¿No te aburro, hermana? Entonces, prosigo. Hacía poco tiempo que abandoné mi casa materna, pero me parecía que habían pasado mil lunas desde que salí de allí en la silla nupcial. En aquella ocasión tenía muchas esperanzas y temores. ¿Y ahora…? Ahora volvía como mujer casada, con las trenzas recogidas en una redecilla y sin llevar la frente oculta por la franja de la virginidad. No obstante, seguía siendo la niña de antaño —¿quién lo iba a saber mejor que yo?—, pero más asustada, más solitaria; y con muchas menos ilusiones.
Mi madre vino a mi encuentro, acudiendo al primer patio, apoyándose en su bastón de bambú. Me pareció cansada y más delgada que antes; pero esto quizás era debido a que nunca la había visto a la luz del día. La tristeza que vi en sus ojos no dejó de conmoverme. Luego de inclinarme, me atreví a cogerla de la mano. Ella respondió con una fugaz presión, y juntas entramos en el patio interior.
Miraba todo con ojos interrogadores. Creí que quizá vería algún cambio. Pero observé que todo seguía exactamente como antes. Los patios estaban sumidos en quietud, cada cosa en su sitio. La única novedad fueron las risas de los hijos de las concubinas, y los gritos de la servidumbre, que me saludaron en voz alta. El sol de otoño se filtraba por entre los emparrados y brillaba en las baldosas esmaltadas del patio y en las tinajas. Las puertas y ventanas tenían las persianas echadas para amortiguar el calor y la luz del mediodía. El sol se insinuaba entre las rendijas, iluminando oblicuamente las vigas pintadas y taraceadas del artesonado.
Aquello ya no me pertenecía, pero mi espíritu se sentía en su verdadera casa.
La ausencia de un hermoso rostro de pilluelo no me pasó inadvertida.
—¿Dónde está la cuarta dama? —pregunté.
—¿La-May? —contestó mi madre, con desgana— ¡ah! La he enviado al campo. Necesitaba cambiar de aires.
Por el tono de la contestación comprendí que no debía hacer más preguntas. Pero luego, cuando en mi antiguo dormitorio me preparaba para acostarme, la vieja Wang-Da-Ma vino a verme. Charlando de unas cosas y otras, mientras me peinaba y trenzaba los cabellos, Wang-Da-Ma no omitió de informarme que mi padre pensaba tomar una nueva concubina, una joven de Pekín que había estudiado en el Japón. Cuando la cuarta dama se enteró, afligióse tanto que se tragó los pendientes de jade. Durante dos días no dijo nada, aunque sufría terriblemente; pero luego mi madre descubrió la tentativa. Inmediatamente fue llamado el médico de la familia; la joven estaba a punto de morir. Pero el médico no supo hacer nada, por más que pinchó con agujas el pulso y las tibias de la desventurada. Un vecino sugirió, por último, que se la transportase a un hospital extranjero, pero mi madre se opuso. ¿Cómo podían conocer los médicos extranjeros las enfermedades de una mujer china? Quizás entiendan las enfermedades de los bárbaros, pero no las de los refinados y cultos chinos… El destino quiso que mi hermano estuviese en casa. Había venido para celebrar en familia la festividad de la octava luna; gracias a su intervención fue decidido llamar a un doctor extranjero.
Era una mujer. Vino y no dudó un instante, introdujo en la garganta de la concubina un largo tubo que llevaba en sus instrumentos, y los pendientes aparecieron ante el asombro general de los presentes. La única que no parecía extrañada era la extranjera; ésta, luego de colocar el instrumento en su estuche, se retiró con la misma calma con que había venido.
Las otras concubinas no ocultaron sus censuras por el gesto de su compañera. ¡Mira que tragarse los hermosos pendientes de jade…! La gorda preguntó:
—¿Por qué no te tragaste una caja de cerillas, de ésas de diez céntimos?
