5

Serafín cargó con la caja de botellas. Cuando entraba en el patio del caserío, la dejó un momento sobre el terrizo para tomar aliento. A Serafín le pesaban los años más de la cuenta. La intemperie de la viña le había echado encima la vejez antes de tiempo. Se pasaba el día sentado en los porches, curándose el asma y la artritis con inacabables dosis de mosto.

—Tanto da.

Volvió a cargar el cajón y se tambaleaba al andar, como si las piernas no le respondiesen del todo. Lo dejó arrimado contra el muro del patio, bajo el petromax que lucía colgado de la mata del jazmín. La noche estaba húmeda y abrasada de bochorno, como barruntando el hervor del caldero del levante.

Perico Montaña y Miguel fueron los primeros en llegar. Serafín se había acostado pronto y lo despertó el ruido del motor subiendo hasta el almijar. Detrás, en otro coche, venía el resto de la expedición. Perico se acercó a Serafín y le puso una mano en el hombro.

—Aquí venimos a echar un ratito. ¿Cómo va eso?

—Pues ya ve usted, don Pedro, así, así. Las noches me las tengo que pasar sentado.

—Vaya, hombre, hay que cuidarse.

—Me cuido, no vaya usted a creerse.

—Si necesitas algo, me lo dices.

—Muchas gracias, don Pedro.

Pasaba un grupo de viñadores camino de la cuadra de lagares.

—¿Y la pisa?

—Eso va superior —contestó Serafín—, ya se lo dije. En esta semana se liquida el asunto, es decir, si la cosa sigue marchando.

—Que seguirá.

A Serafín le dio un golpe de tos. Le bullía la flema en la garganta antes de echarla afuera. Se tapaba la boca con un inmenso pañuelo a cuadros verdosos. Perico se volvió para Miguel.

—Ya hacía tiempo que no venías.

—Bastante —dijo Miguel.

—Más de un año.

—Una cosa así.

—La última vez fue igual. ¿Te acuerdas?

—Igual. Aquí lo único que muda de pellejo es la víbora.

Se oía el motor del segundo coche trepando entre los baches de la vereda.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Perico.

—No, gracias.

—Venga…

—Luego quizá.

—Pues yo me voy a tomar un caldito. Entona.

Serafín ya se había calmado y se acercó a Perico.

—¿La caja es para ahora, don Pedro?

—No, si te parece la vamos a dejar de muestra.

—¿Quiere usted que vaya abriéndola?

—Andando.

Serafín se fue para dentro de la casa y salió con un cincel. Se agachó sobre la caja, volteándola de un lado, por donde aparecían unas iniciales y un escudo grabados al fuego. Metió el cincel por entre las maderas de la tapa, golpeándolo con una piedra. La tapa saltó al hacer palanca. Las botellas estaban envueltas en unos capirotes de pajilla. Serafín las fue sacando una por una y las dejaba alineadas junto al arriate. Tenía la calva salpicada de sudor.

—El tío ese se nos pegó —dijo Miguel.

—Quién —preguntó Perico.

—Ése, Cobeña.

—Lo que me olía, ahí vendrá.

—Oficio, lapa.

—A las primeras de cambio, lo pongo de patitas en la trocha.

Serafín sacó la última botella y se incorporó jadeando.

—El levante ya está encima —dijo.

—Seguro.

Entraban ahora en el patio los ocupantes del otro coche. Se reían con una destemplada algazara. Perico se había metido en la habitación del capataz. Apareció con un sacacorchos y se disponía a destapar una botella. El sacacorchos era niquelado y también tenía forma de botella. Miguel salió al encuentro de los que llegaban.

—¿No hubo pérdidas? —dijo.

—Bonito sitio, ¿eh?

—Aquí estamos enteros.

Una de las tres mujeres se abrazó a Miguel.

—Cariño, ¿por qué no me esperaste?

—Mucha calma —dijo Miguel.

—El campo, lo mío.

