La mujer, medio dormida aún, tuvo conciencia de que algo se movía subrepticiamente por la habitación, no sabía bien si justo al lado de su cuerpo o en algún otro sitio que no podía localizar. Oía voces y ajetreo de cacharros en el patio. Debía de ser tarde, pero los remendados postigos de la ventana estaban cerrados y apenas si se veía un hilillo de claridad adherido a la madera. Sintió ahora como un roce áspero y acartonado encima de la pierna. No movió el cuerpo: deslizó una mano hasta el sitio en que notaba el contacto de la rugosidad y palpó una tela recia y como impregnada de salpicaduras de barro. Le bullía en la memoria una especie de intermitente llovizna de partículas de sueño, como si se le estuviese vaciando dentro de la cabeza aquella absurda mezcolanza de difusas imágenes y vagas visiones sin sentido. Por las mañanas siempre le costaba el mismo intolerable esfuerzo volver a la realidad. Debía de ser cosa del hígado. De manera que poco a poco fue recordando que Joaquín había llegado de madrugada, quizás un poco antes que de costumbre, y que se había quedado dormido de bruces sobre la mesa camilla, hipando a bruscos y regulares intervalos. Lo oyó después vomitar en el cubo del palanganero, atragantándose con la acometida de las bascas. El chorro del vómito, al sonar contra el latón del cubo, le había producido una penosa impresión de agotamiento. Pero entonces prefirió hacerse la dormida. Le causaba un inconsciente y morboso placer hacerse la dormida, dejarse invadir por una especie de bruma que le ahorraba el angustioso trabajo de pensar en algo concreto. La mujer se volvió, Joaquín estaba a su lado, vestido y tumbado boca arriba, con la garganta trabada de ruidos.
—Joaquín —dijo.
Joaquín gruñó sin moverse.
—¿Se te pasó? —volvió a decir la mujer.
—Se me pasó, ¿el qué?
—La que traías anoche.
—¿Yo?
—¿Ya no te acuerdas?
—No, déjame dormir.
—Déjame dormir… ¿Tú sabes qué hora es?
Joaquín se volvió de espaldas a la mujer. Dejaba caer la cabeza hacia el borde de la cama. El colchón se resbaló para fuera, derramándose sobre el barrote de hierro como un saco vacío. Joaquín buscó una blandura entre los pelotones de la borra y se quedó quieto otra vez, un brazo casi a ras del suelo, el lobanillo de la sien aplastado contra la almohada. La mujer saltó despaciosamente sobre él y se levantó. Apenas si se distinguían los contornos del cuarto.
—Lola.
—Di.
—¿Dónde vas?
—Voy por agua, ahora vengo.
Lola no abrió los postigos. Se vistió a oscuras, moviéndose por la habitación como si se hubiese aprendido de memoria el sitio exacto de cada cosa. No tardó en abrir la puerta, y salir, volviéndola a cerrar detrás suyo. Joaquín se había tapado los ojos con un brazo para evitar la ráfaga de la luz. El patio era rectangular, más largo que ancho, rodeado de una galería volada a media altura con barandal de madera. En el centro, en un hueco circular vaciado entre los ladrillos, crecía una precaria palma amarillenta. El grifo quedaba al otro lado del patio, al final de una tubería encalada que corría sobre los marcos de las puertas, bajando luego hasta unos palmos del suelo. Lola se acercó despaciosamente con una cántara en la mano y la dejó apoyada contra la pared, debajo del grifo abierto. Un hombre en camiseta se asomó a la puerta de al lado, levantando una cortinilla de arpillera que dejó recogida en una alcayata del quicio. Tenía la barba canosa y crecida.
—¿Está ahí Joaquín? —preguntó.
—Sí —dijo Lola.
—Voy a ver si tiene candela, aquí no hay ni candela.
—Se estaba levantando.
—Bueno, voy a entrar, que ya son horas.
—Como se acuesta tan tarde.
—Eso también es verdad. Quien cantando trabaja, saca sueño de ventaja.
—Yo le doy ahora las cerillas.
—Gracias.
El hombre se volvió a meter en su habitación. Lola era una mujer todavía joven, de facciones duras, prematuramente ajada. Se había ido abandonando poco a poco, casi sin darse cuenta, como si se entregara gustosamente a su propio y obligado desaliño. Cuando se arrimó con Joaquín, Lola era todavía una muchacha de buen ver, de carnes prietas y poderosas y una caliente mirada de sumisión. Había nacido y se había criado en las viñas y, ya mayor, se fue a vivir con su hermana, que era la mujer de Vicente Corrales, el capataz de las Talegas, uno de los pagos de don Andrés. Y allí fue donde la conoció Joaquín.
