La taberna tenía el suelo de terrizo, parecía un barrizal reseco que se iba ahondando hacia las junturas de los muros, como vaciándose por el socavón de los cimientos. Era espaciosa y de techo alto, atravesado por dos aguas de vigas negras. El almagre de las paredes aparecía oscurecido y surcado de una enmarañada red de filamentos de mugre. Al fondo, a la derecha de la puerta, estaba el mostrador, con la madera pintada de nogalina, encuadrado entre una ruinosa pilastra y los dos muros posteriores. Lucas y el hombre del lobanillo se acercaron y pidieron dos vasos de raya. El tabernero se dirigía a un chaval de cabeza rapada y raquíticos miembros, cejijunto y con los ojos como pabilos.
—Marchando dos de raya.
En la taberna no había mucha gente. Unos cuantos hombres estaban sentados contra la pared de la izquierda, en un desvencijado banco de pino. Delante de ellos, sobre unos cajones negrucios, se alineaban varias botellas y algún que otro vaso. Una mujer, de saya maloliente y desteñido pañolón, bebía junto a un barril de duelas deslavazadas. Tenía los ojos semicerrados, inseguro el ademán, una chapeta violácea en cada mejilla. Se sonaba de cuando en cuando con un trapito que sacaba de entre las faldas, metiéndoselo materialmente dentro de la nariz y utilizando el dedo como una lezna, retorciéndolo para arriba con una alarmante penetración.
—Lo que le decía, que este año no se quieren coger los dedos —dijo uno de los hombres.
—Por lo mismo —dijo otro—, por tomarle la delantera al asunto de la cooperativa, ¿o no es así?
—Natural. En Valdecañizo y en las Talegas, que yo sepa, ya están dándole al manubrio. La bota de albariza está saliendo a cerca de tres mil.
Lucas se volvió hacia este último. Era un hombre cetrino y cuellicorto, cargado de espaldas y expresivo de gestos, que abría y cerraba la boca a compás de la respiración. Llevaba remangada la camisa y le colgaba del hombro una chaqueta de crudillo, con cierre de sotana.
—¿Ya? —preguntó Lucas.
—Eso parece, no me haga usted caso.
—¿Y quiénes han ido? ¿Sabe usted?
—¿Cómo dice?
—Los greñúos de la sierra —dijo el otro.
—¿Sabe usted los que han ido? —repitió Lucas.
—No sé —dijo el de la camisa remangada—, es decir, supongo que los de siempre, los de la primera contrata. Vamos, me figuro.
—Ya. Creí que los repartían por las listas.
—Bueno, eso fijo, pero cada cual tira luego de su cuerda.
—Y si no, usted dirá.
Entraron tres mujeres desarrapadas, distribuyéndose por la taberna como si les hubiese llegado la hora de cumplir con una diaria y pesarosa obligación. Una de ellas se sentó en la banqueta del lado de la pared y hablaba en voz baja con un viejo de gorra marrón y cazadora de panilla. El viejo miraba al terrizo sin pestañear y se metía la mano por debajo de la gorra, rascándose entre la pelambre entrecana.
—¿Vienes?
—No.
Las otras dos mujeres se habían arrimado al hueco de la ventana. La ventana estaba abierta, con los batientes pintados de un desvaído bermellón y una descosida persiana de canutillo ocultando los barrotes que la cruzaban por fuera.
—El mismo panorama.
—Aquí no se saca ni el forro.
El de la camisa remangada le hablaba ahora al hombre del lobanillo.
—Perdone la pregunta, ¿usted es de aquí?
—¿Yo? Como si lo fuera. ¿Por qué?
—No, nada, era por si le hacía lo de la vendimia.
El hombre del lobanillo se dirigió al tabernero antes de contestar.
—¿Quiere llenar? Dos de lo mismo —se volvía—. No sé, depende, el asunto del papeleo.
—En el pago de Monterrodilla andan buscando cortadores. Se lo digo por si le interesa, usted dispense si me meto.
El hombre del lobanillo no contestó. Se volvió para Lucas y empezó a beber a grandes sorbos de una especie de tubo de cristal, ensanchado por arriba. Se le oía tragar el vino. El vino tenía un color cambiante, turbio hacia el fondo, como de sangre aguada.
—¿Tú te has enterado? —murmuró, todavía con el vaso en la mano.
—Las cosas —dijo Lucas.
—En Monterrodilla los cazan a lazo.
Intervino un muchacho de camisa a cuadros que se apoyaba contra la pilastra del ángulo del mostrador, las manos agarradas a los tirantes del mono azul mahón.
