11

El pago de Monterrodilla caía a una legua escasa del pueblo. A medio camino, había que torcer por una hijuela de terreno calizo, abierta entre dos lindes de agaves y chumberas, interrumpidas después por una cerca de zarzas. A ambos lados de la trocha se habían ido ahondando los dos surcos del ir y venir de los carros. En la protuberancia central crecía una yerba rala y pajiza, de verdosos ramalazos. Don Gabriel hizo trotar a la jaca por el medio de la hijuela, de modo que las ruedas corrían por los socavones laterales. Detrás del coche se iba enroscando una densa nube de polvo que era barrida por el levante antes de que tomara altura. Don Gabriel le dio las riendas a Mateo.

—Toma, tú.

Mateo ensartó la brida entre los dedos y la mantuvo floja, dejando ir a la torda a su andar. Don Gabriel se agarraba a la barandilla del pescante. Tenía distendidos los músculos de la mandíbula y se le señalaban las estrías bajo la piel al apretar los dientes. El coche iba columpiándose entre los baches, dócil al brusco empuje de las ballestas. Don Gabriel se escurría cada vez más por el cuero del asiento.

—Tú, más despacio. ¿Adónde vas?

Mateo acortó las riendas.

—¡Jiaaa…!

La jaca contuvo el trote. Tenía el pelaje brillante, salpicado de manchas opacas de polvo. Tascaba el hierro del freno, haciendo sonar las muelas como si se cascasen unas con otras. De la parte contraria venía un burro con un serón rebosante de higos chumbos. Se acercaba a pasitos menudos, subiendo y bajando la cabeza, con el ronzal anudado al cuello. Lo montaba un muchacho espatarrado en la grupa, los pies casi a ras de tierra. Llevaba una camiseta pringosa y un deshilachado sombrero de paja caído sobre los ojos. Azuzaba las ancas del burro con una varita de acebuche, a golpes suaves y continuos. Se arrimó a las agaves para dejar paso al coche. El muchacho se volvía a mirarlos, echándose para arriba el sombrero. Las ruedas se habían salido de los surcos de la trocha y Mateo las hizo entrar otra vez, inclinándose de un lado como para ayudar a que el coche se desviara. Chirriaban los ejes al resbalar las llantas dentro del hondón. Don Gabriel sudaba por la nariz.

—También he escogido yo un buen día, qué joder —murmuró.

—Desde luego —dijo Mateo—, calefacción central.

—Yo no sé en qué estaba pensando…

—Es que la hora también se las trae.

Hubo un silencio.

—¿Usted ha visto La caravana de Arizona? —preguntó Mateo, con la mirada fija en las ancas de la torda.

—¿Eh?

La caravana de Arizona, una película superior. Me he acordado por la polvareda.

—Déjame ahora de películas, mira que las ganas.

—No, es que salía así un camino como éste y el ventarrón se liquida a más de veinte carretas. Vaya cosa bien traída.

Don Gabriel no contestó. Atravesaron una doble hilera de eucaliptos y el coche se detuvo un poco más arriba, frente a una cancela pintada de verde. Mateo se bajó a abrirla, metiendo la mano entre los barrotes para descorrer el cerrojo. Los goznes de la cancela giraban sobre un blanqueado pórtico con alero de tejas esmaltadas. En cada lienzo de muro, a ambos lados de la verja, aparecía empotrado un azulejo con guirnaldas y letras de pendolista. Las letras estaban pintadas sobre el dibujo de un pergamino a medio enrollar. En el azulejo de la izquierda se leía: MONTERRODILLA, y en el de la derecha: AÑO MCMXXXIX. A lo lejos, siguiendo la curva de las bardas de adobe, asomaban las movedizas copas de unas moreras. Mateo volvió a subir al coche y jaló de la brida, haciendo entrar a la jaca por la vereda del caserío, cuya cornisa despuntaba al fondo de la pendiente. Se veía en mitad de la loma el alto sombrajo del bienteveo, empinado sobre el oleaje de la viña desde unos zancos de tronco.

