Capítulo VIII

¿Con qué palabras decirte, hermana, cómo empezó el favor de mi marido? ¿Acaso yo misma estoy segura de cuándo empezó su corazón a despertar? ¡Ah! ¿Cómo puede la fría tierra observar que en la primavera el sol abre a las flores su corazón? ¿Es posible que el mar se dé cuenta de que la luna le atrae?

He perdido la noción del tiempo; únicamente sé que ya no estoy sola, que allí donde esté él está mi hogar. He olvidado la casa de mi madre. Durante el día, en el transcurso de las horas en que mi marido está ausente, no hago más que pensar en sus palabras. Recuerdo sus ojos, su rostro, la curva de sus labios, el ligero contacto de su mano en la mía cuando, juntos, volvemos las páginas del libro abierto en la mesa ante la cual nos sentamos. Por las noches, cuando estamos solos, le miro de soslayo, ansiosa de aprovechar las lecciones que me da con ayuda del libro.

No hago más que pensar en él. Estoy ebria de él, exactamente como lo que ocurre en primavera, cuando el río invade los canales resecos por el invierno y divaga por la tierra, llevando a todos lados los gérmenes de la vida y de frutos.

¿Quién puede comprender verdaderamente la fuerza de esos sentimientos entre un hombre y una muchachita? Mi soledad está llena de él, no recuerdo nada más. En fin, ¡ha llegado el momento de mi suprema alegría! Y escucha ahora, hermana, una radiante noticia. En el último día de la undécima luna —recuerdo que era la época de cosechar el arroz— nació mi primer hijo.

Cuando mi marido supo que yo estaba en estado, cumpliendo así mi deber con él, no ocultó su alegría. Los primeros en recibir la noticia fueron sus padres, luego los hermanos, que nos enviaron sus felicitaciones. Naturalmente, mis padres no estaban directamente interesados en este acontecimiento, pero decidí anunciárselo también a mi madre con ocasión de la visita de Año Nuevo.

Pero el período que empezó entonces no dejaba de ser difícil para mí. Hasta entonces, mi situación en la familia de mi marido fue muy poco importante: la esposa del menor de los hijos, y nada más. A partir del día de nuestra mudanza, apenas participé en la vida de la familia. Es verdad que, en dos ocasiones, fui a visitarles; pero eran visitas de cumplido, hechas en épocas establecidas por la tradición, y mi suegra, a quien serví el té, me trató casi con indiferencia, aunque no exenta de cierta benignidad.

Pero todo había cambiado. De improviso me convertí en una sacerdotisa del destino. En mis entrañas hallábase la esperanza de la familia…, un heredero. Mi marido tenía cinco hermanos, ninguno de los cuales tenía hijos. Si yo le daba uno, no tan sólo ascendería, súbitamente, del rango inferior al de hermano mayor, sino que adquiriría el derecho a la prerrogativa de heredar los bienes de la familia. Pero, verdaderamente, era muy triste que una madre no pueda considerar como suyo, más que durante unos pocos días, lo que nació en su seno. En efecto, el niño debe ocupar, muy pronto, un lugar preferido en la jerarquía y la vida de la mayor familia… ¡Oh, Kwan-Ying protege a mi hijo!

Hablar por primera vez a mi marido de nuestro hijo me produjo algo muy parecido al éxtasis; pero este sentimiento fue prontamente vencido por otros pensamientos más ansiosos. He dicho que los tiempos empezaban a ser difíciles para mí, sobre todo a causa de los numerosos consejos que me afluían de todas partes. En primer lugar, los de mi honorable suegra. Tan pronto se enteró de la noticia, quiso que me preparase a visitarla. Hasta entonces había sido recibida, ceremoniosamente, en el atrio de los invitados; esto a causa de cierto rencor que mi honorable suegra nos guardaba por la mudanza. Pero en aquella ocasión, los criados recibieron, sin duda, otras órdenes, puesto que apenas entré me hicieron pasar a las habitaciones interiores, pasado el tercer patio, reservadas a la familia.