—Si alquilo un cuarto, ¿tú te vendrías conmigo? —le preguntó un día.
—¿Adónde?
—A donde sea.
—¿Y mi gente?
—Que le vayan dando. ¿Tú te vendrías conmigo?
—Sí.
Lola, con el tiempo, se fue dejando llevar por la desgana, haciéndose a la idea de que no valía la pena acicalarse y conservar la facha. Ni siquiera se imaginó que existía la posibilidad de luchar un poco contra aquella especie de solapada polilla que le iba carcomiendo de una forma tenaz e inconsciente los débiles puntales del sentir. Lola vegetaba sin apenas darse cuenta de lo que hacía o dejaba de hacer, resignándose instintivamente a su letargo.
—Te compraré unos zapatos de tacón.
—¿De verdad?
—Y un vestido.
—Granate, así con un cuello redondo de muselina, ¿sí?
—Eso está hecho.
El pelo de Lola se apoltronaba sobre la piel con una deslucida negrura, las largas y rizosas crenchas caídas sobre los ojos. Vestía una delgada y oscura batilla de percal, holgada por los pechos fláccidos, con unos tirantes cruzándole la espalda huesuda. Esperaba que se llenara la cántara, los ojos fijos en la pared, evadidos aún de sueño y con el lagrimal destilándole un rezumo blancuzco. El ruido del agua, al caer sobre el barro, se iba haciendo cada vez más agudo a medida que subía de nivel. A Lola le sonaban las tripas con un rebullir parecido al del agua. Por las mañanas casi nunca tenía hambre, pero le sonaban las tripas.
—¿Y de qué vamos a comer? —le había preguntado a Joaquín cuando planeaban lo de irse a vivir juntos.
—¿Tú qué te crees que vale mi cante?
—Mucho, pero con eso no llega, ya lo estás viendo.
—Llega de sobra, que me escuchen. Y además yo gano un jornal, ¿o no?
—Cuando hay faena, Joaquín.
—Nos arreglaremos, tú no te preocupes.
—Si no me preocupo.
—Hambre no vamos a pasar, descuida.
—Y yo me puedo poner a servir.
—De eso ni hablar.
—¿Por qué no? Si hace falta.
—Que ni hablar, vamos. Asunto concluido.
Se acercó otra mujer con un barreño de cinc que dejó en el suelo, al lado del bordillo de la poceta, aguardando a que Lola terminara. De la puerta de enfrente salía una vieja de ceño arrugado, pequeñita y nerviosa, sosteniendo un cacharro humeante envuelto en un trapo. Cerraba los ojos para hablar a chillidos, arrastrando las últimas sílabas con una lánguida y destemplada tonalidad de eco.
—Lola —gritó.
—Oigo.
—Que si tiene usted un poquito de perejil que dejarme.
—Espere, ahora miro.
Lola ya recogía la cántara, que rebosaba abrillantando la panda superficie. El chorro del grifo se había ido adelgazando hasta transformarse en un minúsculo canutillo de agua.
—No, si la van a cortar otra vez —dijo la mujer que hacía turno para llenar el barreño, acomodándolo sobre el pocijón de argamasa.
—Estamos buenos.
La vieja dejó el cacharro en una banqueta y se fue lentamente hacia el grifo.
—Es que la dejan a una cargar con todo —iba diciendo mientras se acercaba—. Yo no sé lo que se han creído, la niña y la madre de la niña.
—¿No está ahí Matilde? —preguntó distraídamente Lola.
—Y aunque estuviera, para el caso es lo mismo, figúrese. ¿O usted se cree que yo le veo el pelo?
—La edad…
—Qué edad ni qué edad. Es que no se hace cargo, eso es lo que le pasa. Y ahora, claro, la señorita está de veraneo, porque eso sí, que no la priven de lo que le gusta. Yo ya estoy hasta la coronilla, de verdad se lo digo. Y luego su madre, ¿dónde me deja usted a su madre?
Asomó un muchacho por el marco de la escalera, saltando ágilmente los últimos peldaños, con los brazos en cruz. Los peldaños eran estrechos y tenían un listón ahondado por el desgaste en el reborde, sosteniendo los sueltos ladrillos.