—Parece que no va a gusto —dijo Mateo.

—¿El qué?

—La torda. Los cascos de atrás no le funcionan.

—La llevas a herrar.

—Sí, señor.

Don Gabriel miraba para las cepas con un desmayado ademán, sujetándose con una mano el sombrero de rafia y secándose el sudor con la otra. El levante removía toda la viña, a ráfagas cálidas y violentas, remejiendo por los entreliños y cuarteando la lisura de la albariza. Llegaron a lo alto de la loma, desde donde se extendía el asentado piso del almijar. De la otra parte quedaba el frontal del caserío, con sus dos grandes puertas de madera claveteada. Mateo llevó el coche hasta el abrigo del tapial y ya corría torpemente hacia ellos un hombre metido en años, de cabeza monda y andares de percherón, ancho y recio como una barrica. Ayudaba a bajar a don Gabriel.

—Dichosos los ojos… —dijo con un indeciso silabeo.

Don Gabriel resoplaba, dándose aire con las solapas de la chaqueta.

—¡Vaya día!

—No es malo.

—¿Y qué hay de nuevo por aquí?

—Nada de particular. Tengo avisada a la gente para el lunes. Sin falta.

—Hay que empezar ya mismo.

—Si no llega a ser por la guasa esa de los cortadores…

—¿Desengancho? —preguntó Mateo.

—Espera.

Mateo se agachó a recoger un palito y se hurgaba con él dentro de la oreja, desentendiéndose de la conversación. Don Gabriel seguía hablando con el hombre que había salido a recibirlo.

—¿Se aclaró algo más? —preguntó.

—Lo que usted sabe, la misma cosa.

—¿Tú te acercaste por Valdecañizo?

—No, señor —hizo una pausa—. Como Serafín me mandó decir que se vendrían para acá cuando empezáramos… Ayer mismo eché una sonda.

—Pero ¿no han respirado por ningún otro sitio?

Se habían parado un momento a la sombra del tapial.

—Nada, ni rastro.

—Mira que también tiene tela el asunto.

—Una jugada.

—Y la cosa no se va a quedar así, eso va a misa.

—De todas formas podemos meternos en faena con los cortadores que hay apalabrados.

—¿No se va a resentir la uva con este tiempecito?

—Vamos a ver. Yo creo que no le va a dar tiempo.

—Más vale.

Entraban por la puerta del patio, la de la derecha. La otra comunicaba con la cuadra de lagares, que venía a ocupar toda el ala izquierda de la casa. Al fondo del patio, formando ángulo con la cuadra de lagares, se abría una oscura y espaciosa bodega que servía de dormitorio provisional para los vendimiadores. La vivienda del capataz quedaba de la otra parte, junto al hueco de la escalera que subía a la segunda planta del caserío, ahora cerrada. El capataz se asomó a una puerta del fondo del emparrado.

—¡Ana! ¡Que está aquí don Gabriel! —gritó con la voz cascada.

Apareció una mujer de pelo canoso y piel tensa y tostada, como de corteza de pan moreno. Daba la impresión de ser bastante más joven de lo que en realidad era. Se secaba las manos en un mandil a cuadritos.

—Me alegro de verle bueno, don Gabriel. ¿Y la familia?

—Por ahí andamos.

El capataz sacaba un sillón de brazos, con el asiento de fibra trenzada, espigado de espaldar. El capataz tenía la cara hierática y recorrida de diminutas hendiduras, como una talla de madera trabajada con una navaja. Respiraba con fatiga cuando dejó el sillón en el suelo.

—Siéntese usted —dijo—, aquí se está fresquito.

Don Gabriel se sentó a la sombra del emparrado, conteniendo el jadeo y estirando las piernas. Sacó una abultada petaca de cuero, con un sello de plata en un ángulo. La abría señalando con ella al capataz.

—¿Un cigarro?

El capataz se pasó los dedos por los labios, entreabriendo la boca.

—Con su permiso.

Intentó agarrar la punta del cigarrillo, pero no podía. Don Gabriel ahuecó la petaca para que consiguiera sacarlo.

