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Apoyado en la pared, con las manos atrás, sentía la rugosa superficie del desconchón arañándole la muñeca, pero no se movió todavía. Una luz como de mariposa titilaba a veinte pasos del portal, desarticulando la abrupta disposición de las sombras e iluminando parcialmente la fachada de la casa. Hizo una ligera presión con el pie derecho y se le iba resbalando la sandalia por el pulido desnivel de la losa. Notó más violentamente el áspero refregón del cemento mientras se le escurría el cuerpo hacia abajo. El reborde del zócalo le llegaba ahora a la altura de las corvas. Al fondo, por la parte izquierda, la calle quedaba interceptada por un mal trazado arco de medio punto, con las aristas limadas de cal, que se abría a un corto callejón en forma de túnel. Rafael Varela se separó de la pared, todavía con las manos atrás, dándose un perezoso impulso con la espalda. Se acercó al portal mientras volvía a mirar el reloj. El reloj era de pulsera, pero lo llevaba metido en el bolsillo de arriba de la cazadora.

—A las ocho —volvió a puntualizar—, lo dijo claramente.

Vicente Corrales estaba sentado en el escalón del portal, un hombro contra el quicio roído, los brazos colgando entre las piernas. Sentía el calor de la acera a través de las suelas de goma de los zapatos. No miró a Rafael.

—Pues ya ves —dijo.

—Es raro.

—A lo mejor no lo entendiste.

—Sí, a las ocho en su casa, lo dijo claramente.

Rafael dio unos pasos en dirección a la luz. La calle estaba desierta y a medida que se alejaba del portal veía adensarse una especie de bruma delante de sus ojos. Se volvió otra vez. Gemía el cuero de las sandalias al arrugarse contra las piedras. Rafael tenía los cristales de las gafas empañados.

—Bueno, después de todo, tampoco hacía falta verlo hoy mismo —dijo Vicente.

—Quedamos citados —dijo Rafael—, Miguel lo sabía.

—Estoy seguro que habrá tenido que salir.

—No sé.

—Seguro. Miguel cumple, habrá tenido que hacer algo a última hora.

—Podía haber avisado, ¿no?

En el tejado de enfrente, un gato arañaba el canal del desagüe, agazapado en el saledizo de la chimenea. Vicente miraba distraídamente para arriba, buscando la procedencia del ruido. La casa era de una sola planta, con alero de vigas verdes y una puerta diminuta a la izquierda de la fachada. Blanqueaba como un cristal esmerilado el lienzo de muro que corría por debajo del alero.

—¿Tú le hablaste? —preguntó Rafael.

—Claro.

—¿Y qué?

—Lo que yo te dije, que bueno, que estaba dispuesto a lo que fuese.

—Va a hacernos falta.

—Y ahora más.

—No sé qué le habrá pasado.

Rafael se sentó en el escalón, al lado de Vicente. La luna clareaba por encima de los paredones del fondo, contorneando las zonas de penumbra como si fuera la iluminación de un escenario.

—Se puede confiar en él —insistió Vicente—, de eso no hay duda.

—Lo malo ahí es el vino —dijo Rafael.

—Sí, eso es mala cosa. Pero Miguel cumple.

—Pues lo que es hoy, un ejemplo.

—Ahora bebe menos.

—No te digo que no, pero vete a saber si se le olvidó la cita con la borrachera. Por ahí no vamos a ninguna parte.

—Esa pandilla de cretinos… No me explico qué es lo que hace con ellos, de verdad. Miguel es de otra clase.

Rafael no contestó. Se frotaba con el dedo pulgar la palma de la otra mano, que la tenía salpicada de agujeritos. La arenisca del cemento se le había incrustado en la piel. Se mojó el dedo en la boca y volvió a refregarse más detenidamente la parte dolorida.

—Bueno, nos vamos, ¿no?

—Sí, habrá que irse. Aquí ya no hacemos nada.