—Abuela, ¿ya ha puesto usted la radio? Tempranito —dijo.
La vieja se volvió, como disponiéndose a dar la cara, tenso y retejido de surcos el pellejo del cuello.
—¿Y tu madre, hijo? ¿Ha ido a coger moras?
El muchacho ya salía por la casapuerta.
—Un magué —respondió sin mirar, palmeándose el antebrazo con el puño oscilante.
—Fíjese usted qué respeto —dijo la vieja—, a lo que hemos llegado.
Y se alejaba otra vez a recoger su cacharro, maldiciendo entre dientes. La mujer del barreño le daba vueltas a la llave del grifo, del que seguía cayendo un balbuciente chorrito. Resoplaba el aire por la cañería, como escupiendo la salida del agua. Lola sacudía el cuerpo, encaramándose la cántara en la cadera.
—Ésa, mucho de boquilla, pero la Matilde no pierde el tiempo, lo mismito que su madre. Buen pájaro está hecha, no hay más que verla —dijo la mujer del barreño, casi sin levantar la voz, mientras se pasaba las ásperas manos por la abultada barriga.
—Digo… —murmuró Lola.
—Y la madre ni la ve, porque dígame usted cuándo la ve, cada una a lo suyo. Vergüenza es lo que no hay.
Por el patio, bajo el voladizo del fondo, unos niños saltaban a la piola. Se ponían en fila, serios y alertas, frente al que permanecía agachado, que cabeceaba como si abrevara en un pilón, buscándole acomodo a las piernas entre las fallas de la solería. «A la primera, linaje; a la segunda, candaje; a la tercera, polvorera; a la cuarta, culá que te parta…», iban cantando uno a uno, al tiempo que se turnaban para saltar. Lola los miró distraídamente y ya empujaba la puerta, pasando primero el cuerpo de espaldas a la habitación, para ayudar a que entrara la cántara. Volvió a aparecer con un manojo de perejil en la mano.
—Angustias —llamó.
La vieja estaba esperando junto al hueco de la palma, con un niño canijo agarrado a su faldón. Se acercó a recoger el perejil. Tenía una diminuta corcova lateral y andaba arrastrando los pies, escorada hacia la derecha.
—Muchas gracias, hija. Luego se lo devuelvo.
—Deje usted.
—Nada, no faltaría más, luego se lo devuelvo.
Lola no contestó. Se metía en el cuarto, pero se volvió un momento cuando oyó otra vez a la vieja.
—¿Ha visto usted a ése?
—¿Diga?
—No, el niño de la Panocha. Ésa es la educación que le enseñan.
—La de hoy en día.
—Yo no sé adónde vamos a parar, no respetan ni los años.
—En fin.
—Hasta luego, hija, y gracias.
Lola entró en la habitación y entreabrió un poco los postigos. Joaquín roncaba en la misma postura de antes, con la boca abierta, babeando contra el retor de la almohada. Se volvió cuando le dio la luz en los ojos, rezongando por lo bajo. Lola trajinaba ahora en el fogón, metiendo papeles por la ventanilla y dando aire con el soplador de palmiche. El soplador parecía un abanico de anuncio, con su redondo país bordeado de unos cordones malvas y su flexible mango de vareta. Joaquín entornó los ojos. Veía unas ráfagas de humo escapándose por la ventana como por el tiro de una chimenea.
—Tú, ¿adónde vas con tanto humo? —murmuró.
—¿Qué quieres que haga? Vete al patio.
Joaquín carraspeó, rascándose por debajo de la camisa e incorporándose fatigosamente. Se le destapaba el lobanillo de la sien al echarse el pelo hacia atrás. Hablaba mirando al techo.
—Tú dirás lo que quieras, pero me siento fatal.
—¿Y quién te dice nada?
—Me siento fatal, no doy una.
Llamaron desde el patio. Lola se asomó, entreabriendo la puerta. Era el hombre de la camiseta que había hablado con ella cuando llenaba la cántara.
—¿Me da usted candela? —dijo señalando con un gesto el cigarro amarillento de saliva.
—Ah, se me había olvidado, qué cabeza.
Lola le sacó un carboncillo atrapado en la tenaza. El hombre de la camiseta chupaba con trabajo.
—¿Prendió? —preguntó Lola.
—Ya, gracias.
—Nada.
—¿Se levantó Joaquín?
—Está echado, no anda muy allá.
