Miguel descorrió las cortinas y se asomó a la calle. Parpadeó varias veces, desatándose y volviéndose a atar más fuerte la cinta de los pantalones del pijama. El pijama le venía estrecho y se le ajustaba a los hombros igual que una camiseta. Se volvió de espaldas a la luz, que se había entrado en la habitación como si fuera una oleada de cal. A Miguel le dolía el fondo de los ojos. Dio unos pasos indecisos hacia la puerta y la abrió con la mano temblona.
—¡Sole! —llamó.
—¡Va! —contestaron desde algún sitio.
Miguel se acercó a la cama deshecha y buscaba entre las sábanas. La habitación era espaciosa, de altos muros blanqueados, escasa de muebles y con la noble solería deslucida por el abandono. En el cielo raso todavía se notaban las muescas donde debieron alojarse unas vigas de grueso porte.
—¿Se puede? —preguntaron desde fuera.
—Pasa, sí.
Apareció una mujer ya metida en años, de limpia apariencia y confiada actitud. Llevaba un mandil con peto encima de un vestido marrón de hábito.
—Buenos días, señorito.
—Buenos días. ¿Me quieres traer un café?
—Son más de las doce y media.
—¿Ya?
—Seguro que se acostó con las claras.
—Mucho trabajo.
—Sí, sí…
—¿No te lo crees?
Miguel vivía solo. A media mañana iba una mujer a hacerle la comida y a arreglarle la casa. La mujer se sentía también en la obligación de velar un poco por la desordenada vida de Miguel.
—Se está usted matando, eso es lo que está haciendo.
—Pues no tengo ningunas ganas.
—¿Y qué es lo que saca con esa vida?
—Hepatitis.
—¿Dígame?
—Un día con otro, siempre sale algún compromiso. Tengo que atenderlos.
—Un día con otro…
—Anda, Sole, tráeme un café.
Sole se fue de la habitación moviendo la cabeza. Le tenía apego al señorito.
—Un caballero —explicaba—. Podrán decir lo que quieran, pero es un caballero.
Miguel se echó en la cama, la vista fija en el techo. Recordaba vagamente los ajetreos de la noche anterior, la absurda pisa en el lagar, su cuerpo chorreante de mosto, la apacible compostura de Carmela. Lo demás se le había disipado dentro de la espiral de brumas de la cabeza. Creyó entrever la llegada a su casa, ya de día, con la bilis y el fatigoso asco de la mañana aguzándole una especie de vago remordimiento. Tenía conciencia de que Perico Montaña le había dicho algo al despedirse que debía recordar y no podía. Lo atormentaban como ninguna otra cosa las lagunas mentales. Les dije que vinieran, se lo dije a Rafael. Seguro que me estarían esperando. Pensaba otra vez en Carmela, con una gustosa sensación de placidez.
—¿Se puede? —volvió a preguntar Sole.
—Sí.
Sole entró con una taza en la mano. La colocó sobre la mesita de noche y removía lentamente el café con la cucharilla, mirando para Miguel con un ingenuo gesto de reproche.
—Que no se le enfríe —dijo.
—Gracias.
—¿A qué hora quiere usted almorzar?
—Yo te aviso.
