10

Cuando mi madre murió, me dejaron interno en el colegio. Había que acostumbrarse, yo ya era un hombre. El tío Felipe iba a verme una vez al mes y los sábados me mandaba con el cochero chocolate y jamón dulce y tortas de aceite. En el colegio nos pasábamos dos o tres horas diarias en la capilla. A mí me dolían las piernas de estar arrodillado, no podía rezar, pero había que estar dos o tres horas arrodillado en la capilla. El prefecto apuntaba en un cuadernito los nombres de los que no movían los labios para rezar. Perico Montaña hizo la cuenta: seis salves, siete padrenuestros y cincuenta y dos avemarías diarios. Los jueves íbamos de excursión al Temple y pasábamos por delante de la finca que tuvo mi madre y que ya entonces estaba a cargo del tío Felipe. Venía con nosotros don Alejo, el profesor de Ciencias Naturales. Yo saltaba la cuneta para mirar al otro lado de la alambrada y se me metía por todo el cuerpo una sensación parecida a cuando me echaba a dormir en el almiar. Don Alejo me decía: «Este campo va a ser tuyo, Miguel; tienes que saber merecértelo, eso es lo que habría querido tu padre». Yo casi no me acordaba de mi padre. Lo veo por la parte del coto de la finca, al lado de Onofre, el casero, con las cananas cargadas de cartuchos, la escopeta en bandolera con el cañón para abajo. La tierra siempre olía lo mismo, olía a sudor de caballo y a humo de paja. Mi padre acertaba a una tórtola a medio kilómetro. En casa había dos escopetas negras y brillantes guardadas en unas fundas de becerro vuelto. Yo abría las fundas para mirar las escopetas, pero nunca las saqué de allí, las respetaba sin saber por qué. Mi madre le había dicho al hijo de Onofre que no quería que yo fuese a cazar. Don Alejo tenía el pelo gris, cortado casi al rape. Tiraba piedras de sobaquillo con la mano izquierda. A mí me parece que lo pasaba bien con él. Una vez entramos en la finca y comimos fruta debajo de un cañaveral y él me hablaba de los nombres de las plantas y de las clases de hojas que había y de cómo se llamaban las piedras. El hijo de Onofre sabía dónde estaban las madrigueras y los nidos de abubillas. A don Alejo, poco después, se lo llevaron a Vizcaya. Murió despeñado por un risco, mientras buscaba cuarzos entre unas cornisas de tierra floja. Yo me enteré al cabo del tiempo y entonces escondí mi caja de minerales en el armario del dormitorio. Ya no quería reunir. El colegio era grande y húmedo. Tenía tres patios de terrizo con naranjos y olmos y vallas medianeras y detrás quedaba el jardincillo con su estanque de rocas artificiales. A la derecha, a todo lo largo del patio, había una techumbre de uralita para cuando estaba lloviendo. Allí jugábamos al balón y al chirimbolo y a la pelota vasca. A mí me gustaba más jugar a los bolindres y al sal que te vi, pero a eso no quería el prefecto, y yo me escapaba al jardincillo para cazar libélulas o me iba a la sacristía a pedir recortes de hostia y a esperar que tocara la campana para volver a clase. El sacristán era un lego socarrón y rollizo que, además de regalarnos obleas, nos tentaba para ver si habíamos engordado. Una mañana entró el director en el estudio y me dijo que me fuera un momento con él. Yo me fui con él. Siempre tenía miedo de que me dijera que había fumado en el retrete, que no rezaba en la capilla. El director me cogió de un brazo. Era un cura nervioso y barrigón, de dientes de caballo, que sudaba constantemente por el bigote. Siempre tenía granos en la cara y reñía con una perversa bondad. El director me apretaba el brazo sin decirme nada. Me llevó a la sala de visitas del piso bajo. En la sala estaba el tío Felipe, sentado de cara a la puerta. El tío Felipe era hermano de mi padre.

—¿Qué hay, Miguelito? ¿Cómo va eso? —me dijo, dándome un beso en cada mejilla, sin levantarse del sillón.

—Bien —dije yo.

—¿Estás contento?

—Sí.