—Que duerma, eso es bueno.
Lola se volvió para la habitación.
—¿Qué decía ése? —preguntó Joaquín.
—Que te alivies.
Salían unas llamitas gualdas de entre el carbón de la hornilla, que chisporroteaba contra el poyo, manchándolo de diminutas láminas negras. Lola colocó encima una cazuela de desconchado y rojizo esmalte, apretándola contra las aristas del carbón para que se sostuviese. La cazuela hizo un extraño y se quedó ladeada sobre el resalte de hierro, un poco escurrida por abajo.
—Oye —dijo Joaquín.
Se echaba lentamente para atrás, hasta que descansó la cabeza contra la pared, el almagre pegándosele al pelo.
—Di.
Hubo un silencio. Lola vertía en la cazuela el contenido de un plato, empujando las hojas de cardo con los dedos.
—Me siento fatal —repitió Joaquín.
—Ya lo he oído. ¿Qué te pasa ahora?
—Lo de siempre, ¿qué me va a pasar?
—El tranquilo que estás tú hecho, eso es lo que te pasa.
—No, si encima voy a tener yo la culpa.
—Hombre, mira el panorama. Y tú que si esto y que si lo otro. Y venga de beber, sabiendo el daño que te hace, ya me lo vas a decir.
—Será que tú ayudas mucho.
—Ya te he repetido veinte veces que me podían ajustar para el lavado, ¿no?
—Lo primero que tengo que hacer es ponerme bien.
—Eso por descontado.
—A Lucas le dieron una medicina para los bronquios en el seguro.
—¿Y qué?
—No, que a mí ni eso.
—Pues habrá que ir a la botica, la cosa está clara.
—Y tan clara. Apoquinando veinte duros.
—Yo ya no sé qué decirte, hijo.
Joaquín se levantó, mientras se abrochaba los pantalones. Se quitó la camisa. Tenía las carnes azafranadas y se le señalaba el esqueleto por debajo de la piel rígida, como la leña a través de un saco. Llenó la palangana, volcando la cántara sobre ella, y se enjuagaba los sanguinolentos ojos.
—Anoche tuve una pesadilla —dijo mientras se secaba—. Me habían colgado de un árbol por los pies.
—La borrachera.
—Y me daban con una vara en la barriga.
—¿Otra vez el disco de tu primo? ¿Pero a ti qué mosca te ha picado?
Joaquín dejó el paño de secarse entre los barrotes del pie de la cama.
—¿Te queda dinero? —preguntó.
—¿Dinero? ¿No te digo? Echa la cuenta.
—O sea, ni una lata.
—Ni una lata.
—Pues habrá que pensar algo.
Lola no contestó enseguida. Destapó un momento la cazuela y luego miró de pasada a Joaquín.
—Anoche fui a lo de Ayuso.
—Sí…
—No estaba, hablé con la Consuelo.
—¿Y qué, sacaste algo?
—Un sofocón, que ya no fía ni una rosca.
—Pues a la bodega no puedo ir hasta que no acabe la vendimia, ya te lo dije, y eso si hay suerte. De modo que…
—¿Total?
—Total, que no hay trabajo, ¿te parece poco? Y de cantar, ya me explicarás tú, con esta voz y con esta guasa del estómago.
—Y de la vendimia, ¿qué?
—Y dale con la vendimia. ¿No te he dicho ya veinte veces lo del papeleo ese de los cojones?
Joaquín se volvió a sentar en la cama, bostezando y metiéndose una mano por la cintura del pantalón.
—Ya no sirvo ni para coger coquinas, maldita sea.
—Te lo digo en serio, Joaquín. Hay que buscar un boquete, así no vamos a ninguna parte.
—Desde luego.
—Yo puedo colocarme para echar medios días, te lo vengo diciendo.
—Va a ser una solución.
—¿Hay otra?
—Mira, ahí tienes las de ganar. A mí no se me ocurre más remedio que ir a robar uvas por las noches.
—Anda ya, hijo.
Joaquín se quedó callado. Pensaba en su cansancio, en aquel sordo y agotador pellizco que le subía desde el estómago hasta la garganta, una y otra vez, acobardándolo y dándole una angustiosa sensación de acabamiento, como si le fallara la tierra bajo los pies y ya no pudiese remediar la caída. A veces el dolor se le estacionaba en un rincón del bajo vientre y allí permanecía horas y horas pegando zarpazos como un gato dentro de una canasta. Joaquín empezó a echarse al coleto todo el vino que se terciaba, por ver de calmar los arrechuchos, hasta que ya ni siquiera conseguía tolerar el vino.
