Capítulo XV

Hoy, hermana, me siento cansada, casi debilitada, como si en mi corazón se hubiese aflojado, de pronto, una cuerda de arpa que se mantuvo tensa durante muchos días, y de ella hubiera huido la música.

¡Pasó la hora terrible!

No te diré en seguida cómo. Prefiero contar las cosas ordenadamente, para que puedas juzgar por ti misma. En cuanto a mí… Escucha.

El mensajero enviado para solicitar el permiso a nuestros padres, autorizándonos a visitarles al día siguiente a la hora del mediodía, volvió con la contestación de que papá había salido para Tien-Tsin tan pronto le informaron de la llegada de mi hermano. El acostumbrado sistema: evitar siempre una decisión. En ausencia del cabeza de familia, nuestra madre nos informaba que estaba dispuesta a recibirnos a mi hermano y a mí. De la extranjera no dijo nada.

Pero mi hermano exclamó:

—¡Si yo voy, mi esposa irá conmigo!

Al día siguiente, tal como fue convenido, precedí a los esposos, y me presenté, acompañada por una sirvienta, con los presentes de mi hermano, escogidos en países extranjeros: cosas curiosas y bonitas que raramente vemos aquí. Un pequeño reloj dorado, encerrado en el vientre de un niño, también dorado, de más de quince centímetros de alto; luego, una máquina que hablaba al darle cuerda con una manivela; luego, un reloj de pulsera, rodeado de perlas; por último, una lámpara que se encendía sin necesidad de fuego y permanecía encendida durante tiempo indefinido, así como un abanico de plumas de avestruz blancas como un puñado de flores de peral.

Con aquellos regalos me presenté ante mi madre. Ésta me había comunicado que me recibiría en la sala de huéspedes. En efecto. Allí la encontré, sentada en un sillón de macizo y oscuro ébano, a la derecha de la mesa, bajo el retrato del emperador Ming. Llevaba una blusa negra de brocado y en los cabellos lucía collares de oro; en su mano mostraba muchos anillos preciosos, con rubíes y topacios, que son las piedras apropiadas a la dignidad de las ancianas.

Vista en aquella especie de trono, apoyada en su largo bastón de ébano y plata, me pareció más majestuosa y severa que nunca.

Pero la conocía bien, y escudriñándole el rostro para cerciorarme de su estado de salud, el corazón me dio un vuelco. Sobre el negro de la blusa se destacaba con toda nitidez la diáfana delgadez de su rostro, descarnado hasta el punto de que sus labios habían adquirido el pliegue y la adherencia de la muerte. Sus ojos se habían agrandado y hundido, como suele ocurrir a los enfermos para los que no hay esperanza. Cuando movió las manos oí tintinear los anillos, demasiado grandes. Me quemaba el deseo de preguntarle cómo se encontraba, pero sabía que eso la enfadaría; así es que no me atreví. Se la veía preparada para la entrevista, haciendo acopio de todas sus fuerzas, que buena falta le hacían.

Por eso, cuando me recibió sin una palabra, le ofrecí los presentes en silencio, tomándolos, uno tras otro, de manos de la sierva. Los acogió con un movimiento grave de la cabeza, pero no los miró, e hizo signo a otra sirvienta, que esperaba órdenes a cierta distancia, de que los llevase a otra habitación. Animada por la aceptación —rechazarlos hubiera sido, en el lenguaje de las mujeres, la repudiación de mi hermano—, dije:

—Mi muy honorable madre, mi hermano está aquí y espera que os dignéis recibirle.

—Eso me han comunicado —contestó ella fríamente.

—Ha traído consigo a la extranjera… —me atreví a decir, casi sin aliento, convencida de que sería mejor decir cuanto antes lo más desagradable.

Guardó silencio; su rostro era inescrutable.

—¿Pueden acercarse? —inquirí, no sabiendo decir otra cosa que lo ya estudiado de antemano.

—Que vengan —contestó ella, con inconmovible frialdad.

Dudé, sin saber a qué carta atenerme. La extranjera estaba allí, casi en el umbral de la puerta… Me acerqué a la cortina, levantándola, y referí a mi hermano las palabras de mamá, aconsejándole que se presentase primero solo.

Su rostro ensombrecióse como de costumbre cuando se le contraría, y cruzó unas palabras con su esposa en idioma extranjero. Ella frunció el entrecejo, se encogió de hombros y esperó con perfecta y despreocupada calma. Pero mi hermano, con brusca decisión, la cogió de la mano y, antes de que pudiera evitarlo, entró con ella en la sala.

Era verdaderamente curioso ver aquella extraña figura de mujer en la sala de nuestros antepasados. ¡Era la primera sangre extranjera que trasponía el umbral! Como hipnotizada por la escena, me quedé agarrada a la cortina, con los ojos fijos en la esposa de mi hermano, olvidando a mi madre por un instante.

Me dije que la decisión de mi hermano de no entrar solo, haría desaparecer de pronto el deseo maternal de volver a verle; pero la escena que se desarrollaba ante mis ojos no perdía interés.