—Ya me he enterado que de aplicación no andamos muy allá.

—Se distrae —dijo el director—, es muy distraído.

—Pues eso no me gusta ni poco ni mucho —dijo el tío Felipe—. No vayamos a tener que dejarte sin vacaciones.

—No es que sea travieso, pero hay que amarrarlo corto.

Yo miraba para la alfombra, siguiendo con los ojos la línea amarilla de las cenefas. El tío Felipe estiró el cuello. Llevaba un trébol de piedrecitas clavado en la corbata.

—Bueno, a lo que venía —se arrancó—, que hemos tenido que vender lo de tu madre, que en paz descanse. Aquella tierra no daba más que disgustos.

El tío Felipe balanceaba entre las piernas un sombrerito tirolés de color verde, con una tornasolada pluma asomándole por la cinta. Olía a colonia y a anís. Yo tenía un nudo en la garganta.

—Ya sabes que la familia me había nombrado tu tutor.

—Sí —musité.

—Pues eso, mi deber es velar por tus cosas.

El director asentía, las manos cruzadas sobre la barriga opulenta.

—Miguel sabe que tiene un padre en usted —dijo bajando los ojos.

—Lo que haría cualquiera en mi caso —dijo el tío Felipe.

El director me miraba componiendo un exagerado gesto compasivo.

—Los desvelos de su tío no debe usted olvidarlos nunca.

—Cuando termines el bachillerato podrás estudiar lo que quieras. Y si necesitas algo, ya sabes, con decírmelo.

Yo me acordaba del campo de mi madre, de mi habitación para hacer experimentos de química. Cuando el cielo empezaba a oscurecerse, me echaba boca arriba en el heno, por la parte de atrás del establo, pensando en lo que iba a hacer al día siguiente. Me acordaba de mi hermana Inés, que era dos años más pequeña que yo, de la misma edad que la prima Lupe. La prima Lupe iba a pasar los veranos a la finca con nosotros. Era hija de una hermana de mi madre y siempre estaba dispuesta a correr conmigo las aventuras. Me acordaba de los hombres que sembraban el forraje y de cuando me iba con ellos para atajar las hijuelas de la acequia y del sombrajo de cañizo donde nos escondíamos para jalar de la red de cazar pájaros. Me acordaba de la carne bruna de Encarnita, la hija del casero, y de su ternura de animalillo cuando abrió las piernas para enseñarme el sexo, levantándose la falda con una dulce y espontánea naturalidad. Me acordaba de cuando orinó a mi lado, sin preocuparse de que yo la estuviese viendo, y oía el tibio chorro humeante cayendo sobre la tierra reseca. Mi madre me había dejado una habitación al fondo de la casa para hacer experimentos de química. Yo guardaba la llave y le contaba a Inés y a la prima Lupe y a Encarnita lo importante que era hacer experimentos y exponer la vida por la ciencia y morirse, llegado el caso. Un día le curé un esparaván a una mula, dándole untos de ácido nítrico.

—Tú, que te estoy hablando —oí que decía el tío Felipe.

—Sí.

—En clase es lo mismo —apuntó el director.

No quería al tío Felipe. Estoy seguro que mi madre tampoco lo quería. Me desquiciaba su falta de calor y su manera de decirme las cosas. En aquel momento lo odié, creo que no había sentido por nadie lo que entonces sentí. Se me subía la rabia a los ojos, mojándomelos de una desconsolada ira. El tío Felipe hablaba con el director. El director me palmeó en el culo.

—Ya puedes irte.

El tío Felipe me volvió a besar. Otra vez me llegaba la peste a colonia y a anís.

—Adiós, niño, y que estudies mucho, que ahora es cuando hay que aprovechar el tiempo.

—Adiós.