—¿Qué aliciente le sacas, a ver si yo me entero? —le decía Lola—. Te hace daño, ¿no?, pues venga, tú más vino.
—¿Es que tú te crees que se puede cantar en seco?
—Yo no me creo nada. Los ejemplos al canto.
Joaquín había llegado al pueblo en 1944, hacía ya más de quince años, sin oficio ni beneficio. Recaló allí como podía haber recalado en cualquier otra parte, después de que lo soltaron del penal del Puerto de Santa María y de haberse pateado a lo que saliera las trochas de la región. El alcalde de su pueblo no había querido darle los papeles, pero le hizo la caridad de facturarlo para donde le viniera en gana. La sierra era grande y podía escoger el rumbo.
—Pero mire usted —le había dicho Joaquín al alcalde—, es que yo necesito buscarme un trabajo y con el salvoconducto de la cárcel no llego ni a la esquina.
—¿Cuánto tiempo estuviste en chirona, vamos a ver?
—Usted lo sabe mejor que yo: tres años menos cuarenta días.
—¿Y por qué?
—Me metieron al terminar la guerra, como a los demás.
—¿Lo estás viendo? Y ahora vienen las lamentaciones, ¿no?
—No, señor, yo lo único que quiero es la cédula.
—Pues la cédula no te la doy, mira tú por dónde. Arréglatelas con el papel que te dieron en el Puerto. A la gente como tú hay que escarmentarla, y bien.
—Pero es que a mí me hace falta, don Ramón, dése usted cuenta. ¿Qué hago, si no?
—Eso, allá tú.
—En el penal me dijeron que usted iba a solucionármelo.
—¿Por qué no pides ayuda a los tuyos?
—Los míos están aquí, en mi pueblo.
—De tu calaña ya no quedan, les dimos el pasaporte.
—¿Y yo qué le he hecho a usted?
—¿Tú? Más vale que te calles.
—¿Por qué me voy a callar? Usted me tiene que dar la cédula porque yo ya he cumplido lo que tenía que cumplir.
—No me digas. Anda, lárgate, si no quieres pasarte otros dos años a la sombra. Y que no te vuelva a ver por aquí.
A Joaquín le quemaba la sangre por el pecho arriba. La alcaldía tenía las paredes de cemento, con unas rayitas ocres imitando el dibujo rectangular de la piedra. Olía a heno. Por detrás de la mesa del alcalde se abría un balcón a la luz violeta de la plaza. Desde el muro de la izquierda, las figuras de dos cuadros miraban para Joaquín. Joaquín desvió los ojos hacia donde estaba pegado el cartel anunciador de las ferias, con un primer plano de madroños colgando de una torre y un caballo alzado de manos a su vera. Debajo venía la fecha de la celebración: del 17 al 21 de abril. Faltaban quince días. Joaquín se tragó la quina. Le empezaba a atosigar la punzada del estómago más fuerte que nunca.
—Un consejo —volvió a decirle el alcalde—: yo, en tu caso, me najaba del pueblo mañana mismo.
A la mañana siguiente, una pareja de guardias en traje de campo y mosquetón en bandolera se acercó a casa de Joaquín. Joaquín se había ido donde su hermano, que era escobero y vivía en una chabola de las afueras.
—El alcalde, que aquí tienes el billete —le dijo uno de los guardias.
—¿Qué billete? —preguntó Joaquín.
—El del tren.
—¿Cómo que el del tren? Yo no me tengo que ir a ninguna parte.
—De vacaciones, un regalo. Te bajas donde más coraje te dé, pero por aquí no vuelvas, ya lo sabes.
—Y eso, ¿a santo de qué?
—Orden de la autoridad.
—¿Y los papeles?
—Nosotros, ni idea.
—Pero ¿yo qué he hecho?
—A ver si lo averiguas. ¿O es que no te conviene acordarte?
—Una injusticia, ahí está.
El guardia que no había hablado levantó la cabeza con un inseguro desafío, acomodándose el mosquetón.
—Mucho cuidadito con lo que se habla, ¿eh? De modo que a callarse la boca porque va a ser peor.
Joaquín sentía un nudo de rabia en la garganta.
—El día en que se me ocurrió volver…
—A las doce y cuarto en punto en la estación, ¿estamos?