Allí encontré a mi suegra, ocupada en beber el té. Era una anciana majestuosa y tan corpulenta, que sus pies no podían soportar, desde ya hacía tiempo, el peso de su cuerpo; tanto es así, que era incapaz de dar un paso sin apoyarse pesadamente en dos robustas esclavas, siempre atentas a sus órdenes, colocadas de pie detrás de su silla. Llevaba las manos llenas de anillos, y eran tan regordetas, que los dedos parecían embutidos rígidamente en una bola de carne llena de hoyuelos.

Mi genuflexión fue acogida con una sonrisa que hizo aparecer los finos labios entre la grasa de sus mejillas. Me cogió una mano y la golpeó amablemente con una de las suyas.

—¡Magnífica muchacha! —dijo, con la voz un poco ronca que tenía desde que su cuello desapareció, hundido en la carne, y a causa del asma que no la dejaba en paz.

Inmediatamente me di cuenta de que mi visita era agradable y, sirviendo el té, le presenté la taza con las dos manos. Hecho esto, intenté sentarme a su lado en un taburete bajo; pero ella no me quiso permitir tanta humillación, aunque en otras ocasiones le importó muy poco donde yo me sentaba. Sonriendo y tosiendo, me indicó que me sentara en una silla al otro lado de la mesa; y no tuve más remedio que obedecer.

De pronto expresó el deseo de que las otras cuñadas vinieran a verme. Éstas comparecieron, dándome la enhorabuena. Tres de ellas no habían concebido nunca, y aquella escena no podía menos de suscitar su envidia y rencor. La mayor empezó a quejarse en voz baja, balanceándose hacia atrás y hacia delante, gimiendo, desesperándose y compadeciéndose de su suerte:

—¡Ay de mí, ay de mí, cuán triste es mi vida! ¡Qué mala suerte!

Mi suegra suspiró y sacudió gravemente la cabeza sin decir palabra, permitiendo así que su nuera se quejase durante dos pipas de tabaco; una vez se las hubo fumado, les dio orden de retirarse porque tenía que hablar conmigo. Me enteré entonces de que el hermano mayor de mi marido había tomado, hacía poco tiempo, una segunda mujer, ya que la primera no le había dado ningún hijo, con gran pesar suyo. Estaba verdaderamente enamorada de su marido, y no perdía ocasión de demostrar el afán de su vida.

Mi suegra se prodigó en consejos, y entre ellos me dio el de no preparar la ropa del niño hasta que no hubiera nacido.

Esto, dijo, era una costumbre del tiempo de su juventud, en el Anhwei, originada por la idea de que había de mantenerse secreto a los dioses crueles el nacimiento de un hombre; de saberlo, harían todos los posibles para destruir aquella nueva vida.

—¿Cómo le vestiré? —me atreví a preguntar—. No voy a dejar desnudo y abandonado al pobrecito.

—Envuélvele en la ropa vieja de su padre —contestó mi suegra—; eso le traerá suerte. Yo lo hice con mis cinco hijos, y todos están con vida.

Mis cuñadas también me aconsejaron hacer esto y lo de más allá, según sus experiencias personales. Todas insistieron, especialmente, en la necesidad de comer cierta clase de pescado inmediatamente después del nacimiento de la criatura. Tampoco debía omitir el beber una buena taza de azúcar moreno disuelto en agua.

Por la noche, cuando, dichosa a causa de todas aquellas pruebas de interés y asistencia familiar, volví a casa y conté a mi marido lo que me habían dicho, me quedé de piedra al verle enfadarse, tirarse de los cabellos y recorrer la estancia a grandes zancadas.

—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! —gritó—. ¡Todo eso son mentiras…, supersticiones…! ¡Nunca, nunca! —Se detuvo, y cogiéndome por los brazos me miró fijamente a los ojos, que yo había levantado hacia él—. Prométeme —dijo con dulzura— que te dejarás guiar, única y exclusivamente, por mí. Has de obedecerme, ¿comprendes? ¡Prométemelo, si no, te juro que no volverás a tener ningún otro hijo!

¿Qué podía hacer yo si no prometer?

Cuando le di mi palabra, pareció calmarse.