La mujer salió de la habitación. Miguel volvía a perderse en la áspera tiniebla de su memoria. Confundía los hechos de hacía algunas horas con otros más lejanos y martirizantes. Le palpitaban las sienes como una dolorosa réplica a la ardentía del estómago. Me están royendo el vientre las larvas del alcohol, se me enroscan por dentro de las sienes los gusanos del alcohol. Vio la mirada de lujuria de Julián Cobeña, la carnal avaricia de la catalana, la indigna mordacidad del Cuba. Se yuxtaponían sobre un borrascoso fondo de medias tintas las caras, las voces, la luz del petromax, la peste del carburo, la pringue de los lagares, el olor a esperma del mosto. Las imágenes superpuestas estallaban por algún lugar de la habitación, bifurcándose en miles de sólidos destellos que iban a depositarse dentro de la cabeza de Miguel. La saliva que trago me sabe a cieno, ya no puedo volverme atrás. Sentía la culpa como una masa amorfa y descompuesta que se apelmazaba en diminutos bultos bajo su cuerpo. Era su diaria y momentánea manera de reaccionar contra los matinales baches del humor. En el fondo de su modorra se iba dibujando la desatada mansedumbre del cuerpo de Encarna, entrelazándose con los rasgos de Carmela y de su prima Lupe. Miguel se golpeó un brazo con la cabecera de la cama. La cama era de matrimonio, con dosel y columnillas salomónicas. Miguel se incorporó. El café ya estaba frío. Se lo bebió de un trago y se levantó. Andaba descalzo, con una lenta incertidumbre en las piernas, el vértigo rondándole la vista. Se fue al baño a darse una ducha. A veces ponía una banqueta debajo del agua y se sentaba hasta que veía que se le iba despejando la cabeza. El procedimiento no dejaba de tener sus ventajas.
—¿Le sirvo el almuerzo, señorito? —preguntó Sole desde el otro lado de la puerta.
—Espera un momento, ahora salgo.
Miguel se vistió mucho más pronto de lo que hacían suponer sus reposados movimientos. Cruzó un corto pasillo y entró en una habitación con dos estanterías a media altura, una a la derecha y otra al frente. La casa tenía tres pisos, pero los dos de arriba estaban alquilados. Miguel se reservó una parte de la planta baja, con una puerta independiente a la calle, cediendo el ancho patio y el ala derecha a los otros dos vecinos. Con tres habitaciones, Miguel tenía de sobra. La casa era lo único que le había quedado de lo que heredó de su madre. Sole entró con un plato humeante, que dejó sobre una mesita baja. Miguel hojeaba el periódico, apoyado en el espaldar de un butacón.
—Aquí tiene, señorito —dijo Sole.
—Gracias.
Miguel se sentó y comió unas cucharadas de sopa. Sole ordenaba unas revistas, amontonándolas en el resalte inferior de la estantería, encima de la parte cerrada.
—¿Qué hay ahora? —preguntó Miguel.
—Carne.
—Tráemela, ¿quieres?
—¿No termina la sopa?
—Está buena, pero no tengo muchas ganas.
—Los desarreglos. Y encima juegue usted con la comida, ya verá.
Miguel leía otra vez el periódico.
—Estoy demasiado gordo —dijo.
Sole recogió la sopa y salió. La habitación tenía una ventana al patio. La ventana estaba abierta y tapada con unos visillos, que se abombaban con los empellones del levante. Volvió a aparecer Sole con otro plato. Cuando Miguel terminó de comer ya eran las dos pasadas. A las tres y media entraba en la oficina, una agencia de exportación de vinos donde llevaba por las tardes los asuntos de la propaganda. Miguel se puso la chaqueta. Le venía el olor a mosto de la noche anterior.
—Sole.
—Mande.
—¿No vino Corrales esta mañana?
—Sí, señorito. Me dijo que no lo despertara, que luego lo vería.
—¿Dejó algo?
—No.
—Bueno, me voy.
—Hasta mañana, señorito.
—Hasta mañana.
Miguel salió a la calle achicharrada de sol. Atravesó a la otra acera para tirar por la sombra. No se veía a nadie. Bajaba de los árboles un crujiente y desolado silencio, como si el calor engullera todos los ruidos. Miguel atravesó el descampado de terrizo de una plaza y torció a la derecha, metiéndose por una angosta callecita empedrada. Alguien corría a su encuentro, alcanzándolo por detrás.
—Don Miguel —llamaron.
Miguel se volvió.
—¿Qué hay?
—Quería echar con usted un parrafito —dijo Lucas—, con su permiso.
—Andando.
—Verá usted, don Miguel…
—Ven, vamos a tomarnos un café ahí en la Perla.
