Y ahora, hermana, ha ocurrido lo que no deseábamos; ¡la extranjera está en estado! Lo sabía desde varios días antes, pero no lo dijo a mi hermano hasta ayer, con cierta curiosa reserva. Éste vino inmediatamente a comunicármelo.
El caso no es para festejarlo. Mi madre acogió la noticia metiéndose en cama, y se encuentra tan mal que es incapaz de levantarse. Sus temores, horrorosos temores, se han cumplido, y su frágil cuerpo no soporta fácilmente las impresiones fuertes. Tú sabes lo mucho que ella deseó para la familia el fruto primero del amor de mi hermano. Y ahora, en vista de que su deseo no se cumple, mi hermano ya no tiene valor alguno para ella, y ha perdido todo interés por el futuro niño, que nunca podrá serle presentado como el esperado nietecito.
Sabiendo que no se encontraba muy bien, fui a verla, y la encontré, rígida e inmóvil, en su lecho. Tenía los ojos cerrados y no los abrió más que para reconocerme, volviéndolos a cerrar en seguida. Me senté suavemente a su lado y esperé en silencio. De improviso, como ocurrió la otra vez, su rostro cambió hasta el punto de adquirir el color de la muerte, y su respiración hízose fatigosa. Impresionada, di unas palmadas para llamar a las esclavas, y súbitamente compareció Wang-Da-Ma con la pipa de opio encendida y humeante. Mi madre la cogió, empezó a chupar con desesperación y, al poco rato, pareció un poco aliviada.
Lo que vi me trastornó. Era evidente que aquel malestar era una cosa diaria, puesto que la pipa de opio estaba dispuesta junto a la encendida lámpara. Cuando pretendí hablar, mi madre dijo:
—¡No es nada; no me molestes!
No quiso decir nada más. Me quedé aún cortos instantes a su cabecera; luego, haciendo una reverencia, me retiré. Al atravesar el patio de la servidumbre pedí explicaciones a Wang-Da-Ma. Ésta movió la cabeza.
—La primera dama sufre de estos ataques diarios, y, a veces, son más que los dedos de mi mano. Durante estos últimos años también sufrió de ataques parecidos, pero eran más raros y, en realidad, ocasionales. Únicamente en estos últimos tiempos, a causa de los disgustos que le da la familia, son más frecuentes. Procuro estar siempre cerca de ella, y le veo un rostro cada vez más lívido. Por la mañana, cuando le llevo el té, la encuentro descompuesta. Hasta hace unos días la sostuvo un resto de esperanza. Pero ahora ésta ha desaparecido a su vez, y se inclina como un árbol cuyas raíces están muertas.
Con la punta del delantal azul secóse los ojos y suspiró.
¡Ah, sé muy bien, demasiado bien, en qué consistía esa esperanza que seguía animándola! Wang-Da-Ma no dijo nada, pero yo volví a casa y lloré. Conté todo a mi marido, suplicándole que me acompañase a ver a mi madre. Pero él me aconsejó que esperase.
—Forzarla o irritarla sería peor. Cuando el momento te parezca oportuno, aconséjale que se haga auscultar por un médico. Tu responsabilidad ante una anciana te impone esta obligación.
No ignoro que mi marido tiene siempre razón. Pero no logro librarme del presentimiento de una inminente desgracia.
En cuanto a mi padre, parece contento de que la extranjera vaya a ser madre. Cuando enteróse, exclamó:
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ahora tendré un pequeñín extranjero con quién jugar! ¡Vaya, vaya! ¡Un juguete nuevo! ¡Le llamaremos Pulgarcito y nos divertirá a todos!
Estas palabras las acogió mi hermano con un gruñido. Era evidente que en su corazón empezaba a sentir odio por su padre.
En cuanto a la extranjera, parecía haber enviado a pasear su negro humor.
Cuando la fui a ver para felicitarla, estaba tarareando una canción extraña y áspera. Le pregunté qué era y me contestó que una canción de cuna. Me pareció que ninguna criatura podría dormir oyéndola. Parecía como si hubiese olvidado su desahogo conmigo. Se diría que el amor entre ella y mi hermano fortalecióse, y ahora no hace más que pensar en el pequeño, que no tardará en nacer.