Los dos recién llegados eran Julián Cobeña y el Cuba. El Cuba debía de tener como unos cuarenta y cinco años. Nadie sabía bien de dónde había salido ni de qué vivía. Lo llevaban siempre a todas partes de gracioso. Parece ser que antes de aterrizar en el pueblo a sacar vientre de mal año o a pegar la gorra cuando las comisiones no rentaban, había oficiado de catador de vinos por los pueblos de Córdoba. Pero la cosa no estaba demasiado clara.

—Huelo a sangre, en el buen sentido —dijo.

Julián Cobeña era una especie de lagarto que había hecho de todo, hasta de alcahuete y tapapocilgas de don Gabriel Varela, vinatero y traficante, a cuyo servicio estaba desde hacía veinte años. Se había colado en la fiesta a última hora, sin que nadie lo llamara. Sus razones tendría.

—Bonita casa, sí, señor —volvió a decir.

Las mujeres curioseaban por el patio. Miguel las llamó.

—No alejarse mucho, que está suelto el jabalí.

Las mujeres dieron un respingo. Las habían sacado de casa de la Chacona. Una, la más morena, era catalana. Las otras dos habían nacido por allí cerca y ninguna tendría más allá de veinticinco años. La catalana era ya una cuarentona de armas tomar que se las daba de extranjera y de sabérselas todas.

—¿Qué jabalí? ¿Qué dices?

Miguel les habló confidencialmente.

—En las viñas, por si no lo sabíais, siempre anda suelto un jabalí cuando hay luna. Es la costumbre, no me vais a decir que os coge de nuevas.

—Venga, rico, déjate de cachondeo, que no somos del género tonto.

—Mira éste.

Miguel se encogió de hombros.

—A mí ni me va ni me viene. Yo lo único que hago es avisar.

Una rubia local, de exuberantes pechos, se acercaba balanceando el bolso de charol.

—Miguel, que estás como una cabra.

—Tú confíate.

—Que estás como una cabra te digo —lo provocaba blandamente, echándole encima las carnes.

—Bueno, qué, ¿nos tomamos un lingotazo? —comentó el Cuba—. Ya va siendo hora, digo yo.

Julián Cobeña tomó carrera con una grotesca afectación.

—Eso, me apunto.

—Sin empujar.

Se reunieron todos alrededor de una mesa dispuesta bajo la enramada del jazmín. La luz del petromax absorbía la claridad de la luna, cegando los contornos del patio, que parecía sumergido en un agobiante y translúcido fanal.

—¿Como a qué hora empiezan a pisar? —preguntó Julián Cobeña.

—No sé, a eso de las tres, que es cuando mean las vacas —respondió el Cuba.

Y se reía él solo. Perico Montaña repartió una ronda.

—La pisa está llena de sorpresas —dijo Miguel—. No se debe venir a una pisa sin antes haber chupado raíz de mandrágora, es imprudente. Al parecer, aquí nadie ha sido instruido en los secretos de la pisa. Peor que peor.

Miguel movía la mano al hablar, haciendo un gesto enfático. Entornaba los ojos, como recordando sus particulares sabidurías.

—Empédocles, en su famoso tratado de vinicultura —continuó—, dice que el mejor mosto es el que pisa una muchacha desnuda que ha sido desvirgada la noche anterior.

Una de las mujeres lo miraba como si se hubiese quedado traspuesta. Los demás no le hacían caso. El Cuba empezó a beber directamente de la botella, pasando primero la palma de la mano por el gollete.

—Del naranjal a sus labios.

—A mí, como no me den una copa, no bebo —dijo la catalana.

Miguel intervino, subiéndose a una silla con acelerada torpeza.

—¡El jabalí, el jabalí! ¡Sálvese quien pueda!

Las mujeres corrieron para la casa, gritando y empujándose. Julián Cobeña miraba a uno y otro lado sin saber qué hacer. El Cuba, aprovechando la confusión, lo atropellaba contra los puntales del sombrajo.