Joaquín anduvo dando bandazos por donde Dios le dio a entender, viviendo a salto de mata, hasta que cayó por el pueblo y decidió no seguir adelante. Al principio consiguió un trabajo eventual de mosteador por mediación de un paisano, durante las faenas de acarreo en las Talegas, defendiéndose también con alguna que otra chapuza y con lo que caía por las noches, que era de higos a brevas, cuando deambulaba por los ventorros al arrimo del fandango. Joaquín era un buen cantaor, con la voz heredada de una casta de hombres duros y enigmáticos, esparteros de oficio, que bajaban de la sierra con el buen tiempo y recorrían la comarca ofreciendo su mercancía y vendiendo de paso su cante al mejor postor. A poco de llegar al pueblo, Joaquín se juntó con la cuñada de Corrales, el capataz de don Andrés.
—¿Tú te vendrías conmigo?
—Sí.
Alquilaron una habitación en una vieja casa de vecinos del Angostillo y allí habían ido tirando, unas veces mal y otras peor, según los tiempos. A Joaquín, como a su padre y como al padre de su padre, le decían por mal nombre el Guita, no se sabía si por lo enjuto y piernilargo o porque también había trajinado en la mísera industria familiar del esparto. La habitación era reducida, pero tenía una ventana a un callejón.
—Aquí vamos a estar bien.
—Se cabe.
—La cama ya la tenemos, ahora hay que comprar una cómoda.
—Y una mesa y dos sillas.
—Todo se andará. Aquí vamos a estar bien.
Llamaron a la puerta con dos golpes secos y sonoros, como si hubiesen golpeado con la palma sobre un cajón vacío. Lola se acercó a ver quién era. Se recogía el pelo en la nuca, enlazando los crespos mechones con una horquilla.
—Buenos días. ¿Está Joaquín? —preguntaron.
—Un momentito.
Lola se metió otra vez para dentro. Hablaba mirando para el fogón.
—Ahí te busca ése.
—¿Quién? —dijo Joaquín.
—Ése, ¿cómo se llama?
Joaquín se levantó. Intentaba meter los brazos por las mangas de la camisa mientras se dirigía a la puerta. Afuera estaba esperando Julián Cobeña, apoyado contra uno de los puntales que sostenían el voladizo, de espaldas al cuarto. Era un hombre de edad indefinida, casi más ancho que alto, con una nariz amoratada y acribillada de agujeritos como una esponja. De día se le notaba más que de noche. Se volvió cuando oyó salir a Joaquín, moviéndose con una ridícula compostura y adoptando ese engolado aire de suficiencia de los espíritus serviles. Cobeña tenía cara de no haberse acostado.
—¿Qué hay, Joaquín? —saludó—. ¿Cómo va eso?
—Vaya, regular nada más.
—¿Y esas molestias?
—Pues eso, regular, unos días no me tengo y otros me aguanto. Mala cosa.
—Nada, hombre, lo que hay que hacer es no echar cuenta. Si uno va a andar todo el día con lo mismo y venga de vigilarse, a ver qué vida.
—No, si yo no le hago maldito el caso, como si no fuera conmigo, pero cuando esto empieza a decir aquí estoy yo… —y volvía a meterse la mano por la cintura del pantalón, como si buscara algo allí dentro.
—Lo dicho. Aquí donde me ves, todavía no me he acostado. Tuvimos una fiestecita en Valdecañizo y de allí me fui a la Perla. Un café y como nuevo. ¿Y sabes por qué?
—Di.
—¿Sabes por qué? Pues porque la salud depende mayormente de aquí —se apuntaba la sien con un dedo— y lo demás son peces de colores. Si algo no funciona lo que hay que hacer es darle la cara, o sea, que a ver quién puede más, hasta que se canse el cuerpo y coja por otro camino. Medicina de santo, hazme caso.
—Sí, eso se dice muy pronto, pero a la hora de la verdad, ya querría yo verte.
—Tú hazme caso.
El hombre de la camiseta se asomó al patio. Tenía aire de volver a pedir fuego. Titubeó un momento y luego corrió la cortina de arpillera de su habitación, echándole un ojo al Julián. Se oía cantar un jilguero por la parte de la azotea. Dos mujeres, una de ida y la otra de venida, atravesaban el estrecho soportal de la derecha trasegando agua. La más joven parecía no darse cuenta de su impasible y churretosa hermosura.