—Vaya.

El capataz desenroscó la larga y anudada mecha amarilla de su yesquero y la retorcía para arriba. Hizo girar la ruedecita, golpeándola varias veces con la palma de la mano. Soplaba para ayudar a que se prendiera la mecha, acercándosela a don Gabriel. Titubeaba al darle fuego.

—Encienda usted.

Don Gabriel encendió su cigarrillo. El capataz tenía el pulso temblón. Tapaba con el dedo pulgar el tubito de la mecha, esperando que se apagara. Se oía rebullir el calor por encima del calvero del patio.

—Oye, Onofre, yo me tomaría un plato de gazpacho —dijo don Gabriel.

—Eso ya está aquí —dijo Onofre.

El capataz entró en la casa. Llegaba ahora un apagado atropello de voces. Don Gabriel vio a Mateo trasegando agua de la cubeta del pozo a un balde de madera.

—¡Mateo! —gritó.

—Diga usted.

—¿Qué haces?

—¿Quién, yo? Voy a darle de beber a la torda.

—¡No!

—¿Cómo dice?

—¡Que no! Desengancha y déjala un rato a la sombra. Luego beberá.

Mateo apoyó la cubeta en el brocal encalado, sacudió las dos manos a la vez y se fue para la puerta del almijar, silbando un aire zarzuelero. Entraban ahora dos hombres en mangas de camisa. Saludaron de lejos a don Gabriel, tocándose levemente el ala de los raídos sombreros de fieltro. Don Gabriel ni los vio. Mateo se detuvo un momento con ellos. Apareció Onofre. Rascaba la ceniza del cigarrillo con el dedo meñique, la vista en el suelo.

—Pues el gazpacho ya está aquí —espaciaba otra vez las sílabas, como dándole remisos empujones a la voz—. Ahora mismito se lo saca Ana.

Don Gabriel se tapaba los ojos. Le escocía el brusco centelleo del resol punzando entre la cal. Arrastró la silla un poco más dentro de la sombra, que culebreaba sobre el piso de tierra, a compás del intermitente vaivén de la parra, como si le costara cada vez más trabajo engullir las mórbidas lumbraradas del recalmón. Onofre se violentaba. Le arrancó un sarmiento seco al emparrado.

—Mala cosa el levante —dijo.

—Uff, como siga así, se tumba la uva, ¿o no?

—No, no se preocupe, mañana amanece encalmado, tirando corto. Es decir, si no se presenta lo peor, toque usted madera.

—A ver si nos descuidamos y por dos días de más…

—Lo dicho, toque usted madera. Si no cambia el viento, cuando la uva se entere ya la están pisando.

Don Gabriel le dio una última chupada al cigarrillo a medio consumir y lo tiró lejos, impulsándolo entre el dedo medio y el pulgar.

—Estoy con las carnes abiertas.

—Con que la cosa se aguante hasta el lunes —volvió a argumentar Onofre.

Mugía el polvo por el tapial.

—¿Y tus hijos? —preguntó don Gabriel.

—Bien. Onofre debe andar reforzando el bienteveo de la loma. Esta tarde va a soplar lo suyo.

—¿Y Encarna?

—Con su marido —bajaba los ojos—, en el pueblo.

—¿Se arreglan?

—Mire usted, yo ya ni me meto. Creo que van a venir uno de estos días. Paco quiere aprovechar la temporadita.

Don Gabriel se tanteó los pómulos, surcados de una tupida red de venitas moradas. Los pómulos tenían una consistencia parecida a la de los sesos de un cordero. Era como si la piel hubiese ido absorbiendo las sanguinolentas virutas de alguna sustancia muerta. En cada mejilla, don Gabriel tenía estampado, igual que una calcomanía, el coloreado mapa de los ríos y afluentes del vino.

—¿Y qué? ¿Cómo se presenta la cosa?

—¿Diga? —preguntó a su vez Onofre.

—¿Cuántas botas crees tú que vamos a sacar? Bueno, así a ojo.

