3

Don Andrés sentía unos vagos escrúpulos de conciencia, no sabía por qué. En realidad, no eran concretamente escrúpulos, sino una morbosa y confusa mezcla de malestar y temor. A veces, cuando veía que se le entraba el dinero por las puertas sin que tuviese que mover una mano, le dominaba una extraña sensación de que algo iba a alterar el manso y confortable discurrir de su existencia. Don Andrés vivía como respirando el vicioso clima de un invernadero, desentendido de todo lo que no perteneciera a las artificiales y absurdas limitaciones de su propia incongruencia.

—Tengo que hacer algo, es una obligación.

A don Andrés la vendimia de las Talegas se le presentaba como una recua de mulas cargadas de oro. Se había pasado el día buscándole una solución a sus atosigantes desarreglos nerviosos. Necesitaba ponerle a ese nuevo arribo de ganancias el contrapeso de alguna tranquilizadora caridad. A última hora creyó haber encontrado una fórmula aceptable y mandó llamar a Ayuso. Ayuso se presentó en casa de don Andrés lo antes posible, a eso de las nueve. Don Andrés lo hizo esperar en el patio. El caserón estaba como desierto, parecía un convento amueblado con una impropia y delirante ostentación. Alguien encendió las luces de los porches, que rebrillaron solemnemente sobre el mármol del piso. Al cabo de un rato, don Andrés le mandó decir a Ayuso que subiera. Ayuso subió renqueando y deteniéndose en el rellano de la escalera a recobrar el aliento. Lo guiaba una mujer ya metida en años, de carnes fofas y movedizas, que andaba a compás de un trémulo tintineo de llaves. En el primer recodo de la galería, la mujer abrió una puerta e hizo pasar a Ayuso a un espacioso salón alfombrado de moqueta gris y abarrotado de muebles, con un negro artesonado de filigranas postizas.

—Con su permiso.

—Pasa —se oyó decir casi en un susurro.

Don Andrés estaba reclinado como una maja sobre unos almohadones de terciopelo granate, en un diván del fondo. Se limaba las uñas y extendía el brazo, entornando los ojos para apreciar mejor el efecto de su labor. Llevaba una bata de seda verde, salpicada de pequeños lunares negros. Se incorporó despaciosamente cuando vio entrar a Ayuso, que se abría paso por el laberinto de los muebles. Un almacén de anticuario: un espejo rectangular con el azogue purulento, otro ovalado con caña de oro, seis mesitas de diferentes usos y estilos, tres juegos de cornucopias, dos consolas isabelinas, otra alargada y vestida de encajes como un altar, dos tresillos tapizados de damasco y vellón, una cómoda con columnillas salomónicas, un escudo de armas, una figura de cera.

—Siéntate, Ayuso. Aquí, ponte cómodo.

Don Andrés tenía el habla remilgada y se movía como obedeciendo a unos resortes fáciles de quebrar. Ayuso se sentó al borde de un butacón. Le daba vueltas a la gorra gris. Olía a acetona y a madera cepillada.

—Usted dirá.

Don Andrés se pasaba los dedos por las cejas, peinándoselas para arriba.

—¡Qué calor, hijo!

—Y tanto.

Ayuso parpadeaba. Se oía un sordo e intermitente ronroneo, como el arrullo de un palomo.

—Qué calor —repitió don Andrés—, estoy que no me tengo.

—Ni de noche refresca.

—Bueno, mira.

Don Andrés hablaba sin levantar la vista de sus uñas.

—Mande —dijo Ayuso.

—Lo que quería decirte: que he pensado darle una comida a los pobres del Albarrán.

—¿A los pobres…?

—A los pobres del Albarrán, Ayuso, no empecemos.

—Sí, señor.

—Bueno, pues eso, que me gustaría que tú te encargaras de todo.

—Con mucho gusto.

Don Andrés se cerraba la bata por encima de las piernas desnudas. No tenía vello y le brillaba la carne como si estuviese pulida.

—Hay mucha miseria —susurró.

—¿Diga?

—En el Albarrán hay mucha miseria, lo sé.

—Sí, señor.

—Es una cosa que me tiene preocupado.

—Natural.

—Vamos a ver. ¿Tú sabes qué comen los pobres?

Ayuso tragó saliva. Se sentía cada vez más incómodo y le costaba trabajo respirar con la barriga plegada a la blandura del butacón. Por un momento creyó que no entendía nada de lo que le decía don Andrés. Se metió un dedo por el cuello de la camisa.