—Venga, quítese, que ya está ahí.

Se derrumbaron dos sillas contra el arriate. De las tupidas sombras del patio salió un perro canelo, indeciso y cojeando de una pata. Miguel se adelantó para espantarlo. Se volvía con aire triunfante.

—Ya pasó el peligro, ha habido suerte. El jabalí casi nunca ataca sin motivo, pero hoy debe estar soliviantado. Se conoce que el olor a hembra lo excita.

Las mujeres volvieron a salir cautelosamente. La catalana tenía el gesto aborrascado.

—No tiene ni pizca de gracia —dijo.

—Ninguna.

El Cuba le dio un codazo a Julián Cobeña.

—Usted no contaba con esto. ¿A que no?

—Hombre…

Perico se reía. Serafín apareció sobresaltado.

—¿Qué pasa?

—El jabalí —dijo Miguel—. Ya se escapó, afortunadamente. ¿Una copita?

—Venga. ¿Qué jabalí?

Volvieron a beber. Abrieron otra botella. Perico llamó a Serafín, que seguía intentando saber lo que había pasado.

—Oye, saca una jarra de la solera. Y mete tres o cuatro botellas en el pozo, que se vayan refrescando.

—Sí, señor.

—Espera. ¿A qué hora van a empezar la pisa?

—A eso de las tres y media. ¿Quería usted algo?

—No, nada. ¿Están durmiendo ahí las cuadrillas?

—Sí, señor, como siempre, en la bodega de atrás. ¿Quería usted algo?

—Tráete la jarra.

—Ya está aquí. Oiga usted, ¿qué era eso del jabalí?

—Nada, hombre, una broma.

—Acabáramos.

Serafín atravesó el patio. Debían de ser bastante más de las doce. La rubia de los pechos exuberantes se afanaba por congraciarse con Perico.

—¿Y todo esto es tuyo, titi?

—Y tuyo.

—Pues sí que te pondrás las botas.

—Vaya. Lo comido por lo servido.

—Sí, sí. Y tú en ayunas.

—Lo que pasa es que me distrae. Una viña siempre tiene su parte distraída, como cada cosa.

Sonó la cubeta del pozo chocando contra el agua. Parecía como si la lánguida y profunda sonoridad se estuviese distendiendo por debajo de la tierra del patio. Las voces se hacían más agudas e irreales dentro de la tórrida majestad de la viña.

—Bueno, ¿estás a gusto? —le preguntó Perico a la rubia.

—Yo sí. ¿Y tú?

—Depende.

—Depende, ¿de qué?

—De cómo te portes.

El Cuba volvió a llenar las copas. La rubia le trabajaba la rodilla a Perico, acercándose a mirarlo.

—¿Yo? De dulce. ¿O no lo sabes?

—Luego te lo digo.

—El mismo caso, mira por dónde.

—Yo no sé qué tengo —dijo la catalana, dándose un palmetazo en la pantorrila—, donde haya un mosquito, ése es para mí.

—Falta de alcohol —dijo el Cuba.

—Me ponen como un ecce homo.

Julián Cobeña levantaba los brazos.

—A mí que me registren.

Miguel se había quitado la chaqueta y la camisa. Tenía el pecho blanco y velludo, salpicado de pequeñas manchas terrosas.

—Hace un par de años podía romper con una simple inspiración una cadena atada al pecho. Últimamente he perdido muchas facultades, no me prueba el régimen.

Miguel se levantaba con actitud de forzado.

—¡Ha llegado Zampanó! —gritó el Cuba.

—Creo que ahora no podría repetir la hazaña, mal que me pese. Toca, Carmela.

Miguel se dirigía a la muchacha que lo había abrazado al llegar, respirando hondo. La muchacha le metió un dedo por el pecho.

—Huy, qué duro —dijo.

—¿Te das cuenta?

—A ver si se te ve un detalle, ¿no? —dijo la rubia arrimándose a Perico con dulzona afectación.