—No sé, don Gabriel, eso nunca se sabe. Un cálculo… —miraba hacia lo hondo de la viña—. La uva tiene buena cara.

—Vamos a ver.

—El mantuo está como la candela, mejor que nunca. Esta mañana fui a echarle un ojo.

—¿Trajeron las mulas?

—Ahí están desde antier.

—Con que salga lo del año pasado, ahora lo firmaba.

—Usted dirá.

Se callaron un momento. Don Gabriel se levantó para quitarse la chaqueta. Se la dio a Onofre, que se fue con ella para dentro. Don Gabriel se estiraba de los pantalones, sacudiendo las piernas, una después de otra. Parecía como si estuviese dejando caer por la pernera abajo alguna molesta pegazón. Tenía la camisa adherida a la carne y se le traslucía la negrura del vello a través de las mojaduras del sudor. Dio unos pasos, respirando hondo, y se volvió a sentar. El cinturón le pasaba por debajo de la barriga, como sosteniéndola. Mateo atravesaba otra vez el patio, ahora en dirección contraria.

—Uff.

Onofre no tardó en aparecer, seguido de Ana. Ana llevaba un lebrillo de gazpacho a medio llenar. Lo dejó sobre una mesita que estaba pegada a la pared, bajo un ventanuco enrejado, y volvió a entrar en la casa. Salió en seguida con un plato y una banqueta, que colocó delante de don Gabriel.

—Ya tiene usted aquí su gazpacho —dijo mientras recogía el lebrillo—. No deje que le dé el bochorno; está fresquito.

Y lo servía con un cazo de madera; dejando caer el líquido en el plato con un cuidadoso primor. Don Gabriel empezó a sorber de la cuchara. Chascaba la lengua.

—Está bueno —masculló.

Ana se retiraba hacia la puerta, sin volverse del todo.

—Me alegro que le guste.

—Está como tiene que estar, su punto.

—¿Va usted a almorzar, don Gabriel?

—No, luego tomaré alguna cosa.

—¿Y Mateo?

—Sí, supongo.

Ana entró en la habitación. Onofre aplastaba con la suela la tierra del arriate, metiendo la punta de la bota entre los plantones de yerbabuena y de culantrillo. Subía y bajaba los ojos. Parecía que quería irse. Se acercaba un muchacho por la puerta del lado de la escalera.

—A las buenas tardes —saludó.

Don Gabriel soltó un gruñido. El muchacho miró para Onofre.

—¿Está ahí la señá Ana? —preguntó.

—Sí, entra —dijo Onofre.

—Permiso —dijo el muchacho.

Se oía el afanoso sorbeteo de don Gabriel, haciéndole compás a las ardientes chicharras.

—Voy a darme una vuelta por la bodega —dijo Onofre.

Don Gabriel seguía doblado sobre la banqueta, abriendo la boca para respirar entre cucharada y cucharada. Hizo un gesto con la cabeza. Después llamó a Onofre, que ya salía del emparrado.

—Oye.

Onofre se volvió.

—Mande.

—Dile a Mateo que venga.

—Sí, señor.

—Y ve poniendo a refrescar una botellita del año pasado.

—Sí, señor.

Onofre ya llevaba en Monterrodilla casi veinte años. Había entrado de capataz después de terminar la guerra, casi a renglón seguido de que don Gabriel comprara la viña. Antes del 36 había sido casero de un cortijo de aquellos andurriales, por Isla Cancela, a mitad de camino del Temple, pero el cortijo cambió de dueño y Onofre tuvo que volverse a la sierra, que era de donde había salido.

—Lo que es don Felipe, bien no se ha portado, a ver si no —decía Ana.

—¿Bien? Estaba deseando vender la tierra y darnos con la puerta en las narices —contestaba Onofre.

—A quien se le cuente…

—Si eso ya lo veía yo venir, qué te dije.

—Y ahora vamos a ver qué hacemos.

—El pueblo es una gloria, pero allí no se cabe.

—Y con dos niños.