Vicente se levantó y tiró de una cadenita mohosa que colgaba de la puerta de al lado. La puerta era de una sola hoja, con el dintel exageradamente más bajo que el hueco donde se abría. Vicente esperó un momento y volvió a llamar con más fuerza. Se oía una tímida campanilla sonando por dentro de la casa, a golpes sordos e intermitentes, como si se atascara el resorte del tiro contra algún obstáculo.

—Nada, no está —dijo—. Son más de las ocho y media.

Rafael seguía sentado en el escalón, sin decidirse a levantarse. La calle tenía un especial incentivo de sosiego, no daba la sensación de estar habitada. Por aquella parte apenas si habría cinco metros entre las dos aceras, que iban estrechándose progresivamente a medida que se acercaban al angosto túnel del fondo. Empezó a subir de volumen la destemplada voz de una radio. «Desconfíe de las imitaciones, nuestro precinto de garantía es la mejor prueba…». El anuncio se cortó de pronto, dejando paso al gangoso ritmo de un bolero. La radio sonaba a la altura de un primer piso, unas casas más abajo. Vicente no llevaba chaqueta y se remetía la camisa por los holgados pantalones de crudillo. Abrió la boca como buscando el aire que se estancaba entre las sombrías paredes del callejón. Rafael se levantó despaciosamente, después de haberle limpiado el vaho a los cristales de las gafas. Se las ajustaba en la nariz.

—Y de Rosalía, ¿qué se sabe? —preguntó.

—Por ese lado ya está la cosa lista —dijo Vicente—. Anoche estuve con ella, creí que te lo había dicho.

—¿Puede ir?

—Sí, claro.

—Mañana te doy el dinero.

—De acuerdo, gracias.

Empezaron a andar en dirección al túnel. Las losas de la acera quedaban a la misma altura que el empedrado central, ligeramente vencidas hacia el lado de la pared. Encima del arco de medio punto brillaba tenuemente una bombilla sin armazón, parecía un pabilo ardiendo sobre una historiada percha de hierro. La luz sólo conseguía amarillear la densidad de las sombras, sin desvanecerlas del todo.

—Es mejor que vaya ella a que vaya Miguel, ¿no te parece?

—Desde luego —dijo Vicente—. Además, tal como están las cosas no tendría sentido un viaje de Miguel.

—Pero él iría.

—Seguro que iría, pero ahora no tendría mucho sentido, date cuenta.

Entraban por la tiniebla del callejón. Rafael había mirado antes para atrás. Se oía el rebote de las pisadas como si se hubiesen metido en una cueva. Los muros se juntaban en la medianía del túnel más de lo normal y había que ir rozando los altos zócalos de granito, que se entreveían renegridos y húmedos de orina. Soplaba por la otra boca del callejón una racha de aire pestilente.

—Rosalía ya fue la otra vez, está al tanto —dijo Vicente.

—Para lo que sirvió.

—No empecemos, Rafael, ya hemos hablado bastante de eso. Tú sabes tan bien como yo lo que pasó entonces.

—Por eso lo digo. Y si encima cogen a Rosalía, ¿qué?

—Ahora es distinto, hazme caso.

El túnel desembocaba a poco andar en una calle imprevistamente bulliciosa y bien iluminada, de amplias y primorosas perspectivas, que contrastaba todavía más con el lóbrego y silencioso decorado anterior. Torcieron a la izquierda, siguiendo la línea de unas mondas varetas de acacia protegidas por unos armazones de madera de base triangular. Una muchacha sola, arrimada a la pared junto al escaparate de una droguería y mirando para ellos. El agobio del calor parecía enturbiar las distancias. Un caserón de noble aspecto con una inmensa taberna en la planta baja y las oficinas del Instituto Nacional de Colonización en el piso principal. En el escaparate de la droguería estaban expuestos en forma de pirámide unos botes de pintura, de mayor a menor. A cada lado había una fila de baldes de plástico, distribuidos simétricamente por colores. Rafael miraba a la muchacha y se le subía por el pecho un súbito ramalazo de desazón. La misma invariable punzada en la memoria, haciendo desfilar en un solo y hostil escenario las cansadas y deprimentes noches de aquel invierno, cuando buscaba a alguna mujer, no le importaba cuál, sin acercarse nunca a ninguna, esperando que se produjera lo imprevisto. Sortearon los veladores de una ruidosa terraza, con unas sombrillas a cascos bicolores repartidas a todo lo largo de la acera. La gente andaba despacio, como en un paseo de ida y vuelta, repetido una y otra vez, arriba y abajo de la calle. El empellón de hastío de las solitarias caminatas por los desmontes del Albarrán o del Temple, cuando entraba en una taberna a beberse media botella de vino que le daba asco beber, esperando con los nervios deshechos que pasasen las horas para volver a casa lo más tarde posible.

