6

—¿Qué quería ése?

La mujer de Ayuso estaba sentada junto a los anaqueles del almacén, llenando cartuchitos de pan rallado con una cuchara de latón. Le caían los pechos sobre la barriga hidrópica, modelando unas bolsas deformes y movedizas. Levantó un momento la cabeza mientras golpeaba el paquetito contra la tabla del mostrador, presionando la carga hacia abajo. Tenía los ojos pitañosos, escocidos del lagrimeo de la rija.

—Di, ¿qué quería? No, si no me lo vas a decir, eso ya lo sé yo.

—¿Quién? —dijo Ayuso.

—¿Quién va a ser? Don Andrés. No te hagas el sueco.

Ayuso despalillaba un montoncito de tabaco, extendiéndolo cuidadosamente sobre la palma y separando las estacas y los trozos de hojas sin picar. Respiraba ruidosamente.

—Nada, mujer, que quieres enterarte de todo.

—Ándate con ojo, te digo que te andes con ojo, que tú ni las hueles.

Ayuso se fue para la otra parte de la tienda. El despacho de bebidas estaba separado del almacén de ultramarinos por un tabique de panderete, abierto a uno y otro lado del mostrador por dos huecos ojivales, el de fuera bastante más ancho y alto que el de dentro. La mujer de Ayuso apareció detrás de su marido. Se balanceaba trabajosamente al andar, arrastrando las babuchas contra los ladrillos. Los ladrillos tenían apelmazada en las junturas una negra y blanda costra de suciedad. Ayuso empujaba con el pie el tablón que quedaba debajo del fregadero. Dos arrumbadores se desayunaban mano a mano con una botella de mosto, esquivos y retraídos. La mujer de Ayuso volvió al ataque.

—Otro encarguito de los suyos, ¿a que sí?

—Me quieres dejar ya tranquilo. Desde por la mañanita temprano, hija.

—Pues eso de la contrata va a ser un mal asunto —decía uno de los arrumbadores al otro—. Para el que está por fuera, claro.

—Eso se veía venir. ¿O es que se van a perjudicar ellos?

—Tú es que ni las hueles —repitió la mujer de Ayuso.

Ayuso no contestó.

—Cobrando —dijo uno de los arrumbadores.

—Tres ochenta.

—¿Ya subió otra vez?

—No, lo de junio.

—Vaya.

Ayuso recogió el dinero y le daba el cambio de un duro al arrumbador.

—Y una veinte, cinco.

—Con Dios.

—Hasta luego.

Ayuso se había casado hacía unos veinticinco años, a poco de llegar del valle de Cabuérniga con sus ahorros de pastor bien atados al forro de la zamarra y sus avarientos planes bien metidos en la cabeza. Su mujer se llamaba Consuelo Carrasco y era sobrina de la primera patrona de Ayuso, una vieja de discretas intenciones que le había alquilado al montañés un colchón para dormir bajo techado.

—Ya te habrá metido don Andrés en algún tejemaneje de los suyos —dijo Consuelo.

Ayuso rebuscaba en un cajoncito del mostrador.

—¿Has visto el mechero? —preguntó.

—Un día vas a perder la cabeza.

—Estaba aquí, en el cajón.

—Tú sabrás.

Ayuso se asomó a la trastienda, registrándose una y otra vez los bolsillos. La protuberancia de la tripa le impedía ahora volverse para hablar.

—Oye, y el niño, ¿dónde se ha metido?

—Fue a lo de las garrafas —dijo Consuelo—, ahora viene.

—Ahora viene…

—¿Encontraste el mechero?

—Ése, con tal de coger la calle.

—Te ayuda, ¿no? Es que lo traes a orza.

—Hombre, no faltaría más.

—¿Qué quieres? ¿Tenerlo todo el día amarrado detrás del mostrador?

—En mi casa, lo que es en mi casa, los flojos ya pueden ir cogiendo el portante y buscarse el garbanzo por su cuenta, ¿estamos?

