¡No he podido esperar, hermana, una hora más oportuna! He venido a pie después de dejar a mi hijo entre los brazos del ama, sorda a sus gritos cuando vio que me iba. No, no me sirvas el té. Debo regresar inmediatamente, he venido tan sólo para contarte… ¿Te has enterado? ¡Llegaron al fin! ¡Mi hermano y la extranjera! Hace dos horas. Han hablado con nosotros durante la comida. La he visto, la he oído hablar…, pero no entiendo nada de lo que dice. ¡Qué criatura tan extraña…! Tan extraña que, a pesar mío, no puedo por menos de mirarla con ojos asombrados.
Estábamos ocupados en preparar la comida cuando el portero entró en la estancia y anunció sin apenas inclinarse.
—¡En la puerta hay un hombre con una mujer como no he visto nunca! ¡Ni siquiera sé si es hombre o mujer! ¡Parece una mujer, pero es tan alta como un hombre!
Mi esposo me miró, dejando los bastoncillos.
—Son ellos —dijo, tranquilamente, en contestación a mi mirada interrogadora.
Bajó, regresando inmediatamente con los huéspedes.
Les recibí de pie. Te confieso que cuando vi la elevada estatura de la extranjera me faltaron las palabras, y apenas vi a mi hermano. Tan sólo tenía ojos para ella; su cuerpo ágil, envuelto en una chaqueta de color azul que le llegaba hasta las rodillas.
Mi marido no se mostró intimidado. Les invitó a sentarse a la mesa con nosotros, y dio orden de que les fuera servido arroz y té. Yo me callaba, muy ocupada en mirarla. Incluso ahora no ceso de preguntarme:
—¿Qué haremos con esa extraña criatura? ¿Cómo la vamos a adaptar a nuestra vida?
Casi no me acordaba de que mi hermano la quería, y noté una confusa sensación de estupor a causa de su presencia en mi casa.
Me parecía soñar… Y, en realidad, notaba la sensación de alguien que, soñando, se hace cargo de lo irreal de sus visiones.
¿Quieres saber qué aspecto tiene? Me es difícil describírtela, aunque, como ya te he dicho, no cesé de mirarla desde que entró. Veamos: es más alta que mi hermano y lleva cabello corto. Pero los rizos están dispuestos de tal manera, que ocultan decorosamente sus orejas. Descompuestos por los cuatro vientos, tienen un color de cobre viejo, como el vino que llamamos «hueso de tigre». ¿Los ojos? Son como el mar bajo un cielo tempestuoso, y no se ríe con facilidad.
Desde que la vi me pregunté si era guapa. La contestación me vino de pronto; no, no lo es. En efecto, no tiene las cejas bonitas…, ¿sabes…?, de esas que se asemejan al vello que tienen las mariposas en las alas, como las que nos gustan a nosotros. Son oscuras y marcadas sobre unos ojos pensativos. A su lado, mi hermano aparece con un rostro juvenil, lleno de rasgos más sutiles. Sin embargo, no tiene más que veinte años, cuatro menos que mi hermano.
¿Y sus manos? Puestas junto a las de mi hermano, se diría que las de éste son las que debieran corresponder a ella. ¡Tiene los huesos puntiagudos…! Sus muñecas son más grandes que las mías. Recuerdo que cuando me dio la mano, sentí en la mía el contacto de la rugosa piel de su palma.
Después de comer, aprovechando un momento en que nos dejaron solos, se lo dije a mi marido. Éste me explicó que aquella rugosidad era debida a cierto juego llamado tenis, que las mujeres extranjeras acostumbran a practicar, incluso con los hombres…, ¡supongo que para divertirles! ¡Estas mujeres extranjeras tienen una curiosa manera de gustar a los hombres!
¡Y tienen unos pies…! ¡Cinco centímetros más largos que los de mi hermano! Por lo menos así parecen… ¡Me imagino que debe de ser una cosa muy embarazosa tener unos pies así!