—Créeme, ahora es distinto —repitió Vicente.

—Dime.

—Que esta vez vamos sobre seguro, mejor no pueden ir las cosas.

—Todavía tengo yo que verlo.

—No estás muy animado que digamos.

—¿Te decidiste por lo de las Talegas? —preguntó Rafael después de una pausa.

—En esto estoy. Esta mañana di el primer toque.

—¿Y qué?

—La gente responde, lo que yo esperaba.

—De acuerdo, me lo suponía, pero si el cabrito de Andrés abre los ojos, a tu padre le puede costar un disgusto.

—No te preocupes. Ese tontaja ni las huele, de eso me encargo yo. Además, que las cosas las he hecho por sus pasos contados, entiéndeme. Mi padre tampoco va a ser de los que me pongan pegas.

Rafael andaba mirando para el suelo, una mano por dentro de la cintura del pantalón, la cazadora descolgada hacia atrás. La calle hacía un cuatro y luego continuaba en línea recta un largo trecho, hasta llegar a una placita flanqueada de tapiales encalados, con dos portadas barrocas al frente. Vibraba la noche como un inmenso fleje de bochorno.

—No sé, Tico —dijo Rafael.

—Tienes que animarte, es el mejor momento.

—Ojalá.

—Rosalía se va el domingo por la noche, el martes está aquí con los papeles. Hay que aprovechar el tiempo, eso es lo único que hay que hacer. Lo demás sale solo, ya no es cosa nuestra.

—Me gustaría haber visto a Miguel, saber qué opinaba. Él tiene más experiencia que nosotros.

—Está bien, si quieres nos pasamos luego por el casino.

—Es mejor verlo en su casa.

—Como quieras, nos damos otra vuelta por su casa. Pero si no estaba ahora, cualquiera lo coge ya.

—Tengo interés en saber lo que piensa de todo esto.

—A lo mejor está todavía en la oficina.

—No, yo telefoneé antes. La lió, seguro.

Silbó una lechuza por encima de la cerca, entre las quietas y frondosas copas de los acerolos. Rafael encendió un cigarrillo. Vicente no fumaba. Olía a pasto caliente.

—Miguel se ha pasado veinte años así, date cuenta —dijo Rafael—. Lo raro sería que diese un cambio de la noche a la mañana.

—Más a mi favor, eso no se arregla así como así. Hay que darle una oportunidad.

—Ya se la hemos dado. Ahora lo que tiene que hacer es decidirse.

—Lo hará, pierde cuidado.

—Tiene que decidirse de una vez. Si no, no veo la forma. Vamos, digo yo.

—Hombre, tampoco es una cuestión de vida o muerte. Tú déjalo, ya verás como él lo resuelve solo.

—Necesito alguien que me anime. Miguel es un optimista.

—Eso no significa nada.

—Para mí, sí. Trabajando con Miguel las cosas se ven de otra manera. Tiene sus pegas, no te lo niego, pero a pesar de todo es un optimista y sabe demostrar lo que sea a la hora de la verdad.

Cruzaron por delante de las dos verdinosas y gemelas portadas, que se abrían entre unas columnas grises mordidas de fisuras y agujeros, como si fueran de piedra pómez. La placita parecía una inmensa cisterna untada de brea caliente. Pasó una niña corriendo a saltitos, jugando a no pisar raya.

—Te querría haber visto esta mañana en las Talegas —dijo Vicente.

—Sí, me imagino.

