¿Cómo decirte, hermana, la pena que me oprimía el corazón? La aurora del día fijado para mi marcha amaneció gris y tranquila. Concluía la décima luna, cuando llegó la época en que las hojas de los árboles empiezan a caer y los bambúes se estremecen en el aire helado vespertino o matinal. Antes de irme quise ver mis lugares predilectos, avivar e imprimir su belleza en la memoria. He aquí el estanque: la brisa apenas murmura, la siento en el ligero movimiento de las hojas y el loto. Éste es el venerable enebro. Tiene trescientos años y está todo retorcido; a su sombra, en el jardincito de las rocas, en el tercer patio, me quedé una hora. Visité los viejos bambúes del antiguo patio de acceso. Sintiéndome feliz en medio de todas mis plantas, me detuve un instante para admirar las hojas de color verde oscuro. Por último, deseando llevarme algo que fuese como un símbolo de toda la belleza de los patios, escogí ocho crisantemos, que coloqué en un búcaro. Estaban plenamente abiertos, con toda su belleza de colores: rojo, amarillo, violeta pálido… Me dije que mitigarían un poco la desnudez de mi casa.
Así volví junto a mi marido.
No le encontré al entrar en el pequeño recibidor. Por la sirvienta supe que había acudido a una llamada urgente, pero ignoraba de quién. Deseando prepararle una sorpresa, coloqué los crisantemos en el saloncito, ingeniándome para obtener el mejor efecto posible. Pero luego de haber puesto toda mi voluntad, me sentí desilusionada. En el antiguo patio, contrastando con el fondo negro de las puertas, los crisantemos resplandecían de melancólica opulencia. Aquí, al contrario, sobre el fondo de las paredes pintadas de blanco, el amarillo apenas destacábase; su belleza se reducía a un simple efecto artificial.
¿Acaso no se podía decir lo mismo de mí?
Llevaba todavía los vestidos de gala, pantalones y chaquetilla de color jade, y los cabellos adornados con collares de ónix, y pendientes de jade. En los pies llevaba las sandalias negras de terciopelo, artísticamente bordadas con pequeñas perlas de oro. De la tercera concubina, La-May, había yo aprendido el arte de los tonos rojos en las mejillas y el labio inferior, y la astucia de las palmas de la mano teñidas de rojo perfumado. En una palabra, no regateaba ningún esfuerzo para parecer más hermosa a los ojos de mi marido.
Así ataviada me encontraba guapa, y esperé su regreso.
Si hubiese podido presentarme ante él separando una cortina escarlata a la opaca luz de una antigua mansión china, hubiese logrado seducirle. Por el contrario, tenía que bajar con inciertos pasos una crujiente escalera de madera hasta el saloncito desnudo, donde produciría el mismo efecto que los crisantemos. Resultaría una cosa graciosa y nada más.
La espera fue larga, y cuando llegó mi marido —estaba muy cansado—, la frescura de mis adornos estaba ya marchita desde hacía rato. Me saludó al pasar, gentilmente; estuvo ocupado durante todo el día en asistir a una enferma, y no había comido nada desde por la mañana.
Cenamos en silencio. Las estúpidas lágrimas me impedían casi tragar los alimentos. Él comió de prisa, y al acabar hizo que le sirvieran el té. Estaba muy preocupado, se le escapaban algunos suspiros. Por último, se levantó con cansancio, y dijo:
—Vamos al salón.
Cuando estábamos sentados me preguntó distraídamente cómo iba la salud de mis padres; pero era visible que mis contestaciones no le interesaban. Yo tartamudeaba y acabé callándome, sin que él pareciese darse cuenta de mi silencio. Se levantó de nuevo y dijo, con mayor dulzura:
—Te ruego que no te preocupes por mi distracción. Estoy verdaderamente contento de que hayas vuelto. Pero ¿qué quieres?, durante todo el día he tenido que luchar contra la superstición y la estupidez humana: y he perdido. ¿Qué puedo decirte? No puedo pensar en otra cosa que en mi derrota. Me pregunto si hice todo lo que debía hacer. ¿Existe algún razonamiento de que yo no me haya valido para salvar esa vida humana? Y, sin embargo, cuanto más pienso en ello, más persuadido estoy de haber hecho todo lo posible. ¡Pero eso no me ha evitado que perdiese!