—En Monterrodilla están pagando bien. Eso dicen.
—No le arriendo la ganancia, compadre —dijo el hombre del lobanillo—. Con don Gabriel Varela detrás, ni en bandeja.
—Están pagando como a catorce.
—Tijera incluida —dijo Lucas.
—Se conoce que escasea el personal —dijo el de la camisa remangada—. A los niños les están dando como diez duros. Aquí, o sobra guita o no hay con qué.
Lucas terminó de beber y se secó los labios con la palma de la mano, chascando la lengua.
—Se saca más con el rebusco —dijo.
—¿Más, qué? —preguntó el de la camisa remangada.
—Lo que sea. Más sarna.
El muchacho del mono azul mahón cambió de postura. Se rascaba ahora entre las ingles, levantando una pierna. Luego se metió un dedo por la bragueta del pantalón. Hablaba con esa íntima seguridad del que vive del aire.
—Yo estoy con usted —dijo.
El hombre del lobanillo pidió otros dos vasos de raya. Una de las mujeres lo miraba con los ojos quietos y enguachinados. Se le combaba la incipiente preñez por debajo de la abultada suciedad de la falda.
—Ése es forastero —le dijo a su compañera.
—Yo estoy con usted —repitió el muchacho del mono azul mahón.
—Del Moro, si quiere saberlo —dijo el hombre del lobanillo, volviéndose de espaldas al mostrador, los codos sobre la tabla roída de lejía.
—Mira qué bien —dijo la mujer.
—Del mismo Moro.
—Yo tengo un hermano en Melilla. ¿Tú eres de Melilla?
—No.
—A brazo, vendrán a ser ocho peonadas por aranzada —dijo Lucas.
—A mí me gustaría ir a Melilla. Mi hermano se quedó allí.
—Hizo bien —dijo el hombre del lobanillo.
—A lo mejor lo conoces.
—Pues en Valdecañizo dos duros más —dijo el de la camisa remangada.
—¿Me invitas? —preguntó mansamente la mujer.
—Pisa y tira, a cuarenta y dos y pico las treinta y una arrobas.
El hombre del lobanillo miraba otra vez para dentro del mostrador. El pelo le caía sobre los ojos, medio tapándole la amoratada excrecencia de la sien. Se aclaraba la garganta con un atollado estruendo. Luego apuró el resto del vaso y pidió otros dos. Lucas lo frenaba.
—Tú, Joaquín, ¿adónde vas? Pasito…
El hombre del lobanillo pareció no oírlo. Cogió directamente el vaso de manos del niño de la cabeza rapada y volvió a beber casi de un golpe, descansando un momento para hipar. Daba la impresión de que había devuelto parte del vino al vaso y que se lo había tragado por segunda vez. Hizo un gesto de asco.
—Yo me voy a cagar en el padre del que le eche agua al vino —dijo sin levantar la cabeza, la vista fija en el mostrador.
El tabernero se volvió. Era un hombre de mediana estatura, enteco y peludo, con una faja negra ciñéndole hasta el pecho la camisa de rayado algodón. Tenía las cejas como cepillos y la boca desdentada. Hablaba arrastrando las sílabas con una torpe y perezosa modulación.
—Oiga, ¿eso lo dice usted por alguien?
—Yo lo que digo es que me cago en el padre del que le eche agua al vino. Sin señalar, ¿está claro?
Los demás no se movían. Lucas miró al hombre del lobanillo con un intranquilo gesto de sorpresa. Parecía estar reconociendo a alguien. Veía sus ojos ligeramente estrábicos, brumosos con el vaho indigesto del vino.
—Eh, ¿a ti qué te pasa?
—¿A mí? ¿Por qué? A mí no me pasa nada. Lo único es que no aguanto que me tomen de primo.
El tabernero salió de detrás del mostrador, abriendo una trampilla lateral y agachándose con una rezongante lentitud por debajo del tablero.
—Usted ya está en la calle —dijo—, pero que ahora mismo.
Una de las mujeres se acercó al tabernero. Tenía un grotesco ademán de sumisión, entre temeroso y cansado.
—Déjalo, Manuel, ¿no ves que está borracho?
—Pues aquí no quiero borrachos de esa calaña, estaría bueno —se interrumpió—. Conque a la calle, venga, que no se lo tenga que repetir.
—Déjalo —volvió a decir la mujer.
El hombre del lobanillo abrió los brazos, como desperezándose. Se escuchaba un burbujeo de líquido por detrás de las botas. Olía a retrete y a zotal.