—¿Cómo? —preguntó distraídamente Perico.

—Que a ver si me haces un regalito, que no se diga.

—Recuérdame que te dé luego una canasta de higos.

—Venga, tú —se separaba—, que te estoy hablando en serio.

—Pues eso, una canasta de higos, ¿te parece poco?

—Es que estoy a dieta, corazón.

La catalana se echaba aire en el sobaco con un pañolito. Miguel cogió en brazos a Carmela de repente. Carmela pataleaba.

—¿Qué haces? Venga, suéltame.

—Un momento —dijo Miguel—. Alguien tiene que bajar al pozo a coger las botellas. Tú eres delgada y húmeda como una sonda. ¿Preparada?

—Suéltame, tú, déjate de cosas. Que me enfado, ¿eh?

—Calma, mucha calma. Veo que nadie está dispuesto a colaborar. ¿Qué trabajo te cuesta, di?

—Que me enfado te digo, Miguel. Además de verdad.

La dejó en el suelo con gesto de desencanto. Carmela se recogía nerviosamente el moño.

—Cómo eres —dijo Miguel.

—Estás loco, cariño.

El Cuba se encaraba con Julián Cobeña.

—Oiga, ¿y usted cómo anda de bragueta?

—¿Dígame?

—Que si le funciona bien el anteojo.

Julián Cobeña sonreía sin coger hebra, rascándose indecisamente su nariz de pimiento morrón.

—En lo tocante a la vista, servidor todavía va tirando. ¿Por qué me lo pregunta?

—Simple curiosidad.

—Pues veo lo que tengo que ver mayormente, que tampoco es así gran cosa.

Llegaba Serafín con la jarra de solera. Miguel metió los dedos dentro y se los pasaba por la frente. Luego cogió la jarra y derramó un chorrito de vino sobre el terrizo, que lo engulló casi sin dejar rastro. Crecía la vibración del viñedo, como si se fragmentase en una nueva acometida de repiques la obsesiva campana de los grillos.

—Cumplo con el rito de Hércules y los Geriones —dijo Miguel—. No es muy oportuno, me hago cargo, pero hay que conjurar los maleficios de la tradición. Mi tío Felipe, que es de la raza de los cabrones libertos, no me daría la razón, estoy seguro.

El Cuba y Perico hicieron lo mismo que Miguel.

—¿Don Felipe Gamero? —dijo Julián Cobeña.

—Usted no hable hasta que no se le pregunte —dijo el Cuba.

Cobeña se volvía para la catalana, haciéndose el distraído. Tenía ojos de aguantar lo que le echasen. Perico pasaba lánguidamente su mano por la cabeza de la rubia.

—Mójate tu mata de pelo, amor mío, con la flor de las viñas.

—Deja, tú, que luego apesto a borracha.

Bebían de la jarra de solera. Serafín había sacado una fuente de embutidos, que colocó sobre la mesa, en el poco sitio que quedaba libre. Julián Cobeña comía a dos carrillos, sin perder puntada.

—Que se va a engoñipar, compadre —dijo el Cuba.

—¿Eh?

Miguel cogió una rodaja de lomo. La sostenía en el aire frente al petromax, como mirándola al trasluz. Guiñaba un ojo.

—Se ve la Virgen del Pilar —comentó.

—Está bueno —dijo Julián Cobeña.

Serafín tenía unos claros síntomas de borrachera. Iba de un lado para otro mascullando entre dientes. Perico se quedó mirándolo.

—Oye, tú, para la jaca.

—No, si estoy bien.

—Ya lo veo.

—La digestión. Se me ha cortado la digestión con la levantada —tosía otra vez—. Eso es lo que tengo, un corte de digestión, seguro.

Carmela y la rubia se reían aparatosamente. Julián Cobeña se acercó a Serafín y hablaba con él bajando la voz.

—¿Qué hay, amigo?

—Tranquilidad.