En cuanto a mi hermano, se viste a la manera occidental y se mueve con rapidez, víctima de una perpetua inquietud. La verdad, no comprendo muchos de sus gestos.
Por más que le miro, no reconozco en él al muchacho alto, erguido, delgado y alegre que había reconocido, y si no habla, su rostro tampoco sonríe. No lleva ningún adorno ni joya; una excepción tan sólo: el anillo que luce en una de sus manos. Su palidez se destaca más vivamente por contraste con el color oscuro de su ceñida vestimenta occidental. Se sienta a la manera extranjera: cruzando una pierna sobre la otra. Con mi marido y su esposa, habla, sin esfuerzo alguno, en el idioma extranjero. Las palabras se siguen con un sonido semejante al de piedrecillas arrojadas contra una roca.
Está cambiado por completo. Incluso sus ojos no son los de antes. No los mantiene bajos; al contrario, los planta, descaradamente, en el rostro de su interlocutor: unos ojos inquietos, tras los cristales de unas curiosas gafas, con montura de concha negra, que le hacen más viejo de lo que es en realidad.
Únicamente sus labios siguen siendo igual que antes.
Son los labios de mi madre, finos y delicados. Hay en ellos como una sombra del antiguo gesto que hacía cuando alguien se negaba a satisfacer sus deseos. En aquel vago detalle reconocí a mi hermano. Por lo demás, en mi casa no había de chino más que mi hijo y yo. Mi marido y los dos huéspedes, vestidos con sus trajes exóticos, hablaban un idioma que ni yo ni mi hijo entendemos…
Los huéspedes se quedarán en casa hasta que mis padres consientan en recibirles. Tiemblo al pensar en las censuras de mi madre cuando sepa que acogí a los rebeldes bajo mi techo. Pero mi marido así lo desea y, además, ¿no se trata de mi hermano, del hijo de mi madre?
Cuando nos sentamos a la mesa para comer el arroz, demostró no saber servirse de los palillos. Me hizo reír furtivamente tras la mano, al ver que los cogía todavía más torpemente que mi hijo con sus manecitas inexpertas. Los oprimía, arrugando el entrecejo, con un sincero esfuerzo por aprender; pero era inútil: no lo lograba; sus manos no estaban hechas para las cosas delicadas.
¡Y su voz! Nunca oí semejante voz de mujer. A nosotras nos gusta un timbre mórbido y ligero, casi como el agua que corre entre peñascos, o como el gorjeo del gorrión entre los juncos. Por el contrario, la extranjera tiene un vozarrón rico de tonos y, como habla poco, una se siente inducida a interrumpir sus propias palabras en espera de que abra la boca. Y, cuando lo hace, sus palabras tienen la sonoridad del tordo en primavera, cuando el arroz está a punto para ser segado. Sus palabras fluyen rápidas, dirigidas tan pronto a mi marido como al suyo. Conmigo no habla: no nos entendemos. Pero he observado que en dos ocasiones pasó una fugaz sonrisa por su rostro, iluminando sus ojos como lo haría un reflejo de plata en una lenta corriente de agua. Creo haber comprendido. Decía; «¿Vamos a ser amigas?». Nos miramos, dudosas, y en seguida contesté, sin palabras: «Veré si llegamos a entendernos… según cómo mires a mi hijo».
Vestí a éste con la chaquetita de seda encarnada y los pantaloncitos verdes. En los pies le puse sandalias bordadas de color guinda, y cubrí su cabeza con el gorrito sin visera, adornado alrededor con pequeños budas dorados. En el cuello le puse una cadenita de plata que acabó de darle el aspecto de un verdadero príncipe. Así vestido, lo mostré a la extranjera. El pequeñuelo, en pie, sobre sus largas piernecitas, la miró extrañado. Al decirle yo que se inclinase, juntó las manos y me obedeció, tambaleándose un poco por el esfuerzo.
