazadora y la colocó sobre la muesca, empujando la palanquita. Olía a poceta y a sudor. Rafael marcó un número. Relumbraba desde allí el paño verde de la mesa donde estaban jugando. La luz de la doble pantalla entenebrecía la escasa claridad que iba descolgándose por el corralón. Rafael contaba los timbrazos del teléfono. Cuando empezó a sonar el cuarto, le contestaron.

—¿Don Miguel Gamero? —preguntó a media voz.