Por delante de la puerta, las moscas volaban sin cansancio, produciendo como una zumbadora réplica al recalmón de la asfixiante mañana.

—Seguro que ya te han largado tu comisión —dijo Consuelo.

—¿Mi qué?

—No, si me vas a decir que tú haces los favores a don Andrés por su cara bonita.

—Te quieres callar de una puñetera vez.

Ayuso se acercó pacientemente a la pileta y enjuagaba unos vasucos. Los iba dejando escurrir boca abajo sobre una plancha de cinc orillada de moho. Jadeaba con los labios entreabiertos, pasándose de cuando en cuando la manga de la camisa por la cara congestionada. Consuelo dejó escapar un hondo y escandaloso suspiro, mientras se arrastraba como una foca hacia la otra parte de la tienda. Llevaba en la mano la cuchara de latón. Consuelo despachaba los comestibles y Ayuso el vino.

—Qué harta estoy ya —rezongó.

—Eso.

Se sentó al lado del mostrador, volviendo a llenar cartuchitos de pan rallado. Entraron dos mujeres. Una iba vestida de negro y llevaba un capacho en la mano. La otra llevaba una bolsa de lona gris y también iba vestida de negro. Consuelo despachaba los pedidos sin levantarse de la silla. Excepto las latas de conserva y las chacinas, todo lo demás lo tenía al alcance de la mano. Sólo tenía que desplazar las carnes a derecha o izquierda para poderse manejar un poco mejor. Cuando las mujeres salían, Consuelo se inclinó hacia el hueco, buscando a su marido.

—Ah, se me olvidaba, que anoche estuvo aquí otra vez la Lola.

—¿Qué quería?

—Lo de siempre. Que si Joaquín esto, que si Joaquín lo otro, que a ver si le dejaba un kilo de habichuelas.

—Yo no sé, Joaquín…

—Que ya no se le fía ni una perra, ¿estamos?

—¿Se llevó algo?

—¿Pues no te lo estoy diciendo? Ya no se le fía ni una perra, es que no puede ser. Cada uno defiende lo suyo. Si no, fíjate.

Ayuso no contestó. Cuando se fue a vivir a casa de la tía de Consuelo, Consuelo debía de tener como unos treinta años, cinco más que Ayuso, y ya tendía a una obesidad agresiva y malhumorada. Desde los quince, había estado sirviendo aquí y allí, cambiando constantemente de sitio. Por entonces, coincidiendo con la llegada del montañés, decidió dejar el oficio de criada y mudarse a casa de la tía, para ayudarla a cuidar de los tres huéspedes: Marcelo Ayuso y dos aprendices de tonelería. Los huéspedes, cada uno en su estilo, eran de los que le sacaban jugo a las piedras. Ayuso, una noche, sorprendió a Consuelo trajinando en la casapuerta con uno de los aprendices y le pareció que la cosa se ponía a tiro.

—Oye, guapa, ¿y a mí no me dejas un sitio? —le dijo a la mañana siguiente.

—Sinvergüenza, eso es lo que eres tú, un sinvergüenza.

—¿Y a qué viene eso?

—¿Que a qué viene? Todo el santo día detrás de una, a mí ya me estás dejando tranquila.

—Me gustas.

—Pues nanai de la China, te has equivocado de número. Conmigo no vas a conseguir nada de lo que tú quieres.

—¿Y qué tiene ese perlana que no tenga yo?

—¿Te lo digo? Que no es ni un mirón ni un chivato. Además, yo hago lo que me da la gana.

—¿Tú te crees que yo voy a irle con el cuento a tu tía? No me conoces.

—De sobra.

Aquella misma noche Marcelo Ayuso le dijo a Consuelo que la esperaba en la azotea, que tenía que enseñarle una cosa. Consuelo se fue a la azotea.

—¿Qué pasa? No vayas a figurarte…

—Mira.