Ella miró sonriendo, y al verle ejecutar la inclinación se echó a reír con fuerza, elevando una nota que recordaba el son profundo de una campana; luego, con una exclamación llena de dulzura, cogió al chiquitín, oprimiéndole contra su pecho, y le besó con tal entusiasmo que hizo caer su gorrito con los budas dorados. En seguida me miró por encima de la pelada cabecita. ¡Qué mirada, hermana! Sus ojos decían: «¡Quiero tener uno como éste!».
Sonreí y dije:
—Seremos amigas.
Ahora comprendo por qué la quiere mi hermano.
Han pasado quince días de su llegada y todavía no se han presentado a mis padres. Mi marido y mi hermano discutieron largo rato en lengua extranjera. Los dos están confusos: algo deben de haber concertado, algo que yo ignoro. Pero, cualquiera que sea su decisión, se ve que coinciden en la conveniencia de obrar prudentemente.
Mientras tanto, yo no pierdo de vista a la extranjera. Si me preguntases, hermana, lo que pienso, te diría que no lo sé.
Ciertamente, no es como nuestras mujeres. Todos sus modales son desenvueltos y llenos de gracia. Sus ojos buscan, sin timidez, los de mi hermano, presta oído a las conversaciones de los hombres, e interviene con rápida charla. Entonces, todos se echan a reír. La cuarta dama diría que la extranjera está acostumbrada a tratar a los hombres.
Sin embargo, hay una diferencia. Me parece que, en el fondo, la cuarta dama tenía miedo de los hombres, a pesar de su descocada belleza. Pensando en esto, me convenzo de que su miedo deriva de la íntima convicción, bien presente incluso en la más dichosa época de su belleza, que el día en que su hermosura empezase a declinar, no le quedaría nada con que atraer el corazón de los hombres.
Muy distinta es, por el contrario, la conducta de la extranjera, que, desde luego, no es tan guapa como la cuarta dama y, sin embargo, no parece preocuparse por eso.
El interés que los hombres le demuestran, ella lo considera como un tributo debido. No adopta atavíos seductores; al contrario, parece decir: «Heme aquí tal como soy, y no pretendo aparecer distinta de la realidad».
Me parece orgullosa, o, por lo menos, indiferente de una manera extraña al trastorno que ha causado en el seno de nuestra familia. Se pasa el tiempo jugando con mi hijo, o abismada en la lectura —trajo consigo varias cajas de libros—, o escribiendo cartas. ¡Y qué cartas! Una vez miré la hoja por encima de su hombro y vi que la página estaba cubierta de grandes signos unidos los unos a los otros. ¡Incomprensibles!
Más que cualquier otra cosa, prefiere soñar, sentada en el jardín, donde se entretiene, además, bordando.
Una mañana, muy temprano, salió con mi hermano y no volvieron hasta el mediodía. Al igual que mi hermano, estaba cubierta de polvo y barro. Estupefacta, pregunté a mi hermano a dónde habían ido para volver en semejante estado.
Me contestó:
—Hemos ido a hacer lo que los occidentales llaman una excursión.
Le rogué que se explicase.
—Una excursión es una larga y rápida caminata hacia cualquier lugar alejado. Hoy hemos llegado hasta la Montaña Violeta.
—¿Y qué placer hay en eso? —Para ellos, es muy divertido.
—¡Qué cosa tan rara! Entre nosotros, hasta una mujer del pueblo juzgaría estúpida una caminata semejante.
Mi hermano, a quien hice esta observación, me dijo por toda contestación:
—La manera de vivir en el país donde mi esposa nació ha sido siempre libre. Tras las altas paredes de nuestros patios se siente un poco como una prisionera.
Mi asombro no conocía límites. Hasta entonces creí que la vida que mi marido y yo hacíamos era independiente. Las paredes que rodean los jardines sirven, tan sólo, para impedir las miradas curiosas: ¡tendría gracia que cualquier campesino o mercader pudiese espiar el interior de nuestra casa! Inconscientemente, pensé:
«Si la extranjera tiene esas ideas, ¿cómo hace para vivir en el jardín?».