—Ésa es la niña de la Panocha, ¿no? —preguntó Cobeña.
—¿Cuál?
—Ésa, la del cubo, ¿hay otra?
—Sí.
—¡Cómo está!
—Y bailando, oro de ley.
—Si yo ya la he visto, Julián Cobeña al pie del cañón. El otro día estaba en lo del Troncho y armó un escándalo.
—Una artista.
—¿Y no se lanza?
—No sé.
—Pues yo le tengo echado el ojo, eso es una mina.
—Por ahí no vas encaminado.
—Ya me lo vas a decir, espérate. Unos cuantos de los verdes.
Julián Cobeña seguía con la vista a la hija de la Panocha, que cruzaba ahora por la galería alta. Sacudió la cabeza con un gesto como de volver a la realidad.
—Bueno, a lo que iba, que ayer tarde estuve con don Gabriel.
—Suerte.
—Y que quería una fiesta para esta noche.
—El estreno de la temporada.
—Venga, en serio. A eso de las diez. Tú caes por allí, ¿no?
—¿Por dónde?
—Por la Damajuana.
—Verás, es que…
—Cuento contigo.
—Hombre, qué quieres que te diga. Por mi gusto, ya estaba yo allí, pero es que no me encuentro nada bien, de verdad.
—Anda ya, tú, no me salgas ahora con eso. Si va a ser una cosa tranquila, una reunión sin más nada, es decir, oír un cante y tomarse una copita y ya está.
—Si no es por eso, qué más quisiera yo. Además, don Gabriel…, en fin, ya tú sabes, que no, vamos, que no se me apetece, para qué te voy a decir una cosa por otra.
—Pues no estás tú poco exigente. Don Gabriel tiene su trastienda, como cada quisque, mayormente, pero en cogiéndole el tranquillo, o sea, en sabiendo llevarlo, una aguja.
—Venenosa.
—Vaya, hombre, te levantaste que da gusto.
—Me sé yo más bien de memoria a don Gabriel y a toda su casta.
—Oye, mira, que yo no he venido aquí para que me tomes por el pito del sereno, ¿estamos? Encima de que uno te busca…
—Dispensa, Julián, yo sé que tú le trabajas ahí unos asuntos a don Gabriel, pero cada uno tiene su natural, yo sé por dónde voy.
—Hoy hay que aprovechar lo que sea. Como te pongas a darle vueltas a la olla, se la come uno más listo que tú, eso fetén. La vida es la vida.
A Joaquín le brilló en los ojos un momentáneo amago de agresividad.
—Y el que se lleva el gato al agua es el que no pierde ni el paso —remachó Cobeña—. Si es que no hay otro remedio: aprovechar lo que caiga, un ojo aquí y otro allí —se bajaba un párpado—, ¿tengo razón o no?
—Eso vamos a dejarlo.
Se oía un alboroto de voces. Joaquín miró hacia el fondo del patio, pero lo cegaba el reflejo del sol contra unos cristales. Se extendía un acre olor a puchero quemado a medida que arreciaba el calor. Una mujer hablaba a gritos con otra a través de todo lo ancho de la galería.
—¡Que si has visto al niño! —se desgañitaba.
—Bueno, ¿en qué quedamos? —dijo Cobeña—. No parece sino que te estoy pidiendo un servicio gratuito. A mí ni me va ni me viene, figúrate.
—Sí, si yo me hago cargo. Es que no me acabo de decidir. Luego te dejo colgado, ¿y qué?
—Escucha, Joaquín. A mí me encargó don Gabriel que le apañara un cantaor para esta noche y, ya ves, me ha faltado tiempo para venir a avisarte. Eso es lo que hay, sin interés. De modo que si te hace plan me lo dices y si no, pues aquí paz y después gloria. Por eso no nos vamos a pelear.
—Sí, claro.
—¡Y eso que le dije que viniera en seguida, le voy a dar una! —seguía gritando la mujer.
—Son cuarenta duros, date cuenta.
—Cuarenta duros. Como si no me hicieran falta.
—¿Y a quién no?
—¿No estaba ahí jugando a la piola?
—A quien los da, un caso.
—¡Ya le enseñaré yo piola, la leche que mamó!
—Bueno, ¿entonces, qué?
—Está bien, hecho. A las diez en la Damajuana. A ver si reviento de una puñetera vez.
—No será para tanto. Tú, con cumplir.