Andaban sin hablar. Lucas llevaba una cazadora raída y unas botas de lona. Se subía la cremallera mohosa, que se atascó a medio camino. Al doblar la esquina entraron en un café. Se arremolinaba el viento contra el muro del chaflán, haciendo girar mansamente papelillos y virutas. Miguel se acercó al mostrador, refregándose con un dedo el lagrimal. Se le había metido el polvo en los ojos. La resaca del mareo sorbiéndole la razón, una mancha de mosto revolando entre el relampagueo de las órbitas como un murciélago, la evidencia de otro día en blanco. El camarero estaba sentado por detrás de la barra, al lado de una puertecilla cegada, y se levantó calmosamente para saludar.
—Buenas tardes, don Miguel. ¿Qué va a ser?
Miguel se dirigía a Lucas.
—¿Qué tomas?
—Café con leche, gracias.
—Uno solo y uno con leche.
El camarero manipulaba en la cafetera. Al fondo del salón, dos hombres dormitaban sentados contra la pared, ante dos vasos mediados de cerveza. No había más clientes.
—Bueno —dijo Miguel—, tú dirás.
Lucas hablaba sin mirar, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, que tenía las vueltas descosidas y salpicadas de barro.
—Estoy parao, don Miguel.
—¿Parao, ahora?
—Las cosas, ya ve usted.
—Pero, hombre, si en Monterrodilla están buscando gente por debajo de las piedras.
—Sí, eso me dijeron, iba a tantearlo. Lo que pasa es que ahora, o sea, que yo creo que a un servidor no lo iban a ajustar en Monterrodilla.
—¿Y eso?
El camarero sirvió las dos tazas. En cada platito, los dos terrones de azúcar. Lucas esperó a que el camarero se retirara.
—Es que…, bueno, que no me cogerían, es decir, que yo no me atrevo.
—Como no te expliques.
—Mire usted, don Miguel, yo a usted tengo que decirle las cosas como son.
—Pues desembucha.
—Anoche fui con Joaquín a coger uvas. Una mala racha.
—¿A coger uvas? ¿Y cómo se os ocurrió?
—Yo que sé. Nos soltaron una perdigonada desde el bienteveo.
—Pues sí que estáis buenos. ¿Y pasó algo?
—No, pasar no pasó nada. Nos vinimos con las manos vacías y con una leche, figúrese.
Los dos hombres que estaban sentados al fondo se acercaron al mostrador a pagar. El camarero les dio el cambio y salieron.
—Ésas no son formas —dijo Miguel—. Ni siquiera en Monterrodilla.
—Sí, señor, no se lo niego. Si fue una cosa que ni yo me la explico. Una mala racha.
—Vaya… Y Joaquín, ¿qué hace?
—¿Joaquín? En las mismas, fatal. Se emborracha con olerlo y además yo no sé qué tiene. Estamos pasando el quinario, don Miguel.
Lucas sorbió el último buche de su café con leche, agitándolo primero para aprovechar el azúcar del fondo, el dedo índice sujetando la cucharilla dentro de la taza. Se atolondraba al ponerla sobre el plato.
—Bueno, ¿y qué quieres que yo haga? —preguntó Miguel.
—Si usted pudiera buscarme un apaño para estos días…
—Hombre, el panorama está como para una recomendación.
—Usted sabe cómo soy yo, don Miguel.
—Por ahí no te conocía.
—Le doy la razón, maldita sea la hora. Las cosas están muy malas.
—De acuerdo, están peor. Y robando uvas, ¿qué?
A Lucas se le compungían los ojillos, rascándose las suelas de esparto contra el escalón del mostrador.
—Si fue una imbecilidad, don Miguel, ¿no se lo digo?
—¿Te hace ir a las Talegas?
—Verá, es que todo lo tenemos en contra —levantó la vista—. Usted sabe que Joaquín vive con la cuñada de Corrales, el capataz, y claro, no se hablan.
—Total, que todo son facilidades.
—Si supiera usted el apuro que me da.
—Yo hablaré con don Pedro Montaña, a ver qué se puede hacer. Valdecañizo por lo menos no lo habéis tocado, ¿o sí?