En mi fuero interno siento impaciencia por ver al niño extranjero. Estoy segura de que no puede ser tan guapo como el mío. Si fuese un niño con los cabellos rubios como su madre… ¡Ah, pobre hermano!
La infelicidad de mi hermano es tanto mayor cuanto más vivo es su deseo de legalizar el estado de su esposa, ahora, sobre todo, que espera a un hijo. Cada día, hablando con mi padre, hace alusión al particular. Pero éste cambia de conversación, sonriendo, y charla de futesas. Mi hermano dice que durante la próxima fiesta someterá el caso al juicio de toda la familia, reunida en el gran atrio, ante las tablillas sagradas de nuestros antepasados, para que su hijo venga al mundo legalmente, como primogénito. Claro está que si se tratase de una niña la cosa no tendría importancia, pero nunca se sabe lo que el porvenir reserva.
Estamos en la undécima luna del año; la nieve cubre la tierra, los bambúes del jardín…, álgido mar de blancas ondas, que apenas se mueven en la brisa, gimiendo bajo el peso blanco. El embarazo de la esposa de mi hermano progresa, en la casa de mi madre la atmósfera es densa, mientras esperan…, ¿el qué…?, no podría decirlo con precisión.
Esta mañana, al levantarme, vi los árboles desnudos y negros bajo el cielo gris. Mi despertar fue brusco, como ocurre cuando se tiene un sueño ansioso. Y, sin embargo, no había soñado nada. ¿Qué significa nuestra vida? Está en las manos de los dioses, y nosotros no conocemos nada, salvo el miedo.
He intentado analizar el motivo de mi sobresalto. ¿Es a causa de mi hijo? Pero es un leoncillo, habla como un rey y el mundo entero le obedece. Únicamente su padre se atreve a desobedecerle, riendo. Y yo… ¡Yo soy su esclava y él lo sabe! Lo sabe todo, el bribonzuelo.
No, no se trata de mi niño. ¿Entonces? De cualquier modo que me formule la pregunta, no logro dominar mi inquietud; es el presentimiento de una desgracia que está a punto de caer sobre nosotros. Espero que los dioses se decidan a revelarnos sus deseos, convencida de lo malévolo de éstos. ¿Y si se tratase, al fin y al cabo, de mi hijo? Porque no consigo deshacerme de este vago temor, a causa de la actitud de su padre con respecto al amuleto de la abuela.
¿Y el padre? Se ríe. ¿Acaso el niño no está sano y fuerte? No se contenta con el pecho; ahora quiere arroz y los palillos tres veces al día. Le estoy cebando, pero está hecho un hombre. Ah, no; ningún otro niño puede competir en vigor con mi hijo.
Mi madre se debilita cada día más. Papá, para escapar a las instancias de mi hermano en favor de su esposa, se fue a Tien-Tsin para ciertos asuntos. Desde hace varias lunas no se le ve por casa. Y, sin embargo, se aproxima la amenaza, y sería conveniente que regresase. Mi padre no se preocupa de nada más que de sus placeres, pero esto no debería ser motivo para olvidar que, ante los cielos, representa a la familia. ¿Escribirle? No me atrevo, simple mujer atemorizada, a molestarle con mis presentimientos que, a lo mejor, no son otra cosa que temores supersticiosos.
Pero, si son supersticiosos, ¿por qué no concluye la opresiva tensión de esta espera?
He comprado incienso y lo quemé ante Kwan-Ying a escondidas, por miedo de las burlas de mi marido. Está bien que no se crea en los dioses cuando nada turba nuestro espíritu; pero cuando el dolor cae en una casa, ¿a quién recurrir…? Supliqué a la diosa antes de que mi hijo naciese, y la diosa me oyó.
Estamos a punto de entrar en la duodécima luna. Mi madre yace, inmóvil, en su cama. Empiezo a creer que nunca más se levantará. Le sugerí que llamase a los médicos y ha cedido por fin…, sin duda para que no siga importunándola.