Pero me callé.
Hay que ver con qué despreocupación demuestra su amor por mi hermano. Ayer noche, por ejemplo, estábamos todos sentados en el jardín, para disfrutar un poco del fresco de la noche. Me había sentado en el sitio de costumbre, en el taburete de porcelana, un poco alejada de los hombres, y ella, a mi lado, subida en el parapeto de piedras que rodea la terraza. Sonriendo un poco, como es su costumbre cuando estamos juntas, me señalaba un objeto tras otro, en la sombra, preguntándome su nombre, que luego repetía. Tiene una memoria feliz; cuando oye un nombre no lo olvida nunca. Repetía varias veces cada sílaba, como si gozase con la entonación, y reía un poco cuando, tímidamente, la corregía. Así pasamos el tiempo, distraídas, mientras los dos hombres hablaban entre sí.
Pero cuando la sombra se convirtió en oscuridad, y se hizo imposible distinguir las flores y las piedras, la joven enmudeció, inquieta, volvió los ojos hacia mi hermano y, por último, levantóse con un movimiento brusco y se acercó a él, con pasos elásticos, que en la oscuridad hacían oscilar su falda blanca y vaporosa.
Rió, dijo algo en voz baja, detúvose al lado de mi hermano y le cogió la mano con desenvoltura. Volví los ojos en otra dirección.
Cuando volví a mirarles, simulando interesarme en la dirección del viento, vi que la extranjera se había sentado, hecha un ovillo, en los mosaicos de la terraza y, desvergonzadamente, apoyaba su mejilla en la mano de mi hermano.
En aquel momento le compadecí. ¡Lo avergonzado que debía de estar de tener una mujer así! Estaba oscuro y no podía ver su rostro, pero todos guardábamos silencio; en el jardín no se oía más que el suave zumbido de los nocturnos insectos estivales. Levantándome, me retiré.
Cuando, instantes más tarde, mi hermano vino a desearme las buenas noches, le dije:
—¡Esa extranjera es una desvergonzada! Él rió.
—¡No, mujer; lo que ocurre es que tú eres una muñeca de porcelana!
Indignada, exclamé:
—¿Quieres, acaso, que te coja la mano ante los ojos de todo el mundo?
Él me miró y volvió a reír.
—¡No, porque si lo hicieras serías verdaderamente desvergonzada!
Recuerdo que aquello me sorprendió mucho. Pero por más que reflexiono no logro encontrar maldad en la extranjera. Cuando ella demuestra su amor por mi hermano lo hace con la sencillez de un niño; no hay nada de equívoco ni oculto. Nuestras mujeres no son así.
Es como la flor del naranjo silvestre, pura y picante, pero sin fragancia.
Por fin han decidido la norma de conducta que seguirán. La extranjera se vestirá como las mujeres chinas, y, con mi hermano, se presentará ante la honorable anciana, luego que mi hermano le haya enseñado a hacer la reverencia. Yo precederé a la pareja y presentaré a las dos mujeres.
Por la noche, pensando en la misión que me ha sido encomendada, no logro dormir; tengo los labios secos, y cuando intento mojarlos, no puedo, porque tengo la boca completamente áspera. Mi marido intentó darme valor con bromas y palabras de ánimo, pero, al dejarme sola, me entra miedo otra vez. ¡Voy a ponerme abiertamente en contra de mi madre, yo, que nunca he discutido su voluntad!
¿De dónde sacaré el valor para hacerlo? Soy la tímida criatura de siempre y, abandonada a mí misma, no vería más que mal en lo que hago. Incluso en una embarazosa situación como la presente voy hasta el fondo del corazón maternal; y diría que, según las antiguas costumbres de nuestra raza, tiene razón.
Es mi marido quien me ha cambiado; por primera vez me atreveré a hablar en pro del amor y contra mis padres.
Pero tiemblo al pensarlo.
La única de nosotros que conserva su tranquilidad es la extranjera.