—Bueno, ya van teniendo edad de espabilarse, eso también.

En el pueblo de Onofre no hubo demasiados tiros. Al principio, fueron defendiéndose con el trajín del carboneo. Lo malo fue cuando acabó la guerra y empezó el hambre. Onofre pasó unos meses apretándose el cinturón, hasta que don Gabriel le mandó decir que estaba buscando un capataz, que si le interesaba meterse en Monterrodilla. Onofre no lo pensó. Recogieron los bártulos y se pusieron en camino a la semana siguiente. La astucia de don Gabriel había apuntado con buen tino. Según estaban rodando las cosas, Onofre reunía todos los requisitos para que le sirviera como un perro.

—Ea, aquí nos tiene.

Mateo no estaba en la bodega, estaba en la cuadra de lagares. Onofre lo descubrió sentado a horcajadas, la espalda contra la pared, sobre una percha de colgar arreos. Hablaba con los dos hombres que llegaron de la viña. Y se reía. Onofre se acercó.

—Don Gabriel, que vayas.

Mateo miró al techo. Se palmeaba los muslos.

—¡Ya estamos! —exclamó.

Onofre se dirigía ahora a uno de los hombres, negrucio y canijo, los pantalones cogidos con unas pinzas de montar en bicicleta.

—¿Qué, se sabe algo de los cortadores?

—Parece que la cosa anda regularcilla —contestó el de las pinzas—. Bueno, como estaba.

—¿Nada nuevo?

—Que de Valdecañizo ya no los sueltan, ¿le parece poco?

—¿A quién has visto?

—Lo que usted me mandó, a Serafín.

—¿Y qué?

—Nada, que él se lava las manos, que eso don Pedro. Jugando al escondite.

—Lo que yo dije, más claro…

—Escuche usted, lo que pasa es que atrincan dos duros de más y con una garantía y de allí no se mueven, no le dé más vueltas. Además, que eso es una explicación, hay que reconocerlo.

—Seguro.

—Más claro que el agua, Onofre. Diez pesetas diarias son diez pesetas diarias.

—Seguro. Y si no vienen más, pues mira…

—Empezar se puede, lo de los mosteadores está resuelto.

—Total, va a suponer dos o tres días más de acarreo.

—Mientras no se meta en agua el asunto.

—Que sería la puntilla…

Mateo se tiró de la percha al suelo, haciendo una limpia pirueta, como si saltara de un potro. Se dirigía al capataz, ensayando un fingido mohín de descaro.

—¿Qué, nos tomamos un vasito de ese mosto que tiene usted ahí guardado?

—Que te llama don Gabriel —repitió Onofre.

—Ahora… Si a ése ya no lo levanta ni una grúa.

—Tú sabrás.

—¿Qué, nos tomamos ese vaso?

Onofre le hizo una seña al hombre con el que había estado hablando.

—A ver, dale a éste un vaso. Ah, y saca una botella de la segunda y ponla a remojo.

Se fueron hacia la parte de la bodega, por detrás del último lagar, y ya se oía el chorro del vino cayendo de la espita. El que se quedó con Onofre se quitó el sombrero y se lo golpeaba contra el muslo, sacudiéndole el polvo.

—Tal para cual —murmuró.

Onofre arrimaba a la pared unas cintas de esparto, empujándolas con la bota. Parecía que no había oído.

—Anoche tuvimos huéspedes, ¿eh? —dijo el viñador.

—¿Huéspedes? —preguntó Onofre.

—¿Y los disparos?

—Ah, sí, estuvieron por el lado del portalón robando uvas.

—Cuidado que hay que tener ganas, mire usted que el plan.

—Los levantó Grajales desde el bienteveo de la loma, dice que eran dos.

—Yo no sé la gente…

—Total, soltó unas perdigonadas al aire y salieron de estampía. Tener que llegar a eso.

—Hombre, calcule usted. Es lo que yo digo, que hay que tener ganas.

—Yo no soy partidario, pero si no, tal como anda el cotarro, se hacen la vendimia por su cuenta.