Ayuso sacó del bolsillo del pantalón un fajo de billetes de a cien.

—¿Y qué? —preguntó Consuelo.

—Con esto voy a comprar un almacén y te voy a sacar de aquí.

—Venga ya con los roneos. A mí no me engaña ni tú ni veinte como tú, no estoy yo ya poco escarmentada.

—Te estoy hablando en serio, así me muera.

Ayuso arrinconó a Consuelo contra la caseta de la pila de lavar. Consuelo se resistía.

—Déjame, te digo que me dejes.

—Ven.

—Que grito.

A Ayuso no le cabía el resuello en el cuerpo. Consuelo optó por consentir.

—Ea, ¿ya estás contento?

—No.

Al mes escaso se casaron por la iglesia. A Ayuso le hacía falta una mujer para que le echara una mano en el negocio. Ya le tenía puestos los puntos al traspaso de una tienda de vinos y ultramarinos que no tardó en caer. Entraba ahora un vejete de pelambre entrecana, con una gorra marrón en la mano. Llevaba puesta encima de la cazadora una andrajosa chaqueta azul, raída por los codos. No debía de darse cuenta del calor.

—Media —pidió.

Ayuso abrió la espita de la bota para llenar la media botella. El vino olía a alcantarilla. Se volvió lentamente para dejarla sobre el mostrador, colocando a su lado un turbio vaso de vidrio. El vejete se sirvió y bebía sin pestañear.

—Bochorno ¿eh? —dijo, pasándose los dedos por las comisuras de los labios—. Y sin caer una gota.

—El verano, que no se acaba —dijo Ayuso.

—Aquí no se acaba ni la roña.

—Llevamos una temporadita…

—¿Tiene usted cambio de cincuenta?

—Me parece, traiga.

—De cincuenta, nuevecito. Lo vi y no lo vi.

—Pues yo creo que este levante va a traer agua.

Ayuso le entregó el cambio del billete. El viejo lo contaba, chupándose los dedos.

—Si está suelto se pierde de vista, como un gorrión. Amarrado parece que vale más.

Llegó una niña corriendo. No dijo nada. Se empinó para entregarle a Ayuso una botella vacía. La niña tenía las carnes desnutridas y achocolatadas. Miraba como si fuera a empezar a llorar. Ayuso le devolvió la botella llena y recogió el dinero. El viejo intentaba encender una colilla, medio quemándose los labios con el yesquero. Se echó la gorra sobre la pelambre, como si fuese un trapo, sin ajustársela. Terminó de beber y se despidió, haciendo un gesto con la cabeza y metiéndose la mano por debajo de la gorra para rascarse. Ayuso se fue para dentro. La trastienda estaba abarrotada de cacharros. Ayuso lo guardaba todo, almacenando basuras por cualquier parte. A cada lado quedaban las dos oscuras habitaciones que hacían las veces de dormitorios. Abrió una puertecita desencajada y se asomó al corral. El piso del corral era de tierra amarilla, pedregoso y desnivelado como un desmonte. Al fondo, sobre el tapial ruinoso, se abría un gran portalón de estacas. Parecía que habían encendido una hoguera delante. Se apilaban contra el muro unas sillas de tijera y algunas mesas de pino mugriento. En un rincón, junto al encharcado hueco del retrete, quedaba como una inmensa escombrera de ladrillos, tablones y arandelas de botas. Ayuso se volvió otra vez para la trastienda.

—¡Consuelo! —llamó.

Se oyó un gruñido y como el arrastre de un saco por la solería. Consuelo tardó en aparecer.

—¿Qué pasa? —preguntó desde la puerta.

Ayuso parecía medir las desoladas dimensiones del corralón. Contestó sin mirar a la mujer.

—Nada, que a ver si se arregla un poco esto para el domingo.

—Mira, que yo ya tengo bastante trabajo para que vengas ahora con tus ocurrencias.