—No, señor. Mejor dicho, nos fijamos en Monterrodilla porque caía más cerca. La primera y la última vez, palabra.
—¿Y os vieron?
—Pues ésa es la cosa. Vernos, nos vieron —se metía los dedos por el pelo—. Ahora, lo que ya no sé es si se dieron cuenta de que éramos nosotros.
Miguel llamó al camarero, que se había vuelto a sentar al lado de la puertecilla cegada.
—Cobrando —dijo Miguel.
—Cinco veinticinco de dos cafés y setenta y cinco del bote —aclaró el camarero, haciéndose el desvergonzado con escasa habilidad.
Se oía el zumbido del ventilador colgado del techo. Miguel pagó sin comentarios las seis pesetas y salieron a la calle. Cruzaba un burro cargado hasta los topes de vasijas de barro, los botijos y los lebrillos colgando del serón casi a ras del suelo.
—Me tengo que ir —dijo Miguel—, ya nos veremos.
—¿Se acordará?
—Descuida. Ahora tengo que ver a don Pedro, más pronto…
—No sabe usted lo que se lo agradezco, estoy en las últimas.
—¿Y Joaquín?
—Joaquín, más vale callarse, ya le digo, la caraba.
—También querrá un remiendo, ¿no?
—Usted dirá.
—Bueno, yo hablaré con don Pedro por los dos.
—Joaquín no tiene en regla lo del carné.
—No sé, es lo mismo. Ahora lo único que hace falta es que os portéis, porque como sigáis así…
—Don Miguel…
Se despedían en la esquina. El viento seguía levantando remolinos de polvo por la parte del cruce, desplazándolos a lo largo de la acera vacía. Pasaron unas muchachas con espuertas y almocafres por el medio de la calle. Llevaban unos pañuelos oscuros en la cabeza y unos pantalones de hombre asomándoles por debajo de las faldas deshilachadas. Seguramente iban o venían de escardar.
—Yo os mando aviso a casa de Joaquín.
—Muchas gracias, don Miguel. A ver si es verdad que arrancamos.
—Yo os mando aviso. Hasta la vista, Lucas.
Lucas tiró otra vez por donde habían venido. Pasaba la mano por la pared desconchada. De espaldas, se le veía un churrete de calamocha en el cuello. Miguel torció a la izquierda y salió a una calle anchurosa, de floridas y encaladas fachadas, con una hilera de plantones de acacia a cada lado. En la acera de la sombra se veían algunas personas sentadas alrededor de unos veladores con tapas de cristal, cobijados del sol bajo unas sombrillas. Miguel atravesó la calle y entró en un estanco diminuto. Sobre la puerta aparecía la bandera bicolor, con una de la franjas coloradas un poco más oscura que la otra. Miguel sacó unos billetes del bolsillo del pantalón.
—Monterrey, por favor —pidió.
La vieja del estanco le acercó la caja. Miguel tanteó los puros, escogió dos y pagó. Cuando salía le empezó a punzar el hígado. Todavía no eran las tres y media en el reloj de anuncio de una agencia de viajes. El reloj no tenía números sino las doce letras de «Viajes Pegaso», la «j» en las 12. Sorteó los veladores y volvió a atravesar la calle. Se le mojaban los ojos con el ramalazo de la jaqueca. Una inmensa y caliente gota de acidez untando de hastío el campo de la visión, un espejo deformante deslizándose por las paredes a compás de la marcha. Miguel se desvió por un pasaje transversal, de circulación prohibida, y entró en una casapuerta penumbrosa. Se detuvo a encender un puro, dándole vueltas en la boca mientras chupaba. Luego se pasó el pañuelo por la frente. Subió las escaleras y empujó una puerta de doble giro en el primer amplio recodo. La puerta tenía un recuadro con un cristal esmerilado en la parte de arriba y una inscripción en rojo, formando arco: «Whyte & Montaña, Cía. Ltda». Una muchacha pelirroja y delgaducha, de apagado mirar, estaba sentada detrás de una mesa, en el ángulo del recibidor.