Obedeciendo al deseo de mi hermano, la extranjera había sido vestida a la manera del país: una chaquetilla de seda azul oscura, gruesa y muy pesada, ligeramente bordada de plata. La falda era de raso negro sin adornos. La única nota lujosa eran dos grandes pliegues verticales obtenidos por la riqueza de la tela. Calzaba sandalias de terciopelo negro, sin bordados. Contrastando con el color oscuro de sus vestidos, la piel aparecía blanca y luminosa como las perlas a la luz de la luna, y sus cabellos parecían una llama dorada.

Los ojos eran azules como un cielo tempestuoso, los labios tenían un pliegue algo desdeñoso. Entró directamente y altanera, llevando la cabeza un poco echada hacia atrás, y sostuvo, intrépida, la mirada de mi madre, con ojos tranquilos, sin sonreír.

Me cubrí la boca con la mano para reprimir un grito. ¿Cómo pudo mi hermano descuidar de aleccionarla que donde hay una anciana se debe entrar con los ojos bajos? En aquellos instantes compadecí amargamente a mi hermano por tener una esposa tan torpe. Me parecía asistir al encuentro de una princesa con la reina madre.

Por las miradas que se cruzaron, inmediatamente comprendí que la extranjera y mi madre eran enemigas.

Mamá volvió los ojos con altanería hacia otro sitio, mirando al vacío por la entreabierta cortina. La extranjera dijo algo a mi hermano con voz indiferente. Más tarde supe que le preguntó:

—¿He de arrodillarme?

Él asintió con la cabeza y ambos se arrodillaron.

Mi hermano dijo:

—Anciana y venerable madre: Yo, vuestro hijo indigno, he vuelto de los países extranjeros a la amorosa presencia de mis padres, obedeciendo a vuestra orden. Me alegró el pensar que habéis juzgado oportuno el aceptar nuestros miserables presentes. Digo «nuestros» porque me acompaña mi esposa, de quien os hablé en la carta que os escribí por mediación de mi amigo más íntimo. Viene en calidad de nuera de mi madre. En sus venas corre sangre extranjera, pero a instancias suyas os informo, honorable madre, de que su corazón tornóse chino al convertirse en mi mujer. Por su libre y espontánea elección adopta los usos y costumbres de nuestra familia y nuestra raza. Sus hijos pertenecerán, en cuerpo y alma, a nuestra celestial Nación, ciudadanos de la resplandeciente República, herederos del Imperio del Centro. Y así manifiesta su respeto.

Volvióse a la extranjera, que esperaba tranquilamente y le hizo un signo. Obedeciendo, ella se inclinó con sorprendente dignidad, a los pies de mi madre, hasta tocar el suelo con la frente. Repitió el ademán por tres veces, y a éstas sucedieron otras tres, ejecutadas al unísono con mi hermano.

A continuación se pusieron en pie, esperando a que mi madre hablase.

Pero ésta guardó silencio. Estaba como absorta en la contemplación del espacio vacío del patio, sin ceder en lo más mínimo de su altanera actitud. Comprendí que, en realidad, estaba agitada por la osadía de mi hermano, que la había desobedecido, presentándose ante ella en compañía de la extranjera, a pesar de su orden expresa. Vi una mancha roja colorear sus mejillas, un músculo de su fina piel temblaba.

Pero no dio ningún otro signo exterior de emoción. Siguió sentada, con las manos cruzadas sobre el pomo de su bastón, la mirada impasible; y los dos, ante ella, esperaban en silencio, en la atmósfera de la sala, que de pronto pareció pesada y deprimente.

Inopinadamente, algo turbó la desdeñosa severidad del rostro de mi madre. Sus mejillas, ligeramente coloreadas, palidecieron bruscamente. Una mano cayó inerte en su regazo, su mirada perdió intensidad, como vencida por el cansancio… Vi que se encogía, haciéndose pequeña en el asiento. Luego dijo, vivamente, como si estuviese a punto de perder el conocimiento:

—Hijo mío…, bien venido eres a tu casa. Te hablaré más tarde. Ahora, vete.

Mi hermano levantó los ojos y escudriñó su rostro. Era un observador menos agudo que yo, pero no dejó de comprender que algo había sucedido. Me miró, dudando, haciendo un gesto como si quisiera protestar. Muy inquieta, le indiqué con la cabeza que no hiciese nada. Él dijo algo a la extranjera; inclináronse y salieron.

Me precipité hacia mi madre, pero me detuvo con un gesto. Hubiera querido pedirle perdón, pero su actitud hermética me impedía hablar. Parecía extenuada; comprendí que lo mejor sería irme. Por lo tanto, me incliné lentamente y salí. En el patio me volví, y pude ver cómo atravesaba la estancia, apoyándose pesadamente en dos esclavas.

Entristecida, volví a casa. Por más que pienso, no adivino lo que pasará mañana.

Mi hermano y la extranjera salieron a dar un paseo que les retuvo lejos de casa durante todo el día. Regresaron por la noche, y no cruzamos una palabra.