Volví despacio al estudio. Pensé en meterme en el retrete a llorar, pero me dio pereza. Ya no podría ir más al campo de mi madre. Por primera vez noté una sensación parecida a la que deben sentir los que se quedan mudos de pronto. Aquella misma tarde, al salir de la capilla, me escapé. Se me ocurrió durante el rosario, como la cosa más natural del mundo, y ni siquiera se lo dije a Perico Montaña. La calle tenía una honda y quieta luminosidad y las acacias empezaban a florecer. Anduve sin prisas, olvidado de todo, pero con una inconsciente seguridad en lo que hacía. Debían de ser como las seis de la tarde. Di un rodeo por las callejas del Angostillo y salí al campo por la trocha del Albarrán. Era la primavera de 1934. En junio cumpliría los 14 años. El campo de mi madre estaba a medio camino del Temple, en una tierra de roble bajo y de labranza, sombreada de eucaliptos y castaños y con chumberas en las lindes; por un sitio que llaman Isla Cancela, cerca ya del río Zurrón. Muchas veces me escapé con el hijo de Onofre para irnos a bañar al río Zurrón. Volvía a oler el doméstico vaho de las orillas y los cañaverales húmedos y la paja caliente del trigo y el sudor de los caballos. Un día monté una jaca de boca dura que se encabritó con la picadura del tábano y me tiró contra un campillo de rastrojos quemados. Tuvieron que llevarme a casa en un carro, con el tobillo hinchándose y sin poder apoyar el pie en el suelo. Yo no decía nada y me aguanté el dolor para no asustar a mi madre. Mi madre mandó llamar al médico y tuve que estar casi dos meses con toda la pierna escayolada. Yo me paseaba por el almacén de aperos y por la parte del establo con un bastón, para que me viesen los hombres del cortijo. Llegué de noche al campo de mi madre. La casa estaba a oscuras y sólo retemblaba una lucecita de carburo por detrás de las pitas. Abrí el portillo de la izquierda y me entré por el cobertizo del establo. Me asusté cuando me agarraron de un hombro.

—Eh, ¿adónde vas tú?

—Soy Miguel, oiga. ¿Está Onofre?

—¿El qué?

—¿Está Onofre? Soy Miguel Gamero.

El hombre no me soltaba y me llevó hasta la puerta del establo, para verme la cara a la luz.

—Anda, pero si es el sobrino de don Felipe… ¿Y qué haces tú por aquí a estas horas?

—Nada, quería ver a Onofre.

—Pues Onofre no ha vuelto, está en el pueblo con el niño desde ayer tarde.

—¿Y Ana?

—Ven acá, debe estar en el almacén. ¿Pero qué haces aquí solo?

—¿Está Ana?

—Sí. ¿Qué te ocurre?

—No quería estar en el colegio.

—Eso está bien. Los colegios para los curas.

Volvimos a recorrer el cobertizo y dimos la vuelta a la cerca de boj. No había luna y todo estaba negro y como espeso de oscuridad, parecía que le habían untado betún al aire. Se oía mugir a un becerro.

—Han vendido el campo… —dije con un hilo de voz—. Lo han vendido, ¿verdad?

—¿Esto? Así parece.

—¿Y la casa?

—¿Qué casa?

—La mía. ¿También la han vendido?

—No sé, me figuro.

Yo me callaba, reconociendo cada rincón que veía. Empezaban a castañetearme los dientes.

—Y eso que la tierra estaba portándose —dijo el hombre.

—Yo quería vivir aquí…

—El trigo, buena hechura.

Habíamos llegado al almacén. El hombre se asomó a la puerta corredera, empujando la pesada hoja a un lado.

—¡Señá Ana! —gritó.

La señá Ana no tardó en aparecer, una hoz de mango corto en la mano. No me había visto.

—¿Qué pasa?

—Aquí le traigo a este muchacho —se reía—, que ha desertado de la mili.

La señá Ana hizo un gesto de extrañeza y se acercó a mirarme.

—¡Señorito Miguel! Pero ¿qué hace usted aquí? ¿Cómo ha venido?

La señá Ana me hizo entrar en el almacén. Yo no decía nada y el hombre se volvió sin despedirse. Era la primera vez que la señá Ana me llamaba señorito.

—Pero, vamos a ver, ¿qué ha pasado?

—Nada, que me escapé del colegio.

—Dios mío, qué disgusto.

—¿Puedo quedarme aquí? El tío Felipe me dijo que habían vendido la casa.

—Sí, eso… ¿Qué es lo que ocurre?