»Tú recordarás, sin duda, a la familia Yu, la que vive cerca de la Torre del Tambor. La primera mujer ha intentado ahorcarse, desesperada al no poder soportar por más tiempo la lengua viperina de su suegra. Llamado con urgencia, acudí a toda prisa y, para que veas, hubiera podido salvarla: la descubrieron cuando acababa de dejarse colgar de la cuerda en el vacío. Pues bien, ¿sabes lo que ha ocurrido…? Había preparado lo necesario para la intervención cuando llegó un anciano tío, un traficante de vinos, que sustituye con su autoridad al jefe de la familia, el viejo Yu, que en paz descanse. Bueno, pues vino gritando como una fiera y exigiendo que se recurriese a los sistemas tradicionales.
¡Quería sacerdotes y gongos para llamar el alma de la mujer! La familia fue convocada, se arrodilló en el suelo, desnudó a la pobre muchacha desvanecida (figúrate que no tenía más de veinte años), y le llenaron la nariz y la boca de algodón en rama, vendándole luego la cara… ¡Eso han hecho!
—Pero…, pero —dije— es la costumbre, siempre se hace lo mismo. En esos casos, parte del alma se fue, y es necesario impedir que el resto se vaya también; por eso se tapan los orificios.
Hasta entonces, en su agitación, mi marido había hablado paseándose por la habitación. Pero, al oírme, se detuvo bruscamente, fulminándome con sus ojos; tenía los labios contraídos y respiraba con dificultad. Por último gritó:
—¡Cómo! ¿Tú también?
Me empequeñecí en el asiento.
—¿Murió la muchacha? —pregunté con voz como un susurro.
—¿Que si murió? ¿Acaso no morirías tú si te tuviera así mucho rato?
Diciendo estas palabras, me cogió las manos en una de las suyas y con la otra me aplicó violentamente un pañuelo sobre la boca y nariz. Me liberé lanzando lejos el pañuelo. Él rió, con una risa que parecía un alarido, y se sentó cogiéndose la cabeza entre las manos, oprimido por la misma pena que me hacía enmudecer. No se dignó mirar tan siquiera un instante los crisantemos que adornaban la habitación.
Me quedé mirándole asustada. ¿Sería posible que tuviese razón?
Aquella noche me quité, asqueada, los collares de jade y los vestidos de seda. Empezaba a comprender que todo lo que me habían enseñado era falso; mi marido no era hombre que se pudiese seducir alegrándole los sentidos con flores y perfumes, o con una pipa de opio. La belleza física no bastaba; debía seguir otro camino si quería triunfar. Y recordé las palabras que pronunciara mi madre, con el rostro vuelto hacia la pared, así como el tono de su voz al decir:
—Los tiempos han cambiado.
Sin embargo, no podía doblegarme fácilmente a la idea de liberar mis pies de sus vendajes. La que me ayudó fue la señora Liú, la esposa del profesor de una escuela extranjera recientemente fundada. Yo había oído hablar a mi marido de la señora Liú, como de una amiga. Y, en efecto, al día siguiente de mi regreso me anunció que vendría a visitarme.
Era la primera visita que recibía, y no omití hacer grandes preparativos. Di orden a la sirvienta de comprar seis calidades de pastelitos y servirlos con granos de melón, bizcochos, sésamo y el mejor té, el que se recolecta después de la lluvia. Para vestirme elegí una chaquetilla de seda color albaricoque, que hacía juego con las perlas que adornaban mis orejas. En el fondo del corazón me sentía avergonzada de mi casa.
«Quizás —pensaba— encontrará que es fea y se dirá que yo no tengo gusto… ¿Por qué no se las apaña mi marido para estar en casa? Así, por lo menos con su ayuda, podría disponer los muebles de una manera más ceremoniosa… ¿Dónde colocar el sitio de honor?».
Me equivocaba, puesto que, llegado el día de la visita, mi marido no salió de casa; prefirió quedarse sentado, leyendo; cuando me veía entrar en el saloncito, muy agitada, me acogía levantando apenas la cabeza y esbozando una fugaz sonrisa. A mi entender, todo iba al revés: lógicamente, yo hubiera debido estar sentada, para poder levantarme al entrar la visita y acompañarla ceremoniosamente al sitio de honor. Pero, con mi marido sentado allí, no había manera de arreglar un poco la estancia; y cuando llamaron al timbre de la puerta, mi marido fue a abrir en lugar de la sirvienta.