—¿Y quién es el guapo que me va a poner a mí en la calle, vamos a ver? Yo me cago en el padre…
El tabernero se arrancó, arremetiendo contra el hombre del lobanillo con las manos por delante. La mujer se puso en medio y Lucas sujetó al tabernero, que forcejeaba aparatosamente. Se le había soltado el cabo de la faja y se lo remetía por la cintura con un apresurado titubeo. El hombre del lobanillo empujó a la mujer y sacó una navaja del bolsillo de detrás del pantalón. La abrió con una insolente lentitud. La navaja era de cuatro dientes y se espaciaban los golpecitos del resorte como si estuviese goteando plomo derretido. El tabernero se deslizó otra vez por dentro del mostrador. Nadie se atrevía a intervenir. Empezaron a sonar unas campanas, teatrales y difusas, como equivocándose de hora.
—Usted se cree un valiente, ¿no? —dijo el tabernero—. Y a mí no me asusta, ya me lo va a decir cara a cara, se va a acordar.
—A ver —dijo el hombre del lobanillo—, otros dos vasos, pero de la bota seca, ¿estamos?
El tabernero se hacía el sordo. Miraba sombríamente a Lucas sin decir nada. Se le oía respirar a golpes entrecortados. Lucas cogió por el brazo al hombre del lobanillo.
—Venga tú, Joaquín, ¿qué te pasa? Yo no sé qué te pasa. Vámonos ya.
—A mí ya me estás soltando, ¿te enteras? Ahora nos vamos a tomar dos vasitos y una taza de caracoles.
El viejo de la gorra marrón se escabullía hacia la calle.
—Ya me lo va usted a decir —repitió el tabernero—, de ésta se acuerda.
—No le haga caso, usted perdone —dijo Lucas.
El hombre del lobanillo se encaró con la mujer preñada que tenía un hermano en Melilla.
—Tú, ven acá, niña. ¿Qué quieres tomar?
La mujer no se movía.
—A mí me deja usted tranquila.
La mujer se apretaba el verde y raído cinturón de cabritilla por hacer algo, abombándosele más la barriga. Miraba para Lucas y luego para el tabernero, que permanecía separado de la tabla del mostrador, al lado de las botas, pestañeando con creciente inquietud. El hombre del lobanillo cerró la navaja. Pero no la guardó; la balanceaba entre el dedo índice y del pulgar. Estaba pálido como un muerto y se sonreía con una forzada mueca.
—¿Qué quieres tomar? ¿Quiere la señorita tomar una copa de moscatel?
La mujer no contestó. Agarraba del brazo a su compañera, la que se metió por medio en la bronca. La otra se había escapado detrás del viejo de la gorra marrón.
—A ver, una copa de moscatel para la señorita —pidió el hombre del lobanillo—. Y dos vasos de raya, ¿es que no me oye?
—Bueno, yo me voy, se acabó —dijo Lucas—. Allá tú.
El tabernero continuaba haciéndose el distraído. Se inclinaba para hablarle al chaval de la cabeza rapada, que ponía ojos de animal acosado.
—Oiga usted, ¿es que no me oye? —repitió el hombre del lobanillo—. Una copa de moscatel.
—Vámonos, Joaquín, venga ya —dijo Lucas—. Y esto, ¿quién va a pagarlo?
—Esto va a cuenta del agua.
Intervino el muchacho del mono azul mahón, mirando para los demás parroquianos desvaídamente, como si no se dirigiera a nadie en particular. Se cogía la barbilla con la mano, girando el cuerpo.
—Aquí lo que faltan son cohetes, una función de balde.
—Que yo doy parte de usted, vaya que si doy parte, ya verá —dijo nerviosamente el tabernero.
—Ya está bueno lo bueno, ¿no? —dijo Lucas.
El hombre del lobanillo cambió el tono inesperadamente, como si se estuviera aburriendo de todo aquello y despertara de pronto a la realidad. Estaba todavía más pálido que antes y tenía los ojos mojados y como escocidos. Empezó a hipar otra vez y se apretaba el estómago con el revés de la mano. Se volvió al tabernero mientras se hurgaba en el bolsillo del pantalón.
—¿Cuánto se debe, maestro? —preguntó.
—Bueno, tengamos la fiesta en paz. ¿Qué es lo que quiere usted ahora, si se puede saber?
—Pagar —dijo el hombre del lobanillo.
El tabernero lo miraba de hito en hito, desconfiando de lo que oía. Parecía buscar algo que no llegaba a encontrar. Se dirigió a Lucas.