La cuarta dama no dijo nada. Durante su convalecencia nadie la vio comer ni la oyó hablar. Pasaba el tiempo tras las cortinas de su cuarto; sabiendo a ciencia cierta que su intentona de suicidio la había rebajado a los ojos de todos. Mi madre le tenía lástima, y para sustraerla a las ironías de las otras la había alejado.
Aquello constituía el tema de los chismorreos familiares.
Por el contrario, en las conversaciones con mi madre no se mencionaba nunca lo ocurrido. Presté atención a las indiscreciones de Wang-Da-Ma únicamente a causa del gran amor que siente por nuestra familia. Hace tanto tiempo que vive con nosotros, que está al corriente de todo. Vino con mi madre de la lejana casa de Shansi, de donde salió mi madre para contraer matrimonio.
Nos ha visto nacer a todos. Cuando muera mi madre, la fiel sirvienta pasará al servicio de la mujer de mi hermano para dedicarse al cuidado de los nietos de su ama.
Una de las cosas que me contó Wang-Da-Ma es algo más que una simple frivolidad. Mi hermano ha decidido irse al extranjero, a América, para perfeccionar, según dice, sus estudios. Mi madre no ha dicho nada a ese propósito, pero Wang-Da-Ma no dejó de murmurarlo en mi oído, cuando, al día siguiente de mi llegada, hizo su entrada en mi habitación con el agua caliente. Al principio, papá tomó a risa las intenciones de mi hermano, pero acabó aprobando su propósito, y cedió. Pero esto afligió mucho a mi madre. Wang-Da-Ma me aseguró haberla visto tan apenada como el día en que mi padre trajo a casa la primera concubina.
Durante tres días, mi madre se negó a probar alimento alguno y no dirigió la palabra a nadie. Cuando abrió la boca fue para rogar a mi hermano que, puesto que estaba decidido a atravesar el océano Pacífico, por lo menos, antes de emprender el viaje, se casase con la joven a quien estaba prometido, y le diese un hijo.
—Ya que te niegas a reconocer que tu carne y su sangre no te pertenecen exclusivamente —le dijo— y estando decidido a afrontar los riesgos de ese país bárbaro, sin consideración alguna a tus deberes, procura, por lo menos, hijo mío, transmitir a otros la sagrada herencia de tus antepasados.
Pero mi hermano le contestó:
—No tengo la menor intención de casarme, tan sólo deseo aumentar cada vez más mi cultura; tú no me comprendes, madre. Ya veremos cuando vuelva. Pero, por ahora, desde luego que no.
Ni aun así cedió mamá, y pidió a mi padre que interviniese. Éste, completamente absorto en los preparativos para recibir a la nueva concubina, tomó las cosas a la ligera, y mi hermano consiguió salirse con la suya.
El destino de mi madre no podía por menos de conmoverme. La generación actual era la última de la descendencia de mi padre, puesto que mi abuelo no había tenido más hijos. Mi madre dio a luz a otros varones, pero los perdió a todos durante la infancia. Por esta razón era de una importancia suprema que mi hermano, el único varón superviviente, tuviese hijos cuanto antes… Únicamente así podría mi madre cumplir su deber con los antepasados. Este deber era la razón de que mi hermano estuviese prometido desde su infancia a la hija de Li. No conozco a la prometida, pero me han dicho que no es guapa. Claro está que ése es un detalle sin importancia para mi madre. La desobediencia de mi hermano me dejó aturdida durante varios días, aunque mamá no me dijo nada a ese propósito. Como todos, oculta la espina en los ignotos pliegues de su espíritu. Así es su carácter: cuando ve que el dolor es inevitable, cierra los ojos para siempre. De modo que, en el ambiente doméstico y acostumbrada al silencio de mi madre, he dejado de pensar poco a poco en mi hermano.
Tal como preví y me temía, el primer pensamiento que leí en los ojos de todos se refería a mi estado: ¿estaba yo esperando un hijo? Contesté con evasivas a las preguntas, limitándome a aceptar los augurios con graves inclinaciones de cabeza. ¡Nadie debía saber que yo no interesaba a mi marido!