—A mí me gustaba esta casa.

—Una bendición, si su madre levantara la cabeza… Y ya ve usted, hasta nosotros tenemos que irnos, las vueltas que da el mundo.

—¿Se van?

—Las cosas, hijo. Don Felipe…

—¿Qué?

—Nada, que tenemos que irnos para la sierra la semana que viene.

La señá Ana se cogía la punta del mandil con su mano de hombre.

—¿Puedo quedarme? —volví a preguntar.

—Pero vamos a ver, vamos a ver si yo me entero… ¿Qué va a decir don Felipe? Habrá que avisarle.

Apareció Encarnita. Hacía más de un año que no la veía, desde la tarde en que fui con don Alejo. Llevaba una bata descolorida y ribeteada de suciedad por la parte del vientre. Se recogía el pelo trigueño hacia atrás y tenía un churrete de hollín en la sien.

—¿Tú por aquí? —dijo titubeando.

Yo bajaba los ojos.

—¿Qué hay?

La señá Ana se había puesto nerviosa. Se pasaba los dedos por las comisuras de los labios.

—Yo no sé qué hacer. Es un compromiso, dése usted cuenta.

—Mañana me voy.

—Si estuviera aquí Onofre, o mi hijo. Encima, eso. Figúrate lo que estará pensando don Felipe.

Yo seguía mirando para el suelo. La señá Ana me volvía a tutear.

—La preocupación que le estarás dando…

Luego nos quedamos callados los tres. Yo tenía amarga la boca y me empezaba a doler el costado. Encarnita había vuelto a salir por la puerta de atrás del almacén. La señá Ana me dijo que me fuera con ella. Atravesamos el rellano por la parte del cobertizo y entramos en la habitación de los caseros. Al fondo, veía la fachada de la casa, titilante de sombras, con su barandal de piedra y el saledizo del tejado donde anidaba el mochuelo. Se me metía la memoria por los corredores, por mi habitación de hacer experimentos de química, la prima Lupe buscándome para irnos al coto a escarbar madrigueras. La señá Ana me hizo sentar en una silla baja de cajón.

—¿Tienes hambre?

—Bueno —dije.

Olía a ropa sucia y a leña quemada. La señá Ana balbucía por lo bajo mientras trajinaba en el aparador. Volvió a aparecer Encarnita y empezó a meter astillas por la boca de hierro del fogón. Yo me subía los calcetines por hacer algo. La señá Ana dijo que iba a ir por leche, que enseguida volvía. Encarnita soplaba con un pedazo de chapa encima de la leña y luego abrió un poco más el tiro de la cocina. No se volvió para mirarme.

—Estás hecho un hombre, Miguel.

—Tú también pareces otra, ya no te conocía.

—Pues soy la misma. Ahora he adelgazado mucho —dejó el soplillo de chapa en la mesa y me miraba ya de frente—. ¿No ves?

Encarnita se ahuecaba el vestido con las dos manos, despegándolo por las caderas. No me había dado cuenta antes, pero ahora notaba el abultamiento de sus pechos y la delgadez de sus piernas, como si fueran de una mujer que no había visto nunca. Ya no tenía el churrete en la sien. Encarnita era casi dos años mayor que yo. Quise levantarme pero no me atreví. La veía en el sombrajo donde nos metíamos para tirar de la red.

—Ahora he adelgazado —repitió.

—No sé, tanto tiempo sin verte… —me costó trabajo seguir—. Lo que estás es más alta.

—Como no querías venir por aquí.

—¿Que no?

—Me tenías que haber visto el verano pasado.

—Yo estuve en la playa.

—Ya sé, vaya postín. Pues yo tampoco lo pasé mal.

Encarnita se había vuelto otra vez para la cocina, empujando la leña hacia abajo con una barra de hierro. Se le subía la bata por las entecas piernas al empinarse sobre la boca del fogón.

—La semana que viene nos vamos a la sierra —me miró un momento—. ¿Lo sabías?

—¿Tú quieres irte?

—A mí me gusta la sierra.

—¿Y por qué no podéis estar aquí?

