7

Don Gabriel Varela se espabiló aquella mañana antes de lo normal. Entraba una cernida y cálida penumbra a través de las cortinas del balcón. Miró hacia la consola, levantando pesadamente la cabeza y haciendo guiños con los ojos. Buscó torpemente el cordón del timbre, que sonó con una lejana y sorda insistencia. Casi al tiempo de soltar la perilla, llamaron a la puerta y apareció una muchacha menudita, de andar tímido y premioso. Llevaba una bata azul y un delantal blanco, festoneado también de azul. El pelo lo tenía recogido en la nuca, anudado en un inmenso rodete. Hablaba sin mirar.

—Señor…

—¿Y Mateo? —preguntó don Gabriel.

—Me parece que ha ido a la cochera. ¿Lo llamo?

—No, deja, tráeme el desayuno.

—Sí, señor.

Cuando la muchacha salía, don Gabriel volvió a llamarla.

—Oye, tráeme también una copa de ginebra. Pero que sea para hoy.

—Sí, señor.

La muchacha se fue sin hacer ruido, entreabriendo la puerta lo justo para que pasara el cuerpo. Don Gabriel se estiró entre las sábanas, echándose para abajo el embozo. Se adormiló otra vez, pensando si iría al casino o si daría una vuelta por la viña, y ya entraba la muchacha con el desayuno.

—Con permiso.

—Ponlo ahí.

La muchacha acercó a la cama la mesita de ruedas. La empujaba como si fuera una camilla, con una delicada solicitud. Don Gabriel se incorporó, doblando la almohada para apoyar la espalda.

—¿Le descorro las cortinas? —dijo la muchacha.

—Sí, un poco.

Tiró del cordón y se entreabrían lentamente las dos mitades del terciopelo. Por debajo quedaba otra cortina de visillo. Chirriaban las argollas por el carril. Don Gabriel interrumpió a la muchacha.

—Ya.

Levantó los brazos, agarrándose a los torneados barrotes de la cabecera, los ojillos medio pegados de legañas.

—Oye, ¿qué hora es?

La muchacha miró para la consola.

—Van a dar las diez, señor.

—Está bien, dame la ginebra.

Se la acercaba despacito, cuidando de no verterla. Era una copa tallada, de largo y delgado cuello en disminución. Don Gabriel bebió de un trago, haciendo ascos con la cara. Resopló al devolverle la copa a la muchacha, que esperaba a su lado.

—Cuando vuelva Mateo, que suba —dijo don Gabriel.

—Ya está abajo, señor.

—Dile que suba. ¿Por qué no sube?

—Sí, señor.

La muchacha se fue para la puerta, deslizándose con unos pasitos breves y atropellados. Don Gabriel le miraba las piernas, frunciendo los ojos, mientras untaba descuidadamente la mantequilla.

—Petra —llamó.

—Mande —contestó la muchacha, volviéndose con una equívoca naturalidad.

—¿Vino ya tu prima?

—¿La Matilde?

—Sí.

—No, señor, todavía no ha venido.

—¿Y eso?

—No sé, creo que avisó que el lunes.

—Bueno, dile a Mateo que suba.

—Sí, señor.

La muchacha ensayó una torpe sonrisa antes de salir. Don Gabriel le pegó un mordisco a la tostada y la volvió a dejar sobre la bandeja. La tostada cayó boca abajo, pegándose la mantequilla a la servilleta. Ahora bebía a grandes sorbos la taza de café con leche. Se le abombaban los carrillos, manteniendo el buche en la boca antes de tragárselo, como si hiciera gárgaras.

—Uff.

Don Gabriel sacó las piernas de entre las sábanas y se quedó sentado un momento, los amoratados y descalzos pies sobre la alfombra, las manos en los riñones, arqueando el pecho. Respiraba trabajosamente. Se oía el ronco silbo del aire abriéndose paso por los bronquios obstruidos. Empujó con desgana la mesita de ruedas y se incorporó, apoyándose primero en las rodillas y enderezándose poco a poco como si se le hubiesen quedado rígidas las articulaciones. Abrió los brazos.

—Uff.

Sobre la consola había un gran espejo ovalado, de caña dorada, rematado por unos ampulosos apliques barrocos. Don Gabriel se acercó, doblándose sobre la consola y contemplándose detenidamente en el espejo. El bisel le deformó un momento la cara. Debajo de las cuencas tenía unas bolsas rosáceas y blandengues, como llenas de líquido. Después de palparlas, se miró dentro de los ojos, separándose la piel de los párpados con los dedos. La córnea tenía una vidriosa tonalidad de coágulo. Hizo una mueca de fatiga mientras se retiraba del espejo. Y ya llamaban otra vez a la puerta.

