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Cuando llegaron a las bardas ya había empezado a anochecer. Lucas descubrió una brecha entre los adobes y se asomó a la caliente penumbra del viñedo, una mano contra la áspera costra de liquen de los ladrillos. Se entreveía por el derrumbe la blancuzca cinta de albariza de una vereda que trepaba hasta los lagares, medio ocultos desde allí por unos enmarañados matojos de roble virgen. Apenas si se distinguían ya las cepas, matizadas por la última claridad en una confusa repetición de inquietantes bultos oscuros. Lucas miró para el otro hombre, que se había quedado de espaldas, la vista perdida a lo largo de la trocha. Por la parte del fondo, como apelmazándose con la chirriante melopea de los grillos, se oía una especie de crepitar de hojarasca. El otro hombre era piernilargo y escurrido de carnes, con los boquetes de los ojos escarbados violentamente en la negrura de las cuencas. Tenía las orejas gachas y un protuberante lobanillo en la sien, que se le disparaba como una tumefacta erupción por entre los lacios mechones del pelo.

—¿Por aquí? —preguntó Lucas.

—Tú sabrás.

La vereda subía en una ligera pendiente hasta el caserío, buscando a media cuesta las estacas pajizas del bienteveo. Lucas calculó la distancia que lo separaba del caserío. El bienteveo, alto y lacustre, con su escalerilla de palo y su vigilante trama de cañizo, quedaba más cerca de él que de los lagares. Pensó que sería mejor darle la vuelta a las bardas, siguiendo la trocha por la parte lateral de la viña, hacia donde se abría la tranquera de espinos.

—Vamos a tirar un poco más abajo.

—Vamos, tú sabrás.

El hombre del lobanillo iba a la zaga de Lucas, arrastrando los pies con un descoyuntado ademán de fatiga. Dejaron atrás el poste de la luz, que sobresalía por dentro de la cerca, con su turbia bombilla arropada en un vaho de mosquitos. En algún lado cantó el mochuelo. Cuando llegaron frente a la linde de las moreras, Lucas le hizo señas al hombre del lobanillo para que se detuviese. Las ramas de las moreras estaban inmóviles, como labradas contra el cobalto metálico del cielo. Lucas arrancó una hoja y se quedó mirándola. La hoja estaba guarnecida de una liviana película de polvo y se veía resaltar su nervadura como las estrías de un vidrio rasgado. Lucas la estrujó, cerrando fuertemente el puño. Notó un pegajoso unto de humedad entre los dedos y se los limpiaba contra la panilla del pantalón, restregándolos una y otra vez.

—Mañana va a saltar el levante —dijo.

—A más tardar.

—¿Trajiste la navaja?

—Sí.

—Va a soplar lo suyo, se nota.

El hombre del lobanillo se apretaba el vientre con el puño.

—Debíamos haber esperado —dijo con una indecisa desgana.

—¿A qué?

—Al levante.

—¿Qué más da?

—Con esta calma, se oye andar a una legua.

—Para el caso…

—Debíamos de haber esperado, ya verás tú.

Lucas metió un palo por la hendidura de una morera, hurgando dentro como si machacara algo. Dejó el palo clavado en el tronco, desgajando algunas lascas de la corteza. El hombre del lobanillo se había sentado unos pasos atrás, los pies colgando sobre la acequia, que venía sin agua. Liaba pacientemente un cigarrillo. El tabaco debía de estar húmedo y se apretaba con blandura bajo la toniza del dedo rígido. Todo el campo parecía estar sin resuello, como si la redonda grillera de la noche hubiese terminado de engullir el último jadeo de la luz.

—No irás a fumar ahora —dijo Lucas.

—Descuida.

—Es que tú eres capaz.

—Eso.

—Te conozco.

Lucas oteaba la viña, acurrucado en el hueco de la tranquera, al abrigo de las bardas. Unos crespos matorrales de escaramujo taponaban por aquella parte el vago contorno del bienteveo. Lucas se levantó mientras intentaba arrancarse de la punta de la alpargata un cogollo de cardo.

—¿Trajiste la navaja? —volvió a preguntar.