Se acercó, dándole la vuelta a la mesa por el camino más largo. Luego se volvió de espaldas, arrastrando los pies a pasitos menudos, sin saber dónde poner las manos. Miraba por la ventana.

—Ya no te acordarías de mí —dijo sin volverse.

—Sí que me acordaba.

—Mentira.

—De verdad que me acordaba.

Empecé a removerme en la silla. Notaba como un tapón en la garganta que me hacía respirar más aprisa. Encarnita se volvió.

—¿Tú qué te ibas a acordar? —dijo—. El tiempo que hace que no venías.

—Estaba en el colegio.

—Padre dijo que te había visto en lo de tu tía con tu prima Lupe. Lo que a ti te gusta, tu gente.

—Yo no tengo a nadie.

—No digas eso —se acercó—. ¿Por qué lo dices?

—Porque es verdad.

—Ésas son pamplinas.

—No son pamplinas, yo no tengo a nadie.

—Todo el mundo tiene a alguien.

Me quedé callado. Pensaba en el colegio y volvía a desesperarme la idea de que hubiesen vendido la casa.

—Yo no quería que el tío Felipe vendiera la casa —pensé a media voz.

—La casa o el dinero de la casa, ¿qué más da?

—Yo lo que quería era la casa de mi madre.

—Iba a ser tuya, ¿no? Pues con el dinero te compras otra.

—La mía era ésta.

Encarnita se separó unos pasos y se quedó con la vista fija en sus alpargatas, refregando la punta por la pastosa juntura de los ladrillos.

—Tu tío Felipe es un cochino.

—Mi madre me dijo que esta casa sería para mí.

—Si no es por eso, aparte.

—¿Eh?

—Que es aparte de eso, yo sé lo que me digo. Es un cochino sinvergüenza.

Entornó los ojos y se abrochaba un botón del descote, sin acertar con el ojal.

—Pero ¿por qué?

—Por nada.

—Venga, dime por qué.

—Escucha, luego te lo cuento.

Encarnita se volvió para la cocina y echaba otra vez aire encima de la leña con el soplador de chapa. Yo seguía sentado, con la cabeza cada vez más confusa. Pasó un rato todavía antes de que volviera la señá Ana. La señá Ana traía una jarra de latón en la mano.

—No, no me ayudes, hija, ¿para qué me vas a ayudar?

—Traiga, que siempre está usted rajando.

—Anda, toma —me miraba al darle la jarra—. ¿Se ha fijado usted en la falta de respeto?

—Estaba espabilando la candela, ¿no? —dijo Encarnita.

—Claro, si contigo da gusto —levantó la cabeza—. Una descarada, eso es lo que tú eres.

Encarnita vertía un poco de leche en un cazo. La señá Ana juntaba las manos, los dedos para arriba.

—Dios mío, si estuviese aquí Onofre. ¿Qué hago yo con usted?

Yo no decía nada. Empecé a notar como unas lucecitas que se encendían delante de mis ojos, como cuando me mareaba en la capilla. La señá Ana sacaba unos platos del aparador.

—Acérquese —me dijo.

Yo me acerqué a la mesa y me senté en un taburete de tronco. Comí pan con queso y un membrillo y un vaso de leche recién ordeñada. Sopa, no quise.

—Y ahora vamos a ver lo de la cama. ¿Dónde le apaño yo a usted un cobijo?

—Por ahí —dije—, en el pajar.

—Quite usted allá, hombre. En el pajar, qué cabeza.

—Es lo mismo.

—Niña, vete a decirle al Rubio que te baje el colchón del sobrado.

Encarnita salió sin responder, mientras la señá Ana seguía lamentándose de su suerte. Yo me sentía como cuando el prefecto me cogió fumando en el retrete y tuve que quedarme hasta las once de la noche rezando en la capilla.

—Siempre tiene una que cargar con todo.

—Mañana me voy, Ana.

—No, hijo, si yo estoy la mar de contenta de tenerlo aquí. Pero es que en el colegio ya habrán avisado a don Felipe. Figúrese usted el disgusto.

—Mañana me voy con la prima Lupe. Mi hermana está ahora allí.

—Si lo malo es esta noche.