—¿Ha vuelto el niño?

—No.

—Bueno, pues cuando quiera venir, que te eche una mano.

—¿Y por qué te ha dado ahora la manía del arreglo?

—Don Andrés les va a pagar el domingo una comida a los del Albarrán.

—Hombre, ya salió el asunto.

—Tú arregla esto y a callar. ¿Me oyes?

—¿Y quién va a hacer la comida?

—Eso ya se verá, tú arregla esto.

Alguien llamaba en aquel momento desde la tienda.

—¡Despachar!

Ayuso corría como un oso. Se asomó a la puertecilla, apretándose el ancho cinturón de cuero renegrido.

—Ah, ¿eres tú?

El muchacho estaba de espaldas, mirando para la calle, con el hombro apoyado en el quicio de la puerta. Tenía el pelo largo y revuelto y un insolente aire de buscavidas. Llevaba una camisa a cuadros y un mono azul mahón. Se volvió perezosamente cuando oyó a Ayuso.

—Presente.

—¿Y qué hay de nuevo? —dijo Ayuso.

—Nada.

—¿Qué va a ser?

El muchacho silbaba, yéndose otra vez hacia la puerta.

—¿Tomas algo? —volvió a preguntar Ayuso.

—Sí, un vaso de fino —se acercó.

Ayuso se lo servía. Se inclinó sobre el mostrador para hablarle.

—Precisamente a ti te quería yo ver.

—Pues aproveche.

—Verás, es un recado, o sea, que te tenía que dar un encarguito.

—Usted dirá.

El muchacho se rascaba por la entrepierna. Ayuso sacó la petaca.

—¿Un cigarro?

—Venga.

El muchacho puso el papel de fumar. Antes de liar su cigarro, Ayuso volvió a llenarle el vaso.

—Paga la casa.

—Gracias.

—Bueno, verás, pues que don Andrés me mandó decirte que quería hablarte de no sé qué.

—Ah, ya.

—Te acercas por allí, ¿no?

—Que espere.

—Hombre, a mí lo que me encargó es que te dijera que tenía que verte. Lo antes posible, de modo que…

—Mientras más espere, mejor.

Entraba en aquel momento el hijo de Ayuso. Había dejado a la puerta una carretilla.

—Vaya horita —dijo Ayuso—. ¿Adónde te has metido, criatura?

—Fui a ver lo de las garrafas, ¿no?

—Anda para dentro, que le tienes que ayudar a tu madre.

—¿Vino el Panocha?

—No.

—Pues me dijo que salía para acá con las garrafas.

—Tus martingalas.

—¿Eh?

—Anda para dentro.

El hijo de Ayuso también se llamaba Marcelo y debía de andar por los veintitantos años. Era pecoso y rubiasco, con una gran mancha colorada asomándole por el cuello. Se fue despacio para el corral, secándose el sudor de las manos contra las perneras. El muchacho del mono azul mahón había permanecido de espaldas, la vista fija en el vaso. Levantó un momento la mano para saludar al hijo de Ayuso, pero el hijo de Ayuso no pareció darse cuenta.

—¿Estuvo usted en la corrida? —preguntó el muchacho del mono azul mahón.

Ayuso le pasaba un trapo a un anaquel polvoriento. No miró para el mostrador.

—¿Yo? Yo no me gasto ochenta pesetas para pasar calor y para luego no ver nada, a mí no me la pegan ni con cola. ¿Miento?

—Eso, seguro. ¿Me da usted otro vasito?

—Ya está todo combinado de antemano, a ver si no.

—Y que lo diga.

—Antes de la guerra, otra cosa. Los toros eran como tenían que ser, y los toreros…, para qué vamos a hablar de los toreros. Bueno, yo tampoco soy de los que dicen que ahora no hay una figura o dos que se lleven de calle al público. Pero para el caso es lo mismo, ¿digo bien?

—¿Me da usted otro vasito?