¡Sin embargo, no podía engañar a mamá!
Una noche, al cabo de siete días de alojarme en la casa, estaba sentada sola, en el umbral de la puerta que da al gran patio.
Anochecía, las esclavas y siervos acudían para preparar la cena, y en el aire flotaba un olor de pescado y de ánade asado. Hora perfecta. Los crisantemos del acirate estaban repletos de brotes; nunca había amado tanto mi casa y los objetos familiares como en aquellos momentos. Recuerdo que el ademán de empuñar el picaporte esculpido de la puerta me daba una especie de sensación de seguridad; me sentía en paz allí donde mi infancia transcurrió rápida como un sueño. Cosas que conozco, cosas amadas. La noche se desploma lentamente sobre los tejados puntiagudos; en los aposentos se perciben las débiles llamas de las velas. Aroma de la cena. Se oyen las voces de los niños…, el ruido apagado de sus sandalias de fieltro en las baldosas del patio. Me siento la hija de una casa patriarcal china, donde todo es viejo: los trajes, los muebles, las relaciones. ¡Casa tranquila y segura, a la sombra de las viejas paredes entre las cuales se come y vive bien!
Y hete aquí que, por contraste, se me aparece la imagen de mi esposo sentado solo ante la mesa en la casa extranjera, vestido a la manera occidental, y exótico en sus modales. ¿Cómo adaptarme a su vida? Él no tenía necesidad de mí… Sentí la garganta oprimida a causa de las lágrimas que no podía verter. Me estremeció una impresión de soledad como nunca experimenté mientras viví soltera. En aquella época me entretenía pensando en el día de mañana. Y ahora que conozco ese porvenir que tanto esperé, me parece insoportablemente amargo… Las lágrimas desbordaron, por último, de mis ojos, y volví el rostro para evitar que la luz de las lamparillas me traicionase.
Oí el gongo que anunciaba la cena. Me sequé nuevamente los ojos y me dirigí al sitio que me correspondía.
Después de cenar, mi madre se retiró temprano a su habitación. Las concubinas se habían retirado también a las suyas, y, quedé sola, sorbiendo el té. En aquel momento apareció Wang-Da-Ma.
—Su honorable madre —me dijo— le ordena que vaya a verla.
Contesté estúpidamente:
—Mi madre ha dicho que iba a retirarse y no ha sugerido nada de otra conversación.
—No sé qué decirle, amita, pero ésa es la orden que me ha dado su madre. Vengo directamente de su habitación —contestó Wang-Da-Ma; y se fue sin más explicaciones.
Cuando el ruido de sus pasos se apagó en el patio, separé la cortina de raso y entré en el dormitorio de mi madre. La encontré tendida en la cama. En una mesita, al alcance de su mano, ardía una bujía. Era la primera vez que veía a mi madre en aquella postura, y no pude reprimir un movimiento de sorpresa. Me pareció frágil y casi débil. Tenía los ojos cerrados, y sus pálidos labios tenían un pliegue amargo. El rostro exangüe era la delicada máscara de la tristeza.
—Mamá —murmuré.
—Pequeña mía —contestó ella.
Me sentí perpleja, no sabía cómo interpretar su voluntad. ¿Debía sentarme o quedarme en pie? Con la mano me indicó que tomase asiento a su lado. Obedecí y esperé en silencio a que hablase. Mientras tanto, me decía: «Está abatida por el pensamiento de que mi hermano se dirige a lejanos países». Me equivocaba; su pensamiento era ajeno a mi hermano. Apenas volvió el rostro hacia mí, dijo:
—Dime la verdad, hija: hay algo en tu vida que no es lo que debiera ser. ¿Crees acaso que no me he dado cuenta?