—Buenas tardes, don Miguel.
—Hola, ¿hay algo? —se quitaba las gafas de sol.
—Ahí le dejé las cartas en su mesa.
Miguel atravesó una sala con tres escritorios metálicos a cada lado y un mostrador de madera cruda en el frente. En dos de los escritorios trabajaban otros tantos empleados. Hasta las cuatro menos cuarto no estaba al completo.
—Buenas tardes.
—Buenas.
—¿Ha venido don Pedro? —se dirigía al último de la derecha.
—No, señor, todavía no.
Miguel se metió por una de las puertas del fondo. Era un cuarto reducido y con buena luz, donde cabían a duras penas un sofá, un estante y una mesa. Miguel se quitó la chaqueta y la colgó en un hueco que quedaba entre el estante y la pared. Luego se remangó la camisa y se sentó a abrir la correspondencia. Interrumpió la labor para volver a encender el puro. Sintió de nuevo los estirones del hígado y se aflojó el cinturón. Llamaron con los nudillos en la puerta.
—Pase.
Era uno de los hombres que trabajaban en la sala.
—Don Jerónimo, que lo llamara usted.
—¿Vino por aquí?
—No, telefoneó hace un rato.
—Gracias.
Miguel descolgó el teléfono y marcó un número. Don Jerónimo era más conocido por el apodo del Cuba. Sacudía la ceniza mientras esperaba la comunicación.
—¿Don Jerónimo?
Contestaron algo.
—De parte de Miguel Gamero.
Volvieron a contestar.
—No, muchas gracias, ya lo veré después.
Miguel colgó el teléfono y se puso a leer una carta. Hizo unas anotaciones en la esquina del papel. Lo adormilaba el teclear de una máquina de escribir, que parecía abrirse paso entre el cálido sopor de la habitación. Miguel agrupaba la correspondencia en tres montoncitos. Tengo que ver a Vicente Corrales, tengo que hacer algo. Metió cada montoncito en una carpetilla de plástico transparente. Hasta las siete y media quedaba tiempo de aguantar mecha, aunque no había nada nuevo que resolver. Se levantó y se acercó al estante. Rebuscaba por los anaqueles cuando se abrió la puerta.
—Creí que no estarías.
—A mi hora —dijo Miguel volviéndose.
Perico Montaña se sentó en el sofá.
—Estoy hecho polvo.
—¿No dormiste?
—Hasta hace un rato… La resaca.
—Es que fue de las buenas.
—Una cura de reposo.
Miguel se volvió a sentar, separando la silla de la mesa. La mesa tenía atravesadas por debajo dos barras de hierro, formando unas diagonales afiligranadas, con unos cilindros en la medianía. Perico Montaña se desabrochó el cuello de la camisa.
—Escribió el tío de las etiquetas —dijo Miguel.
—Ya era hora.
—Voy a decirle que bueno, que el dibujo a tres tintas, ¿no te parece?
—Yo creo que sí, tú decides.
Perico Montaña se reclinó en el sofá, apoyando la espalda en uno de los brazos de gutapercha y estirando los pies a lo largo del asiento, las manos cruzadas por detrás de la cabeza. Además de la viña de Valdecañizo, Perico Montaña llevaba una bodega de almacenado y era gerente de la agencia Whyte & Montaña, Cía. Ltda. El otro socio era un inglés que siempre andaba de viaje y que sólo aparecía por allí de higos a brevas.
—Cada vez aguanto menos —dijo Perico.
—Es que nos bebimos una cantidad curiosa.
—El resto. Y el gachó ese, ¿cómo se coló?
—¿Quién?
—Cobeña, el hampón que le lleva los trajines a Gabriel.
—Estaba en casa de la Chacona, ¿no?
—Ni idea. A mí me da en la nariz que fue a sondear lo de los cortadores.