—¿Eran de aquí?

—Parece. Creo que Grajales los vio luego tirar por la hijuela.

Volvía Mateo, bebiendo del vaso mientras andaba.

—Vaya mosto el que se apalanca aquí el amigo, ¿eh? —comentó.

—A ti asco no te da ninguno —dijo Onofre.

—Tiene cuerpo, está bien.

—¿Volvió su hijo? —preguntó el hombre de las pinzas de montar en bicicleta.

—Debe estar al llegar —dijo Onofre.

—Bueno —dijo Mateo—, voy a ver qué quiere ahora el jefe.

Dejó el vaso en una repisa de herramientas y se escurría por la puerta del patio.

—Una joya —dijo Onofre.

—Se las trae —dijo el de las pinzas—. El muchachito se las trae.

Don Gabriel miraba llegar a Mateo sin hacer un gesto, repantigado sobre el crujiente espaldar del sillón, un pañuelo colgando de la mano. Se había abierto la camisa hasta la cintura y se le veían los pliegues de la grasa barnizados de sudor, escalonándose desde la mitad del pecho hacia abajo.

—Vaya, ¿cómo se te ha ocurrido acudir tan pronto? —dijo.

—Me acaba de avisar Onofre.

—Ya.

—El tiempo de venir.

Don Gabriel tenía un vacilante y contenido gesto de fatiga.

—Te vas para casa y le dices a la señora que me voy a quedar aquí hasta la tarde.

—¿Se va a quedar? —preguntó Mateo.

—Sí, me voy a quedar y ya te estás largando.

—¿Cómo dice?

Don Gabriel se incorporó trabajosamente. Le asomaba una vidriosa iracundia por los ojos mientras se daba aire con el pañuelo por dentro de la camisa.

—Venga, vete ya. Y vienes a recogerme a las cinco y media.

—Sí, señor.

—Pero a las cinco y media en punto, ¿me estás oyendo?

—Sí, señor, a las cinco y media estoy aquí como un clavo. Voy a almorzar primero, ¿no?

—Ya almorzarás en casa.

Mateo se dirigía otra vez hacia la puerta de la cuadra de lagares. Don Gabriel se congestionaba.

—¡Eh! —gritó.

Mateo dio media vuelta, girando sobre un talón.

—¿Diga?

—¿Se puede saber dónde vas ahora?

—Voy a decirle adiós a Onofre, con su permiso.

—¡Te quieres ir de una vez, coño!

Mateo torció hacia la salida del almijar. Se movía con un cansino aire de indecisión, como si soportase algún agobio en los riñones, arqueando las piernas todavía más que de costumbre. Se levantó un remolino de polvo junto al muro de la derecha. Don Gabriel se adormilaba, con la barbilla pegada al pecho, los brazos colgando por fuera del sillón. El campo zumbaba como una moscarda dentro de una botella. Entró en el patio el hijo de Onofre, camino de la bodega del fondo. Cuando vio a don Gabriel se desvió y apresuró el paso para saludarlo. Llevaba al hombro un atadijo de soga enlazado al mango de la azada.

—¿Cómo está usted, don Gabriel? —dijo mientras se acercaba.

Don Gabriel entreabrió los ojillos.

—Bien, ¿qué hay?

—Por ahí se va.

El hijo de Onofre era un hombre fornido y de más que regular estatura, ojigarzo y de largas patillas endrinas. Se tocaba con una diminuta boina marrón escurrida hacia la nuca. Tenía los pantalones remangados hasta media pierna, por encima de la cinta de las alpargatas. Apoyó la azada en el puntal del emparrado y se quitó la boina. Daba una noble impresión de seguridad.

—¿Mucho trajín? —preguntó don Gabriel.

—Vaya, no falta. El lunes empezará lo gordo.

—Que ya va siendo hora.

El hijo de Onofre se restregaba con el pulgar la palma de la otra mano, por donde tenía pegada una costra de polvo.

—Ahí andaba asegurando las estacas del bienteveo.

—Con este vendaval.