—Como con todo. Ahí ocurre como con todo —seguía argumentando Ayuso mientras servía el vino.

El muchacho cogió el vaso y le pegó un sorbetón. Se quedó callado un momento.

—Hablando de otra cosa —dijo como de pasada—, su amigo, el cantaor ese, dio anoche la nota en el tabanco de Manuel.

—¿Joaquín? ¿Qué pasó? —preguntó Ayuso.

—Que llevaba una jumera como un tranvía. Con decirle que hasta tiró de navaja. Estuvo sembrado.

—Pero ¿pasó algo?

—Hombre, sangre no hubo.

—Yo no sé, Joaquín…

Apareció otra vez Consuelo, seguida de su hijo.

—Que qué se hace con las tablas —preguntó.

—¿Cómo que qué se hace? Pues dejarlas donde están, mira que la pregunta.

Consuelo se volvió refunfuñando. El hijo de Ayuso se acercó al muchacho del mono azul mahón. Hablaban con el mostrador de por medio.

—¿Qué hay? No te había visto. ¿Te has caído de la cama?

—Ya ves, por aquí pasando calor.

—Creí que estabas en el campo.

—¿Quién, yo? Ni hablar. Un jornal de cortador me lo saco yo durmiendo, ¿no te parece?

—Sí, claro.

—Conmigo no va la cosa.

El muchacho del mono azul mahón miró un momento para Ayuso, que estaba ahora de espaldas, al otro lado de la tienda, rascando con una especie de almocafre en la casilla de la sal gorda.

—Oye, ¿estuviste con la Matilde?

El hijo de Ayuso bajó la voz.

—Anoche, viendo escaparates.

—¿Y qué?

—Bien, hay asunto.

—Hombre, eso de entrada, lo que yo te dije.

—No, no creas, hay asunto pero cuesta lo suyo, un ten con ten.

—Escucha, tú ahí no vas por derecho, ándate con ojo.

—¿Qué pasa?

—Te lo voy a decir para que no te coja de sorpresa. La niña esa, ahí donde la ves, tuvo ya sus líos con el canino de don Gabriel Varela.

—Pues sí que estás tú al día. ¿Ahora te enteras?

—Bueno, pero es que la cosa no se queda ahí. Lo mejor es que el tío se la va a llevar a su casa de criada. Servicio a domicilio, ¿qué tal la papeleta?

—Nada, hombre, lo mismo te digo, sin tiempo que estaba yo al tanto. Eso todavía está por ver.

—Tú confíate, luego me lo vas a contar.

Ayuso se asomó por el hueco del panderete, pero se hizo el desentendido. Seguía restregando la costra de la sal.

—La niña, si quiere, se forra.

—Eso sería una solución, por ahí sí.

—A ver. Fíjate en Mercedes, la hermana del Panocha. ¿Cuánto te apuestas a que ésa llega donde quiera?

—Pero Mercedes se la busca con el baile, o sea, que tampoco es una comparación. Aquí de lo que se trata es de que si no te espabilas te la colocan en el servicio doméstico.

—De acuerdo, otro caso, pero como yo me sé de memoria del pie que cojea Matilde… Cuando se dé cuenta que el más chico es de a cien, a bandeárselas por libre y adiós muy buenas.

—Tú sabrás.

—Seguro, que todo fuera como eso.

El muchacho del mono azul mahón escurrió el resto de su vaso.

—Bueno, otra cosa —masculló mientras se relamía—. Tu padre me ha dicho que don Andrés está que trina.

—¿Y a mí qué?

—Que cada uno ha hecho aquí lo que ha podido, tú, no me salgas ahora por peteneras.

Se acercó Ayuso, mientras echaba un escupitajo en el pañuelo y se quedaba mirándolo.

—Ya está bien de conversación, ¿no? Venga, a trabajar.

El hijo de Ayuso se despidió del muchacho.