—Quería ver la casa.

—Dios quiera que venga pronto Onofre. No sé si decirle al Rubio que se acerque al pueblo.

Se me cerraban los ojos de cansancio. Debí de quedarme dormido, con la cabeza apoyada contra la mesa. No sé cuánto tiempo habría pasado cuando oí que se abría el postigo. Me sobresalté. Volví los ojos con miedo y vi acercarse a Encarnita. Notaba como un estirón doloroso por la parte de atrás del cuello.

—Vas a acostarte en el cuarto de la cómoda —dijo Encarnita.

Me levanté medio dormido.

—¿Y tu madre? —susurré.

—Está donde el Rubio, ahora viene.

—¿Vais a dormir aquí?

—Sí, en el colchón. Madre no quiere irse al cuarto del almacén.

—Yo puedo acostarme en el colchón.

—Anda, no seas tonto.

—De verdad, yo duermo en el colchón.

Encarnita arrimaba hacia el lado del aparador una espuerta de mazorcas. Se volvió como para hablarme pero no dijo nada.

—A mí me gustaría dar una vuelta —susurré sin que me saliera la voz.

—¿Ahora? Si no se ve un chavo.

—En la casa hay luz.

—Mañana te levantas tempranito —cambió de conversación con una súbita seriedad—. ¿Quieres que te cuente lo de tu tío Felipe?

—Sí.

—Es un cochino, ¿te enteras?, un cochino.

—Pero dime qué ha pasado.

Encarnita tardó en contestar. Se cogía las manos por delante de la falda, como fingiendo un quebradizo gesto de pudor.

—¿Te acuerdas de la última feria, cuando fuimos a llevar las mulas?

—No, ¿por qué?

—Pues eso, cuando fuimos a llevar la recua, padre y yo dormimos en la cochera. Mi hermano se tuvo que quedar aquí.

—Sí.

—Padre no lo prueba casi nunca, ésa es la verdad, pero aquella noche se emborrachó y tu tío Felipe fue por mí y me llevó a la casa para que no tuviese miedo.

Yo escuchaba sin saber adónde iba a ir a parar Encarnita.

—Sí —dije.

—Bueno, pues por la noche entró en el cuarto donde yo estaba durmiendo y abusó de mí.

—¿Que qué?

—Yo no me di cuenta, que se muera mi madre. Pero de pronto sentí como si me hubieran abierto en canal, todavía me acuerdo. O sea, que el sinvergüenza de tu tío me perdió.

Yo no entendía demasiado, pero tuve una pronta y vaga conciencia de lo que le había pasado a Encarnita. Me atosigaba el miedo en el pecho.

—¿Mi tío Felipe?

—El mismito.

—¿Qué te hizo?

—Que me perdió, que ya no soy una mocita, ¿te parece poco?

—¿Y has tenido un niño?

—¡Qué dices! Era lo uniquito que me hubiera hecho falta.

Encarnita había cogido una mazorca y le iba arrancando distraídamente las hirsutas hebras del cogollo. Recordé la cara del tío Felipe, su peste a colonia y a anís, el insolente trébol de su corbata, su manera de decirme que habían tenido que vender la finca.

—¿Qué vas a hacer, di? —pregunté sin mirarla.

—¿Qué quieres que haga? Cuando a una mujer la pierde un sinvergüenza… Eso no se remienda como un desconchón. Y encima, ahora nos echa de aquí.

—¿Y qué te ha dicho?

—¿Quién?

—El tío Felipe.

—¿A mí? No me hagas reír. Le mandó decir a padre que ya aquí no había trabajo, que teníamos que irnos. Eso es el pago, si te vi no me acuerdo. Así le dé un dolor.

—No digas eso.

—Sí, no digas eso, claro —repetía pasándose el revés de la mano por la nariz—. Después de lo que me ha hecho. Por idiota, a ver si no.

—Ahora te vas a ir a la sierra.

—Y con eso ya está todo arreglado, ¿verdad?

Me dolía otra vez el costado y notaba como una turbia y acuciante sensación de haber cometido alguna inconfesable atrocidad.

—¿Será posible? —murmuré por lo bajo.