—No, y como Grajales se queda ahora de guardia por las noches.

—Eso de los robos… Mano dura, la única forma.

El hijo de Onofre no respondió. Recogió la azada y el rollo de soga y titubeó un momento. Parecía que iba a entrar en la casa, pero se volvió en dirección a la bodega.

—Bueno.

—Oye —terció don Gabriel.

—Oigo.

—Que ya habrá que ir pensando en que sustituyas a tu padre. Me parece que últimamente ha dado un bajonazo.

—Verá usted, don Gabriel, yo quería hablarle de eso cuando terminara la vendimia, pero ya que ha salido la conversación…

—¿Qué pasa?

—No, nada, es que a mí, la viña, de capataz, no es así una cosa que me vaya bien, es decir, que yo ya me había hecho otros planes.

Don Gabriel tragó saliva. Ya había perdido la costumbre de que le llevasen la contraria.

—¿Cómo?

—Ya ve usted.

El hijo de Onofre apoyó otra vez la azada en tierra.

—Allá tú —se mordió los labios—. Vaya salida.

—Es que no me apaño.

—Bueno, de todas formas todavía hay tiempo para que lo pienses mejor.

—No es por hacerle a usted un desaire, pero es que no me va.

—Sí, claro, si yo ya me conozco el terreno —se enderezó—. Un puesto como ése, que se pelean por cogerlo. En fin, allá tú.

Cuando don Gabriel le ofreció a Onofre lo de Monterrodilla, el hijo de Onofre se plantó. La guerra había terminado hacía poco y el hambre avivaba en los pueblos los rescoldos de las malas famas.

—Yo me quedo —había decidido el hijo de Onofre.

—Y eso ¿por qué? —indagaba el padre.

—Porque no me huele bien el asunto, ¿más claro? Prefiero seguir con el carbón.

—Pasando más rasca… No, si tú eres capaz de dejarnos colgados, así por las buenas.

—Ese don Gabriel Varela es un mangante, ya me he enterado yo por mi cuenta.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Que no trago, que las cosas están como están por tíos como ése. ¿Miento?

—Y si puedes salir de esta pocilga y comer, tú no quieres, ¿no? —terciaba Encarna, la hija de Onofre—. A ti qué te importa lo que hagan los demás.

—Tú cállate. Claro, la señorita quiere cambiar de aires.

—Mira, niño, que a ti te han calentado la cabeza y no tengo ganas de que me la calientes a mí también. Demasiados palos llevo ya encima, ¿no te parece? —seguía argumentando Onofre, como si quisiera justificarse a sí mismo con evasivas.

—Usted sabe que lo que le digo es el evangelio.

—Yo ni lo sé ni lo dejo de saber. Lo único que pasa es que es una cosa conveniente y que ya hemos pasado bastante, ¿es así, o no es así?

—Lo será, pero yo no trago, padre.

—O sea, que a los demás que nos den morcilla —decía Encarna.

—Te he dicho que te calles, yo no sé ni cómo tienes cara —decía el hijo de Onofre.

Encarna, desde que volvieron a la sierra, se dedicó a vivir su vida. Las privaciones y el miedo le habían metido en la sangre una enfermiza y desenfrenada comezón, como si se vengara contra ella misma de la miseria ofreciendo todo lo que tenía que ofrecer.

—Déjala tranquila —decía Ana—, así se la lleve quien no la conozca.

—No caerá esa breva.

Onofre procuraba no entrar en detalles cuando se trataba de Encarna, sentía como si la cosa no fuera con él.

—Bueno, volviendo a lo mismo —proseguía—, si uno va a fijarse quién se está aprovechando con el estraperlo, y quién no, pues tú me vas a decir a mí qué es lo que se saca en limpio.

—Esto va a cambiar y el carbón tiene su porvenir.

—¿Su qué? Mira, se nos ha presentado una oportunidad que ni soñarla y si no la cogemos, hay cuarenta esperando, eso es lo único que interesa. Yo ya no te digo más, aquí no se obliga a nadie.