Desde que volviste, observo que no demuestras la tranquila satisfacción de antes. Tu espíritu está agitado; lloras por nada, como si un dolor secreto acaparase tu pensamiento, aunque tus labios no hablan. ¿Qué te pasa? ¿Acaso sientes impaciencia por estar encinta…?
Transcurrieron dos años antes de que yo diese un hijo a tu padre.
¿Qué decirle? Del cortinaje bordado del baldaquino colgaba un hilo de seda desprendido de la trama. Lo cogí, y durante un buen rato estuve enrollándolo y desenrollándolo entre el índice y el pulgar…, lo mismo que hacía, mentalmente, con mis pensamientos.
—¡Habla! —me acosó mamá, no sin algo de impaciencia.
Levanté los ojos. ¡Pobres lágrimas inútiles! Intenté vanamente retenerlas: me sofocaban, y prorrumpí en llanto, mientras intentaba ocultar el rostro entre el edredón que cubría el cuerpo de mi madre.
—No sé, no comprendo lo que quiere mi marido —exclamé—, dice que debo ser su igual, pero ¿cómo he de hacerlo? No puede sufrir mis pies, dice que son feos, ¡hasta me hizo un dibujo…! ¿Cómo se las ha apañado para verlos y dibujarlos de aquella manera? Lo ignoro, porque nunca le he permitido verlos.
Mi madre levantó la cabeza de la almohada.
—¿Su igual? —dijo, estupefacta, con los ojos dilatados en su pálido rostro—. ¿Qué quiere decir tu marido con eso? ¿Cómo es posible ser igual al marido?
—Las mujeres occidentales lo son —dije suspirando.
—Ya sé, pero aquí somos gente con sentido común. ¿Y los pies? ¿Por qué los dibuja? ¿Qué quiere decir con eso?
—Lo hace para demostrar que son feos.
—Se ve que no has sido suficientemente hábil. ¿Acaso no te di veinte pares de sandalias? Estoy segura de que no las elegiste con el acierto requerido.
—Sus dibujos no reproducen la línea exterior, sino los huesos deformados.
—¿Los huesos? ¿Quién ha visto los huesos de un pie de mujer?
¿Acaso los ojos pueden penetrar en la carne?
—Los suyos pueden, puesto que son ojos de médico occidental. Por lo menos así lo dice.
—¡Ah, ya, pobrecilla! —Diciendo esto mi madre cayó de nuevo sobre las almohadas, suspirando y sacudiendo la cabeza—. Tu marido está instruido en las artes mágicas de los occidentales…
No pude aguantar más y le hice partícipe de mis confidencias.
Lo confesé todo, incluso las particularidades más íntimas y dolorosas. Recuerdo que llegué a murmurar frases amargas.
—Le importa un bledo no tener hijos; no me quiere.
Mi madre cerró los ojos, con un rostro que parecía más agudo todavía. Calló unos instantes; luego, dijo, con una voz cansada y débil, como si estuviera exhausta:
—A todo esto, hija mía, no existe más que una solución para una mujer…, un solo camino, ¡y eso a toda costa! ¡La mujer debe agradar a su marido! Imagina lo que significa para mí aconsejarte que deshagas todo lo que con tanto trabajo cuidé en ti. Pero, puesto que ya no perteneces a mi familia, sino a la de tu marido, no puedes hacer otra cosa que la voluntad de él. Pero no sin una última resistencia. Procura, por todos los medios, seducirle con tus mejores vestidos de color jade y negro, y con el perfume de lis. Sonríe, pero sin petulancia, más bien con esa timidez que todo lo ofrece.
Puedes, incluso, permitirte tomarle la mano… ¡pero nada más que un instante! Si ríe, alégrate; pero si aun así no reacciona, no te quedará otro remedio que hacer lo que te digo: plegarte a su voluntad.
—¿Incluso quitarme las vendas de los pies? —murmuré.
—Incluso quitártelas —dijo, con cansancio—. Los tiempos han cambiado… Puedes retirarte. Y se volvió hacia la pared.