—Pues verá usted —balbuceó—, en fin, vamos, lo que se presente.

—Tú preparas lo que sea, ¿eh?

—Sí, señor.

—Tú lo preparas. Lo que quiero es que se queden contentos.

—Se hará lo que se pueda, es decir, usted ya me conoce.

—¿Quieres una copita?

—No, ahora no, muchas gracias.

—Estás desconocido.

Ayuso no contestó. Miraba para el suelo.

—Podrás apañarlo en tu tienda, ¿no? —dijo don Andrés.

—¿Lo qué?

—La comida, ¿qué va a ser?

—Hombre, a mí me parece que sí. Mejor dicho, depende, en sabiendo el número.

Ayuso intentaba calcular por encima el posible porcentaje de sus ganancias.

—Todos los pobres del Albarrán, ¿no te estás enterando?

—Sí, ya sé, usted perdone, pero yo necesito así como tener un cálculo.

—Oye, ¿no notas un olor raro? —interrumpió don Andrés.

Ayuso levantó la nariz con un atascado sorbo.

—No, yo no huelo nada.

Don Andrés inclinó levemente la cabeza.

—Huele como a aguarrás.

—No sé, yo no lo noto.

—Bueno, ¿qué decías?

—Ah, pues que a mí me haría falta saber con la gente que hay que contar.

—A ver, ¿cuántos pobres habrá en el Albarrán? ¿Doscientos?

Ayuso sudaba por la papera, pero no se atrevía a secársela. A veces, delante de don Andrés, notaba como si le hubiesen metido un tapón de desconcierto en la garganta. Le parecía oír de nuevo el tintineo de las llaves de la mujer que lo acompañó hasta allí.

—¿Doscientos? —repitió don Andrés—. ¿O más?

—No sé, a ojo. Es cuestión de enterarse.

—Pues te enteras.

—De lo que se trata es de distinguir.

—¿De qué?

—De distinguir. Bueno, de distinguir a cada uno, ya usted me entiende.

—No.

—Un poner: a éste se le avisa para que vaya a la comida, a éste no, y así. Porque pobres, lo que se dice pobres, vaya usted a saber.

—Bueno, tú te enteras.

—Sí, señor.

—Pero que sean todos los que estén necesitados, no vayamos luego a tener sus más y sus menos. Ah, y lo primero vete a hablar con el párroco. Eso, lo primero.

—De acuerdo. ¿Y para cuándo?

—El mejor día es el domingo, ¿no te parece?

—A mí me parece que sí. Hoy es jueves.

—El domingo no se trabaja.

—Sí, señor.

—Pues eso, el mejor día es el domingo.

Ayuso no tenía demasiadas luces. Seguía dándole vueltas a la gorra y tragando saliva. Ahora se sacó el pañuelo para secarse el sudor, que ya empezaba a chorrearle por el cuello de la camisa. Le bullían en la cabeza los voraces empellones de su instinto de avaro.

—Buen detalle ese de la comida, don Andrés —dijo.

—Qué menos.

—Sí, señor, un buen detalle.

Marcelo Ayuso era montañés, del valle de Cabuérniga, pero ya llevaba en el pueblo casi treinta años y realmente se sentía como si fuera de allí. Ayuso tenía una tienda de bebidas y ultramarinos, el Espolique, hacia la parte del Angostillo, lindando ya con los desmontes del Albarrán. La tabernilla comunicaba con un amplio corral interior, que había sido tonelería y que ahora estaba mal que bien acondicionado para reuniones domingueras. Ayuso, tripón y asmático, de apariencia lerda y pasmada, era un lince para descubrir las más tortuosas fuentes de ingresos. Almacenaba el dinero sin ninguna idea preconcebida, por puro instinto de miseria. Aparte de sus habituales chalaneos, que no eran pocos, había conseguido reunir sus buenas pesetas haciendo las veces de comisionista de apaños y correveidile de turbios y confidenciales manejos.

—Bueno —aventuró.

Ayuso intentaba levantarse del butacón, removiéndose y apoyándose donde podía y donde no podía. Tenía ganas de orinar.

—Espera que te diga.