—Adelante.

Don Gabriel se estaba poniendo la bata y Mateo se acercó para ayudarlo, pero no llegó a tiempo.

—¿Me llamaba?

Don Gabriel se anudaba el cinturón de borlas. Levantó los ojos empañados.

—¿Tú qué crees?

—Sí, señor, estaba en la cochera, vigilando el pienso.

—¿Vigilando el qué?

—El pienso. Ayer dejaron en ayunas a la lunanca.

—Y tú al quite, ¿no?

Mateo era hijo de Julián Cobeña y se le notaba enseguida. Debía andar por cerca de los treinta años, y en delgado, tenía más o menos la misma pinta que su padre, con las piernas un poco zambas, como de montar mulas a pelo, y una grumosa nariz de pimiento morrón. Llevaba un chaleco a rayas negras y rojas y unos pantalones grises deformados por las rodillas. A Mateo, de niño, le habían soltado en la cara un salivazo del aparato de sulfatar viñas y desde entonces se le quedaron marcadas en el blanco de los ojos unas motas violáceas, que cambiaban constantemente de sitio pero que no llegaban nunca a borrarse del todo. A veces no se sabía si miraba con la pupila o con una de las venenosas manchas del sulfato. El estrabismo, aunque no se le notaba mucho, le venía de eso.

—Cuando yo te digo que vengas, es que vengas, ¿estamos?

—Sí, señor.

El padre de Mateo había regentado una tienda de vinos y ultramarinos en el Angostillo, pero el negocio no marchaba bien por aquel tiempo y tuvo que deshacerse de él de mala manera, a poco de terminar la guerra civil, rindiéndose al asedio del montañés Marcelo Ayuso, que andaba detrás de la quiebra para coger un traspaso ventajoso. Mateo no tendría por entonces más de diez años y tuvo que ponerse a trabajar en el despiadado rebusco de las viñas, hasta que Julián empezó otra vez a librarse del hambre sirviendo de intermediario en saneados asuntos de estraperlo. Fue por entonces cuando Gabriel Varela compró la viña de Monterrodilla con el producto de sus turbias especulaciones, cumpliendo así el primer objetivo de una rápida y despreciable época de las vacas gordas. Pocos años después, y por mediación de su padre, Mateo entró de ayudante de cochero en casa de don Gabriel.

—Yo creo que el niño le va a hacer el avío, la verdad —decía Julián Cobeña, sondeando la colocación de la mercancía.

—Vamos a ver —decía don Gabriel.

—No es que sea una fiera para el trabajo, mayormente, pero se le mete en cintura facilón.

—Algo es algo.

—Y además, sabe latín. Eso sí. Mateo es que las coge al vuelo.

—Como tú, ¿no?

—Hombre, don Gabriel, a un servidor no le gusta echarse flores, ya usted me conoce, pero de casta le viene al galgo.

—Claro, una joya.

—Cuando le he hecho falta para lo que sea, Julián Cobeña como un solo hombre. Lo que se terciara, ¿es así o no?

—Bueno, tú mándamelo.

Don Gabriel se fue acostumbrando poco a poco al raro talante de Mateo y, aunque las razones no estaban demasiado claras, terminó por dedicarlo a su vario y exclusivo servicio. A Mateo le daba igual cualquier cosa. Capeaba el temporal según viniera, sin preocuparse por nada que no fuese su propio instinto de conservación. En esto no salía al padre. Lo único que a Mateo no le habían enseñado a aguantar era el agobiante recuerdo de los días del rebusco, cuando recorría de punta a punta las viñas calcinadas, con el hambre mordiéndole las tripas, a la caza del racimo que se les había escapado a los cortadores. Conservaba una especie de vengativa memoria del hambre y de los trapicheos de su padre, que no ponía demasiados reparos en cambiarse la camisa y en venderse por un plato de lentejas.

—¿Fuiste a la bodega a llevar el muestrario?

Don Gabriel rebuscaba nerviosamente por los bolsillos de una chaqueta de seda cruda.

—No, señor —contestó Mateo—. A ver si luego me acerco.

—Que no hay forma, vamos, yo no sé cómo hay que decirte a ti las cosas.

—Es que no me ha dado tiempo, don Gabriel. Dése usted cuenta…

—Claro que me doy cuenta.