—Seis cuarenta.
El hombre del lobanillo reunía el dinero con la cabeza gacha. Se volvió para Lucas.
—Pon ahí dos pesetas.
Lucas las puso sobre el mostrador. El hombre del lobanillo contaba otra vez el importe de los vasos.
—Como éstas —dijo.
Y ya se iba hacia la puerta de la calle. Antes de llegar dio una brusca media vuelta.
—Quien quiera un saco de uvas de gañote que lo diga.
El muchacho del mono azul mahón se desvió unos pasos hacia la ventana. Rezongaba a media voz.
—Vaya guasa.
—¡Que esto no se va a quedar así, eh! —gritó el tabernero.
—Si yo lo conozco —dijo el del mono azul mahón—, ése acaba mal.
—Un tío cabrón —dijo el tabernero.
Lucas se fue detrás del hombre del lobanillo y lo alcanzó en el chaflán de una bodega. Estaba vomitando contra la pared.
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿A qué viene todo esto, di?
—Estoy harto —se atragantaba con la acometida del vómito.
—Harto, ¿de qué?
El hombre del lobanillo tardó en contestar. Escupía las últimas babas que le pendían de la boca.
—¿De qué va a ser?
—Eso, ¿de qué? Siempre el mismo disco.
—¿Qué más da? Estoy harto.
—Por si no lo sabías, a ti lo que te pasa es que se te va la cabeza, entérate.
—Qué cabeza ni qué mierda —levantó los ojos—. Estoy harto…
—Mira que te diga, conmigo no cuentes, cruz y raya. Vaya nochecita, entre una cosa y otra.
El hombre del lobanillo dio un traspié y se apoyó contra el quicio de un portal cegado. Arañó los ladrillos y se quedaba mirando sus uñas, ribeteadas de caliches blancos.
—Ahora nos vamos a tomar un vasito en el Espolique… —balbuceó—. Coge de camino.
—Venga ya, Joaquín, déjate de vasitos. Lo que tienes que hacer es acostarte. Si es que no te prueba el vino, convéncete.
—Lo que no me prueba es lo que no me prueba.
—Y encima a pagar uno los platos rotos.
—Un saco de uvas es lo que hay que pagar…
—¿Eh?
—No haber venido. Nadie te llamó.
—Pero ¿qué dices?
El hombre del lobanillo cerró los ojos.
—Anoche soñé que me habían colgado de un árbol por los pies.
—Vaya.
—En la guerra, colgaron a un primo mío por los pies y lo reventaron a vergajazos.
El hombre del lobanillo siguió murmurando entre dientes y ya se dejaba llevar por Lucas. La calle estaba vacía y resonaban las blandas pisadas entre los albos paredones de los almacenes y las bodegas. Parecía como si alguien estuviese vigilando el pulso de la noche desde detrás de las verjas. El hombre del lobanillo se soltó de Lucas y empezó a cantar por lo bajo, a turbios y roncos envites, alargando los tercios como en un estertor. La voz le salía ya quebrada de la garganta, a golpes espesos. De pronto, se plantó delante de Lucas, cortando el paso. Lucas se detuvo. El hombre del lobanillo levantaba un dedo todo lo alto que podía, echando el cuerpo para atrás y acompasándose con el movimiento del brazo. Tenía un solemne ademán de zozobra, y remató el cante retorciéndose en un patético esfuerzo, tapándose la cara con la crispación de las manos. La noche sonaba como si hubiesen cerrado de golpe la trampilla de un aljibe.
—Eso es —susurró Lucas.
Y miraba al hombre del lobanillo, como arrepintiéndose de haber hablado. Se quedaron quietos un momento, frente a frente, la mano de uno en el hombro del otro. Después siguieron andando un buen rato, sin decir nada, herméticos y evadidos. Parecía que ya habían atravesado todo el pueblo, de punta a punta.
—Yo ya no voy a una viña ni a empujones, así me muera.
—Eso, de cajón —dijo Lucas.
—Maldita sea la hora.
Se detuvieron frente a una puerta entornada, de altas hojas renegridas, con un inmenso aldabón de hierro a cada lado. El hombre del lobanillo ni se despidió de Lucas. Entró en la casa haciendo pendular el cuerpo hacia adentro y agarrándose a la argolla del aldabón. Lucas lo miraba alejarse.
—Hasta mañana, Joaquín —dijo sin que ya pudiera oírlo.