—Mañana —dijo— te llevaré a una casa donde podrás ver cómo se vive a la occidental. Es el domicilio de mi antiguo profesor americano. Deseo que hagas esa visita, no para que imites simiescamente sus costumbres, sino porque deseo ampliar el horizonte de tus ideas.

Las órdenes de mi marido fueron ejecutadas al pie de la letra. Únicamente hice una cosa sin que él lo supiera. A la mañana siguiente, al amanecer —era tan temprano, que todo el mundo dormía, excepto un muchacho que vi vagamente a través de la bruma matutina—, me escapé de la casa sin ser vista; me acerqué al templo y encendí ante Kwan-Ying, la diosa protectora de los hijos y la buena gestación, unos cuantos bastoncitos de incienso de que me había provisto en una tienda. La losa de mármol ante la diosa estaba húmeda de rocío, pero a pesar de eso, me arrodillé, y varias veces la toqué con la frente, murmurando plegarias con todo el corazón, y mirando a la diosa con ojos suplicantes. Ésta me contemplaba impasible; la urna estaba llena de cenizas frías del incienso que otras madres habían ofrecido antes que yo, con plegarias no menos ardientes que las mías.

Hundí bien en el montoncito de ceniza los bastones, los encendí y dejé que ardiesen ante la diosa; una vez hecho esto, volví a casa.

Fiel a su promesa, mi marido me llevó a visitar sus amigos extranjeros. Sonrío, hermana, al confesar que también se unía a mi gran curiosidad un poco de miedo. ¿Qué quieres…?

Nunca hasta entonces había estado en una casa extranjera, y ningún extranjero había tenido relaciones con la casa de mi madre. Mi padre, naturalmente, había conocido algunos durante sus viajes, y su juicio se resumía a una carcajada a causa de la vulgaridad de su aspecto y la rudeza de sus maneras. Cosa extraña, únicamente mi hermano los admiraba. En Pekín conoció a muchos, y entre los profesores de su escuela los había extranjeros. Recuerdo que un día le oí que había estado en casa de no sé qué extranjero; y la idea de aquella audacia me había llenado de admiración.

En casa de mi madre no se sentía ni sombra de la influencia de los extranjeros. A veces, es verdad, algunas sirvientas contaban animadamente cosas acerca de extranjeros apenas entrevistos en la calle, cuando iban a la compra; eran interminables conversaciones a propósito de su piel lívida, de sus ojos claros. Yo prestaba oído a aquellas conversaciones con la misma curiosidad insana que escuchaba los cuentos de fantasmas y diablos, en lo que la fantasía de Wang-Da-Ma era fertilísima. ¿No había yo, en efecto, oído referir a la servidumbre cosas de la extraña magia de los blancos, de su poder de raptar el alma de las personas con una pequeña máquina encerrada en una cajita negra a la que aplicaban el ojo? La cajita hacía ¡tac! Se oía saltar un resorte. Inmediatamente, una extraña debilidad sentíase en el pecho, y poco tiempo después uno moría de enfermedad o accidente.

Mi marido se rió cuando le hablé de esto.

—Entonces, ¿cómo se entiende que yo esté aquí sano y salvo luego de vivir doce años en su país?

—Porque eres valiente —contesté— y has penetrado en el secreto de su magia.

—Observo que necesitas conocer por tus propios ojos a los extranjeros. Ya verás cómo son hombres y mujeres igual que nosotros.

Fuimos aquel mismo día. Recuerdo un jardín con hierba, árboles y flores. Primera sorpresa: los extranjeros comprenden la naturaleza, y pueden tener hermosos jardines. No es que estuviese entusiasmada; el conjunto había sido dispuesto con una evidente rusticidad, no se veían patios ni rastro de estanques con peces colorados. Confieso que cuando nos encontramos ante la puerta, hubiese escapado de no tener al lado a mi marido.