—Tienen el completo, ¿no?

—¿Diga?

—El personal de la vendimia, que se ve que no falta.

—Aquí sobra de todo.

—Metiendo la nariz.

—¿Eh?

—No, que cómo se las arregló usted para la contrata.

—Pues eso, a base de nariz. ¿Más claro?

Serafín dejó a Cobeña con la palabra en la boca. Los vapores del vino le aguzaban el olfato.

—Otra que se liquidó.

—Descorcha.

Cuando empezaron a llegar los de la pisa, ya se habían bebido media docena de botellas y la jarra de vino viejo. Salieron al almijar, por donde se adivinaban los verdes montones de la uva puestos a solear sobre unos redores de esparto. Se palpaba el sofoco de la noche, el húmedo y malsano cuajo de la luna chorreando como una placenta. Miguel y el Cuba caminaban del brazo, hablando a empellones. Julián Cobeña llevaba a la catalana cogida por la cintura, achuchándola con manifiesta codicia. Detrás iba Perico, entre Carmela y la rubia, canturreando por lo bajo, con una botella asomándole por el bolsillo del pantalón. Miguel se detuvo de pronto, volviéndose hacia los demás con una desmañada lentitud, los brazos teatralmente abiertos. Los demás se pararon por inercia, cada uno a lo suyo.

—Hijos míos amadísimos, ha llegado la hora… —declamó—. No lo hago por mí, sino por mi abyecta casta de genízaros… No hay más que verme, soy el último eslabón de una cadena de ilustres traficantes en letrinas… Soy el que soy… Miradme bien antes de que represente la historia de los míos…

Racheó por la viña el bronco anuncio del levante, arremolinándose el albero junto al tapial del patio.

—Miguel —dijo Carmela.

—Con un fusil de palo… —continuó Miguel—. Toda mi maldita casta con un fusil de palo… Cambiaron mierda por mierda… Todas las cañerías están atascadas de mierda… Me pesan las sábanas con que me tapo, el lastre del vino viejo que no he digerido todavía, los muertos sin enterrar…

—Miguel —volvió a decir Carmela.

Miguel tenía hipo. Se quedó callado, mirando para las pilas de racimos. Los demás permanecían quietos. Ya estaban acostumbrados a los arranques de Miguel.

—No te digo —rezongó la catalana—. Loco de atar.

Cruzó una ráfaga de aire agobiante. Se oía como nunca el redondo y soñoliento hervor de la viña. Miguel volvió a abrir los brazos desnudos y dio un ridículo salto sobre uno de los montones de uvas, hundiéndose casi por completo en el pringoso y rezumante verdor. Perico ya se adelantaba corriendo.

—Venga, levántate, hombre. ¿Qué haces? —y lo cogía por los brazos, intentando tirar de él.

—Me estaban esperando… —balbucía Miguel—. Rafael Varela y Tico Corrales me estaban esperando…

Se acercaron Carmela y el Cuba y, por fin, consiguieron levantarlo. A Miguel le chorreaba el zumo por la cara. Tenía los pantalones salpicados de manchas y hollejos. Aparentaba salir de un trance.

—Bien, ya cumplí —dijo—. Ahora, a beber. No se puede perder ni un solo minuto, hay que ganarles por la mano.

Carmela se le arrimó y le chupaba la muñeca como un perro, hurgando con la lengua entre el vello de mazorca.

—Sabe a espirriaque —dijo.

Volvieron a entrar en el patio, dispersados bajo las copas de las dos filas de higueras. Algunos hombres, que habían acudido al porche a curiosear, se escabulleron hacia la bodega del fondo.

—Ha habido testigos —dijo Miguel, señalándolos—. Los mandaré llamar en su día.

Se fueron para la cuadra de lagares, iluminada ahora con las azulencas llamitas del carburo mezclado con el aceite. Cuando llegaron, la cuadrilla del primer turno estaba calzándose los zapatones de la pisa. Se levantaron de los redores de esparto que hacían las veces de asientos. Ya eran las tres y media pasadas.