Era como para retorcerse las manos de desesperación.
Pero el sonido de una voz jovial hizo que desapareciese mi mal humor, obligándome a mirar a hurtadillas hacia la puerta. ¡Cosa extraña! Mi marido había cogido la mano de la recién llegada y le daba en el dorso un beso curiosísimo. ¡Me quedé estupefacta! Pero, súbitamente, todo mi asombro desapareció, y con él toda veleidad de simpatía por la visitante al ver la expresión de mi marido. Su rostro nunca aparecía así cuando hablaba conmigo, que soy su esposa; su actitud era la de alguien que habla con una amiga.
Hermana, si hubieses estado allí me habrías enseñado lo que debía hacer. Pero me encontraba sola y no tenía amigos. No me quedaba, pues, otra cosa que hacer que rumiar mis pensamientos y sufrir en el corazón por todo lo que me faltaba para gustar a mi marido.
La visitante no era guapa…, ni siquiera graciosa; no tardé en darme cuenta cuando la miré atentamente. Tenía un rostro rojizo y jovial, ojos redondos y brillantes como bolitas de vidrio; cordiales, pero llenos de sonrisas. Llevaba una chaquetilla gris de tela ordinaria, una falda de seda, pero sin flores, y calzado masculino. Hablaba bien, con una voz que alegraba oírla, su risa era pronta y cálida. Se notaba que con mi marido se sentía a gusto, porque hablaba con soltura de cosas que yo no conocía ni siquiera de nombre, intercalando en su conversación incomprensibles palabras extranjeras. Él parecía contento. Yo, sentada en mi silla, escuchaba con la cabeza baja.
Aquella noche, después de cenar, estaba sentada silenciosa, cerca de él. El recuerdo de su rostro cuando hablaba a nuestra invitada no se apartaba de mi mente.
¡Nunca le había visto tan vivaz, tan animado! Parecía como si para ella no tuviese bastantes palabras… Habló sin parar durante toda la visita, y no salió de la habitación.
¡Como si la visitante fuese un hombre en lugar de una mujer!
En un momento dado, me levanté y fui a sentarme junto a él.
—¿Qué me cuentas? —preguntó, apartando la mirada del libro.
—Dime algo de la señora que nos ha visitado hoy.
Se apoyó en el respaldo de su silla y me contempló pensativo.
—¿Qué quieres que te diga? Es licenciada de una gran Universidad femenina de Occidente; se ven pocas mujeres como ella, que conozcan las cosas a fondo. Tiene tres hijos… Ya verás qué criaturas tan hermosas; inteligente, limpia, bien educada. El corazón se alegra viéndola.
¡Oh, cómo odiaba, cómo odiaba a aquella mujer! Pero ¿qué hacer? ¿Es posible que no existiese más que un camino para llegar al corazón de mi marido?
—¿Te parece guapa? —pregunté.
—¡Naturalmente! —contestó con tono convencido—. Es una mujer sana, de buen sentido, y anda sobre unos pies que no son deformes.
Durante unos instantes pareció mirar al vacío. Yo imaginaba ideas desesperadas. ¡No había nada, nada que una mujer pudiera hacer! Pero ¿cómo lograr…? Las palabras de mi madre eran bien claras: «Es necesario que gustes a tu marido».
Él quedó absorto en sus pensamientos. ¿En qué pensaba? Imposible saberlo. Sin embargo, de una cosa estaba segura, a saber: que no pensaba en mí; y menos aún en mis sedas de color pescado, en los pendientes con que me había adornado, ni en mis cabellos bien lisos, brillantes, avivados con tanto cuidado. No se ocupaba nada de todo aquello; y, no obstante, estaba tan cerca de él que un ligero movimiento hubiese bastado para unir su mano a la mía.
En aquel momento incliné un poco la cabeza y me abandoné a su voluntad, renunciando al pasado.
—Si me dices cómo he de hacerlo, estoy dispuesta a quitarme las vendas de los pies.