El hijo de Onofre terminó por rendirse a la obligación. Tenía entonces veintidós años, dos más que Encarna. Pero ahora seguía pensando lo mismo que cuando llegó a Monterrodilla a finales del 39. La viña no era para él otra cosa que una estación de paso en espera de unos tiempos que no acababan de presentarse. Aguantó los chaparrones casi sin saber por qué, pensando quizá que tampoco perdía el tiempo en la viña y que era el propio hijo de don Gabriel quien estaba al quite de los acontecimientos. Pero cuando veía que a su padre se le debilitaban los pocos arrestos que ya tenía de por sí, empezó a concomerlo una nueva y más inmediata preocupación.

—Usted lo sabe, padre, yo me vine para ayudarlo en lo que hiciera falta, pero de capataz no me quedo, eso fijo.

—Si ya me he enterado de sobra, no tienes por qué estar machacándolo cada dos por tres.

—Es que yo sé lo que me digo. Don Gabriel ya está con la mosca detrás de la oreja y a mí no me agarra.

—Piensa un poco, hijo —alegaba su madre compungiéndose—, que las cosas no están como para hacer tonterías.

—Yo ya no me caso, a la vista está. De modo que los tres podemos arreglarnos en cualquier parte, seguro.

Onofre, en el fondo, admiraba la buena fe y la entereza de su hijo. Lo que había perdido por un lado se lo encontró por el otro, compensándolo de los malos pasos de Encarna.

—Yo no tengo ninguna queja de ti —decía—, las cosas como son.

—Aquí estamos a las duras y a las maduras.

Don Gabriel seguía tragando saliva y sobreponiéndose a la imprevista renuncia del hijo de Onofre. Su salida de tono lo había desconcertado y se afanaba por hacerse el indiferente. Hubiese sido un fallo que se le notase la indignación. Se oía a Mateo arrear a la jaca, bajando a buen trote por la vereda.

—Bueno, ya haré yo mis cálculos —concluyó—. Más vale saberlo desde ahora.

—Sí.

—Lo que hay que oír, una colocación que es como para sacarla a subasta.

El hijo de Onofre se había echado otra vez al hombro la azada, balanceando en la mano el lazo de la soga.

—Ya hablaremos.

—Por mí, no hay más que hablar.

—Bueno, ahí estoy. Si quiere usted algo…

—Adiós.

El hijo de Onofre se fue para la puerta de la bodega. Saltaba una nube de basura por encima del brocal del pozo. Don Gabriel volvió a sacar la petaca con una irritada premura. Se levantó y encendió el cigarrillo. Le entraba por la boca, con el humo, el abrasado y sofocante arañazo de las chicharras. El cielo se había puesto brumoso por la parte del sur. A don Gabriel le zumbaban los oídos.

—¡Ana! —gritó.

Apareció Ana, moviéndose con una humilde y servicial diligencia. Daba la impresión de que se le habían achicado los ojos entre las tensas arrugas de su piel de maíz. Se pasaba un dedo por las comisuras de los labios.

—Don Gabriel…

—Oye, prepárame arriba una cama, que me voy a echar un rato. Y súbeme la botella que le dije a Onofre.

—Sí, señor, ahora mismo.

Ana entró en la casa y volvió a salir con un manojo de llaves cogidas de un rebenque.

—¿Quiere usted que le suba algo de comer? —preguntó.

—Cuando me despierte. Me llamas a eso de las cinco.

—Sí, señor.

Ana se dirigía hacia el hueco de la escalera. Titubeó un momento, como si se acordara de algo.

—Tengo ahí una gallina que está la mar de bien, ¿se la preparo?

—Cuando me despierte —repitió don Gabriel.

Por la parte del almijar alguien cantaba un arreglo por bulerías de lo de «cuando voy a los bailes del duque de Osuna». La voz parecía aglutinarse con la masa de agobios del calor. Se oían las lentas pisadas de Ana subiendo la escalera. Don Gabriel se dejó caer otra vez en el sillón, con un hosco ademán de aburrimiento. No podía con su alma.