A don Gabriel y a Julián Cobeña los unían unos extraños y particulares vínculos de vieja complicidad muy parecidos a los que relacionaban a Marcelo Ayuso con don Andrés, aunque bastante más tortuosos. Cuando don Gabriel quería organizar alguna nocturna descubierta o tantear algún terreno vedado, avisaba en seguida a Cobeña, que para eso estaba y cuyas habilidades en semejantes apaños eran de una manifiesta utilidad. Sin contar con estos trotes, y a raíz de la terminación de la guerra, a don Gabriel también le había servido muchas veces el Julián Cobeña para dar la cara cuando las circunstancias del negocio lo requerían. Quizá por eso don Gabriel soportaba las irregularidades de Mateo con una desusada tolerancia.

—Claro que me doy cuenta.

Don Gabriel ya había logrado dar con lo que buscaba: un diminuto tubo de pastillas. Se echó una en la mano y se la tiró a la boca, atrapándola en el aire. Daba la impresión de que estaba entrando en esa malsana racha de vitalidad de los hipertensos.

—Dame agua —dijo sin despegar apenas los labios.

Mateo cogió la jarra de la mesita de noche y llenaba el vaso mientras se lo acercaba. Don Gabriel bebió, ayudándose con una flexión del cuello para tragar la pastilla.

—¿Está ahí el señorito Rafael? —preguntó.

—Me parece que salió hace un rato —dijo Mateo—. ¿Miro?

—No, engancha la torda, que nos vamos a ir.

—¿La torda?

—Sí, la torda, ¿o es que hablo inglés?

—Como la tenían que herrar…

—Es lo mismo. Venga, ya estás en la cochera.

Mateo salió, dejando la puerta abierta. Generalmente, Mateo exageraba la nota de sus despistes, haciendo mal las cosas con el simple propósito de molestar. Su elemental sistema de contraataque le había dado bastante buenos resultados. Tampoco en esto se parecía a su padre, que era un pardillo para la lisonja. Don Gabriel se quitó la bata y la tiró desde lejos sobre la cama. Después se acercó a recogerla, se la volvió a poner y llamó al timbre. Acudió otra vez la muchacha del uniforme azul.

—¿Y la señora?

—Todavía no ha vuelto de misa —contestó la muchacha.

—Vaya, concentración general, da gusto.

—Fue a la de diez a la Verónica. ¿Quería usted algo?

—No, nada. Y tú, ¿no vas a misa? —le pellizcó la mejilla al pasar, distraídamente, como si fuera una cariñosa costumbre.

—Sí, señor —la muchacha se retiraba.

—Que no muerdo.

Don Gabriel abrió una puertecilla lateral, disimulada entre el alto zócalo de madera rojiza. Se le oía trasegar con agua. La muchacha recogió las sábanas y salió. Cuando don Gabriel terminó de arreglarse ya eran cerca de las once y media. Atravesó despaciosamente la galería, mientras se ajustaba el sombrero, ladeándolo sobre los ojos. La escalera, en el descansillo, se partía en dos tramos que bajaban hasta los porches. Don Gabriel se echó una ojeada en un espejo del patio. El patio estaba sombreado y fresquito, con un toldo tendido a la altura de la azotea. Mateo, cosa rara, ya estaba esperando delante del portal, sentado en el pescante del coche, las bridas entre las manos lacias. De uno de los amplios balcones del caserón llegaba una quebradiza voz de despedida.

—Adiós, papá.

Don Gabriel levantó la cabeza mientras intentaba encaramarse en el coche.

—Adiós, Gloria, hasta luego.

—Que voy a irme a almorzar con Tana.

—Bueno, que te diviertas.

Don Gabriel se dirigía ahora a Mateo, que tenía puestas las manos sobre los ojos, en forma de visera, mirando también para arriba con una forzada postura, inexpresivo el ademán.

—Tira por la Rinconera, vamos a ir un momento al casino.

—Sí, señor.

El sol reverberaba violentamente contra los inhóspitos paredones aledaños. Al fondo de la calle, la luz del mediodía parecía trazar un círculo vertiginoso, saltando en miles de fragmentos, como el chisporroteo de una traca. Atravesaron una plaza sin adoquinar, limitada por cuatro filas cojas de plátanos y abierta ante los ruinosos y blanqueados muros de una iglesia. Don Gabriel, al pasar frente al pórtico, se descubrió con un ostentoso respeto. Unos chiquillos harapientos jugaban a cara o cruz al pie de la escalinata, tristes y codiciosos. Se quedaron mirando un momento al coche. Uno de ellos echó a correr detrás pero se cansó a medio camino. En la esquina del rellano un hombre se detuvo para dejarlos pasar. Llevaba una espuerta de cal en la cabeza y un palustre asomándole por la cintura del pantalón. Mateo hizo entrar a la jaca por una calle empedrada. Gemían las ballestas con los trepidantes esguinces de las ruedas. Llegaron a una rotonda de asfalto. Parecía como si se hubiese detenido de pronto el funcionamiento de una ensordecedora maquinaria.