—Buenas noches —dijo Perico.

—A las buenas noches, don Pedro y la compaña.

Perico se acercó al encargado de los lagares. Se le trababa la lengua.

—Por aquí andamos celebrando la faena con unos amigos.

—Por muchos años —dijo el encargado.

Los pisadores permanecían callados y quietos. Se violentaba el ambiente. El encargado rompió el fuego.

—Pues ya se está acabando con la carga, como quien dice.

—Buena cosa —dijo Perico.

—¿Y los carros? ¿Sabe usted si mandan mañana los carros?

—Eso, Serafín.

—Hacen falta, don Pedro. Serafín ha pasado unos días incapaz.

Perico empezaba a sentir el pastueño y nuboso vértigo de la solera.

—Ya arreglaremos eso.

—Lo que salga de esta tanda se va a tener que quedar al raso.

—Ya lo arreglaremos.

—Sí, señor.

—¿Nos vamos? —dijo la rubia.

Perico se dirigía a los pisadores.

—Bueno, que esta noche cada uno beba lo que quiera. Ahí hay diez arrobas para el gasto.

—A su salud, muchas gracias.

Los pisadores miraban para las mujeres, cuchicheando mientras se anudaban las botas y se remangaban los pantalones hasta los muslos. Cuatro de ellos se encaramaron al primer lagar, rebosante de uvas, hundiéndose en la carga hasta media pierna. Ágiles y serios, sin ocuparse ya de los visitantes, recorrían de lado a lado el gran pilón del lagar, pisándolo y repisándolo, avanzando y retrocediendo, como figuras de una absurda alegoría báquica. No miraban sino a sus pies. Se oía el compacto y resbaladizo resonar de las suelas, aplastando y volviendo a aplastar los racimos, con un acuoso rechinar de pastas y zumos. Un turbio olor a forraje ácido, a humus en fermentación, se mezclaba con la peste sutil del carburo. Empezó a caer el chorro de mosto de la piquera a la tina. Perico llamó al encargado.

—¿Quiere usted traernos una jarra?

—¿Mande?

—Que si quiere sacarnos una jarra de solera.

—Sí, señor.

—Y tráigase también las copas, por favor.

El encargado se fue despaciosamente para el fondo de la bodega. Parecía que quería tardar.

—Tú, ¿nos vamos? —volvió a decir la rubia.

Perico no le contestó. Miraba vidriosamente para el lagar de la derecha, donde estaban terminando de envolver con una tira de esparto, alrededor del eje de la prensa, los sobrantes de la pisa anterior. Dos hombres, uno por cada lado, empujaban después la barra giratoria, aplastando los restos de hollejos para extraerles sus últimos jugos. Chorreaba el avariento mosto sobre el pocijón con un delgado desliz de musgo. Se hacía difícil meterse en los pulmones aquel aire saturado de cien distintos y lujuriosos gérmenes en ebullición.

—A mí es que me chifla la vendimia —dijo Carmela.

—Pues, la verdad, hija, no sé qué sacas —dijo la rubia—. Una pérdida de tiempo.

Cobeña se había puesto a hablar con uno de los mosteadores que trasegaban el vino de la tina a la bota, de espaldas al grupo.

—Usted estaba en Monterrodilla, ¿no?

—Yo no, ¿por qué?

—Me pareció. ¿Y no hay por aquí ninguno de los que se vinieron?

—El otro turno.

—Ya.

Miguel tenía los ojos fijos en el lagar donde estaban pisando. Se acercó al tablaje.

—Buenas noches, amigos —dijo.

—Buenos días casi —contestó el más viejo, que seguía saltando, las manos aferradas a la garrota.

—Calor, ¿eh?

—Vaya, no es de las noches peores —se le entrecortaba la voz.