—Seguro que lo mandó Gabriel —tragó saliva como haciendo un esfuerzo—. Yo estuve a punto de darle en la jeta, ¿te fijaste?
—Una adquisición.
Miguel se volvió para abrir un poco más la ventana metálica que quedaba detrás suyo. Metió la mano por debajo de la persiana de plástico para empujar el batiente.
—Todavía huelo a mosto —dijo, ahuecándose la camisa.
—No, tú hiciste tu noche. El numerito de la pisa fue de antología. Me imagino los comentarios.
—Hace una temporada que se me desboca el freno, lo vengo notando.
—Mucha tela. Y a ti que cada vez se te entiende menos.
—¿A mí?
—Bueno, la cosa salió, ¿no?
—No nos aburrimos. Otra nube.
Se quedaron callados un momento. Rebullían las copas de unos naranjos que asomaban por la tapia de enfrente.
—La niñata esa estaba bien —dijo Perico.
—¿La rubia?
—Sí.
—Saca más que las misiones. Yo me dormí a lo último.
—Estaba bien.
Miguel abrió un cajón lateral de la mesa y sacó una libreta con tapas negras de hule. Se abanicó un poco con ella antes de hojearla. Perico cerró los ojos, resbalándose por el brazo del sofá.
—Creo que Gabriel está que trina —dijo.
—¿Le dio el tétanos?
—Lo de los cortadores.
—Ya.
—A joderse tocan, yo no los suelto, ni hablar. Además que tampoco iban a querer irse ahora.
—Haces bien. Oye, a propósito, ahí te tengo a dos recomendados.
—¿Para qué?
—Para que los metas estos días en Valdecañizo.
—¿En Valdecañizo? Pero si allí sobra gente, se cubrió el cupo.
—Échales una mano, hombre.
—Ya estás tú con tus líos.
—Se trata de Joaquín el Guita y de un amigo suyo… Las están pasando moradas.
—¿El cantaor?
—Está de capa caída. Y el otro igual… Un caso de apuro.
—Bueno, que se vayan mañana en el camión, en algún sitio podrán meterse. Yo se lo mando decir a Serafín, si es que no la cascó con la que tenía anoche.
—De acuerdo.
Perico se incorporó despaciosamente del sofá. Tenía una inmensa ojera debajo del párpado derecho. En el otro no se le notaba tanto. Se pasó las torpes manos por el pelo, sentado todavía y con los codos en las rodillas.
—¿Vienes después al casino? —preguntó.
—Me parece que hoy libro.
—Una copa, hombre.
—Luego son cuarenta.
—Pues mejor.
—No sé, en serio. Voy a ver si corrijo el paso.
—Lo que te digo, que no hay quien te entienda, con esos laberintos que te traes.
—¿Yo?
Perico se levantó.
—Voy a quedarme hasta eso de las cinco, a ver lo que hay por ahí. Si quieres algo, estoy en el despacho.
—¿Tienes abajo el coche? —preguntó Miguel.
—Sí.
—A lo mejor te lo cojo un momento para ir a la imprenta.
—¿Vas a tardar?
—No, ir y venir. Los almanaques.
—Toma.
Perico le dio las llaves a Miguel. Las llaves iban sujetas a una cadenita de plata de la que pendía una piedra negra de sello.
—Gracias.
Perico apoyaba las manos en la mesa con un abandonado aire de fastidio. Se le resbalaban los pies al cruzarlos.
—Estoy que no me tengo.
—Yo también. Menos mal que no hay prácticamente trabajo.
—¿Has visto al del consorcio?
—Todavía no. Con eso de que la jerarquía me da sarpullido…
—Pues para el asunto de los carteles nos va a tener que echar un cable, de modo que vete curando.
—Y lo echa, no te preocupes. De eso me encargo yo.
A Miguel se le cerraban los ojos. Le daba vueltas a la cadenita con la llave del coche.
—De todas formas, cuando acabe en Valdecañizo, me voy a ir a Madrid a ver si resuelvo lo de la guía.
—Conviene —dijo Miguel.