—Un día de aúpa.

—Tela… —dijo Mateo—. Anoche me tuve que sacar el colchón al patinillo.

—Tú con tal de estar cerca de la calle.

—¿Yo?

Don Gabriel se metía los dedos por el cuello de la camisa.

—Oye, ¿has visto a tu padre esta mañana? —preguntó.

—No, señor.

—¿No cayó por casa?

—Pues no, es decir, yo no lo he visto.

Cuando le dieron la vuelta al chaflán, Mateo frenó el coche frente a una casona con traza de ayuntamiento. Se hundían las llantas en lo blando del piso. Don Gabriel se bajó resoplando. El casino, hasta después de la una, estaba casi siempre vacío. Don Gabriel, antes de entrar, se volvió para Mateo.

—Espérame aquí, luego vamos a acercarnos a Monterrodilla.

Mateo dijo que sí con la cabeza. Arrimaba el coche a la acera contraria, en busca de la sombra. Don Gabriel se metió en el casino mirando para la jaca, que cabeceaba nerviosa, babeando por el freno. El casino tenía un espacioso vestíbulo central, cubierto por una inmensa y coloreada montera troncocónica. De trecho en trecho se alineaban algunos butacones de cuero y algunas mesitas de doble tapa. No se veía a nadie. Don Gabriel se asomó a una puerta del fondo.

—Eh, ¿quién hay por aquí?

Apareció el conserje, abrochándose los dorados botones de la ajustada y verdosa chaquetilla.

—Buenos días, don Gabriel.

—¿No ha venido nadie?

—No, señor, todavía no. Es decir, arriba están esos señores americanos.

—Qué suerte. Tráeme una copa.

—Sí, señor.

Don Gabriel se dejó caer en una butaca, levantándose el pantalón hasta descubrir la pantorrilla ajamonada. Encendió un cigarrillo. Oía unas voces que iban subiendo de tono a través del hueco de la escalera. Se levantó y se acercó a uno de los balconcillos laterales. Veía brillar el granito de los adoquines y movía la cabeza para hacer coincidir el destello con un nudo del vidrio. El conserje le trajo la copa.

—Don Gabriel…

—Gracias.

Cogió la copa y metió la nariz dentro, oliendo despaciosamente el vino. Luego la levantó a la altura de los ojos e hizo resbalar el líquido hacia los bordes del cristal, girando la mano. Se mojó los labios, dando un sorbito y paladeando la pastosa frialdad de la solera. Terminó la copa a pequeños tragos y anduvo con ella vacía hasta la entrada del vestíbulo. Sintió los pasos de alguien que bajaba por la escalera y se volvió otra vez hacia el balconcillo. Cuando oyó que cerraban la puerta de la calle, llamó al conserje, haciendo pitos con los dedos. El conserje estaba sentado al fondo, en una silla de espaldar de tubo, junto a la marquesina que cubría la entrada del salón. Se levantó apresuradamente.

—Dame otra copa, que me voy —dijo don Gabriel.

Y le devolvió la vacía. El conserje apenas si tardó unos segundos. Don Gabriel volvió a oler el vino y otra vez lo miró al trasluz. El vino parecía cristalizarse con el tornasol de la claridad, como un rubí iluminado por dentro. Bebió con la misma calma. El conserje esperaba unos pasos atrás, con la plateada bandejita en la mano, atenta la mirada de hurón.

—Toma.

El conserje recogió la copa. Se iba hacia el salón cuando don Gabriel volvió a llamarlo.

—Oye.

—Mande.

—Si viene Cobeña dile que he ido a dar una vuelta por Monterrodilla, que ya lo veré más tarde.

—Sí, señor.

—No se te olvide.

—Descuide, don Gabriel. Que ha ido usted a Monterrodilla. ¿Algo más?

—Nada, hasta luego.

El conserje lo acompañaba hasta la puerta. Cuando fue a abrirla se le adelantó alguien que entraba en aquel momento. Se metió en el vestíbulo una mórbida racha de levante.

—Hola, qué cuenta el hombre —saludó don Andrés.

—Por ahí.

—¿Qué y esa vendimia?

—En eso estamos. A ver si me meto con la pisa a fin de semana.

—Pues yo ya estoy funcionando. ¿No se me nota?

—Te ha crecido el pelo.

El conserje permanecía con la mano en el pomo de la puerta. Don Andrés se abanicaba con una cartulina azul en forma de triángulo.