Miguel, de pronto, con una meticulosa calma, se quitó los pantalones y saltó dentro del lagar, agarrándose torpemente al reborde de madera podrida. No hacía una figura demasiado airosa bailando en calzoncillos sobre la uva. Los hombres seguían serios con su faena. Uno de ellos, el que había hablado antes, se acercó a duras penas.

—¿Qué, está fresquito?

Julián Cobeña se reía a carcajadas. Perico no se había dado cuenta todavía. Los pisadores fueron interrumpiendo su trabajo, entre divertidos y molestos. Miguel se resbalaba. Tuvo que agarrarse al eje de la prensa. Se le había atascado un pie por la pringue abajo de los racimos. Carmela se asomó al lagar, empinándose sobre las cuñas de la piquera.

—Venga, Miguel, bájate de ahí —dijo—, que te va a dar algo.

Miguel iniciaba otra vez sus saltos. Se había soltado del eje de la prensa. No se entendía lo que hablaba.

—… me estaban esperando… relojes… escoba… se acabó…

Miguel hizo un extraño y se cayó de bruces sobre la ubérrima carga del lagar. Lo levantaron entre dos hombres y lo ayudaron a bajarse. Estaba como congestionado, con todo el cuerpo empapado de mosto. Perico se adelantaba.

—Bueno, ya está, Miguel.

—¿Qué pasa?

—Que ya está bien, hombre… Con ésta, van dos. ¿Te has vuelto loco?

Recogió los pantalones y otra vez fueron saliendo todos al patio. Algunos pisadores se reían; los más conservaban un aire circunspecto y como distanciado.

—El gachó es de película.

—Entrada libre.

—Vaya manera de divertirse, a quien se le diga…

El Cuba fue el último en salir. Se volvía como si quisiera congraciarse con alguien.

—Al tío este cuando le da la vena…

Nadie contestó. Volvieron a reunirse a la luz del petromax del jazmín. Miguel le había echado el brazo por el hombro a Carmela. Todavía estaba en calzoncillos, pegajoso de mosto y maloliente a botica. La catalana y la rubia lo miraban con una despreciativa condescendencia. Perico había entrado en la habitación del capataz y ya salía con una toalla y una taza humeante.

—Tómate esto y sécate, anda —dijo.

Miguel se tomó el café. Estaba amargo y sabía a puchero. Escupió, poniendo cara de asco.

—Uff, ¿tenía veneno?

—No mucho —dijo Perico.

—El café no suele estar mal, pero la aljofifa hervida…

—Lo que había por ahí.

—Bueno, voy a ducharme, no lo pienso más.

—Como no te pongas debajo del grifo.

—¿Qué grifo ni qué grifo? ¿Para qué están las cubetas de los pozos? En Roma, ya fueron utilizadas con fines higiénicos por los mártires.

Se levantó. Cogió a Carmela de una mano.

—Ven, niña, ayúdame.

Carmela se fue con Miguel hacia el pozo, trotando mansamente. Los demás los miraban hacer. Julián Cobeña repartía otra ronda de vino. Se oyó el chirriar de la garrucha y el golpe de la cubeta sobre el brocal. Miguel se había quitado los calzoncillos. Desnudo, parecía más gordo. Se agachó para que Carmela le echara el agua sobre la espalda. Después se refregó con la toalla y se la relió a la cintura. Volvieron con los demás.

—¿Y Serafín? —preguntó Perico.

—Sin tiempo que entró en barrena —dijo el Cuba—. ¿No lo viste?

—Listo, como nuevo —dijo Miguel—. Vamos a ver si ahora no me da un ataque de incendiario. Los bautismos a destiempo es lo que tienen.

—Je, je, tiene gracia —dijo Julián Cobeña.

—¿Y usted de qué coño se ríe? —preguntó Miguel.

—No, nada.

—A andarse con ojo, ¿eh?

—Ya lo está oyendo —dijo el Cuba.

—Es que…

—No me levante la voz porque se la busca —dijo Miguel.