Don Andrés se llevaba una mano a la nuca, apretándosela blandamente y componiendo un exagerado gesto de fastidio. Por las noches, casi siempre se le metía un punzante dolor en la nuca. Don Andrés se había librado del servicio militar porque padecía de insolaciones. El capitán del regimiento no se atrevió a llevarle la contraria.

—Claro —decía—, como ya no hay soldados de cuota.

—¿De qué?

—No, que eso de las insolaciones, cuando el médico lo dice, será un caso de inutilidad.

—Es que con un cuarto de hora que me dé el sol en la cabeza, se me va la vista, me caigo redondo, dése usted cuenta.

—Verdaderamente cómodo no es.

—No lo sabe usted bien, me tengo que poner el sombrero hasta para atravesar el patio.

Al padre de don Andrés le hubiese gustado que su hijo se pasara un par de meses haciendo la instrucción, pero no hubo forma de convencer a su mujer. Después de todo, quizás iba a ser peor el remedio que la enfermedad.

—Tú fíjate que eso para el niño va a ser un verdadero infierno.

—Le hace falta —decía el padre.

—Por Dios, se te ocurren unas cosas, es que me sacas de quicio.

—Te digo que le iba a venir pero que muy bien. Está demasiado consentido, no sé cómo explicártelo.

—Sí, y a ti te gustaría verlo mezclado con esa gentuza de los cuarteles, ¿no?

—No, mujer, si no es eso, pero es un cambio que siempre conviene. Se espabila, yo sé lo que me digo.

—Que no, que no estoy de acuerdo en absoluto, lo siento.

Don Andrés se libró de la mili y, al poco tiempo, murió su padre. El padre era un hombre de cierta maleable nobleza de principios, corto de miras y de entendederas, que hizo prosperar involuntariamente la hacienda de sus abuelos pero que no consiguió sacar adelante sus más elementales negocios domésticos. La madre de don Andrés no aguantó el luto y falleció antes de que se cumpliera el año de la muerte de su confiado marido. Don Andrés, hijo único, heredó por partida doble un viejo y acumulado feudo de viñas y dehesas. El dinero, una vez más, se había multiplicado por sus propias fuerzas, sin que don Andrés supiera exactamente en qué cantidad y por qué motivos. De todos modos, la cosa daba para que chupasen a más y mejor un cumplido equipo de quitapelusas y lameculos. Don Andrés seguía apretándose la nuca. Ayuso se había vuelto a sentar, una mano en cada brazo del butacón.

—Espera que te diga. Lo principal: que además quiero comprarle un manto a la Verónica.

—Don Andrés… —Ayuso carraspeó—. Eso cuesta lo suyo.

—Tiene que ser un manto de exposición, bordado de arriba abajo, ¿te estás enterando?

—Sí, señor, lo que se dice un manto de una vez.

Don Andrés se había ido incorporando desde su muelle y aterciopelada indolencia. Acostado, parecía más alto. Ayuso lo veía estacionado frente a él, una mano en el bolsillo de la bata, la otra atrapando la boquilla, con el índice cabalgando sobre ella.

—Está claro, ¿no? —dijo don Andrés.

—Dígame.

—Que si está claro, que a ver si arreglas eso del manto —pasaba un dedo por una mesita tocinera—. Me corre mucha prisa, así que muévete.

A Ayuso le dolía el bajo vientre. Miraba para el marco de una de las cornucopias, para las patas de la consola de encajes. Las labras saliéndose de su sitio, apelmazando el agobio del aire en el poco espacio que quedaba libre. El olor a acetona y a la leonera de anticuario. La pesadez de la cabeza como hundiéndose en un apestoso charco de sueño, con la brumosa talla del artesonado al fondo.

—Tú, que te estoy hablando. ¿Estás dormido?

—Mande.

—Que si estás dormido.

—No, señor —titubeó—. Dándole vueltas a lo del manto.

—Que me corre mucha prisa.

Ayuso entornó los vidriosos ojillos.

—¿Como cuánto quiere usted gastarse, don Andrés? O sea, así sobre poco más o menos.

—Yo qué sé, hijo. Tú le dices lo que sea a Revilla.

—Bueno, pero…

Don Andrés subía los dos brazos, lenta y paralelamente, por encima de su cabeza.

—Perdona —dijo.