Lola entornó la puerta. Se asomó un momento y la volvió a cerrar casi de golpe. Julián Cobeña alcanzó a echarle un ojo a las brunas y entecas pantorrilas. Se le metía en las sienes el doble y fugaz centelleo de la piel. A Julián Cobeña le colgaba una gota de la nariz, como una maleable bolita de vidrio que aparecía y desaparecía con la respiración. Se acordó de pronto de la catalana, a la que no pudo meterle el diente la noche anterior.
—¿Tú conoces al Cuba? —preguntó, sorbiéndose la gota con ayuda de un dedo.
—De vista.
—Un tío litri con más conchas…
—¿Eh?
—No, es que me he acordado ahora no sé por qué. Anoche me la jugó, se la guardo.
Joaquín se quedó callado. Julián Cobeña sentía una ardorosa masa de eructos desplazándose hacia la garganta. Le empezaba a punzar el sueño en las cuencas de los ojos, como si le martilleara dentro de la cabeza una nebulosa superposición de las carnes de Lola y de la catalana.
—Y la parienta, ¿cómo está? —preguntó tragando saliva.
Joaquín se distraía mirando correr el agua por el canalillo escarbado en el piso. El agua bajaba desde el pocijón hasta el hueco central de la palma, escapándose por las junturas y estancándose entre los ajados ladrillos, que vaheaban como la boca de un horno.
—¿Dime?
—Lola, que cómo anda.
—Ah, bien, como siempre.
—Lola vale lo suyo, te lo digo yo.
A Joaquín le dolía más el estómago. Pensó que iba a tener que echarse otra vez en la cama. Boca arriba se aflojaba un poco el pellizco de la acidez.
—Ea, trato hecho, a las diez estoy en la Damajuana —dijo como despertándose—. ¿Van a venir a recogerme?
—Es una mujer como tienen que ser las mujeres.
—¿Van a venir a recogerme?
—¿Cuándo?
—Esta noche.
—Hombre, me figuro. Si tú ves que no han aparecido a las nueve y media o cosa así, coges el portante, tampoco te vas a herniar.
—Estamos. Y gracias, ¿eh?
—Nada, hasta luego, memorias.
Cobeña ensayó un afectado ademán de premura. Joaquín lo veía atravesar el patio bajo el voladizo, con el andar vacilante, como si se olvidara de algo, sacándose para afuera los sucios puños de la camisa. Se detuvo un momento para encender una colilla de faria. Tosía con el humo del fósforo. Luego levantó la cabeza hacia la galería, por donde sonaban unas voces de mujeres. Se sacudió la chaqueta, pasándose la manga por las solapas. Joaquín ya abría la puerta de la habitación, un poco encorvado para adelante, los ojos fruncidos. Lola andaba revolviendo entre los cacharros de la cómoda. Miró a Joaquín.
—Vaya sermón, hijo, qué barbaridad.
—Ése, cuando coge la palabra…
Lola intentaba cerrar un cajón que se había atascado. Se hincó de rodillas y empujaba primero de un lado y luego del otro, metiéndolo por tiempos.
—Tiene menos vergüenza… —dijo mientras se incorporaba, una mano en la cadera.
—Ni la conoce, estamos de acuerdo. Un poco más y le canto las cuarenta.
—¿Y qué quería?
—Nada, una razón para esta noche.
—Menos mal.
—¿Menos mal? Era de parte de don Gabriel Varela, con eso te lo digo todo.
—Tanto da. Algo salió, ¿no?
—Una colocación.
—Sí, encima quéjate, tú también eres especial. Va a venir a lo justo.
—¿Tú crees que si no me hicieran falta los treinta o los cuarenta duros iba yo a cantarle a ese hijo de la gran puta?
Lola se secaba las manos en los bajos de la falda, remangándosela para arriba.
—¿Quieres café? —preguntó.
—Venga.
Lola vertió el recuelo de la malta en un cuenco de loza amarillenta y se lo acercó a Joaquín. Joaquín lo sostuvo con las dos manos y sorbía ruidosamente, a pequeños y espaciados buches. Luego se sentó en la cama con una cuidadosa lentitud, apoyando la espalda en los barrotes de la cabecera, una pierna encogida contra el pecho. Miraba a un punto fijo del hule de la mesa camilla, todavía con el cuenco en una mano. Lola vaciaba la palangana en un pequeño bidón arrinconado junto a la puerta. Se oía como un remusgo de hojas crepitando con el calor.