Al fondo del zaguán se adivinaba el cálido relente de la noche escurriéndose por las desconchadas paredes del patio, entre los plantones de geranio y yerbaluisa, que crecían en unas cacerolas desfondadas y pintadas de un rabioso añil. El patio era rectangular, más largo que ancho, rodeado de una galería volada a media altura con barandal de madera. El hombre del lobanillo se acercó a una de las puertas del fondo, a la derecha, sombreada por el voladizo de la galería. La empujó con el hombro, sin hacer ruido, deslizándose con una furtiva torpeza. En la otra parte del patio goteaba un grifo sobre el pocijón de cemento. Se veía brillar el agua por el aire, reflejando un momento la redonda claridad de la luna. El angustioso fogonazo del disparo, el líquido escozor de la sal encaramándose por el muslo, la desolada y amenazante negrura de la viña, la trinchera.
—Una perdigonada, aquí me la zumbaron…
La habitación era reducida y de techo bajo de cañizo. Se encendió una tenue bombilla que colgaba de un alambre veteado de puntos negros y empalmado a un trozo de tulipa de papel cebolla, de modo que la luz se volvía aún más pálida y difusa. Una mujer estaba tendida en una descomunal cama de hierro que ocupaba casi toda la habitación. Las barras de la cabecera y de los pies estaban tomadas de orín y le faltaban las perillas de los ángulos. La mujer se incorporaba, apoyándose en un brazo desnudo y parpadeando. Entre el hombre del lobanillo y la pared había una mesa camilla vestida con un mantel de hule. El hule aparecía desconchado por los bordes, formando una rozadura circular, como si lo hubiesen estado refregando contra la arista de la mesa. Junto a los pies de la cama, se arrinconaba una cómoda de aceitosa madera negra, con el tablero de chapa, rebosante de estampas de almanaque y cacharros de loza y de latón. El hombre del lobanillo se acercó hasta la mesa y cerró los puños sobre ella, inclinando el cuerpo hacia delante, la barbilla pegada al pecho. Olía a lombarda cocida y a sábana sudada.
—¿Qué, se dio bien la noche? —preguntó la mujer.
El hombre del lobanillo seguía con la vista bajeando, sin decir nada. Intentaba quitarse la chaqueta, tirando de una manga por detrás, sin descolgársela de los hombros.
—Tempranito —volvió a decir la mujer.
—¿Eh?
—Y sereno.
—Eso es lo que hay.
—¿Cayó algo?
—Relente.
La mujer se volvió a recostar. Hablaba mirando al techo.
—¿Estuviste en la Damajuana?
—No.
—¿Y dónde has estado, si puede saberse?
—Por ahí.
—Está bien, allá tú.
El hombre del lobanillo ya había conseguido sacarse la chaqueta. La dejó sobre una silla de anea, al lado de la mesa camilla, y se sentó. La silla crujía mientras la arrastraba hasta que el hule le rozó el pecho. Se pasó las manos por la cara, despaciosamente, casi acariciándose. Le daba la impresión de que ya se había repetido mil veces la misma escena, a la misma hora y con las mismas palabras.
—¿Hay uvas? —preguntó de pronto.
—No —dijo la mujer—. Te he dejado ahí unas coles y un poco de sábalo, por si traías ganas.
—Y uvas, ¿no hay?
—Que no, ¿no me estás oyendo?
—Quiero uvas.
La mujer levantó la cabeza.
—Pero ¿tú estás loco? ¿De dónde voy a sacar las uvas?
—Una canasta de uvas colgada de un árbol.
—¿Eh?
El hombre del lobanillo cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó en ellos la frente. Parecía que hablaba a través de un tubo.
—No me encuentro bien, Lola.
—Ya lo veo.
—Debía haber ido a la Damajuana, pero no me encuentro bien.
—Natural, con la que traes.
—De todas formas, no habría podido cantar.
La mujer no contestó. Se recogía por detrás unos mechones de pelo, los adormilados ojos fijos en la pared.
—Iba a sacar una canasta de uvas, maldita sea…
—¿Una qué? —susurró la mujer—. Anda, acuéstate.
Se resbalaba la mesa camilla con la presión del cuerpo. De la habitación de al lado llegaba un sordo crujir de madera.
—Me duele el vientre.
—Tendré yo la culpa, ¿no? —dijo la mujer.
—¿Eh?
—Anda, Joaquín, acuéstate. Mañana será otro día.
El hombre del lobanillo se restregaba la cara contra los brazos. La mujer se dejó caer otra vez en la cama, dándose la vuelta hacia la pared con una desfallecida indiferencia. Afuera se oían los primeros violentos silbos del levante.