—Seguro que te habría venido muy bien. Y fíjate que es muy distinto ser el hijo del capataz a ser el amo. Tú, en Monterrodilla, campas por tus respetos.

—En Monterrodilla tenemos a Onofre. Yo no he hecho nada.

—Ya es bastante que Onofre sepa que puede contar contigo.

—Tenía que haber ido a las Talegas, lo sé.

—Desde luego te habría venido muy bien. Pero es mejor que no aparezcas por allí, no hay por qué complicar las cosas.

La calle seguía ahora la línea de las fachadas, trepando en una irregular pendiente hasta un espacioso cruce sin adoquinar. Dos hombres y una mujer estaban sentados al abrigo de las tapias de un solar, las sillas bajas de anea apoyadas en los ruinosos resaltes del muro medianero. En un zaguán, en la esquina de la derecha, unos niños se columpiaban en el desvencijado marco del portón interior.

—Me da la impresión de que no hago nada —dijo Rafael.

—Tonterías, todos estamos haciendo algo.

—No, no son tonterías. Lo que pasa es que me deprime este ambiente, estoy harto.

—Pues fíjate en el caso de Miguel, sin ir más lejos.

—Es lo mismo.

—Lo suyo es distinto, es otra cuestión.

—Míralo como quieras, pero yo creo que es lo mismo. Con veinte años menos, pero da igual. No por mí, entiéndeme, sino por mi padre.

—Ya eso lo hemos discutido de sobra, Rafael, es peor darle vueltas.

—Claro.

—Tú sabes que yo soy el primero en hacerme cargo de las cosas, pero es peor darle vueltas. Lo tuyo es distinto.

—¿Usted es hijo de don Gabriel Varela? Sí, señor, el mismo. Vaya, vaya, de modo que usted es el niño de don Gabriel. Pues no se le parece, bueno, sí, un aire de familia, la facha.

—Venga, Rafael.

—Me trago la quina. Siempre lo mismo, estoy harto de que me miren como a un estraperlista.

—Todos sabemos lo que tú eres. Eso está claro, ¿no?

—Menos mal.

Se quedaron callados un buen trecho. De una taberna salían unas voces confusas y subidas de tono. La taberna era espaciosa y de techo alto, atravesado por dos aguas de vigas negras. Vicente miró dentro de pasada. Unos hombres hablaban a gritos, apoyados en el mostrador, que quedaba encuadrado entre una ruinosa pilastra y los dos muros posteriores. A la izquierda, en una banqueta de pino, una mujer cuchicheaba con un viejo. Vicente aceleró el paso. La luna agrisaba con una translúcida tonalidad de acuarela los desnudos paredones de la calle. Se notaba cada vez más un agrio y penetrante tufo a mosto.

—¿Qué pasa? —preguntó Rafael.

—Nada.

—¿A quién has visto?

—No, es que estaban ahí Joaquín y Lucas, ya tú sabes. No tengo ganas de encontrarme ahora con ellos.

—Ya.

—A mí no me importa, figúrate. Joaquín es un buen hombre, lo de mi tía Lola es lo de menos, pero no levanta cabeza entre una cosa y otra, no hay manera de entenderse.

—Sí, claro.

—Me resulta violento hablar con él. Yo he hecho todo lo que he podido, créeme, pero es inútil —se le apagaba la voz—. Precisamente ayer me estuvo contando Lucas que está hecho polvo.

Rafael no contestó. Doblaron por una calleja de la izquierda, que volvía a salir, un poco más abajo, al paseo de los plantones de acacia, ahora algo más despejado que antes. Se oía el pito de un tren cada vez más cercano y colérico, como si fuese a cruzar de un momento a otro por mitad de la calle.

—¿Nos tomamos una copa?

—Yo me voy a ir para casa —dijo Vicente.

—Bueno, vámonos, sí.

—Mañana te llamo a primera hora.

—¿Te vas a la viña?

—No, el camión salió a las ocho, ya avisé.

—De acuerdo. Entonces hasta mañana.

—Supongo que ya se sabrá algo concreto.

—Supongo, yo te llamo.