Chang, el célebre médico astrólogo, vino. Luego de recibir, en pago, cuarenta onzas de plata, prometió curarla.
Todos conocemos su sabiduría, y esta promesa nos tranquiliza.
Pero yo me pregunto cuándo empezará la tan esperada mejoría. La enferma no hace más que fumar opio desde por la mañana hasta la noche, para aliviar los dolores que la afligen; y, sumida en su somnolencia, apenas habla. Su color se ha vuelto amarillo terroso; la piel está pegada a los huesos, seca y sutil como el papel. Le he sugerido que se deje cuidar por mi marido, a la manera occidental, pero no quiere saber nada de eso. Murmura que, aunque en un tiempo fue joven y ahora es vieja, no por eso se dejará someter a tratamientos bárbaros. Cuando hablé de mamá a mi marido, éste movió la cabeza… Y por este movimiento comprendí que él también está seguro de que no tardará en entrar en la Terraza de la Noche.
¡Oh, madre mía, madre mía!
Mi hermano no habla, se consume. Se pasa los días enteros en sus habitaciones, mirando al vacío y frunciendo el ceño; y cuando vuelve en sí, es tan sólo para prodigar ternuras a su mujer. Los dos se han creado una existencia personal, alejados en un mundo donde no existen más que ellos dos y el hijo que ha de nacer.
Desde hace algún tiempo, un trenzado de bambú colocado contra la cancela de la Luna evita las miradas curiosas de las mujeres.
Cuando le hablo de mamá, mi hermano se hace el sordo y se limita a decir, como un niño caprichoso:
—¡No la perdonaré nunca; no puedo perdonarla!
Nunca, en toda su vida, tuvo mi hermano que soportar una negativa. ¡Y ahora no puede perdonar a su madre!
Durante muchas semanas se mostró reacio a visitarla.
Pero ayer, por fin, acabó cediendo a mis angustiosas súplicas, y consintió en verla. Entró conmigo en la habitación, pero no hizo ningún saludo. Obstinadamente silencioso, miró a mi madre, y ella, en un momento dado, abrió los ojos y le miró con fijeza, sin decir una palabra. Pero cuando nos retiramos pude observar que la vista de aquel rostro descompuesto le había conmovido el alma. Probablemente creyó que mi madre se mantenía recluida en sus habitaciones tan sólo por enfado con él; pero al verla, se dio cuenta de que estaba verdaderamente enferma, y que no curaría nunca. Así es que ahora —Wang-Da-Ma me lo ha contado— se acerca cada día a la cabecera de su madre y le ofrece una taza de té con las dos manos, sin moverse. La primera vez, la enferma se incorporó para darle las gracias, pero desde que supo el estado de la extranjera, no ha vuelto a abrir la boca.
Mi hermano ha escrito una carta a mi padre, y mañana el jefe de la familia vendrá.
Hace varios días que mamá está sumergida en un pesado sueño muy distinto del sueño que conocemos.
Chang, el médico, abrió los brazos y dijo:
—Si el cielo ordena la muerte, ¿quién soy yo para oponerme al destino supremo?
Embolsó el dinero que se le debía, ocultó las manos en sus amplias mangas y se fue. Entonces corrí en busca de mi marido y le supliqué que acudiese: la enferma no ve nada de lo que ocurre a su alrededor, y no hará objeción alguna. Al principio, mi marido no quería saber nada, pero insistí, y por primera vez pudo ver a mi madre enferma.
La visita le conmovió como en ninguna otra ocasión pude observar. La miró durante un buen rato, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo y, por último, salió.
Durante un momento temí que se encontrase mal, pero a mis angustiadas preguntas limitóse a contestar:
—Demasiado tarde. No puedo hacer nada.
Luego, de pronto, se volvió hacia mí, exclamando:
—Se parece tanto a ti, que creí estar viéndote muerta.
Y lloramos los dos.