—Creo que anoche la organizaron buena en Valdecañizo —se peinaba las cejas hacia arriba—, es que no paran.

—No sé —dijo don Gabriel.

—El Cuba todavía la llevaba encima hace un rato, daba grima verlo.

—La primera noticia.

—Yo creí que tú también habías ido.

—No, gracias, a eso de la una estaba roque.

—Se te pasó, mira qué casualidad.

—La verdad es que tuve ahí un lío con Perico Montaña. No andamos lo que se dice en muy buena armonía.

—¿Y eso?

Don Gabriel se colocó de espaldas a la entrada. Balanceaba el cuerpo, apoyándose alternativamente en una y otra pierna.

—No, si no es nada. Lo único es que me pisó unos cortadores sin más ni más, y eso, así por las buenas, tiene castañas, vamos, que no se lo aguanto ni a él ni a nadie.

—Qué mal gusto, hijo. ¿Y ya estaban en Monterrodilla?

—¿Cómo que si ya estaban en Monterrodilla?

—Que si ya habían empezado a trajinar.

—Hasta ahí podíamos llegar. Ajustados estaban, desde luego, pero se los levantó Perico de la noche a la mañana sin decir esta boca es mía, y aquí me tienes. Cómo se las arregló, eso no lo sé.

—Una faena, ¿no?

—Tal como anda la contrata, de las gordas.

El conserje había optado por alejarse un poco de la puerta. Permanecía a la expectativa, cambiando la colocación de una butaca.

—Eso hay que arreglarlo, hombre —dijo don Andrés mirando al fondo del salón.

—Por mi parte no veo la forma. Tú lo conoces, se las da de listo, y a buena parte ha venido a dar.

—Yo le hablaré, déjalo de mi mano.

—Allá tú, pero Perico Montaña ya está para mí de más. Que no, vamos, que no tengo por qué aguantarle cabronadas a ese niño bonito.

—Son sus cosas, que él es así.

—Pues que aprenda, que tiene mucho que aprender. Además, yo se la guardo, porque me va a necesitar, eso seguro, y vamos a ver entonces quién lleva las de perder.

—No, si el asunto tiene su mandanga, no te digo que no, pero habrá una fórmula. ¿Él qué te ha dicho?

—¿A mí? Ésta es la hora en que ni los buenos días.

—Mal hecho, no lo niego.

—¿Mal hecho? Tú dirás. Luego le mandaron razón a Onofre: que como no habíamos empezado todavía, que estaban aprovechando el personal. Así, con esa cara.

—Cómo es…

—Un cuento de dos duros más por cabeza y santas pascuas. Tú vas a ver luego si no se quedan en Valdecañizo hasta que saquen la última bota. Y yo, mientras tanto, rascándome la barriga, es que se va a acordar.

—Sí, bien no se ha portado.

—La puñeta es lo que me ha hecho, date cuenta. Onofre está buscando gente, pero si no salen, ¿qué? Una semana perdida.

Abrieron otra vez la puerta. El conserje se adelantó para recibir a los dos hombres que llegaban. Detrás venía un tercero.

—Buenos días.

—Buenas, qué tal.

—Te dejo, voy arriba un rato —dijo don Andrés poniendo cara de congoja—. Es que me mareo con este levante.

—Esta noche me voy a ir a echar un ratito a la Damajuana, ¿te vienes?

—Ya veremos, no estoy muy en forma. ¿Vas a caer luego por aquí?

—Lo más seguro.

—Pues entonces hasta luego.

—Adiós.

Don Gabriel salió a la calle. Subía de las piedras un vaho denso y agobiante, como una compacta polvareda sacudida por los súbitos ramalazos del bochorno, cegadora y palpable, que se estacionaba en la boca y en la nariz sin dejar pasar el aire a los pulmones. Don Gabriel descubrió a Mateo apoyado contra la pared sombreada, las manos en los bolsillos, una pierna doblada para arriba. Sintió una gratuita irritación al verlo en aquella postura. Y se acercaba con prisas, como huyendo del hirviente fogonazo de la luz.

—Uff… Vamos.

Subieron al coche, cada uno por un lado. A don Gabriel le costaba trabajo llegar al estribo. Tuvo que tomar impulso varias veces, saltando indecisamente sobre una pierna y agarrándose a la barandilla del pescante. Cuando estuvo arriba le quitó a Mateo las riendas de la mano.

—Deja, voy a llevarlo yo.

Mateo apoyó los codos en las rodillas y juntó los dedos. Don Gabriel se echó para adelante y palmoteó las ancas de la torda. La torda arrancó con ansiedad, braceando como en una pelea.