—No te lo tenía que haber dicho.

—Sí.

—¿Tú qué culpas tienes de que este tío tuyo sea un canalla? Porque eso es lo que es, un canalla.

—Cállate.

—No, si todavía voy a tener que encenderle una vela.

Me turbaba el descaro de Encarnita. Apenas si conseguía aclararme del todo el verdadero alcance de lo que me decía. Se me espesaba por el pecho arriba una mezcla de vértigo y miedo y como unas inconcretas ganas de vomitar.

—¿Se lo has contado a alguien? —le pregunté sin saber por qué.

—No…, bueno, es decir, a un muchacho del Temple que me rondaba, pero no le solté quién había sido.

—¿Y qué te dijo?

—¿Qué querías que me dijera?

—No sé.

—Es que me haces unas preguntas…

—No puedo creerme que el tío Felipe te haya hecho eso.

—Pues ya ves.

—No puedo creérmelo.

—Además, ¿tú sabes que si yo lo denuncio en el cuartelillo lo meten preso?

—¿Preso?

—Demasiado buena es una, encima de todo.

Se me perdía la memoria por unos tortuosos callejones sin salida. Encarnita se fue para el otro lado de la mesa.

—Tú eres todavía un niño, Miguel.

—Ya tengo catorce años.

—Catorce años —repitió Encarnita, y se puso seria de pronto—. Al hombre ni le va ni le viene, claro, pero cuando a una muchacha la pierden ya no la quieren nada más que para el trajín.

Se le aceleraba la respiración por debajo de la bata. Estaba como indecisa cuando me miró a los ojos, acercándose más. Parecía una mujer mayor. Yo me sentía lleno de una extraña y apetecible zozobra. Encarnita había bajado la voz, cambiando bruscamente el tono.

—¿Te acuerdas de cuando nos metíamos en el sombrajo para cazar con la red?

—Sí.

—¿Te acuerdas?

—Sí.

—Tú eres distinto a los demás.

—¿Por qué?

Encarnita se había puesto en cuclillas a mi lado. Volvió a mugir el becerro. Me imaginé de pronto que podía entrar la señá Ana y encontrarnos allí, pero no me importó. Veía palpitar la garganta de Encarnita como el pecho de un pájaro.

—¿Y de qué más te acuerdas?

No le dije de qué más me acordaba. Me daba vergüenza decirlo. Tampoco hubiese soportado entonces que ella supiese que me acordaba. Pensé que ya nadie podría perdonarme mi escapada del colegio.

—Di, ¿de qué más te acuerdas? —volvió a preguntarme.

Encarnita me puso la mano en la rodilla y me la apretaba. La deslizó un momento por el pernil, arañándome las ingles con las uñas. Noté como si la sangre se me hubiese vuelto espesa de repente y se estuviera apelmazando en las venas. Quise aliviarme de aquel ahogo levantándome y yéndome hacia el aparador. Me bullía una especie de tímida y enervante opresión dentro del vientre. Sabía que ya no quería sustraerme a aquella instintiva y casi saludable perversidad que me cegaba la razón y me hacía como enorgullecerme de mi propio mal, como si lo necesitara para vengarme de algo. Sentí por el pecho una ráfaga de violento y deleitoso temor que no he vuelto a sentir en mi vida, como si fuera a meterme en un barrizal y no quisiera ni pudiera hacer nada para impedirlo.

—Me acuerdo de ti —susurré.

Encarnita se había asomado un momento a la puerta y la volvió a cerrar con una impaciente decisión. Tenía la boca crispada cuando se acercó hasta tocarme el cuerpo, empujándome blandamente hacia la pared. Yo no la reconocía. Me quedé quieto, la espalda pegada contra el muro de mugrienta calamocha, sin memoria de nada, como hundido en una pasiva y deseosa turbación frente al cuerpo jadeante de Encarnita. Después, sin decir una palabra, la vi salir con una desconcertada prisa, escapándose hacia la negrura del campo. Oía el atropellado resonar de sus alpargatas contra la tierra húmeda. Me asomé a la puerta.