—A la noche nos vemos —dijo cuando se metía en la trastienda.

—Estamos.

Ayuso arrancó una hoja de un cuadernito escolar que tenía un grueso lápiz de carpintero metido entre las hojas. Se puso a echar cuentas, el amplio abdomen volcado sobre la tabla carcomida del mostrador. De cuando en cuando se quedaba con el mirar perdido en un punto fijo de la tienda, golpeándose con el extremo del lápiz entre los dientes. Le sudaba la papera y se espantaba con la mano de morcilla el bullente asedio de las moscas. Cuando sentía el calor estacionado en la garganta, las moscas le producían dolor de cabeza.

—Bueno, gracias, hasta más ver —dijo el muchacho del mono azul mahón, que había vuelto a quedarse asomado a la puerta.

—¿Te vas? —dijo Ayuso.

—Sí.

—Que no se te olvide lo de don Andrés.

El muchacho del mono azul mahón salió sin contestar. Ayuso levantó la trampilla y se acercó a la puerta de la calle. La calle estaba casi desierta y el sol rebotaba con una fiera aridez contra la hiriente cal de los muros y el compacto polvo del empedrado. Unos niños se retostaban jugando a las canicas en un angosto solar que se abría en el derribo de la esquina. Ayuso resopló y entornó una hoja de la puerta. La barra del cierre sonaba como un badajo contra una lata. Ayuso miraba al techo mientras volvía a pasar al otro lado del mostrador.

—¡Consuelo! —llamó.

No le contestaron.

—¡Consuelo! —volvió a llamar, asomándose a la trastienda, una mano en la jamba.

Consuelo tardó en aparecer.

—¿Estás sorda?

—O me dejas tranquila o no arreglo el corral, una de dos.

—Ven, mira —Ayuso dejó pasar a Consuelo y señalaba para el techo de vigas pringosas.

—¿Qué?

Consuelo tropezaba con su marido, intentando ver. Ayuso se hacía a un lado.

—La tira de las moscas.

—¿Qué pasa con la tira de las moscas?

—Que a ver si la cambias, digo yo.

Del cáncamo de una viga pendía la hedionda y pegajosa tira de atrapar moscas, materialmente cubierta de grumos negros. Mirándola, parecía que era de allí de donde se descolgaba el más repulsivo componente de la peste de la tienda.

—¿Y para eso me llamabas?

—Hay que cambiarla, ¿no?

—Tú con tal de darle trabajo a los demás…

—La cambias.

Consuelo se fue otra vez para el corral, renqueando y murmurando a media voz. Ayuso la siguió hasta la trastienda. Se sentó en una silla de asiento de chapa, dándose aire con una tapadera de cartón. La tapadera tenía pegada por encima una etiqueta donde aparecían tres copas llenas de vino de diferente tonalidad: amarillo, ámbar y siena. Ayuso seguía echando cuentas con la cabeza. Hablaba solo, casi sin despegar los labios. No podía hilvanar los pensamientos de otra forma.

—Qué menos que un duro por barba. Suponiendo que vengan cien pobres, es decir, como mínimo, son cien duros que me apalanco.

Se oía el áspero frote de una escoba de ramas barriendo el terrizo del corral. Ayuso miró al despertador que estaba colgado de una alcayata, encima de una pila de cajones. Apareció su hijo.

—Ahora vengo —dijo mirando de soslayo.

—¿Adónde vas?

—Voy a darle un telefonazo al Panocha. Las garrafas…

—Ya estás aquí, ¿eh?

El hijo de Ayuso salió canturreando y con las manos metidas en los bolsillos, el andar desgarbado. Sonó el golpe de la trampilla del mostrador. Ayuso seguía dándole vueltas a lo de la comida.

—Cien duros ya es un dinerito. Ahora vamos a ver si el cura no le mete mano a la cuenta.

Se oía vibrar el fatigoso serrucho de las chicharras entre los alamillos de la calle.