Alguien, desde el interior, abrió rápidamente, y en el umbral apareció un «diablo extranjero». Era alto y contraía su rostro con una gran sonrisa. Comprendí por su vestimenta, igual a la de mi marido, que se trataba de un hombre; pero figúrate mi horror cuando vi que en el cráneo, en lugar de los cabellos negros y lisos de todo el mundo, tenía una especie de lana roja y encrespada. Dos ojos, parecidos a piedrecitas lavadas por las aguas del mar, brillaban en su rostro, en cuyo centro se destacaba una nariz como una montaña. Una criatura horrible; ¡más repulsiva que el mismo dios del Norte, a la entrada del templo!

Pero mi marido no parecía impresionado en lo más mínimo por el extraño personaje, al que incluso tendía una mano, que el otro cogió, sacudiéndola enérgicamente. En lugar de mostrarse sorprendido, mi esposo se volvió hacia mí e hizo las presentaciones. El extranjero contrajo nuevamente su rostro con una enorme sonrisa, e hizo ademán de cogerme la mano. Miré la suya. ¡Qué mano, hermana! Grande y huesuda, cubierta de pelos encarnados rígidos, y puntos negros. Noté que se me ponía la piel de gallina. ¡Nunca me atrevería a tocar aquella mano! Así es que escondí las mías en las mangas y me incliné. El extranjero acentuó su sonrisa y nos invitó a entrar.

Atravesando un recibimiento parecido al nuestro, entramos en una habitación donde, sentada ante la ventana, había una persona en la que inmediatamente reconocí a una mujer extranjera. En lugar de calzones, llevaba una larga sotana de algodón, cogida por la cintura. Sus cabellos, no tan feos como los de su marido, eran largos y lisos; sin embargo, tenían un color amarillo, exento de hermosura. También tenía una nariz larga, pero no tan ganchuda como la de su marido, y manos vulgares, con uñas cuadradas y cortas. ¡Y qué pies! Al mirarlos me imaginé unas barcas.

«Con unos padres como éstos —pensé—, ¿cómo serán los diablillos extranjeros?».

Debo decir, además, que, a pesar de su rudeza, hacían todo lo posible por parecer amables. Pero no había ningún gesto que no denotase su falta de educación; por ejemplo, ofrecían tazas con una mano nada más, y me daban la preferencia desairando a mi marido. En un momento dado, el hombre me dirigió la palabra, ¡como si no fuese el deber de su mujer darme conversación! Aquello me pareció un insulto.

Reconozco que no se les podía hacer responsables de sus actos hasta el punto de ofenderme, pero llevaban viviendo doce años en China —según me dijo mi esposo— y tuvieron tiempo suficiente para aprender un poquitín de urbanidad. No digo esto por ti, hermana, que has vivido siempre entre nosotros y, por lo tanto, eres una de las nuestras.

Lo más interesante de la visita empezó cuando mi marido pidió a la extranjera que me enseñase los niños y sus vestidos.

—Nosotros también esperamos un niño —explicó— y quisiera que mi esposa se iniciase en las costumbres extranjeras.

La mujer se levantó inmediatamente, rogándome que la acompañase al piso superior. Tuve miedo de irme sola con ella, y miré a mi marido. Éste, como respuesta, me hizo un signo de seguir a la extranjera.

Mis aprensiones desaparecieron rápidamente. En el piso superior entramos en una habitación inundada de sol y calentada por una estufa negra. De pronto, una cosa me extrañó: estaba bien claro que pretendía mantener la estancia caliente, y, sin embargo, por una ventana abierta entraba el aire exterior. ¡Para qué decirte mis sentimientos cuando vi a tres pequeñuelos extranjeros jugando por el suelo! Estaba encantada, nunca había visto unas criaturas tan bonitas.

Tenían el aspecto saludable. Pero sus cabellos eran de color claro. Esto confirmaba lo que había oído decir a propósito de la naturaleza de los extranjeros que, contrariamente a lo que nos sucede, al nacer tienen los cabellos pálidos y se oscurecen con el tiempo. ¿Y la piel? Muy blanca. ¿Acaso lavarían diariamente aquellos chiquillos en aguas medicinales? Esta suposición revelóse exacta cuando la madre me enseñó una habitación donde diariamente lavaban a las criaturas de los pies a la cabeza.

Con semejante lavado no podía extrañar que su piel acabase perdiendo el color.