Inclinó poco a poco la cintura, intentando llegar al suelo con las manos. Hizo varias veces la misma inútil flexión. Después dobló ligeramente las rodillas y consiguió rozar la moqueta con los dedos. Se le había subido la sangre a la cara, sofocado con el esfuerzo del ejercicio. Respiró hondo, hinchando el pecho escuálido. Ayuso miraba para otra parte como disimulando, sin saber qué hacer, escurriéndose hacia fuera de la butaca. Giraba la habitación por dentro del espejo rectangular, contagiándole al tresillo de damasco la caspa oscura del azogue.

—Pues lo que te iba diciendo —continuó don Andrés—. Tú hablas con Revilla y que pague lo que sea.

—Pero mire usted, yo necesito saber lo que piensa gastarse. O sea, una base.

—¿Qué base?

—Más claro: si se encarga un manto, pues eso, hay que decir: oiga usted, un manto con esto y con esto y que cueste tanto. ¿O no?

—Si eso ya se sabe, Ayuso. Mira que es fácil, pues nada. Tú vas a la fábrica de parte mía.

—Sí.

—Tú vas a la fábrica que sea de parte mía: don Andrés que le hagan un manto para la Verónica del mejor que tengan. Y ya está.

—Muy bien —se palmeó la rodilla—. Listo.

Don Andrés había dejado la boquilla sobre un descomunal cenicero de vidrio ahumado. El cenicero imitaba una abierta concha de vieira y le salía por cada lado una enroscada y bermeja viruta de cristal. Don Andrés se quedó quieto un momento delante de Ayuso, mirándolo con sus glaucos ojos sin expresión, medio enterrados en unos círculos de piel rugosa y tumefacta.

—Te noto como desmejorado —dijo pausadamente.

—Pues ya ve usted, no tengo así ningún desarreglo.

—Más vale.

—Los años.

—¿Los años? El mollate.

—No, no crea usted, de verdad, ahora ni lo huelo. Qué remedio, no me conviene ni poco ni mucho.

—¿A mí me lo vas a decir?

Ayuso se levantó y dio unos pasos, arrastrando las botas de media caña por la alfombra. Notaba una tibia humedad en los pantalones.

—Bueno —dijo.

—¿Y tu niño? —preguntó don Andrés.

—Por ahí —se volvió con torpeza—, dando la lata.

Don Andrés adoptó un tono confidencial.

—¿Le hablaste de lo que te dije?

—Ah, se me había ido el santo al cielo.

—Pues a ver si le hablas, que siempre tengo que estar encima.

—Esta misma noche, de hoy no pasa.

—No se te olvide. Y si ves al tunante ese, mejor. Ya sabes lo que hay.

—Por cierto, que yo quería preguntarle si habría forma de colocar en la bodega ahí a un amigo. Se trata de Joaquín, el cantaor, usted debe conocerlo.

—Eso háblalo con el capataz, con Corrales. ¿Yo cómo voy a saber?

—Sí, claro.

Don Andrés se volvió a reclinar con un delicado abandono sobre los almohadones del diván. Se echaba aire en la cara con un minúsculo pañolito de seda amarillo. Parecía que la habitación se estaba caldeando por partes y que llegaba ahora hasta allí una insufrible oleada de sofoco.

—Uff… En fin, Ayuso, a ver si te espabilas. Y cuando esté todo listo me avisas, ¿entendido?

—Descuide usted, don Andrés. Lo dicho, ya mismo me meto con eso.

Ayuso se adelantó, sujetándose con una mano la barriga, como aliviándola del peso.

—¿Sabes salir solo?

—Sí, señor.

—Bueno, ya me dirás cosas.

—A mandar. Buenas noches.

—Y no te duermas, ¿eh?

—No se preocupe, cuando yo digo que cumplo, cumplo.

A Ayuso se le enganchó el pie en una mesita de cedro pálido, pero no la volcó. Daba la impresión de que se le había removido a la madera su áspero olor a polilla. Don Andrés dirigió una fugaz y displicente mirada por entre los complicados pasadizos del mueblaje. Veía la cabeza de Ayuso apareciendo y desapareciendo como la de un monigote de guiñol por encima del biombo de palmilla. Luego se oyeron unas rastreras y torpes pisadas por la parte de la galería. Debía de haberse quedado la puerta abierta. Cuando Ayuso salió a la calle, se fue derecho a la sombra de un naranjo y orinó en el alcorque, de espaldas al portal de don Andrés. Ayuso caminaba moviendo los brazos a destiempo, balanceándose a uno y otro lado, como si no supiera por dónde coger.