—Espera…

Yo estaba como borracho, con las piernas aún temblorosas. Me eché en la cama del cuarto de la cómoda con un angustioso sentimiento de irrealidad. Iba a despertarme en el dormitorio del colegio, estaba seguro. Me parecía que había salido de un negro sopor deliciosamente malsano y me dolían las ingles como si me acribillaran por dentro las desatadas agujas de la médula. Miraba hacia las retorcidas vigas marrones del techo. Entre una y otra, quedaba un espacio blanqueado sobre el cañizo, del que colgaban los flecos de unas varetas podridas. Veía la pluma de tornasol del sombrero del tío Felipe. Veía la cabeza deforme de un viejo dibujada en la mancha de una gotera, entre unos desprendidos festones de caña. Sobre la cómoda coja, relucía el cartón satinado de un almanaque y allí estaba una muchacha, la cabeza cubierta con un pañuelo de lunares rojos, las puntas del delantal recogidas en la cintura, esparciendo semillas en un campo roturado y dividido en dos pegujales por un riachuelo. Su cuerpo desnudo, un caballo a galope por las orillas del río Zurrón, la culpa como un saldo que había que liquidar. Parpadeaba la amarillez del muro medianero, iluminado parcialmente por la vecina llamita del quinqué. Olía a yerba mojada y a humo de aceite y a sudor de mujer. El dormitorio del colegio olía a sudor de hombre y a galleta agria. ¿Por dónde me estarían buscando? ¿Cómo miraría el tío Felipe a Encarnita, con la boca babeando de lujuria? Ya nunca me podrían perdonar lo que había hecho. La única justificación era que iba a poder contárselo todo a Perico Montaña. Me lastimaban los golpecitos del pulso en las sienes. Poco a poco, volví a vivir la secreta y atropellada quejumbre corporal de Encarnita como si fuese algo que no me había pasado a mí, sino que había visto hacer a alguien. Tenía una peonza dentro de la cabeza, no podía pensar en nada concreto.

—Me acuerdo de ti.

Y crecía la parte de abajo de la cómoda, arrastrándose a todo lo largo del tabique y trepando por las paredes hasta la cuña de una viga chorreante de pelos y de alquitrán, y crecía la banca de la capilla del colegio, anillándose como una boa sobre el órgano, derramándose por el comulgatorio, tapando los dos altares del muro lateral, y crecía mi cuerpo como el sexo de un garañón, enroscándose en el cuerpo de Encarnita, que tenía la cara de la prima Lupe, y la prima Lupe abría la boca delante de mis ojos, con la lengua fuera como una ahorcada, y yo me iba resbalando por la fachada del dormitorio del colegio, y Perico Montaña me daba la mano desde arriba, pero no era la mano de Perico Montaña sino el brazo rezumante de forúnculos del padre director, que me balanceaba en el vacío agarrándome de los pies, y yo estaba desnudo y con una especie de pellico de plumas liado al cuello, y Encarnita repechaba por el tronco de una acacia, mirándome y riéndose, con las piernas al aire y el tenebroso centro de su cuerpo destilando una masa como de gelatina, y Onofre le gritaba que se bajase, con las fundas de las escopetas de mi padre debajo del brazo, y yo me caía a la calle, hundiéndome en el cieno del río Zurrón y gritaba sin que viniera nadie a sacarme, y crecía otra vez la banca de la capilla, como un bote bogando a lo largo del río, y allí estaba el prefecto, de pie sobre la banca, con sus ojos de lince clavados en mis ojos, y yo lloraba de miedo de ahogarme en la alberca de la finca, y mi hermana Inés también lloraba, con un vestido blanco de encaje todo sucio de fango…

—¿Quién?

Me despertaron unas voces que llegaban de fuera. Tenía escalofríos cuando abrí los ojos y me revolvía sobre la aspereza del colchón de crin. Tardé en reconocer lo que no era la litera y el tabique con el armario del dormitorio del colegio. Ya era de día y se entraba el sol hasta el pie de la cama. No me había quitado la ropa y se me pegaba al cuerpo como si estuviese mojada. Sabía que venían por mí y me levanté despacio, con una suerte de inesperada alegría batiéndome por el pecho.