—Hay un montón de cosas.
—¿Te vas solo?
—Ya veremos, a lo mejor me vas a tener que acompañar.
—Piénsalo, porque cuando yo me naje de aquí no me encuentran ni con perros.
Perico se fue para la puerta. Era de la misma edad que Miguel y un poco más bajo, pero parecía más joven.
—Bueno, hasta ahora.
—Yo, si la dirección no manda otra cosa, voy a echarme media horita.
—Cierra por dentro.
Cuando Perico salió, Miguel arrimó la silla a la mesa. Se quedó con la vista fija en un punto de la pared, dándole vueltas nerviosamente entre los dedos a un lápiz de doble mina. Después se quitó el reloj de la muñeca y lo dejó apoyado contra la escribanía. La escribanía era de cristal negro, y tenía dos tinteros con tapaderas doradas y dos pisos de muescas para las plumas. Tengo que hacer algo, de mañana no pasa. No comprendía por qué pensaba otra vez en Encarna y en Carmela, juntas y confundidas dentro de su propia náusea alcohólica, como si aquella tenaz e imprevisible referencia fuese también la única justificación de sus sórdidas renuncias de cada noche. Miguel se levantó y corrió el pestillo niquelado de la puerta, que no calzaba bien y había que forzarlo hacia arriba para que encajara en la hembra. Estoy cansado, todo el tiempo estoy cansado. Veo el cansancio del día siguiente frente a mis ojos, saltando en miles de materializadas virutas de ahogo, acometiéndome a cada paso que doy. Un agrio empellón de bilis se me agolpa en el pecho, trepando dolorosamente hacia la nuca a medida que cae la noche y se me cuartea el decrépito aguante de mi repugnancia. Miguel se dejó caer pesadamente en el sofá. Parecía que le habían cortado la respiración al pueblo: ya ni jadeaba. Se quitó cada zapato con ayuda del otro pie, forzando el talón repetidas veces. La estera amortiguó los golpes cuando cayeron al suelo. Llegaba de debajo del asiento un desapacible y enervante olor a guarnicionería y a relleno de crin. Miguel empezó a sentir sed, pero no se movió. Me pesan las sábanas con que me tapo, el lastre del vino viejo que no he digerido todavía, el membrete del papel de la agencia. Me están royendo el vientre las larvas del alcohol, se me enroscan por dentro de las sienes los gusanos del alcohol. A veces no puedo dormir, toda la cama es un repulsivo hervidero de mordientes y pegajosas burbujas, de blandos y movedizos amasijos que se me van adhiriendo a la piel como sanguijuelas. Siento debajo de mi cuerpo una masa amorfa y putrefacta que se descompone en diminutos bultos de culpa cada vez que intento escaparme de su contagio. Sonaba con un más acelerado ritmo el deprimente teclear de la máquina de escribir. Miguel se dio la vuelta hacia la pared. Veía el ajado cuero del espaldar formando una tupida redecilla que se iba ramificando como los hilos de una tela de araña. Es preciso hacer algo, tengo que agarrarme a un clavo ardiendo y hacer algo para salir de este hondón de mierda que me sigue empantanando en mi estúpida y miserable claudicación. Miguel cerró los ojos y se tapó la cara con un brazo, sin cambiar de postura. Una mancha gris horadando el negro fondo de los párpados, haciéndose más azul a medida que desalojaba la tenebrosa oscuridad del contorno, hasta fundirse en una volátil y titilante ascua rojiza, envuelta después en una especie de vértice que absorbía con un movimiento centrípeto los últimos rastros negros, abriendo la visión a un inmenso agujero fosforescente que ya empezaba a convertirse en una nueva serie de coloreadas espirales. Llamaron tímidamente a la puerta. Miguel pareció no oírlo. Buscaba acomodo por los pliegues del sofá desfondado, intentando evitar sin conseguirlo las protuberancias de los muelles sueltos. Necesito vomitar de una vez el asqueroso cieno de mi memoria. A Miguel se le iba la cabeza.