Julián Cobeña prefirió hacerse el sordo y beberse otra copa. Carmela le acercaba a Miguel la camisa.

—Abrígate, cariño, no vayas a coger lo que no tienes. Toma.

—Gracias.

Miguel se puso la camisa y los pantalones. Los calzoncillos todavía estaban húmedos y los tiró contra el arriate hechos un ovillo. Perico y la rubia se levantaron y se fueron para dentro de la casa del capataz.

—A descansar —dijo el Cuba.

Carmela le abrochaba la camisa a Miguel.

—Es que tienes unas cosas. Un poquito más y me voy.

—¿De mi vera?

—Digo.

—Mentira.

—Como éstas —se besaba el dedo índice cruzado sobre el pulgar.

—¿Hay alguna queja?

—Yo no te entiendo, qué quieres que te diga.

El Cuba y Julián Cobeña se disputaban sosegadamente la opulenta presa de la catalana.

—Aquí está sobrando uno —dijo el Cuba—. Le tocó.

—¿Y por qué regla de tres?

La catalana se arremolinó, una mano en cada muslo.

—Oye, muñeco, que yo no he venido aquí de turista. De modo que arreglar las cuentas prontito y si te vi no me acuerdo.

Julián Cobeña asentía, cabeceando con gesto evadido. Se le había salido más de lo normal la perenne gotita de moco que le colgaba de la nariz. Parecía luchar contra las crecientes embestidas del marasmo alcohólico.

—¿Y don Pedro? —se espabiló—. A ver si se olvida de regalarnos una damajuana de este vinillo.

El Cuba lo interrumpió, cargando la suerte.

—Aquí, el que no corre, vuela. A usted no se le va una, ¿eh, compadre?

—Un capricho.

—Si a la poca lacha le llaman capricho, de acuerdo.

—Déjalo, tú, que no parece sino que la viña es tuya —dijo la catalana—. A mí es que me jeringan los abogados, yo no sé la gente.

—No te sulfures, que la cosa no va contigo —dijo el Cuba, y se acercaba para hablarle en voz baja.

—Menos rollos. Venga, ¿vas a ocuparte?

—Arreando, que es gerundio.

Vaciaron todavía el resto de una botella antes de salir al almijar. A Cobeña la solera lo había dejado como una marmota y no se dio ni cuenta. Carmela y Miguel dormitaban tranquilamente uno al lado del otro, repantigados en unos sillones cortijeros, los cuerpos entumecidos. Los despertó un estruendo de cristales. Las primeras luces azulaban ya los lívidos contornos de acuario de la viña. Julián Cobeña se había caído de la silla donde roncaba, arrastrando al suelo unas botellas vacías y unas copas mediadas. Lo levantaron a duras penas. Unos hombres miraban desde la puerta de la cuadra de lagares.

—Habrá que irse —dijo Carmela.

—Ahora mismo —dijo Miguel.

—Ya va a ser de día.

—Vaya programa… Bueno, voy a ver si toco diana por ahí.

—Me muero de sueño.

Miguel tenía la cara abotagada y se tambaleó al desperezarse. Sacó unos billetes del bolsillo y los arrugó dentro de la mano.

—Toma —dijo.

—¿Por qué? No hemos hecho nada.

—Toma.

—No quiero.

Miguel le abrió la mano a Carmela y le hizo coger los billetes.

—Eres un cielo —dijo Carmela.

Miguel se metió en la habitación del capataz. Ya era de día cuando los dos coches volvieron a bajar por la vereda, camino de la trocha del Retén. Julián Cobeña dormía su borrachera acurrucado entre la catalana y la rubia. Aun soñando, no perdía ocasión de dar los tientos que podía. A Carmela se le cerraban los ojos al lado del Cuba, que conducía como un sonámbulo. Miguel y Perico Montaña iban en el coche de atrás. Ni siquiera de amanecida había refrescado. El levante volcaba sobre el campo sus broncas hornadas de polvo.