—Y dale… Que sí.

El hombre del lobanillo se colocó el cigarro detrás de la oreja y se dejó caer hacia atrás, apoyando una mano en el borde de la zanja después de esquivar unas matas de ortiga. Con la otra mano, violentando la posición de los hombros, alcanzó un burgadillo que reptaba entre unos secos raigones de chumbera. El caracol se hurtó al contacto como una minúscula lengua de azogue. El hombre del lobanillo lo apretó entre el dedo pulgar y el índice y apareció entre las grietas el opaco y gelatinoso gusano. Separó a tientas los trocitos del caparazón y se llevó a la boca el viscoso cuerpecillo, del que pendían algunos hilos de baba. Masticó un poco y luego escupió. Lucas lo veía hacer distraídamente. Vigilaba el cielo del fondo del caserío, por donde ya apuntaba un tímido y azulenco destello de luna.

—Ahora. ¿Listo?

—Listo —dijo el hombre del lobanillo sin mirar.

—Deben estar vigilando en el bienteveo, anda con ojo.

—Mierda.

Lucas se fue para el otro lado de la talanquera. La cuadra de lagares se adivinaba desde allí formando ángulo recto con la visual del bienteveo. Separó las espinosas estacas lo justo para que pasara el cuerpo, desprendiendo la doble cincha de soga sin dejar de apretar bajo el brazo una bolsa de arpillera. Volvió a mirar para el hombre del lobanillo, que permanecía sentado al borde de la acequia, echado hacia atrás y volviendo de cuando en cuando la cabeza para escupir con un sordo gorgorito. Se oía otra vez un sigiloso escarceo de hojas removidas, como descolgándose desde la boca de lobo de la trocha.

—Venga, tú, Joaquín —dijo Lucas—, ¿qué haces?

Lucas hablaba como si estuviese haciendo gárgaras, con la voz embarazada por la ronquera.

—Voy —repitió el hombre del lobanillo.

Y se incorporaba despacio, como haciendo un esfuerzo inútil, sacando las largas piernas del hondón de la acequia y arrodillándose trabajosamente antes de ponerse en pie.

—No hagas ruido.

—¿Eh?

—Que no hagas ruido, leche.

—Tú cuídate de lo tuyo —levantó una mano—, mira que esto es grande…

—Si es que parece que estás alobado.

—Bueno, mejor. Déjame a mí tranquilo.

Lucas se metió en la viña. El hombre del lobanillo se fue detrás de él en silencio, encorvándose al andar, las manos apoyadas en las rodillas. Ninguno de los dos quitaba los ojos del acecho del bienteveo. Ya era noche cerrada. Se arrastraron cautelosamente hasta la altura del primer entreliño. Delante de ellos, silbó la víbora de las viñas, mínima y retorcida como un sarmiento. El hombre del lobanillo pegó un respingo. Le tenía miedo a las víboras. Miró en torno suyo, tensas las aletas de la nariz. Después alcanzó un brazo de cepa, abrió la navaja y cortó un racimo prieto y redondo, con la uva velada por un polvillo translúcido. Se le mojaron las manos con el zumo fresco y escurridizo del estirón y se chupaba la palma hasta que le supo a vinagre. Luego metió el racimo en la mugrienta bolsa de arpillera. Lucas se acercó hasta él y llevaba dos racimos más. Andaba agachado, con la espalda a ras de las cepas, la mirada sumida, a zancadas rápidas e inseguras. Volvió a cantar el mochuelo.

—Con diez racimos como éstos se llena el saco —dijo Lucas.

—Nos podíamos haber traído otro.

—Eso, tú.

—No caí, la verdad.

—Claro.

—Bueno, lo que sobre, de merienda.