Y, por último, la madre me enseñó los vestidos de las criaturas. Eran completamente blancos. El más pequeñín también iba vestido de blanco de pies a cabeza. Al preguntar yo si es que llevaban luto —el blanco es para nosotros el color de luto—, la madre me contestó que no, que el blanco era tan sólo para que los niños fuesen siempre limpios. A mí me parecía que un vestido oscuro hubiese sido más adecuado, ya que no revelaría las posibles manchas; pero me callé.

Las camitas eran todas blancas, y producían un lúgubre efecto. No comprendo por qué usan tanto el color de la muerte. ¡Están tan monos los niños vestidos con colores alegres, encarnado, amarillo y azul flor de lis! Nosotros vestimos a los niños de encarnado en el momento de nacer, como signo de alegría. Pero es inútil; el carácter de estos extranjeros no concuerda en nada con el nuestro. Por ejemplo, me quedé pasmada al saber que aquella extranjera amamantaba ella misma a sus hijos… ¡Qué cosa tan extraña!

A mí nunca se me hubiese ocurrido alimentar a los míos.

Es contrario a nuestras costumbres. En efecto, ninguna mujer china de cierta posición da el pecho a sus hijos, puesto que tienen muchas esclavas en estado de poder cumplir esta misión.

Cuando volvimos a casa, dije a mi marido:

—¿Es cierto que ella misma amamanta a sus hijos? ¿Acaso son tan pobres?

—Es lo mejor para el niño —me dijo—. Tú también, cuando llegue el momento, amamantarás al tuyo.

Me quedé extraordinariamente sorprendida.

—¿Yo?

—Desde luego —confirmó mi marido muy serio.

—Pero…, entonces, deberán pasar dos años antes de que pueda tener otros —objeté.

—Es el justo intervalo, aunque la causa que aduces está falta de sentido común.

Quizá tenga razón mi marido, incluso en este particular.

De todos modos, estoy viendo que algunas criaturas se me morirán, y que también tendré niñas; quedo persuadida de que mi casa no se llenará de hijos varones tal como había esperado.

Al día siguiente fui a casa de la señora Liú para referirle mi visita. ¡Ah, si la diosa me concediese hijos varones, como hizo con ella! ¡Derechos y robustos, y con ojos vivaces! Les vestiría con trajes color de rosa, color que hace resaltar el exquisito tono amarillo de su piel.

—Ya veo —dije, con un suspiro de satisfacción— que los has criado según las antiguas costumbres.

—Nada más que hasta cierto punto. Mira —y diciendo esto atrajo hacia ella el pequeñuelo—, empleo el color blanco para su ropita interior. Es más fácil de lavar. De los extranjeros hay que coger lo útil y desechar lo que no puede ser adaptado.

Lo primero que hice al salir de su casa fue entrar en una tienda donde vendían telas y comprar una pieza de seda rosa y encarnada, con flores, otra de terciopelo negro para una almilla sin mangas, y seda para un gorro. No fue una compra fácil, porque no quería para mi hijo nada que no fuese de primera calidad.

El tendero tuvo que sacar de las estanterías una serie de piezas, una tras otra. Era un viejo asmático, y refunfuñaba cuando le pedía que me enseñase su mercancía.

—Muéstreme otra…, quiero una pieza de seda con flores de melocotón bordadas.

Le oí murmurar algo a propósito de las mujeres vanidosas.

—No es para mí —le advertí—. Es para mi hijo.

Al oír estas palabras, el viejo sonrió con expresión astuta, y sacó una hermosa pieza que había tenido oculta hasta entonces.

—Tómela —dijo—, la guardaba para la mujer del gobernador, pero tratándose de su hijo se la ofrezco a usted.

La seda lanzaba mórbidos destellos rosados sobre el mostrador. No regateé el precio y la compré. Al llevarla a casa me decía:

«Esta noche cortaré en esta tela una chaquetilla y calzones. Yo misma lo haré todo; no quiero que nadie toque a mi hijo».

La idea de pasar la noche cosiendo para mi hijo me hacía feliz.

Le confeccioné un par de zapatos bordados con una cabeza de tigre. Como juguete le he comprado una cadena de plata.