Voy al templo dos veces al día, donde no había puesto los pies desde que nació mi hijo.
No sentía la necesidad de pedir nada a los dioses, puesto que tenía todo lo que podía desear. Pero se ve que los dioses, enfadados por mi defección, me castigan golpeando a mi madre. El dios a quien ruego con mayor devoción es el de la larga vida, ante el cual puse ofrendas consistentes en carne y vino. He prometido entregar al templo cien hilos de plata.
Pero el dios no me oye. Sentado, inmóvil tras su cortina, no me ha hecho saber, tan siquiera, si acepta mis ofrendas.
¡Tras el velo, los dioses se confabulan contra nosotros!
¡Hermana, oh, hermana! ¡Los dioses han hablado, por fin, revelándose con toda su perversidad! ¡Mira, mira, hermana, mis vestidos de burda tela! ¡Mira los vestidos blancos de luto, que lleva mi hijo! ¡Por ella vestimos de luto, por mi madre muerta!
Yo velaba a su cabecera. La medianoche había sonado; ella yacía inmóvil, sin cambiar de postura desde hacía diez días: una estatua de bronce. No comía ni hablaba; su espíritu había oído ya las voces imperiosas. No vivía en ella más que su fuerte corazón, pero también se debilitaba poco a poco. Poco antes del alba me apercibí, con súbito terror, de que algo había cambiado en ella. Batí palmas llamando a la esclava de servicio, y la envié en busca de mi hermano, que velaba en su cuarto, dispuesto a acudir tan pronto le llamasen.
Apareció instantes después, miró a la enferma y murmuró casi con miedo:
—Se acabó. Manda alguien a las habitaciones de papá.
Hice un signo a Wang-Da-Ma que, en pie, junto al lecho, se secaba los ojos. Una vez salió la sirvienta, nos cogimos de las manos llorando y gimiendo. De pronto, nuestra madre pareció despertar: volvió la cabeza y nos miró fijamente. Luego levantó los brazos, como si elevase un gran peso, y emitió dos profundos suspiros. Sus brazos cayeron inertes, y su espíritu voló, silencioso e impenetrable, como durante su vida.
Llegó mi padre, todavía adormilado y con los vestidos en desorden. Cuando le comunicamos la desgracia, se quedó como aturdido, mirando a la muerta. Era visible que sentía miedo —siempre la temió— y empezó a llorar como una criatura, vertiendo lágrimas fáciles y pueriles.
—¡Una buena mujer! —exclamó—. ¡Ah, sí, una buena mujer!
Mi hermano le alejó suavemente, con palabras de consuelo, y ordenó a Wang-Da-Ma que me trajese vino.
Quedé a solas con mi madre, absorta en la contemplación del mudo rostro, que iba adquiriendo la rigidez de la muerte. Yo era la única que comprendía, y las lágrimas fluyeron, abundantes, de mi corazón. Por último, corrí las cortinas para evitar las miradas de los extraños, y la abandoné a la soledad en que siempre vivió.
Rociamos el cadáver de esencia, lo envolvimos en una larga gasa de seda amarilla, y, por último, lo depositamos en uno de los dos grandes ataúdes cavados en inmensos troncos de árboles de alcanfor, dispuestos para ella y mi padre desde que murió la abuela. En los ojos de la muerta pusimos las piedras sagradas de jade.
El gran ataúd fue sellado. El astrólogo vino y le consultamos acerca del día más favorable para los funerales, el astrólogo escudriñó los libros de las estrellas, descubriendo que el día exacto es el sexto de la sexta luna de año nuevo. Luego llamamos a los sacerdotes, que acudieron ataviados con sus vestidos amarillos y escarlata. Al son de la música fúnebre la condujimos al templo, en espera del día para el entierro.
Actualmente yace en el templo, bajo los ojos de los dioses, en el silencio y el polvo de los siglos. Ni un ruido interrumpe su sueño eterno. Únicamente resuenan los cantos fúnebres de los sacerdotes al amanecer, cuando llega el crepúsculo y durante la noche. De vez en cuando, el son de los gongos del templo.