Llegaba ahora el ruido de un carro por la parte del almijar. Los dos hombres se quedaron quietos escuchando. El carro parecía bajar por el camino hacia la cancela. Las ruedas saltaban entre los baches, chirriando y llenando la noche de un imprevisto reguero de estrépitos. Al hombre del lobanillo le dolía en el pecho aquel ruido. Rebuscó dentro del saco nerviosamente, apretando toda la mano contra la preñez del racimo. Comió con una enfermiza avidez las uvas estrujadas, masticando con fuerza, como para no oír el fragor del carro. Se le metían los hollejos entre las muelas, incrustándose como agujas por los huequecitos de las caries. Las llantas trituraban las guijas, enterrándolas en el cuarteado y reseco piso de la vereda. Lucas, mientras tanto, rascaba con la navaja la costra de cieno de su alpargata. Luego se arrastró hasta otra cepa, con todo el cuerpo pegado a la albariza, ayudándose con los codos, y ya volvía con dos racimos más. El hombre del lobanillo parecía que lo miraba como a un intruso. Seguía comiendo uvas, metiéndoselas en la boca a puñados. Estaba como evadido, los hondos ojos sin expresión. Lucas se fue hasta él y le olía el aliento agrio.

—¿Es que te vas a quedar ahí sin hacer nada? —susurró.

—Espera que salga el carro a la hijuela, tú. ¿Qué quieres?

—Déjate ahora de carro, puñeta. Para eso, igual si vengo yo solo.

—Pues haber venido, lo mismo ibas a sacar.

—No, si encima voy a tener que darte las gracias.

—¿De quién fue la idea?

—Tuya.

—¿Mía? Hombre, ahora me entero.

Y entonces fue cuando sonó el disparo. Venía de la parte del bienteveo y el fogonazo alumbró un momento sus cuerpos, sombreados a medias entre el negror de la trocha. Los dos hombres corrieron en busca de la tranquera, saltando por los entreliños y haciendo eses. Sonó otro disparo. La luna naciente les daba ahora de espaldas y se iban metiendo en su zona de luz a medida que se desviaban de las quiebras del viñedo. Salieron fuera de las bardas y siguieron huyendo un buen trecho, hasta esconderse detrás de las moreras. Se quedaron allí agazapados, sofocados con el agobio de la respiración. El último disparo aún retemblaba por las lomas, absorbiendo los huidizos ecos del primero, tableteando cada vez más débilmente en la distancia.

—¿Y el saco? —rezongó el hombre del lobanillo.

—Yo qué sé.

—Ese hijoputa.

El hombre del lobanillo hablaba despacio, mirando para el suelo, sentado en cuclillas a cubierto de un tronco. La voz se le entrecortaba con el jadeo de la carrera. Se pasó el revés de la mano por la frente, limpiándose el sudor.

—El año pasado me metieron sal en una pierna —dijo.

Las perdigonadas de sal escuecen como candelas, con un feroz y deslizante ensañamiento. La sal se mete dentro de la carne, circula por las venas, mordiendo las entrañas, royendo los músculos. Con una perdigonada de sal encima, el cuerpo se crispa como calcinado por una quemadura que va taponando los conductos de la razón.

—Si me da me lo cargo, te juro que me lo cargo.

—Calla —dijo Lucas.

—¿Calla?

—Una perdigonada, aquí me la zumbaron —se palmeaba el muslo derecho.

—Calla.

Los dos hombres esperaron un buen rato detrás de las moreras, respirando fatigosamente, los ojos nublados de sobresalto. Luego se levantaron a la vez. Vigilaban los ruidos, buscando a favor de lo oscuro la hijuela del pueblo, que caía más allá de la última hilera de eucaliptos. A lo lejos se oía una voz arrastrándose como un fleco de alarma entre las volutas de la quietud. El campo parecía una cueva iluminada por una llamita de carburo.

—Tenemos la negra, maldita sea —dijo Lucas.

—Ese cabrón parece un murciélago, no me lo explico.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? El fulano del bienteveo, así le saquen los ojos.

—Tenemos la negra.

—Seguro que era Grajales. Me las paga.

No hablaron más durante todo el camino. Vaheaba la calentura de la tierra, espesándose en la boca como una irrespirable pella de bochorno. El hombre del lobanillo iba un poco separado de Lucas, mirando para atrás de trecho en trecho. Cuando llegaron al pueblo, la luna estaba ya a media altura sobre los tejados.